Una costumbre culinaria del oriente cubano identifica a la vida humana con la vida de las comidas. Es la costumbre de preparar un aliñado. Con ella entra a la casa de la mujer embarazada el milagro de la fermentación.
Se procura un sitio tranquilo y oscuro, adonde no llegue el sol ni la curiosidad del perro y, en un botellón, mujeres y niños empiezan a echar fruta picada en pedazos pequeños. No es preciso llenar el botellón de una vez, la gracia está en sumarle durante los nueve meses de embarazo, según entren las temporadas de cada fruta. La gracia está en que, al trepar a las matas, los niños recuerden robar un poco más para el aliñado.
A la fruta en pedazos agregan levadura, azúcar, agua, trocitos de caña. Hay familias que ponen adentro puñados de arroz igual que a la salida de una boda, creen de este modo fortalecer un símbolo. Los hombres aportan al aliñado una o varias botellas de aguardiente. Esas botellas traen la receta de podredumbre, el secreto antiquísimo de la fermentación, encaminan, encauzan. Puede estimarse que las virtudes masculinas de quien nacerá dependen del alcohol, las femeninas de las frutas. Más tarde se descubrirán endiablados los pedazos de frutas y tenue el alcohol.
Poco a poco, entre el espíritu de la botella, figuración de Las mil y una noches, y el espíritu del niño esperado empieza a establecerse una relación muy estrecha. Todo lo dulce a la redonda, toda carne de fruta entra a la matriz de vidrio para componer un doble, un niño de tierra. La barriga de la madre y la del botellón se vuelven fermentaciones gemelas.
Al principio el aliñado no es más que fruta en disolución, el monte encerrado en un laboratorio. Después suben desde el fondo de cristal los resoplidos de animal muriente que pone la fermentación en todas las cosas. Cuando la embarazada no consigue dormir escucha el cruce de la mariposa nocturna, el arañar del pequeño ratón que aparece y se esconde, y llega a oír a la burbuja que asciende hasta abrirse. Una vida menor, desatendida a lo largo del día, comienza a murmurar ahora. También en su barriga el feto da señales de existir.
El bosque hundido, inundado, empuja en la barriga de vidrio, procura irse de madre. El botellón se enciende de fuegos fatuos, cocuyos, lo atraviesan motas de polen fosforescente. Todo viaja allí adentro a la redonda, se convierte, poco antes de la implosión, en un rabo de nube, un tornado.
La mujer que no logra dormir se encuentra entre dos abismos: en la ventana estrellas, planetas en silencio, y en la cocina la odisea microscópica de las fermentaciones. El trabajo de la mariposa y del ratón se le ha hecho cercano, casi propio. Constelaciones en vagabundeo, pudriciones estelares: todo se expande despreocupadamente.
La familia cuida esas dos barrigas paralelas, quisiera obligar a la embarazada a una existencia paciente de botella en su rincón. Supone en esta cualidades de talismán, teme una rajadura del vidrio, un sacudón.
Beberán el aliñado a la hora del nacimiento o del bautizo. Ya que puede guardarse relativamente bien durante años, algunos hijos de familias memoriosas llevan una botella como dote a sus bodas y unen las dos botellas en el aliñado del primero de sus hijos.
Una ciencia adelantada, mitad genética y mitad enología, podría ser capaz, por un vaso de esos alcoholes sucesivos que pasan de una generación a otra, de reconstruir los avatares de toda una familia. Frutas de muy viejas cosechas persisten en ese vaso, que guarda más trazas que un estómago de tiburón. Un Goethe compondría el coro de los caldos viejos que despiertan y redoblan lo que duerme en las frutas, el coro de las madres del bosque. Madre del prú llaman, también en el oriente de la isla, a la botella de prú viejo, bebida de raíces, imprescindible en la composición de un nuevo prú.
La madre del prú enseña que no existe principio. Por remoto que sea el brebaje, nunca será el primero porque adentro lleva restos de un prú anterior. Adán o como se llamara el primer hombre, no venía de madre, estaba sin ombligo en el principio. A diferencia suya, el prú tuvo ombligo siempre, recipiente, manejos, una madre. Es anónimo, tan natural que nadie pudo inventarlo (goteaban prú las antiquísimas cavernas) porque quién resulta suficientemente remoto para ello. Y debemos considerar su antigüedad pareja a la del mundo.
Aliñado y prú, metáforas tan claras del devenir humano, de lo histórico, desdibujan los orígenes. Igual que todas las metáforas para la historia, desembocan en la nulidad de esta, en la eternidad. El cubano que come y busca continentalidad calma también su apetito de tiempo, se labra una profundidad mesopotámica. En un sorbo de aliñado o de prú puede agazaparse el escalofrío de lo sin principio, de lo eterno.
Pero la mayor de las metáforas gastronómicas cubanas es el ajiaco. Un plato puede, de un momento a otro, convertirse en la embocadura de un pozo, en una estrecha y honda galería de entrada a otro mundo, en un espejo oscuro para las predicciones. Fernando Ortiz alcanzó a ver en el ajiaco todos los cruces étnicos, toda la historia y la cultura cubana. (La unión de arroz y frijoles negros, otro plato de la isla, congrí de negros o, mejor, moros y cristianos, explica asimismo el alcázar español donde Carlos aguarda por la piña.)
Ya habían sido utilizados para representar a algunas etnias las distintas azúcares, los sacos de carbón, la canela, el café con leche, el papel de cartuchos. Pero ninguna metáfora llegaba a incluirlo todo, ninguna metáfora doméstica englobaba a la isla. Tuvo que ser un plato lento, una gran olla que pudriera a los ingredientes más heterogéneos desde el principio de los tiempos. Una comida pozo que arrojara, lo mismo que una excavación, huesos de jicotea, hierros, la papilla neblinosa donde el bosque se deshace, el fango apetitoso al fondo de la olla, ralladura de coral en que acaba la tierra y comienzan las gárgaras de las mareas y la olla isla, Gran Nganga, se transforma al pie de la Caridad del Cobre en la barca de los Juanes.
Fernando Ortiz entendió en el ajiaco el bullir de los entrecruzamientos instantáneos, una atomística para la promiscuidad. Entendió la podredumbre y amalgama de cenizas que haremos hasta en la muerte unos con otros en el corazón abisal de la isla imaginada. Si Cuba es un ajiaco, en ella nos embebemos de caldo que nos cuece, chocamos con otros, intercambiamos jugos, nos fragmentamos hasta terminar desleídos.
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Ninguna página como el Shatapatha-Brahmana, tratado sacrificial de la antigua India, relaciona vida y sacrificio, vida humana y de los alimentos. Allí puede leerse lo que sigue:
Bhrigu era santo. Poseía una enorme sabiduría brahmana y esta, peligrosamente, se le había subido a la cabeza. Su padre era el dios Varuna y Bhrigu era ya tan arrogante que se atrevía a situarse por encima de Varuna. Este, por su parte, quiso demostrar a Bhrigu cuán poco sabía aún y le recomendó para ello que visitara las regiones del cielo una tras otra.
Las regiones del cielo eran cuatro y coincidían con los puntos cardinales. Bhrigu debía recorrerlas para rendir más tarde un informe a su padre. Se dirigió al este, en el cielo del este encontró a hombres que arrancaban a hachazos los miembros de otros hombres y luego repartían estas partes cortadas. Bhrigu se acercó a los hacheros, preguntó la razón por la que hacían esto y supo que los hombres obraban en venganza porque antes, en el mundo de los vivos, aquéllos los trataron de la misma manera.
Luego viajó hacia el sur y en el cielo del sur se topó con idéntica situación: unos hombres que cortaban a otros sus miembros. La curiosidad de Bhrigu hizo que repitiera su pregunta en el cielo del sur y supo que a estos también los guiaba la venganza.
Se fue entonces al oeste donde encontró gente callada, pero igual de beligerante, que devoraba a otros sin que se dejara escuchar ninguna queja. Ya que no tenían palabras, Bhrigu debió comunicarse mediante gestos. Supo así que también el tercero era un cielo de venganzas. (Si no es así, ¿para qué cansarse en imaginar un cielo?)
Por último, Bhrigu partió hacia el último de los cielos, el del norte. De todos era el más ruidoso, en él gritaban los dos bandos enemigos y quienes conseguían morder a otros hasta devorarlos, tomaban en este último cielo su revancha.
Terminado ya su viaje iniciático, Bhrigu se preguntaba hacia qué sitio abría la puerta de esa iniciación. No tardó en presentarse ante su padre. Entonces Varuna le instó a que empezara a recitar su lección. Bhrigu lo miró con perplejidad, iba a echarse a reír porque qué lección podía extraerse de esos cuatro panoramas.
—No has comprendido entonces –concluyó Varuna.
Y descifró para su hijo cada uno de esos cuatro enigmas. Aquellos que hacheaban en el este habían sido árboles y ahora cortaban leñadores. En el cielo del sur los antiguos animales destazaban a sus antiguos matarifes, mientras que en el oeste los vegetales mudos se alimentaban de hombres. El ruido del cielo del norte era el de aguas corrientes, allí los humanos eran bebidos por las aguas.
Varuna entregó a Bhrigu su hijo el secreto de las cuatro regiones celestes y también los sacrificios de rigor para evitar lo visto durante sus viajes. Porque el alimento que el hombre coma en este mundo, reza el Shatapatha-Brahmana, lo comerá a él en el otro.
¿Era el grabado japonés imagen de esos cielos? Comidas contra hombres, aquello que intuimos en la infancia frente a platos que no nos gustaban, puebla los cuatro cielos de la India. Un poema de Luis Marré, de los años sesenta, enumera un catálogo de tierras que anteceden a esos cuatro cielos. El poema se titula “Nos comemos la tierra”:
Ese pan fue amasado con harina de la URSS. El arroz vino de la China. Las lentejas granaron en la vieja España. Las verduras fueron cortadas en el valle de
Güines. La carne la tajaron en el lomo de una ternera del Camagüey. Esta sal es un sueño del Atlántico en las salinas de La Isabela. Las especias, ¿vienen todavía de las Islas famosas? Nosotros tomamos agua de pozo. La halamos con un cuarto de caballo (con un motorcito de). El pozo es de roca serpentina azul y está al pie del limonero.
Nos comemos la tierra, reímos con la boca llena, la cerveza queda en los bigotes, echamos un buche en otra boca, tomamos saliva. El sol entra en los cuerpos, nos comemos la tierra y la tierra, que es cabal, seguramente nos devolverá el favor.