Uno
Una ley prohibía en la infancia pisar raya al caminar la acera. Se evitaba cada línea en el cemento porque pisar una de ellas equivalía a despertar la mala suerte, todo cuanto debía continuar en sueño. Una simple raya podía ser el botón de llamada de lo desagradable, el resorte que voltearía la calle convirtiéndola en su antípoda: una calle bajo el asfalto y los conductos más profundos: la calle de los muertos.
Sabíamos también que ninguna columna debía ocultamos a aquél que caminara con nosotros, pues esa desaparición mínima se hacía creciente y algo terminaba, la amistad o el amigo.
A instrucciones como la de esperar una luz adecuada para cruzar la calle, añadíamos instrucciones mucho más misteriosas: no pisar raya, evitar una columna en medio. Intuíamos en la ciudad un mundo tan mágico como el de los bosques y las selvas.
Y llegó a existir un modo de adivinación que involucraba a la calle, que hizo de la ciudad oráculo. Sucedía al regresar a casa. Si éramos capaces de llegar a la puerta antes de que un vehículo llegara, las cosas ocurrirían según nuestro deseo. Del mismo modo en que creíamos una ciudad para los vivos y otra para los muertos, levantamos la Ciudad del Sí y la Ciudad del No, enfrentadas enemigas. Entendimos e inventamos respuestas salidas del paso de un vecino, de la velocidad del tránsito. Decidíamos en la ciudad. Es decir, la ciudad decidía por nosotros. Decidía esa vida automática, desprendida del hombre, en donde parpadean semáforos sobre avenidas vacías, cruzan ómnibus sin nadie y las cosas giran y guiñan dentro de las tiendas.
Habrá signos más extendidos (la cardinalidad de un pájaro agorero, el paso de un gato negro) pero, cada vez más escasos de pájaros y gatos, leemos signos de ciudad. Leemos en sus rayas tal como un quiromántico leyera una gran palma cruzada por calles, formada por municipios. Leemos sus planos como se leen las seis rayas del I Ching o como se avizora el horizonte.
En un poema de Baudelaire el hombre vaga por un bosque de símbolos, en otros por las calles de una metrópoli moderna. Al bosque pudo arrancarle el idioma de los pájaros o lo que dice un gato al cruzarse en el camino. Pertenecen a ese bosque la pantera del canto primero del Inferno, el león y la loba, el unicornio, la manada de animales emblemáticos. Del lenguaje de las ciudades, inevitables bosques nuestros, el hombre entrevé algo, inventa un poco.
Hacemos y habitamos ciudades simbólicas, procuramos el modo de leerlas a la
manera en que se leen los libros. Ojeamos calles como lo haría un lector, las hojeamos. Y hallándolas en libros, el lector quisiera recorrerlas, convertirse así en un peatón de Utopía.
Dos
Entre el paso de un cometa y un eclipse total, entre la granizada y un huracán que arrasa, la fecha de fundación de la ciudad, su centenario, el día en que se transparentan pirámides de rostros, apellidos topónimos, árboles de las genealogías, cuando todo mana desde el origen. Uno precisa entonces de alguna ceremonia, de un abrazo imposible con la ciudad. Podría gritar bajo las colgaduras carmesíes, en los jardines de palmas: Quiero que seas reina… O mejor, dejarse llevar por remos lentos hasta quedar frente al más alto de sus edificios y echar al agua un anillo de bodas.
Matanzas cumplió trescientos años y no estuve allí. Pasé ese día con la sensación de haberme equivocado, una molestia semejante a la que da el tiempo perdido, el trabajo pendiente, todo lo inoportuno. Pasé el día pensando en un allá. Pensé en su nombre de ciudad, recordé algo que la costumbre ha vuelto opaco en ese nombre: la sangre derramada. Lo hallé en un mapa mitad en mar, mitad en tierra (los nombres de los pueblos costeros —dice una línea de Elizabeth Bishop— se apuran hacia el mar).
Salí a caminar. El paseo, sin embargo, me hacía amar a La Habana, cada detalle pertenecía a otra ciudad. Pasé toda la noche en esa confusión de cuerpos, de ciudades, de no saber decidirme. Vi salir la lanchita que llega a Casablanca, calculé la partida del primer tren hacia Matanzas. Había dicho mi voto, echado al mar mi anillo, pero, ¿para quién? Hablé de amor durante toda la noche, me abracé a algo y no pude dormir hasta saber a quién entregaba mi vigilia. Volví a casa al amanecer, busqué un nombre en un libro de José Lezama Lima. Era el título de la tesis de ingeniería del Coronel Cemí: Triangulación de Matanzas.
Tres
Hace un tiempo viví entre topógrafos, pasé con ellos casi tres años y algunos
días tuve la ilusión de ser uno más. Era un trabajo itinerante y me gustó por eso. Viajábamos desde el amanecer en un camión desvencijado. Hicimos los caminos polvorientos de la seca y los impracticables de las lluvias. Un topógrafo de campo puede emparejarse a un fundador de ciudades. Llega a un sitio descampado, consigue un punto y de ahí saca una línea primera, luego una forma geométrica formada por un adentro que no existe todavía y un afuera sin sombrear aún por ninguna muralla. Es quien arrastra unas cifras a la manera del que trae fuego de la
última ciudad, capaz de ver en los espejismos del aire la ciudad venidera. Las líneas salen de él porque impedido de extender su cinta métrica muchas veces mide con el patrón de las viejas ciudades: el cuerpo humano. De esta manera, una zancada deja atrás un metro limpio y el topógrafo mide dentro del bosque como un viejo duelista. Considera que la altura hasta el ombligo de un hombre cualquiera alcanza un metro y encuentran tanta confianza en esto como en creer que el cuerpo de Cristo midió seis pies exactos de estatura.
Con ellos aprendí a entrar en lo desconocido como el compás entra en la mesa de dibujo. Un punto que ganábamos marchaba hacia otro punto, este otro se convertía en vértice y buscaba más tarde cerrarse, volver al punto de partida para alumbrar una figura más, otro triángulo. Con triángulos sucesivos tejíamos las redes que atrapaban a lo desconocido, conseguíamos apoderamos del espacio huidizo, triangulábamos.
Cuatro
El niño que en el capítulo inicial de Paradiso tiene cinco años y un ataque de asma, entra al capítulo segundo con una tiza en la mano. Ha salido de la escuela del campamento militar donde vive y pinta con la tiza en un muro. Alguien desconocido lo sorprende y lo arrastra hasta el patio de un solar vecino y allí lo culpa de pintar malas señas en el muro.
Lo coloca en el centro del patio, en medio de la curiosidad general, lo fija allí cenitalmente. El patio es circular y el niño José Cerní lo percibe como una ráfaga redonda: mantas, sudores, chisporroteos, carcajadas. El niño está en el centro de una ciudad en miniatura, ciudad a escala suya, ciudadela donde cada habitación es una casa. Allí hacen vida apiñada personajes sucintos pero recurrentes, gente que desde temprano forma en la novela el tejido del mundo. Así el solar del capítulo dos de Paradiso anuncia la ciudad que veremos desplegarse gracias a Cerní y para él.
Cinco
Yahora la ciudad brota vertiginosamente en la huida del capítulo noveno, el de la manifestación estudiantil. La ciudad es direcciones gritadas como órdenes de campaña, calles, pasadizos, atajos, y dispersión de caballería. Es fuga entre las balas.
Se ha dicho que el episodio de esa manifestación y su final en diáspora resultan la iniciación de José Cerní en la acción política. Pero, ¿qué será más tarde esa acción política sino la interruptora de diálogos o el fondo esfuminadamente histórico de la novela? ¿Qué representa luego la acción política sino ruido?
Una dimensión más amplia se abre para Cerní en ese día. Corresponde también a otra dimensión del vocablo política, aquélla que enuncia los modos o maneras de vivir en ciudad. Es la primera vez que la ciudad se despliega en el libro y lo que antes ha sido la mancha de una esquina o una fachada avizorada ahora se vuelve largas calles continuas. Entendemos entonces esa fuga callejera como rito de iniciación en la ciudad. Para ello la ciudad se laberintiza, se aprieta un muro contra otro, la calle se convierte en final de callejón y las puertas se borran. Enseña al recién desembarcado un trazado confuso, una maraña. La multitud estudiantil azuzada por la policía tendrá que hallar en esa cerrazón algún resquicio, un filo por donde escapar con vida. No por casualidad al regresar a casa, José Cerní recibe el recitado de su madre, aria de alta tragedia donde la madre reconoce en su hijo adultez y destino.
Triangulación de Matanzas llamó a su tesis de graduación el coronel José Eugenio Cemí, Cemí padre. La graduación universitaria, prueba de adultez, rito iniciático que aún persiste, lo obligaba a conquistar una ciudad, a verla desde arriba, a planearla. De igual modo, la adultez de su hijo José Cemí sobreviene en el despliegue de ciudad del capítulo noveno porque al final de la huida encontrará a Ricardo Fronesis y a Eugenio Foción, los tres reunidos gracias a un golpetazo del azar. Fueron tres puntos en la protesta y la diáspora y se encuentran ahora, conforman un triángulo, en adelante triangularán La Habana. De ellos tres saldrá la ciudad que recordamos como La Habana de Paradiso. La trazarán sus paseos, la explicarán hasta con sus ausencias. La ciudad será lo que se ve y también lo que se escurre, lo lejos y lo cerca. Cada desplazamiento de uno de ellos tres abrirá encima del plano, en las páginas, un triángulo más, un sector más de esa ciudad que la amistad impulsa. “Para mí la amistad —escribió Lezama en una carta— es una forma de poblar un espacio misterioso: de hacer nuestra la terra aliena.”
Roberto Friol ha hecho notar que, igual que en Paradiso, son tres los amigos en la Cecilia Valdés de Villaverde. Habría que agregar a estas otra tríada, la que aparece en la novela Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante. Las tres —Paradiso, Cecilia… y Tres tristes…— novelas urbanas, escrituras hambrientas de espacio. Con tres personajes amigos se anima un juego de espejos, se infinitiza el comentario a cada acción de ellos (los diálogos que hacen en Paradiso bien pudieran no tener fin. Al menos la conversación no decae en acuerdos y siempre corta la discusión un accidente: tiroteo, muchacha…). En la planimetría de la novela, dos aparecen y el tercero no se deja ver, entonces esos dos comienzan a hablar del que falta. Ahí está la ciudad, la urbe, el orbe, la novela.
Seis
En la memoria de Octavio Smith (“Para llegar al alto amigo”, Valoración múltiple de Lezama Lima) el primer encuentro suyo con José Lezama Lima se debió a una gestión entre abogados en el Castillo del Príncipe, entonces prisión. Lo lleva hasta allí un tranvía más del siglo diecinueve que del veinte, descrito por él como un gabinete paseante. El tranvía atraviesa las calles de la Habana Vieja, toma Reina, Carlos III y deja a Octavio Smith en un andén al pie de la loma del castillo. Octavio Smith llama a las calles de la ciudad vieja “estrechos cangilones”. Su viaje hasta Lezama tiene un ambiente de interior que nos hace sospechar que este no ha sucedido a través de la ciudad. El tranvía como gabinete, la estrechez de calles que parecen hacerse túnel para ese tranvía y la propia estancia dentro del castillo, salvo la ascensión de la loma, todo sucede en un adentro. Las calles aparecen como si estuvieran techadas, semejantes a calles dentro de un estudio cinematográfico. Por eso no sorprende que la bajada de la loma al regreso sea comparada con un final de película. Calles reconstruidas por la memoria del mismo modo en que maquetas reconstruyen un fragmento de ciudad. Son techadas por esa memoria, por la película de la memoria, aunque por sí mismas tengan ya la calidad abrigada y sombrosa de los interiores.
Por ellas se pasean Cemí y Foción. Y Fronesis y el propio Lezama. Caminan la ciudad interior como si caminaran el estómago de una ballena. Sus calles favoritas son Prado, Obispo, O’Reilly. El Paseo del Prado que cierran las copas unidas de dos filas de árboles y es un largo corredor desembocando en el mar. O’Reilly y Obispo, calles estrechas de altos edificios, más bien cañones que calles, lechos de viejos ríos, desfiladeros. Alejo Carpentier pudo pensar en ellas cuando en El recurso del método escribe de edificios cuyos remates no están para la vista del transeúnte. Vías, además comerciales, en las que abundan los interiores de librerías y cafés. Muñecas rusas que encierran sucesivos interiores.
Si aparece el Malecón rara vez se trata del arco abierto que paseamos, sino de su recodo, del rincón donde las corrientes marinas se hacen más lentas, más pausadas las conversaciones, donde nos acodamos creyéndonos en casa. Upsalón, el recinto universitario, resulta ser una sucesión de patios y San Lázaro, rampa sumamente abierta, se ha cerrado en el episodio de la protesta estudiantil. La ciudad entera se asemeja a un interior. Durante una entrevista, preguntando acerca de su inmovilidad, Lezama Lima habló de viajes más espléndidos que los interoceánicos, viajes que un hombre intenta por los corredores de su casa entre el dormitorio y el baño, desfilando entre parques y librerías. Son los últimos años de José Lezama Lima. Apenas sale de la casa. Recientemente ha descubierto todo cuanto puede impulsar desde allí: una mano que enciende un interruptor en la pared inaugura una cascada en el lago Ontario. Mundo de adentro y mundo de afuera, categorías tan caras a todos los hermetismos, se entrelazan de un modo caprichoso. La casa se convierte en la ciudad, el mundo, el cosmos. Ha emparejado pues calles y pasillos de las casas, parques y patios, cuartos y librerías. Se anulan pues el afuera y el adentro entre casa y ciudad y la casa extiende su dominio.
La ciudad doméstica, ciudad de novela, no es, sin embargo, toda La Habana. Es la ciudad vieja, la de cafés y librerías, anticuarios y tiendas de regalos. Llega hasta la colina universitaria pero no pasa de allí, no toma el Vedado. El resto es extramuros, la verdadera terra aliena, neblina y peligro. Únicamente Foción, por excéntrico endemoniado, se atreve a vivir más allá de esos límites. Solamente al tío Alberto, demonio de otra suerte, excéntrico también, se le ocurre irse de fiesta a la playa de Marianao. Fuera de la ciudad habitable Foción encuentra la amenaza de muerte del pelirrojo y el tío Alberto su muerte.
Esa ciudad tiene también muros de tiempo, horas que la limitan. Podemos leerlo en una de las Sucesivas que Lezama incluyera en Tratados en La Habana. Es una ciudad que no gusta de alargarse hasta la madrugada, provinciana que se recoge temprano. La ciudad lezamiana se encuentra en las antípodas de La Habana de Tres tristes tigres. Paradiso es una novela de caminante, peatonal, la otra hecha de vueltas en un convertible. El convertible circunda la ciudad vieja, busca, a través del túnel, Vía Blanca. Igual al pisicorre de los últimos poemas de Lezama, va lleno de músicos, gorda, galán, gritos y carcajadas. A estos no les preocupa la ciudad literaria de librerías y tertulias, se van a Radiocentro, a la Rampa, a estudios de televisión, oficinas de publicidad, redacciones de periódicos, playas. La literatura es para ellos un modo de ganarse la vida, es el juego de las citas, los juegos de palabras. Viven en el amor por la velocidad, en la desesperación de no poder estar en todas partes, fiebre de ubicuidad. Es la farándula, el mundo de la moda, unos amores perseguidos durante semanas para que duren una noche, mundo flotante, canciones, boleros que se consuman en una temporada. Son la música silbada y el ripio de los estribillos: residuos de otras noches. (Tres tristes tigres es nuestra ukiyo-zoshi, nuestra novela —como las japonesas— del mundo flotante, mundo de formas aparentes.) La Habana de Paradiso es principalmente la ciudad recogida del estudioso, reducida en la noche hasta el cono de luz que cae sobre una página.
Siete
Vine a La Habana después de su muerte. Habían muerto también Carpentier y Piñera. No vi nunca en la calle al Caballero de París, ya estaría recluido supongo. Sin embargo, he creído ver en ellos a guías míos en la cuidad. De estas, la enseñanza que puede parecer más descabellada, la del Caballero, merece una corta explicación. He supuesto en el espíritu del flaneur que existió en Baudelaire, que destacó otro maestro en ver ciudades, Walter Benjamin. El Caballero representa además al tipo que ha hecho de las calles su casa y encuentro en él el mismo impulso de hacer suya la ciudad, de domesticarla, que puedo entrever en Lezama. Es el loco emblemático.
Unas semanas después de publicarse la novela Paradiso, alguien (esto me lo han contado), un vocinglero desconocido, entró a una función del Riviera y buscaba a un amigo. Lo llamó a gritos en la oscuridad del cine. Le gritó Farraluque, nombre desusado de un personaje de la novela. Para ese desconocido oscuro del cine y para todos nosotros ya empezaban a entretejerse lo que estaba entretejido desde antes en José Lezama Lima: ciudad y novela.