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InicioExpediente | Antonio José Ponte en ‘La Gaceta de Cuba’Antonio José Ponte: “Orgullo de Rolando”

Antonio José Ponte: “Orgullo de Rolando”

Tomado de La Gaceta de Cuba, n. 4, julio-agosto, 1994, p. 55-56.

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Rolando Sánchez Mejías acaba de agrupar en dos libros breves casi todos los poemas y piezas narrativas que empezara a escribir desde principios de los ochenta. Los textos que tanto vimos cambiar durante esos años parecen haber adquirido su forma definitiva: Escrituras (prosa) y Derivas (poesía). Es una tregua.

Como en todo escritor suponemos el orgullo por haber cambiado en algo el estado de las letras, me gustaría indagar por el orgullo literario de Rolando. Sería prematuro y riesgoso declarar lo que estos libros han traído a nuestra literatura, así que voy a ocuparme de ello. Y me serviré de algunos fragmentos donde Sánchez Mejías alude a esa literatura.

En una de sus narraciones conversan, en Angola, un político de campamento militar y un pintor de proclamas. Hablan de un próximo cuadro y el político señala que la fauna africana puede servir al pintor para salpicar lo didáctico. Algo así como un realismo mágico, le explica. Luego el realismo mágico es didáctica salpicada de fauna exótica. Y todavía más: el político ha señalado a un par de libros de Carpentier dispuestos entre lecturas ideológicas y militares.

En otra pieza narrativa —“La cortina de agua”— un magister que tiene a la vez de maestro de Rolando y de Rolando mismo en pose de maestro, habla de exabruptos épicos caros a nuestro estilo de campamento. (En lo de estilo de campamento reconozco palabras de Félix Lizárraga.) El magister desprecia también la falsa intimidad de nuestra literatura, intimidad moralizante y reconfortadora.

Y por último, podríamos leer en el prólogo a su libro Escrituras esta declaración del autor: “todas las piezas parten del deseo, casi enfermizo, de no militar en el gremio épico-sentimental de la Isla”. Está aquí otra vez, pero ya no en boca de un personaje sino, en todo caso, del personaje prologuista, el desprecio por la épica de un estilo de campamento. (En un campamento sucede la conversación anterior sobre el realismo mágico.) Está de igual manera el asco (deseo casi enfermizo, lo llamó su autor) por la intimidad de los sentimientos.

Este par de desprecios frente a épica y lírica han hecho que Rolando trate de despegarse de ellas y lo consigue con vigilancia estricta, a veces demasiada para mi gusto, sobre lo que se mueve en la página. Vigilancia tan estricta como la que

ejerció otro impugnador del sentimentalismo literario, Virgilio Piñera. Sin embargo, Piñera escribió poemas de amor bien alejados de la calidad fría que buscó para sus cuentos. Y del mismo modo, Rolando ha escrito una de las más hermosas narraciones de amor de nuestra literatura: “Gestos”. Una narración de impronta blanchotiana que termina, por ejemplo, en el topos romántico de la visita al ataúd de la amada. Lugar común de Rolando, Milanés, Martí, Zenea y muchos más.

Rolando ha prodigado noches, lunas, rostros y manos níveas, campos de nubes, cielos, pájaros en las ramas, utilería de los peores sentimentalismos, pero utilería sabiamente dominada. Escribe de una mano de gasa y no hay nada más finisecular. Resulta ser, imaginamos, la mano vista a través del mosquitero de los paludismos o la mano que reposa después del baile sobre una falda etérea, gaseosa. Sin embargo, él neutraliza estas asociaciones, las desvía, las conduce a otra parte, a donde las palabras —como él dice— son más o menos neutras.

Sus historias a veces están hechas con la materia de lo épico pero él evita que se alcen al deshilvanarlas, al escamotear la continuidad de los hechos impidiendo que la suma de éstos arroje una historia redonda. Sus relatos no acontecen a través —cito las borgesianas palabras de Rolando— “de esas seguras fórmulas de continuidad con que la literatura cree aproximarse a la realidad”.

Ha tenido siempre la discreción de llamar piezas, textos, relatos, escrituras, a sus formas narrativas. Ha tenido el pudor, la preocupación de no llamarlas cuentos. Porque cuento fue durante mucho tiempo, y en buena parte sigue siéndolo entre nosotros, un género preciso, explicado en decálogos, atizado por requerimientos de introducción, nudo, desenlace, puntos de vista, etc. Y los cuentos de Rolando quedan descalificados frente a estas presunciones.

He visto a algunos talmudistas del decálogo en el conflicto de no encontrar conflicto en esos cuentos. ¿Y los personajes —preguntaban esos metodistas—, son personajes esas larvas sin nombres, sin rostros? Los aburría el mundo que sólo parece habitar un solo personaje: el escritor. Qué mundo tan poco variado —exclamaban aguantando el bostezo— y tan abundosos en personajes como están ahora los campos de nuestros realismos. Pero los realismos, puestos a declarar, no han podido presentar ni un personaje completo como testigo. Los realismos que padecemos en nuestra narrativa ofrecen tipos, no personajes. Tipos, gente dictada por sus filiaciones: la pertenencia o no a un partido, la creencia o no en ritos afrocubanos, el frecuentar o no las anfetaminas. Nuestros realismos crecen en tipos, casos, pero en seres no. Porque la beca cubana no ha sido nunca la casa del ser. Y es preferible entonces, antes que esas nuevas estampas de Landaluze, el mismo sempiterno escritor que es personaje de Rolando, son preferibles sus cuentos.

Cada libro suyo de relatos (me refiero también a dos plaquettes anteriores) lleva prólogo, ha precisado declaraciones previas. Los de poemas no. Su autor ha supuesto una dificultad inicial en el lector de sus relatos pero no en aquél que se acerca a sus poemas. El orgullo de Rolando, pudiéramos sospechar, está más del lado de su narrativa.

Su poesía tiene, por evitar el sentimentalismo, la virtud rara entre nosotros de lo impersonal. Las palabras de su poesía son, sin embargo, personalísimas. Quisiera explicar lo que significó en los años ochenta la llegada de esas palabras al poema, lo inusual entonces de ese trabajo suyo del idioma. Pero explicarme estas cosas me tomaría mucho más espacio y lo dejo para otra vez.

El amigo que en “Gestos» advierte sobre un rostro de mujer, el Mur de “La cortina de agua”, narraciones de Rolando las dos, soy yo. La inicial en el poema “Según me dice P” es la de mi apellido. Otro poema suyo me está dedicado. Apunto ahora a lo que podría ser mi orgullo. En lo que me queda por escribir debo cuidarme de no engrosar el gremio sentimental de la isla, gremio en el que —adivino, sospecho— Rolando me coloca aunque secretamente. Debía escribir sobre nuestra amistad, escribir acerca de lo misterioso de tener próximo, prójimo, un destino literario como el suyo. Todo ello agotaría más espacio, más palabras vehementes y la prudencia me avisa que la obra aún es breve y la edad todavía no afloja nuestros lagrimales, no nos ha hecho suficientemente sentimentales a mi para escribirlas y a él para leerlas. Voy a esperar entonces a que Sánchez Mejías cumpla setenta años.


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