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Anthony Burgess: “La ruina de la música”

Como arte dedicado a sondear las profundidades del alma humana o a revelar visiones celestiales, la música dejó de existir alrededor del momento en que murió Mozart.

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Presentación

La fama de Anthony Burgess es claro ejemplo de que el universo no desdeña la ironía: a 32 años de su muerte, esta descansa enteramente en La naranja mecánica, una novela que detestaba y que, según él, había escrito en tres semanas. Peor aún, más visible que la novela, más frecuentada, es la adaptación al cine de Kubrick, que distorsiona el libro y que Burgess odiaba, si es posible, todavía más.

Su primer amor fue la música, seducido por un encuentro casual en su infancia con Prélude à l’après-midi d’un faune, de Debussy, durante una transmisión radial. Fue un amor no del todo correspondido: su intento de estudiar música fracasó al negársele la entrada a la Universidad de Manchester por tener malas notas en física. Burgess se resignó entonces a estudiar Lengua y Literatura Inglesa, disciplina en la que demostró talento para la lingüística y los idiomas.

Durante la Segunda Guerra Mundial, mientras servía en el Army Educational Corps, comenzó a componer, actividad en la que reincidió en sus años en Malasia y Brunéi en el British Colonial Service, al que se unió como maestro en busca de un mejor salario. Su carrera como compositor nunca despegó a pesar de algunos pequeños triunfos que lo llevaron a persistir en ella. Sin embargo, fue en esos años en Asia cuando inició su carrera como novelista, en la que pronto obtuvo éxito y la aprobación de sus contemporáneos, además de encontrar, con el tiempo, una solución a sus problemas económicos. Aun así, esa pasión por la música es lo que le permitió escribir sobre ella a lo largo de su vida con el conocimiento que solo confiere la práctica regular de un arte. Esos ensayos y artículos fueron finalmente recopilados en 2024 en The Devil Prefers Mozart: On Music and Musicians, 1962-1993, de donde hemos seleccionado el texto que le ofrecemos a continuación.

La ruina de la música

Quiero dejar clara una cosa sobre el estado de la música en nuestro tiempo. Como subarte mediocre, bálsamo para adolescentes, subsiste e incluso florece. Como arte dedicado a sondear las profundidades del alma humana o (y esto equivale a lo mismo) a revelar visiones celestiales, dejó de existir alrededor del momento en que murió Mozart.

Por supuesto, esto no significa que la música murió con las últimas notas de la sinfonía Júpiter, sino que la música dejó de ser un arte capaz de (a) suministrar una imagen de esa estabilidad social que refleja la estabilidad final del cielo y (b) funcionar sin la ayuda de referencias no-musicales. Con el imperio Austro-Húngaro –esa antigua tiranía ya muerta que ahora estamos empezando a ver como una utopía perdida– la música tenía una función social. A través de la danza, y esa exaltación de la danza que es la sinfonía clásica, se manifestaba la gloria de ese estado sereno. Con la llegada de Beethoven, comenzamos a escuchar la voz del ego frenético negando la importancia de la comunidad y afirmando la preeminencia del yo. A esto en ocasiones se le llama romanticismo, y a menudo es interpretado en términos de la Revolución francesa y la furia napoleónica que le siguió. Como quiera que consideremos la grandeza de Beethoven y Wagner, no podemos escucharlos como música pura: tenemos que tomar en cuenta esos elementos extramusicales llamados a veces literarios o míticos o en ocasiones programáticos. Escuchamos el comienzo de la disolución de la música en los compases iniciales de la Primera de Beethoven, que escandalizan con una disonancia y declaran que la idiosincrasia de la personalidad del compositor tiene un interés mayor que los símbolos de la estabilidad social.

Podemos conocer bien a Mozart, pero pocos tenemos una imagen clara del hombre: su personalidad está subordinada a su función artística. La mayoría de nosotros puede dibujar de memoria el semblante tempestuoso de Beethoven. Incluso aunque no tengamos la cara impresa en carátulas o en camisetas. Con Beethoven, la personalidad domina la música. Esa personalidad tiene poco que decir excepto: “Aquí estoy, yo, yo, yo”. Consideremos la Quinta sinfonía. Al ritmo básico del primer movimiento se le permitió tener, desde la primera ejecución, un significado más allá de la música pura. Beethoven dijo que era el canto básico del escribano cerillo, pero también dijo: “Así llama el Destino a la puerta”. Durante la Segunda Guerra Mundial los dos primeros compases deletreaban la V de Victoria. Un contenido puramente musical nunca fue suficiente. Hacia el final de ese movimiento Beethoven, de manera inexplicable, detiene el ritmo martilleante para insertar, en tempo de adagio, el tono lastimero de un solo de oboe. ¿Qué significa? No lo sabemos, pero sabemos que la voz del ego se está inmiscuyendo. La música como una experiencia comunitaria ha dejado de resultar suficiente: el grito del ego solitario y disidente tiene que ser escuchado.

Lo que quiero decir es que la música, después de la gran era de estabilidad de Haydn y Mozart, comenzó a convertirse en una suerte de literatura inarticulada. Héctor Berlioz reconoció esta inarticulación como una contradicción insostenible, y decidió que la música debía convertirse en autobiografía o en ficción. Los compositores clásicos se sentían satisfechos con escribir conciertos para violín o piano, oboe o viola; Berlioz tuvo que llamar a su concierto para viola Harold en Italia y convertirlo en una interpretación musical del Childe Harold de Byron. Todavía más, en su Sinfonía fantástica nos presenta una novela gótica en la cual un artista drogado tiene visiones de disolución y muerte, y a la técnica musical se le permite la pintoresca ordinariez del novelista profesional, cansado temporalmente de las palabras, que asume la labor del compositor aficionado. A partir de Berlioz, dejando a un lado la recaída de Schumann, y Brahms, la música no podía funcionar sin un programa literario. La forma musical ya no la dictaban las convenciones de una sociedad estable, que se derivaban a su vez de los ritmos binarios de la naturaleza; se convirtió en una forma literaria aplicada al hilado de notas.

Acaso la más espectacular decadencia se observa en las sinfonías de Mahler y los poemas sinfónicos de Richard Strauss. Las sinfonías de Mahler son pura autobiografía, difíciles de entender si no es en referencia a su atormentada vida. Cuando la música de Mahler alcanza su punto más angustioso, es al mismo tiempo cuando resulta más banal. Así su agonía personal a menudo se expresa en los ritmos de un organillo callejero que interpreta una nadería como “Ach du lieber Augustin”. Sigmund Freud se le explicó al compositor en más o menos una hora en una estación de trenes. En su niñez, Mahler había presenciado una desagradable riña entre su padre y su madre mientras un organillo interpretaba esa melodía: la banalidad popular se había convertido en un símbolo de agonía personal. El público de Mahler tuvo que ponerle atención al desgarramiento del alma de Mahler en una orquesta gigante. Esto era exhibicionismo, mal gusto, y Beethoven había decretado que eso era buen arte. Mozart se habría sentido avergonzado.

Richard Strauss dijo que la música podía apropiarse de la provincia de la literatura. Si uno escuchaba su poema sinfónico Don Quijote ya no necesitaría leer el libro, excepto para aclarar el sentido de la música. En su ópera Salomé, el texto de Oscar Wilde se volvía superfluo: la enorme orquesta puede expresar todo lo que debe ser expresado sobre la obscenidad de besar la cabeza decapitada de San Juan Bautista. Cuando se publicó en 1907 la partitura de la ópera, Arnold Schönberg la estudió con atención. Reconoció que lo que había empezado en los primeros compases de Tristán e Isolda de Wagner por fin había comenzado a cumplirse en la música de Strauss: la estabilidad de la tonalidad había colapsado finalmente y se había abierto el camino a la anarquía de la escala de doce tonos. En la música de Schönberg y sus sucesores, experimentamos la noción intelectual de coherencia formal, pero la realidad auditiva de la neurosis personal. La música como símbolo de la estabilidad social ya no resultaba aceptable. Dependía en su propio lenguaje de significados solo evidentes para el propio compositor o el círculo que lo rodeaba.

Esta es la situación en la que nos encontramos hoy. Estas palabras las han provocado la primera ejecución de la última obra de Pierre Boulez, quien, tras pasarse dos años luchando para encontrar un nuevo lenguaje musical, por fin ha presentado una composición que depende de palabras, ruidos electrónicos, la disposición espacial de las fuerzas vocales e instrumentales, y un uso de los intervalos que niega la validez universal de la escala que fue suficientemente buena para una tradición que se extiende desde la Edad Media hasta los cuartetos finales de Beethoven, para no decir nada de la edad gloriosa y estable de Haydn y Mozart.

No niego el derecho de los compositores a producir la música que deseen, y, como compositor, reclamo el derecho a inventar sonoridades idiosincrásicas e incluso excéntricas. Pero hemos perdido algo desde la revolución beethoveniana. Hemos perdido el derecho a entender lo que oímos, a considerar el lenguaje de la música como un constructo social similar al de las palabras. Cuando el señor Boulez habla en la televisión francesa, lo hace con claridad mozartiana. ¿Por qué la música habría de reclamar para sí el privilegio de la ininteligibilidad? Es una pena que solo sea en los discos de las bandas de rock donde el lenguaje de la tradición –si bien deliberadamente distorsionado y en ocasiones ridiculizado– suene alto y claro. El reino mayor de la música ha sido impactado por una gran enfermedad, y ninguno de nosotros sabe dónde encontrar la cura.

The Times, 1981

FABRICIO GONZÁLEZ NEIRA
FABRICIO GONZÁLEZ NEIRA
Fabricio González Neira (La Habana, 1973). Ensayista y traductor. Licenciado en Letras por la Universidad de La Habana.

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