Presentación
No es común, en el vasto territorio de la narrativa anglosajona, encontrar críticos importantes que sean también narradores de cierta envergadura: Susan Sontag es solo el caso más notorio de una extraordinaria ensayista cuyas novelas son apenas curiosos experimentos ficcionales (ella, naturalmente, no lo veía de esa forma), pero los ejemplos abundan. Hay, sin embargo, algunas excepciones y el gran hombre de letras británico Gabriel Josipovici es, qué duda cabe, una de ellas: ha escrito varias novelas cortas y relatos que –pese a la ostensible influencia de Thomas Bernhard y otros maestros europeos– despliegan una vehemente singularidad y lo separan de manera abrupta tanto de sus contemporáneos británicos como de cualquier otro artista verbal en lengua inglesa de finales del siglo XX y los inicios del XXI (con la posible excepción, en el plano estilístico, del inclasificable Geoff Dyer, pero esa es una cuestión compleja que no discutiré aquí). El fragmento que traduzco pertenece a su novela Infinity: The Story of a Moment (2012), un relato donde el protagonista –nacido en una época sin dioses– intenta saciar su nostalgia de lo sagrado mediante una búsqueda fanática del absoluto musical.
Infinito: la historia de un momento
No queremos música que cojee, decía. Queremos música que esté firmemente asentada sobre el terreno. Queremos música que dance, no música que se arrastre o música que se tambalee. Ya tuvimos bastante de esa música con Wagner y Mahler y con todos esos otros alemanes cojos con su obsesión con las montañas y los lagos. ¿Sabes por qué estaban obsesionados con las montañas y los lagos, Massimo?, preguntaba. Es porque sus almas eran tuberculosas. Incluso si sus piernas eran puras sus almas estaban contaminadas, decía. Aquellos que, como nosotros, estamos libres de la enfermedad alemana, no tenemos problema alguno con una ciudad como Roma, nos parece perfectamente tolerable, de hecho, más que tolerable, vivir en una ciudad como Roma y no ver jamás una montaña o un lago. Solo esas almas tuberculosas necesitan probarse a sí mismas pasando sus días en las montañas, necesitan escribir sobre flores y manantiales y todo lo demás hasta que las flores, las montañas y los manantiales de todo el mundo se levantan y gritan: ¡Suficiente! Los compositores alemanes han estado tan ocupados mostrando su alma que se les ha olvidado lavar su ropa. No me refiero a Beethoven, decía, que a menudo no se cambiaba de ropa en toda la semana… hablo de los apestosos trajes de burgueses como Brahms y Strauss… toda esa ropa húmeda, mohosa, con el hedor húmedo y mohoso de la clase media alemana, el olor a sudor, el olor a tabaco, a rectitud y melancolía. Es una regla del arte, Massimo, decía, que si la obra va a ser pura entonces las ropas deben estar limpias. Ese era el problema con mi esposa: usaba los perfumes más caros, se cubría de ungüentos fabulosos y se bañaba con leche –esa era entonces la moda– pero esencialmente seguía sucia. ¿Conoces la diferencia, Massimo, preguntó al principio, entre lo esencial y lo contingente? Porque si no la conoces no tiene sentido que vengas a trabajar para mí. Es todo una cuestión de refinamiento, decía. La aristocracia siciliana es esencialmente refinada, decía, pero la mayor parte de la aristocracia europea ha permanecido aferrada a sus raíces plebeyas. Mi esposa puede trazar su linaje hasta Ricardo Corazón de León, decía, pero a fin de cuentas era una familia que tenía sus raíces en las pocilgas de Europa Central y que no había heredado ni las cualidades de la burguesía ni aquellas de la auténtica aristocracia. Solo en Asia, decía, las personas poseen una gracia natural y son naturalmente limpias…
¿Siempre le hablaba con esa franqueza?
No al principio, por supuesto, dijo, pero sí más adelante, cuando comprendió que podía confiar en mí y lo mucho que lo admiraba y respetaba. Entonces comenzó a hablar sobre todos los temas imaginables… incluso sobre música, aunque conocía mi absoluta ignorancia sobre el tema.
¿Y qué decía?
¿Sobre música?
Sí
Cada sonido es una esfera, decía. Es una esfera, Massimo, y cada esfera tiene un centro. El centro del sonido es el corazón del sonido. Uno siempre debe esforzarse por alcanzar el corazón del sonido, decía. Si lo alcanzas eres un verdadero músico. De lo contrario eres un artesano. Ser un artesano es perfectamente respetable, Massimo, decía. Incluso ser un artesano de la música es respetable. Pero eso no debe confundirse con ser un músico. Un músico no es un artesano. Un músico es un intermediario. Eso es algo completamente diferente. Implica una manera absolutamente diferente de entender la música y de entendernos a nosotros mismos. Una forma completamente diferente. Si no conoces la diferencia entre un oficio y una vocación no sabes lo que significa ser un artista. Hoy en día muy pocos lo saben. Incluso muy pocos artistas lo saben. Lo que quieren es que los fotografíen para mostrar sus narices en las portadas de esas ridículas revistas. Pero todos tenemos narices, decía, y existen muy pocos artistas. Verdaderos artistas. Esos tipos quieren mostrar su cara y decirle a los periódicos lo maravillosos que son. Pero no son maravillosos, son solo seres humanos y de hecho peores que la mayoría de los seres humanos porque están prostituyendo su talento. Eso fue lo que él dijo. Prostituyendo su talento. Si es que tenían algún talento para empezar, dijo. La mayoría no tiene ningún talento, solo el deseo de mostrar sus caras y hablar con los periódicos. El arte es secundario, dijo, lo importante es mostrar tu nariz y hablar con los periódicos. Decirles cuáles son tus ideas y por qué eres tan especial. Y eso es lo que los periódicos quieren… por supuesto, si no tienes el tipo adecuado de nariz puedes olvidarte de los periódicos, dijo. Puedes olvidarte de los festivales. Puedes olvidar las ganancias. Puedes olvidarte de grabar discos. Yo nunca he deseado que fotografíen mi nariz, dijo. Mi nariz es más refinada y más distinguida que la de todos ellos juntos, dijo. Es una nariz siciliana, una nariz aristocrática.[1] Pero no es para los periódicos. No es para los folletos de publicidad. Es solo para mí, para respirar y trabajar. Un músico es ante todo un trabajador, dijo. No es un adicto a la ropa cara. No es un político. No es un filósofo. No es un amante. Es un trabajador. Te he contratado, Massimo, para organizar mis viajes, para comprar los pasajes cuando necesito ir a alguna parte o para que me lleves al campo en el automóvil cuando necesito alejarme de la ciudad. Pero sobre todo necesito a alguien que mantenga a raya a los periodistas y a los fotógrafos, que los mantenga alejados de mi puerta… esos tipos son alimañas, Massimo, dijo. Esos tipos deben ser mantenidos a raya a toda costa. Lo que un músico necesita es paz y tiempo, dijo, paz y tiempo, paz interior y tiempo interior. Necesita silencio y necesita que lo dejen tranquilo. Si a alguien le desagrada estar solo no debe convertirse en un artista. Hoy en día escribir música es algo secundario, un subproducto, en la vida de un músico. Para esos tipos escribir música es un mal necesario, algo que se hace exclusivamente para generar las fotografías y las entrevistas y las cenas y las invitaciones a los festivales. Todo músico te dirá, Massimo, dijo, que vive solo para su arte, pero eso no es cierto. Si de verdad cree eso entonces se engaña a sí mismo. Vive para mostrar su nariz en los periódicos y para ser aplaudido y venerado dondequiera que vaya. Eso es peor que limpiar una fosa, dijo. Un verdadero músico, Massimo, dijo, debería ser capaz de limpiar una fosa, debería ser capaz de luchar en una trinchera, debería ser capaz de trabajar en una oficina o en un hospital, porque ha forjado un espacio para la soledad dentro de sí mismo donde la música será escrita.
¿Qué quiso decir con eso, le pregunté, un espacio para la soledad dentro de sí mismo?
No lo sé, dijo.
¿No lo explicó?
No. El señor Pavone hablaba y yo escuchaba. Especialmente cuando yo manejaba.
Especialmente en los últimos años, señor, dijo, él me pedía que lo llevara a la Campania. Entonces hablaba. No siempre. A veces se sumía en un silencio absoluto, pensaba en su música. En otras ocasiones hablaba mientras yo manejaba. Hablaba sobre todas las cosas imaginables. En su lenta voz hipnótica. La voz de un aristócrata, si sabe lo que quiero decir, señor. Pero también la voz de alguien que en verdad solo habla consigo mismo.
¿Era feliz hacia el final de su vida cuando las orquestas comenzaron a tocar su música?
Ya que me pregunta, señor, me da la impresión de que era feliz, dijo. Pero también le molestaba el tiempo que debía pasar alejado de la composición musical. Monsieur Balise vino a verme, decía. Fue una pérdida de tiempo, me habló sobre Matemática. Ya tuve suficiente de eso cuando estudiaba con Scheler en Viena, decía. Scheler me hizo pensar, decía, y pensar es lo peor que puede hacer un músico. Me tomó diez años dejar de pensar cuando me fui de Viena, decía. Fue solo Nepal lo que me salvó de Viena, decía. Scheler había estudiado con Schönberg, decía, fue por eso por lo que fui a estudiar con él. Siempre he querido solo lo mejor para mi música y por eso escogí como maestro a un pupilo de Schönberg. Lo que no había entendido en esa época era que Schönberg, lejos de hacer avanzar la música, como le gustaba proclamar, la había hecho retroceder cien años con sus ideas y teorías y sobre todo con su excesiva ansiedad. Un músico no puede ser ansioso, Massimo, decía. Ser ansioso es vivir en el tiempo, decía, y el compositor no vive en el tiempo, vive en la eternidad. Cuando el compositor entiende que la eternidad y el momento son una y la misma cosa ha dado el primer paso en el camino a convertirse en un gran compositor, decía. Si no entiende eso no es nada. Puede ser el hombre más inteligente del mundo, el más profundo, pero no es un compositor. Tanto Schönberg como Monsieur Balise eran hombres muy inteligentes, en cierto sentido quizá eran genios, decía. Sus oídos estaban entre los mejores que el mundo ha conocido, pero eran solo oídos humanos y para la música necesitas un oído interior, decía. ¿Has visto fotografías de Stravinski y Schönberg, Massimo?, preguntaba. ¿Has notado el tamaño de sus orejas? ¿Te parece que es solo una coincidencia? No es una coincidencia, el tamaño de sus orejas refleja su habilidad para discernir sonidos humanos. Pero el auténtico compositor no escucha los sonidos humanos sino los sonidos del universo. ¿Has visto retratos de Bach y Mozart? ¿Te has fijado en sus orejas? Lo dudo, decía, porque la cuestión es que no eran orejas prominentes. En otras palabras, eran orejas humanas normales, mucho más pequeñas que las tuyas, Massimo… las orejas de Bach y Mozart eran pequeñas, delicadas, orejas bastante comunes pero pequeñas y delicadas. Y nunca cambiaron. Eso es porque ellos no escuchaban los sonidos exteriores sino los sonidos interiores. El oído interior, Massimo, es lo que debe cultivarse, el oído interior y el ojo interior. La maldición de la época, Massimo, es que la gente ha olvidado ese axioma. Considera al señor Berio. Vino a verme. Es un campesino. Tiene todo el encanto de un campesino italiano y todas las limitaciones de esa especie. Es al mismo tiempo inocente y astuto… pero también, como el campesino italiano, es al mismo tiempo vago y vanidoso. Si consigue emitir un sonido hermoso y le pagan un montón de dinero y la audiencia aplaude cuando toca entonces él está satisfecho. La maldición de la época, Massimo, es que la gente se satisface con demasiada facilidad. Han olvidado cómo escuchar con su oído interior, cómo escuchar el silencio y cómo escuchar el momento. El señor Berio justifica su desmesurada producción de obras mediocres con el argumento de que debe pagar una pensión a cada una de sus anteriores esposas y ocuparse de las facturas de su actual esposa, decía. Por supuesto, lo dice como un a broma, pero hay algo de verdad en eso… en el fondo es un sensualista, como los campesinos italianos. Monsieur Balise por lo menos no es un sensualista, decía, pero al final es algo que equivale a lo mismo: es un ascético. Se enorgullece de vivir en hoteles con una sola maleta. Se enorgullece de no tener nada que ver con los filisteos ordinarios. Pero, de hecho, él es un ejemplo viviente de lo que Nietzsche llamaba el espíritu sacerdotal, el espíritu del resentimiento. Porque él usa su ascetismo como un instrumento de poder y no está satisfecho a menos que tenga el poder absoluto en el mundo de la música. El señor Berio vino a verme y tomó vino conmigo en un ambiente de camaradería campesina, decía, y Monsieur Balise vino a verme para ejercer su poder sobre mí. Todo equivale a la misma cosa. Significa la negación del espíritu de la música. Ahora soy famoso, decía, y el mundo corre a mi puerta, espera que la abra de par en par. ¿Pero por qué debería hacerlo? ¿Por qué debería hablar con esta gente y dejar que fotografíen mi nariz?
¿Acaso él sentía, le pregunté, que escuchar sus propias obras, finalmente interpretadas por importantes orquestas, marcaba alguna diferencia en su concepción de estas?
No señor, no marcaba ninguna diferencia, dijo. Sobre ese punto él fue muy claro. Me decía: cuando eres un verdadero músico, Massimo, cuando eres un músico auténtico y escuchas con el oído interior y no con tu oído exterior, da igual si las obras son interpretadas o no. Por supuesto, decía, resulta interesante escuchar con tu oído exterior lo que hasta ese momento solo has escuchado con tu oído interior. Cuando escribí mi obra juvenil, Sparagmos, para órgano y dos orquestas, tenía curiosidad de escucharla en la sala de conciertos, durante muchos años solo pude imaginarlo. Pero cuando me hice famoso pude escucharla finalmente en el Festival Donaueschingen. Y debo decir que me decepcionó. El organista no sabía lo que hacía y los dos directores no tenían idea de lo que hacían y los intérpretes solo sabían hacer aquello para lo que fueron entrenados, es decir, tocar las notas que les ponen delante. Después de eso prohibí todas las representaciones de Sparagmos y me contenté con escucharlo como siempre lo había hecho, con mi oído interior. En Venecia, en 1973, después de haber sido “redescubierto”, como dicen ahora, interpretaron mi extensa obra para orquesta Shi. Iba a dirigirla Mazzini, un hombre que conozco desde los años treinta, un verdadero músico. Pero después me enteré de que se había roto una pierna y que Milan Barras iba a dirigirla. Él estaba en Cleveland, pero hablamos por teléfono y me pareció que tenía una idea clara de lo que debía hacer, pero a continuación me entero de que Barras tenía una infección de oído y había delegado su responsabilidad en un colega más joven, Sandor Balint. No sabía nada de este hombre, que después de todo iba a dirigir una obra larga y compleja, pero en Venecia me aseguraron que era la persona adecuada y que tendría mucho tiempo para discutir los pormenores de la obra en los dos días que él estaría en Venecia antes de dirigir la obra. Sin embargo, cuando llegué a Venecia no había rastro de Balint y nadie sabía dónde estaba. La noche antes del concierto me llamó a mi hotel y dijo que estaba en camino y que todo estaría bien, que él había trabajado con esa orquesta anteriormente y que con tres horas de ensayo sería más que suficiente. Fui al ensayo a la hora exacta que me había dicho, pero no había rastro de él ni de la orquesta. Una hora después los músicos comenzaron a llegar y media hora después de eso apareció el propio Balint, sonriente y entusiasta. Pronto quedó claro que ni el director ni la orquesta tenían la menor idea de cómo interpretar la música… como es natural, la arruinaron. Ahora llamo a la obra Shie, no Chi, decía, porque después que Balint y sus músicos defecaron sobre mi obra no deseaba oírla nunca más. Pero siempre es lo mismo, decía, a menos que tengas un músico realmente dedicado, dispuesto a trabajar contigo, ellos defecarán sobre tu obra y destruirán tu obra. Cuando estuve en Nepal, decía, pude escuchar la música que ellos tocan en sus ceremonias religiosas. Para convertirte en un intérprete en Nepal y en el Tíbet debes llevar a cabo un riguroso entrenamiento, no solo musical sino también espiritual. El oído de Occidente no puede distinguir entre el sonido de una trompeta tocada por una persona espiritual y el sonido de una trompeta tocada por una persona no-espiritual, pero la diferencia es esencial Massimo, decía, la diferencia es esencial.
¿Le habló sobre su visita a la India y Nepal?
Él decía: Solo estuve cinco meses en la India y Nepal. Fui con la expedición del gran especialista en Budismo Giuseppe Tucci, decía, y fueron los meses más importantes de mi vida. En esa época estaba interesado en la trascendencia, decía. Existen muchos caminos hacia la trascendencia, decía. Está el camino de la mística hindú, el camino de la mística china, el camino del budismo tibetano y el budismo de Nepal, también el camino de la mística sufí, el camino del Zen, la senda de los Padres del Desierto, la senda de los monjes irlandeses, el camino de San Juan de la Cruz y, por supuesto, el camino del Arte… una gran senda, Massimo, decía. Y la música es la más directa de todas las artes, decía. Va directamente al corazón y directamente al cuerpo. La música se volvió demasiado consciente a principios del siglo XX, decía, fue necesario regresar a las raíces del inconsciente. Algunas personas le llaman inspiración, un nombre majestuoso para una cosa simple. En la raíz de la palabra inspiración está la respiración, el aliento, decía, y toda la música está hecha de aliento. Si yo he hecho algo por la música, decía, es recordarle la importancia de la respiración, del aliento. En hebreo se llama ruach y fue con este ruach que Dios creó el mundo y fue con este ruach que Dios creó a Adam y es este ruach el que nos hace vivir y nos convierte en seres espirituales.
¿Qué otra cosa dijo sobre ese tema?
No consigo recordar
Entonces hable de cualquier otra cosa
…todo el mundo le debe a los ejecutores de su testamento dejar las cosas bien organizadas. He conservado todas las cartas que me han enviado en carpetas separadas con el nombre de los corresponsales y ordenadas alfabéticamente. He confeccionado un catálogo de todos mis libros, decía, y he designado cuáles deben permanecer en la Fundación Tancredo Pavone y cuáles deben ser vendidos y cuáles deben ser donados. Orden, decía. Orden y trabajo incesante. Esas son las claves.
…¿Qué decía sobre sus años en Viena?
Decía: Después de pasar varios años en Inglaterra decidí proseguir mis estudios musicales de forma más rigurosa. Así que fui a Viena para estudiar con Schönberg y sus discípulos y me convertí en un pupilo de Walter Scheler. Mis amigos estaban asombrados de que hubiera sido capaz de convertirme en discípulo de Scheler, decía, pero yo solo estaba interesado en lo mejor. Sin embargo, decía, tras estudiar dos años con Scheler tuve que esforzarme durante diez años para superar el efecto nocivo de sus enseñanzas.
¿Qué quería decir con eso?
Debe haber una razón para cada nota, decía Scheler, me dijo el señor Pavone, pero el problema es que él nunca se preguntó qué era una nota. Como todos los músicos de Viena pensaba que era un radical pero nunca te permitía cuestionar los fundamentos de la composición musical. Para ellos una nota era parte de una estructura, pero lo que una nota era en sí misma, lo que un sonido era en sí mismo, eso nunca se cuestionaba. Yo había ido a Viena para encontrar la raíz de mis impulsos musicales, pero en Viena casi me aniquilan con todo su pensamiento, con su lógica. El pensamiento, decía, es el gran enemigo del artista, pero en Viena querían que superases cualquier dificultad por medio del pensamiento. No se pueden resolver con lógica los problemas artísticos, decía. Bach no pensaba, danzaba. Mozart no pensaba, cantaba. Stravinski no pensaba, oraba. Pero en Viena habían olvidado cómo danzar, habían olvidado cómo cantar, todos eran ateos y habían olvidado cómo orar. Schönberg fue un auténtico músico, decía, pero fue un desastre para la música. Schönberg, decía, hizo retroceder la música occidental cincuenta años, quizá cien años. Aterrorizaba a sus discípulos e impedía que pensasen por sí mismos. Si hubieran pensado por sí mismos habrían comprendido que el pensamiento es un desastre para la música. Me tomó diez años recuperarme de Scheler, decía, y hubo momentos en que llegué a pensar que no lo conseguiría. Si no hubiese ido a Nepal cuando lo hice dudo que hubiera podido recuperarme de Schönberg, Scheler y Viena. En Viena, decía, no podía mirar una partitura sin pensar. Tampoco podía tocar una nota en un piano sin pensar. Había dejado de escuchar y había perdido el deseo de crear, los dos requisitos indispensables para un compositor. Solo sabía una cosa, que tenía que pensar y justificar cada nota. ¿Pero por qué la secuencia de notas tiene que ser la esencia de la música? Yo sabía que no era así desde que tenía tres años, desde que comencé a atacar el piano con mis manos y mis pies. Yo lo sabía, podríamos decir, desde que nací. Pero ese maldito Scheler casi consiguió que lo olvidara. Eso es lo que la educación hace por ti, te lleva por caminos que tú sabes que no son verdaderos caminos hasta que olvidas que no son verdaderos caminos y comienzas a pensar que son los únicos caminos. Cuando fui a Nepal, decía, y oí por primera vez las campanas del templo y el gong del templo y las trompetas del templo, recuperé eso que había sabido desde que nací, pero que Schönberg, Scheler y Viena me habían hecho olvidar, que no es una cuestión de notas, es una cuestión de actitud. Las campanas de las iglesias de Europa hace mucho tiempo que dejaron de hacer música, decía, tintinean como una caja de música pero no hacen música. Pero las campanas y los gongs y las trompetas de los templos budistas de Nepal y el Tíbet te conducen a las raíces de la música. Cada sonido que escuchaba, Massimo, decía, había tomado una vida para producirlo, qué digo, muchas vidas, muchas generaciones, y comprendí que cada sonido es un mundo, un mundo infinito, Massimo, es como una enorme caverna que puedes explorar durante toda tu vida y que sin embargo desaparece en un instante, es casi como si pudieras decir que no existe en el tiempo. Ese fue el misterio y la paradoja con la que tuve que enfrentarme cuando regresé a Roma, esa fue la paradoja que comencé a explorar en las primeras obras que realmente aceptaría como mías. Hun Dun, un solo para Oboe; Only by Bending, para clarinete y, sobre todo Ecluse, para un conjunto de cámara. Esa fue la primera fase de mi carrera, decía, ocho años mágicos en los que, sin ayuda de nadie, volví a pensar lo que significaba componer música. La apoteosis de ese período fue mi opera imaginaria para marionetas, que fue representada aquí, en la casa, por los mejores cantantes y músicos que el dinero puede comprar. Hice que la representaran solo para mí y unos cuantos amigos. Michaux vino de París, decía. Y también Leiris. Pasolini vino. Maraini, que había estado conmigo en Nepal. Unos cuantos más. Después dejé de componer por dos años.
…¿Qué más dijo sobre su música?
Una vez me dijo: la vida de un compositor es solitaria pero es la mejor que existe. Un compositor, dijo, que tiene todo el tiempo del mundo para hacer lo que domina, esto es, componer, es el ser más feliz sobre la tierra. Ser creativo, Massimo, me decía, significa estar en un estado de apertura constante al mundo. Eso no significa que no hay momentos oscuros, Massimo, decía, existen y siempre existirán, pero son parte del todo y deben ser vistos en esa perspectiva. Estar abierto al mundo no significa ser hiperactivo, como Schönberg, no significa trabajar 16 horas diarias, significa ser como una flor, Massimo, decía, una flor humana. John Cage, dijo, era uno de los míos. Él entendía lo que significaba estar abierto al mundo. Desafortunadamente todo el talento que tenía en su juventud ha sido erradicado por sus teorías. John Cage tenía teorías sobre todo, decía, pero especialmente tenía teorías sobre no tener teorías. Eso es muy norteamericano, Massimo, decía. Lo encuentras en Whitman. Lo encuentras en Pollock. Y yo lo encontré en Cage. Los norteamericanos quieren reinventar la rueda cada vez que respiran. Poseen una inocencia sublime, decía, que los ayuda a hacer dinero pero es un desastre para sus artistas. Los instintos de John Cage eran buenos pero se dejó influenciar demasiado por Marcel Duchamp y por el dadaísmo. El dadaísmo estuvo bien en la Primera Guerra Mundial pero no servía para nada después de 1950. Conocí a muchos de los surrealistas, Massimo, me decía. Los conocí en París justo antes y después de la guerra. Michel Leiris. Philippe Soupault. André Pierre de Mandyargues. El propio Breton. Dalí. Jouve. Todos eran hombres interesantes. Soupault era un antropólogo. Había viajado a África y trabajado en México. Leiris también. Pero estaban dominados por un pernicioso pensamiento. Reconocían que la razón es limitada y limitante, pero imaginaban que lo opuesto de la razón es el inconsciente, los sueños. Eso es absurdo. No entendían que debes recorrer un largo y difícil camino si quieres abandonar la razón. No puedes hacerlo de un día para otro. Es por eso por lo que sus obras parecen meras bromas, chistes sin importancia. Pero Michaux era diferente. Michaux fue un buen amigo mío. Su arte y su poesía procedían de las profundidades… en cuanto a Duchamp, jugué ajedrez con él algunas veces, decía. Siempre había pensado que yo era un jugador bastante bueno pero ese hombre estaba en otro nivel. Como jugador de ajedrez estaba en otro plano. Y tal vez también como artista. Muy superior en todo caso a los surrealistas y los dadaístas. Pero nadie construyó sobre su legado. No podían, porque su legado era como arena movediza…
Notas:
[1] Aquí resulta evidente la influencia de Thomas Bernhard, si es que todavía quedaba alguna duda: –¡esas repeticiones!– con la Alta Comedia de ideas absurdas y desopilantes.

