ropaje del silencio
Protesta del 11 de julio en La Habana (FOTO Rialta)

En uno de los tantos videos que circulan en las redes sociales a despecho de la narrativa del oficialismo y su intento de construir una realidad paralela sobre las manifestaciones iniciadas el pasado 11 de julio en Cuba, una mujer de 81 años grita a la cámara de un celular: “Vivimos más de 60 años en la mentira y engañados y esto tiene que acabarse. Nos quitamos el ropaje del silencio”.

Quitarse el ropaje del silencio es probablemente la mejor metáfora para describir lo que miles de cubanos en las calles hicieron el 11 de julio y continúan haciendo tres días después. La importancia de tales manifestaciones no podría posiblemente exagerarse; son las expresiones de descontento más grandes y radicales en 62 años de un proceso que la cúpula dirigente llama Revolución, pero a la que le queda de aquel impulso revolucionario inicial apenas el nombre.

Las causas de las revueltas hay que buscarlas, no en la coyuntura particular del agravamiento de la crisis económica a partir de la pandemia de Covid y la caída del turismo en la isla, sino en el proceso de depauperación económica, social y política que sería difícil situar, pero tiene puntos neurálgicos en la crisis posterior a la caída del campo socialista, la desaparición física de Fidel Castro como líder carismático o las reformas económicas englobadas bajo la denominación de “reordenamiento” durante la presidencia de Miguel Díaz-Canel. A lo largo de todos estos puntos de quiebre, en mayor o menor medida, la estructura económica y política del país se ha mantenido intacta. Un modelo soviético de control de la economía ha producido una concentración de la riqueza en corporaciones manejadas por el Estado cubano, la precarización de las condiciones de vida de una gran parte de la población e impedido el crecimiento de cualquier economía no controlada, incluida formas sostenibles de economía popular o comunitaria.

Los antecedentes se encuentran en una larga tradición de resistencia y oposición al proyecto totalitario del Estado cubano que tiene la misma duración que él mismo, y de forma más directa en los movimientos 27N y Movimiento San Isidro (MSI) que, desde noviembre de 2020, han cambiado el panorama político de la sociedad civil en la isla con su exigencia de “el derecho a tener derechos” y han sido contestados con la intensificación de la represión estatal y la criminalización del disenso.

En los últimos años, el “reordenamiento” económico ha terminado por derribar los reductos del contrato social cubano según el cual la población sería protegida y conservaría siempre un acceso igualitario a servicios básicos como la salud, la educación y la seguridad social, lo que la retórica oficial llama “las conquistas del socialismo”. La vida cotidiana en Cuba se ha vuelto insoportable para una mayoría que no tiene los dólares necesarios para comprar en tiendas en esa moneda mientras las demás se mantienen desabastecidas.

En medio del agravamiento de las condiciones de vida de los cubanos y las cubanas dentro de la isla, la imagen del otrora Faro de América, horizonte de los movimientos anticapitalistas y antimperialistas, se ha mantenido intacta. A ello han contribuido tanto la maquinaria mediática del Estado cubano como la voluntaria ceguera de una izquierda que se moviliza con inmediatez ante los excesos del neoliberalismo, pero se mantiene convenientemente silenciosa cuando excesos semejantes vienen de regímenes que, como el cubano o el venezolano, se proclaman discursivamente de izquierda. Regímenes que, en contra de su propia autoadscripción, funcionan en la práctica como economías capitalistas controladas por el Estado con un sostén autoritario que llega a volverse abiertamente dictatorial cuando es dejado a su propia deriva.

Lo que esa izquierda complaciente, para la que Cuba era un espejo ideal contra el que contrastar sus propios anhelos, aducía hasta hace muy poco, era el carácter público de la educación y la salud y una estructura básica (aunque mínima) de seguridad social, la resistencia soberana a pesar del bloqueo estadounidense y finalmente, el carácter esencialmente humanista de un Gobierno que podía enorgullecerse de no tener en su haber un historial de represión violenta.

Los tres argumentos son cuestionables, aunque el cuestionamiento sobre ellos suele estar ausente de las noticias y los análisis críticos de la presa favorable al Estado cubano. Una y otra vez los cubanos que vivimos en Latinoamérica nos vemos impelidos a explicar, la mayoría de las veces ante oídos sordos, la crisis sistémica de la educación y la salud, el derrumbamiento de la seguridad social y la precarización de la vida de la mayoría de la población en contraste con el ascenso de una burguesía militar que controla de la economía cubana; el uso de la retórica del bloqueo como forma de eludir la responsabilidad de un modelo económico raigalmente ineficaz que ha propiciado una miseria permanente. Y será necesario explicarlo de nuevo: el embargo, que no bloqueo, norteamericano, que todo el mundo utiliza como marcador ideológico pero que pocos conocen realmente en su legislación, ha afectado la economía cubana, pero la responsabilidad de la debacle económica de la isla no es del bloqueo norteamericano sino del férreo control y el acaparamiento por parte de la élite en el poder. Y así, aunque el bloqueo debe ser eliminado por principio, no debería utilizarse como razón explicativa de las continuas penurias del pueblo cubano.

Una gran cantidad de cubanos demostraron que, con independencia del signo ideológico, cuando la vida se vuelve imposible de ser vivida, la única alternativa es tomar la calle, aunque la calle sea “de los revolucionarios” y ocuparla sea prohibido y castigado. Los cubanos se hartaron.

Pero, sobre todo, como cubanos nos vemos una y otra vez en la necesidad de explicar que la ausencia absoluta de libertades que se vive en Cuba no sólo no puede ni debe ser justificada por razón alguna, sino que implica el pago de un costo demasiado alto por supuestos “logros” que hace mucho tiempo no alcanzan siquiera a cubrir las necesidades básicas para hacer de la vida cotidiana una vida que valga la pena ser vivida. Hay algo enfermizo en todo eso; una supuesta excepcionalidad cubana que escuché expresada hoy con pavorosa naturalidad: “La falta de libertades de los cubanos es el precio que tienen que pagar por su soberanía”. La excepcionalidad cubana supone que los cubanos y cubanas debemos soportar cosas que ninguno de los que defienden el régimen cubano soportarían en su propio país, como tener un mismo Gobierno gobernado por un mismo partido durante seis décadas, o la imposibilidad de expresarse, organizarse y manifestarse públicamente. El peso ético que debería significar hacer esa exigencia es minimizado con la narrativa del gobierno “benigno” que al menos no produce muertos y que, como también me han dicho en repetidas ocasiones, “no es tan malo porque si lo fuera, la gente se tiraría a la calle”.

Y el 11 de julio de 2021, por fin, contra todo pronóstico, la gente en Cuba se tiró a la calle. Comenzaron a caer, en esa jornada, los últimos reductos de la narrativa.

Una gran cantidad de cubanos demostraron que, con independencia del signo ideológico, cuando la vida se vuelve imposible de ser vivida, la única alternativa es tomar la calle, aunque la calle sea “de los revolucionarios” (como proclama el régimen) y ocuparla sea prohibido y castigado. Los cubanos se hartaron.

Cuba no es tan diferente de ninguna de las que José Martí llamó “nuestras dolorosas repúblicas de América”. Cuando los cubanos se hartaron se lanzaron a la calle, como en Chile, como en Colombia. Y cuando se lanzaron a la calle, como en Chile, como en Colombia, el gobierno respondió con represión abierta y prefirió sacrificar la paz social con tal de conservar sus privilegios. Eligió, en lugar de reconocer el reclamo popular, desatar la represión. En el caso cubano, esto ha sido agravado por el hecho de que fue presentado como un llamamiento a la lucha del pueblo “revolucionario” contra el pueblo supuestamente mercenario, merecedor, por tanto, de la violencia de sus compatriotas. “La orden de combate está dada, a la calle los revolucionarios”, fueron las palabras exactas.

Lo que fue y sigue siendo diferente es que gran parte de la izquierda de ese continente del que somos parte, con honrosas excepciones, no se levantó por Cuba como se levantó por Chile. No reconoció que lo que bullía en las calles era un reclamo popular sepultado durante mucho tiempo que alcanzaba por fin a manifestarse; espontáneo, caótico, legítimo. No aceptó que la insurrección popular expresa la sabiduría popular. Y para hacerlo más grave, se puso del lado del opresor. Hizo eso que, como izquierda, no debería hacer nunca. ¿Qué define a la izquierda, además de una vocación por la justicia social y la utopía de una vida digna para todos, si no es la decisión de no ponerse nunca del lado del opresor?

Quienes se autodenominan hoy izquierda latinoamericana tendrán que decidir qué hacer con las palabras que ahora sirven para ocultar la caída estrepitosa de las narrativas del pueblo sumiso y el gobierno benigno; si seguir la deriva de su vaciamiento u honrar sus significados. Tendrán que decidir, por ejemplo, qué significan revolución, pueblo, soberanía, libertad, y qué clase de mundo pretenden construir cuando invocan esas palabras. Tendrán que decidir si honrarán una construcción sin cimientos que se derrumba ante la evidencia o a quienes salieron a poner sus cuerpos para exigir el derecho a una vida mejor. Y tendrán también que decidir dónde van a poner su silencio, porque el silencio ante la injusticia es complicidad. Algo mucho más grande que Cuba se rompió el 11 de julio en Cuba. ¿Se romperá también fuera de Cuba el ropaje del silencio?


* Este texto fue publicado originalmente en la Revista Común.

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