El 23 de noviembre de 2014, por la tarde, abrí la aplicación de Skype para llamar a Cuba y felicitar a mi mamá. Era su cumpleaños. La escuché decirle a mi abuela que se sentara en la sala, que yo estaba al teléfono. Luego me dijo que mi abuela llevaba una semana sin apenas salir de la cama y que era una sorpresa que se hubiera levantado. Entonces le acercó el teléfono inalámbrico para que yo la saludara.

Del otro lado de la línea escuché un sonido gutural. Mi mamá volvió a ponerse al habla y me dijo que creía que mi abuela no quería hablar por teléfono. Luego la acomodó en un sillón delante del televisor y se fue a la antigua consulta de mi abuelo, una habitación pequeña y abierta, al lado de la sala, que continuaron llamando así por costumbre luego de que mi abuelo y su papá dejaron de atender en ella a pacientes, poco después de que el Estado socializara la medicina. Allí podría conversar conmigo con tranquilidad.

Cuando nos despedimos, me vestí y crucé la calle. Una amiga, compañera de estudios en The New School y desde hacía poco también mi vecina en la ciudad de Weehawken, en New Jersey, me había invitado a una cena iraní. A los pocos minutos sonó mi teléfono. Mi abuela había muerto.

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La abuela

En 1943, el mismo año en que se graduó de maestra de la Escuela del Hogar, mi abuela se casó con mi abuelo, recién graduado también, pero de la Escuela de Medicina de la Universidad de La Habana. El salario de maestro era tan bajo, me dijo una vez mi abuelo, que él le había pedido a ella que se quedara en casa. Con sus ingresos de médico podían vivir quienes pronto fueron cuatro, tras la llegada de mi tío y mi mamá.

Cuando me mudé a Estados Unidos, mi abuela tenía 79 años y estaba bien de salud. A los pocos años, sin embargo, comenzó a presentar síntomas de Alzheimer. Gracias a una amiga farmacéutica, al principio le mandé un medicamento bastante caro que en teoría detenía el avance de la enfermedad. Después se manejó la hipótesis de que quizás mi abuela no tuviera Alzheimer, sino demencia senil.

Gracias a gestiones de otro tío, que por entonces era director de un hospital, mi abuela fue atendida en el Instituto de Geriatría del Hospital Universitario Calixto García de La Habana. Durante varios días le hicieron análisis y pruebas, pero nunca supimos la enfermedad que padecía, y yo no mandé más el medicamento.

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Aunque no llegó a perder la cabeza del todo, cuando murió mi abuela no recordaba nada del pasado inmediato, y a menudo repetía las mismas preguntas, una y otra vez, en orden invariable. Una vez mi abuelo la encontró en la sala de la casa leyendo la Biblia en voz alta frente a dos desconocidos. Cuando supo que eran evangelistas, los echó, no sin antes decirles que mi abuela jamás había creído en Dios y que consideraba un atentado a la dignidad de su esposa —quien también era su prima— aprovecharse de su demencia para introducirla a un mundo espiritual con el cual nunca había comulgado. Había perdido la cabeza, les dijo, pero seguía mereciendo respeto.

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Las últimas veces que visité a mi abuela en Cuba solía quejarse de dolores. Mi abuelo y mi mamá, que se encargaban de llevarla con puntualidad y esmero al Instituto de Cardiología para atender su trastorno cardiaco, nunca supieron qué hacer ante sus lamentos. Acuéstate y descansa, solía decirle mi abuelo.

Me parecía inhumano e injusto que mi abuela viviera, además de con demencia, con dolores constantes. Un día en que me acosté a su lado a la hora de la siesta y la escuché quejarse de forma ininterrumpida durante casi una hora, decidí llevarla al hospital. Si se quejaba de dolores, habría que averiguar la causa y atenderla.

Mi abuelo se alistó para acompañarme. Vamos al policlínico, me dijo, tomando la hoja de papel periódico doblada en cuatro donde en pocas líneas estaba anotado el historial médico de mi abuela.

En el policlínico de 23 y A, en el Vedado, nos atendió la doctora de guardia, quien nos hizo pasar a un cuartico mal iluminado. Tras escuchar el reporte de mi abuelo, preparó una jeringuilla de cristal, que colocó en una bandeja de metal esmaltado y bordes cascados, y cubrió con un trapo verde con manchas oscuras. Me dije, para tranquilizarme, que seguro estaba limpio. La doctora le inyectó un ámpula de duralgina a mi abuela y la mandó para la casa, sin remitirla a consulta o indicarle ningún tipo de análisis.

Es posible que al día siguiente y al otro, y así hasta que me fui, mi abuela no se quejara tanto. O quizás yo, como mi abuelo, mi mamá y mi tío, entendiera que llevarla todos los días al policlínico no era una solución. Esa fue la última vez que mi abuela fue al médico.

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La abuela, cargada en el centro, y el abuelo sentado en el piso a la derecha. Año 1927.

Mi abuela murió muchos meses después, sentada en el sillón de la sala donde en 1959 había visto, en la pantalla de un televisor Philco, a Fidel Castro entrar triunfante en La Habana y convertirse en Primer Ministro un mes y medio después. El mismo sillón desde donde había aplaudido cada una de las medallas de oro que Cuba ganó desde entonces en los Juegos Olímpicos, transmitidos muchos a través de la pantalla de un televisor Krim. El mismo sillón donde, ya en este siglo y a color, había seguido la suerte del balserito Elián González y había visto al todavía jefe de Cuba caer de boca al bajar unas escaleras.

Ni mi abuelo ni mi tío ni mi mamá pudieron trasladar el cuerpo muerto de mi abuela hasta la cama. Llamaron a Medicina Legal y a mi otro tío, el médico, y se sentaron a esperar en la sala, junto al cadáver, frente al televisor, ahora apagado. Horas después, decidieron pedirle ayuda a un vecino, un hombre humilde, negro, alto y obeso a quien mi abuela conocía desde que, muchas décadas atrás, su familia se había mudado a la cuadra. Él fue quien la cargó hasta la cama, la desnudó y la vistió por última vez.

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Cuando mi mamá y yo nos despedimos el día de su cumpleaños 66, ella regresó a la sala a ver si mi abuela necesitaba algo. Fue entonces cuando la encontró muerta. El ruido gutural que yo escuché del otro lado de la línea había sido su último estertor.