septiembre 2, 2025

Crónica de “un virus” en La Maya: cuando se unen el malestar y la escasez

En el caso de Cuba, la enfermedad no viene sola: se une a la fragilidad de un organismo castigado por la malnutrición, el estrés, la falta de sueño...
Barrio Pedro Ibonet, de La Maya, donde ocurren los hechos narrados en esta crónica

SANTIAGO DE CUBA. – El martes 12 de agosto, Dariel Acosta Mora, un niño de apenas tres años, comenzó a enfermar. Por la mañana jugaba como de costumbre, pero en la tarde la fiebre lo consumía y la inapetencia se apoderó de él. Vive en La Maya, Santiago de Cuba, junto a su madre y su abuela. Esa noche nadie pudo dormir: cada dos o tres horas la fiebre reaparecía y, sin antipirético infantil, la única alternativa era darle paracetamol de 500 miligramos (para adultos) y mantenerlo entre baños y compresas frías que apenas lograban bajarle la temperatura.

La madrugada siguiente sumó más inquietudes. El pequeño vomitó dos veces en medio del sueño, y aunque no mostraba síntomas respiratorios, su madre temió lo peor. Entre dengue, oropouche, influenza, chikungunya, la incertidumbre se volvió insoportable. Para colmo, Yaritza, su madre, amaneció con fiebre, dolores articulares, un cansancio demoledor y la repentina pérdida del gusto y del olfato, recuerdos de lo que había padecido con la COVID-19 en 2021. “Pensaba que me moría. Fue un flashazo de aquel entonces. El agua me sabía amarga, la colonia no olía a nada. Enseguida pensé en mi hijo y en mi mamá de 65 años e hipertensa, más que en mí”, recuerda.

Entre el malestar y la escasez

El presunto virus no tardó en alcanzar también a la abuela. El jueves, la fiebre no daba tregua y, en ese punto, los pocos recursos se habían agotado: ni medicina, ni siquiera agua potable suficiente. Yaritza tuvo que comprar un blíster de paracetamol en 300 pesos y guardarlo para los momentos de fiebre más alta. Tres veces inyectaron al niño con dipirona recién caducada, guardada “para emergencias”. El alivio era temporal, pero servía. Fue entonces que la familia decidió aislarse, aunque afuera los vecinos también empezaban con los mismos síntomas. 

El viernes la familia amaneció con la fiebre un poco más contenida, pero el desgaste era evidente. Dariel llevaba más de 72 horas sin probar alimentos sólidos ―solo agua y algún jugo― y su cuerpo se veía más delgado y todavía decaído. Los adultos tampoco estaban mucho mejor: la falta de fuerzas se acentuaba, agravada por la carencia de vitaminas y alimentos básicos. “Solo tenía un pedazo de pollo guardado en el refrigerador y con eso logré hacer un caldo, que era lo único que nos pedía el cuerpo”, cuenta Yaritza.

Cuando la fiebre cedió, apareció la tos. Primero seca, luego productiva, y más intensa durante las noches. Ni el niño ni la abuela podían conciliar el sueño. Desesperada por aliviarlos, Yaritza echó mano de remedios caseros a base de miel, cebolla y limón, pero Dariel lo vomitaba apenas lo probaba, ni siquiera eso asimilaba. La falta de agua complicaba todavía más las cosas: apenas quedaban unas cubetas, insuficientes incluso para preparar inhalaciones.

Secuelas que inquietan

Llegado el fin de semana, los adultos comenzaban a mostrar signos de mejoría, aunque el menor seguía sin comer. La debilidad y la falta de ánimo lo delataban, y la madre se debatía entre llevarlo al policlínico ―con la posibilidad de que terminara siendo remitido al hospital― o resistir un poco más en casa. El abuelo materno también insistió en esperar hasta el lunes, porque “los fines de semana resulta más difícil recibir atención y coincidir con médicos especialistas en los hospitales”. Yaritza, aunque con sus dudas, aceptó. Su temor al ingreso no era infundado: “He visto cómo los niños entran al hospital con una enfermedad y se complican con diez más, en medio de la falta de higiene y la escasez de medicamentos. A veces en la casa logramos más que allí”. 

El lunes, contra todo pronóstico, Dariel comenzó a mejorar. Pero no todos en esa barriada corrieron con la misma suerte. Olga Tamayo, por ejemplo, vecina de 64 años, quedó con secuelas extrañas: dolores articulares intensos y una debilidad muscular que la obligó a permanecer en cama durante días. Cuando intentó caminar de nuevo, descubrió que sus piernas no respondían como antes. “Nunca tuve problemas de reuma ni artrosis, y ahora apenas puedo andar sin cojear o tambalearme. Las piernas me fallan”, confesó.

En este sentido, los médicos también tienen dudas: el doctor Roberto Serrano, consultado por CubaNet, reconoce que los síntomas son, a simple vista, muy confusos. Algunos parecen de oropouche, otros de chikungunya, dengue o incluso de COVID-19. 

“Lo cierto es que no se trata de procesos virales sencillos, que puedan tomarse con ligereza”, advierte el doctor. “Es muy difícil diagnosticar a ojo, sin recursos para examinar adecuadamente a los pacientes”, agrega Serano, quien fue de los primeros que, en 2024, advirtieron del brote epidemiológico más adelante identificado como oropouche (OROV) por el Ministerio de Salud Pública (MINSAP). 

Cuando el virus golpea a un país debilitado

Mientras tanto, el discurso oficial insiste en cifras que no reflejan la magnitud real del problema. El MINSAP reconoció transmisión activa de dengue en siete provincias y la propagación del oropouche en 11, aunque residentes consultados suponen una tasa de incidencia más alta. Este no es un detalle menor: cuando el virus fue identificado en mayo de 2024, apenas se confirmaron 74 casos en Santiago de Cuba y Cienfuegos, pero en cuestión de semanas la enfermedad ya alcanzaba 11 provincias. 

Para agosto, el propio organismo admitía más de 400 contagios confirmados, mientras que estimaciones médicas independientes hablaban de decenas de miles de enfermos febriles en todo el país, lo que situaba a Cuba como una de las naciones más golpeadas de la región. 

Pero en el caso de Cuba, la enfermedad no viene sola: se une a la fragilidad de un organismo castigado por la malnutrición, el estrés, la falta de sueño, el alcohol, el tabaco y la contaminación, factores que deprimen el sistema inmunológico y convierten cualquier infección en un riesgo mayor.

En los protocolos internacionales, la recomendación para enfrentar estas arbovirosis es clara: reforzar el diagnóstico mediante pruebas de laboratorio, garantizar acceso a antipiréticos, hidratación constante y campañas de control vectorial. Nada de eso se cumple en Cuba, donde la falta de medicamentos es crónica y donde los laboratorios permanecen sin reactivos para realizar análisis, incluso de urgencia. A la par, los constantes apagones impiden el uso de ventiladores para evitar las picaduras de mosquitos y la falta de combustible limita la recogida de basura y las campañas de fumigación. 

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Yadira Serrano Díaz

Reside en Santiago de Cuba. Miembro de la Unión Patriótica de Cuba (UNPACU)

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