Aunque comencé a publicar las primeras reseñas teatrales a finales de la década del 70, mi inserción en la vida profesional vinculada a la escena se produjo un poco más tarde, en 1980, el mismo año de la primera edición del Festival de Teatro de La Habana.[1] Ese hecho factual, como se comprenderá, me libra de ese sentimiento nostálgico y seguramente acrítico común a muchos de mis mayores, que les hace ver los años 60 como una “década de oro del teatro cubano” y, en consecuencia, a la hora de evaluar los 80, trataré de prevenir cualquier asomo edulcorante para juzgar hitos y herencias de un pasado reciente.
Los 80 no son un bloque uniforme sino un periodo en el cual se suceden y superponen diversos caminos y veredas. Son los años de auge de la dramaturgia nacional, en fluida continuidad de las dos décadas anteriores, con la presencia decisiva de temas y conflictos de la realidad inmediata y la aparición de una mirada nueva hacia el siglo pasado, anticipada por Abelardo Estorino con La dolorosa historia del amor secreto de don José Jacinto Milanés, de 1974.
La proverbial y recurrente lucha entre lo nuevo y lo viejo llega hasta sus últimas consecuencias porque lo viejo ya no es sencillamente el pasado sino una supervivencia enquistada en el propio proceso, que puede aflorar en cualquier circunstancia de la vida cotidiana, familiar o de mayor alcance social. Así, los temas amplían su ámbito y coexisten con la expresión costumbrista como herencia y espejo de una tradición sainetera que evoluciona hasta evidenciarse como una vía agotada. Como apuntó con acierto Rosa lleana Boudet, son los años de la “banalización del conflicto” al lado de la innovación y el intento de rescate de expresiones tradicionales. Pero es la época, también, del nacimiento de textos capitales, como Morir del cuento,la obra de consagración y maestría en la cual Estorino se supera a sí mismo con profunda vocación experimental, y Odebi, el cazador,de Eugenio Hernández Espinosa, un patakín de excelente factura literaria y rica teatralidad en el que el dramaturgo defiende el derecho del hombre a descubrir su identidad, al lado de otros de obligada cita como Los hijos de Lázaro Rodríguez, Molinos de vientode Rafael González, Sábado cortode Héctor Quintero, Plácido de GerardoFulleda León y El esquemade Freddy Artiles. En el campo de ladramaturgia, a lo largo de esa década, surge paulatinamente una veintena de nombres nuevos que trazan un camino múltiple en correlación dialéctica con los escritores precedentes.
La presencia del mundo de los jóvenes, primero, reflejo del auge de ese sector social como fuerza activa en la sociedad cubana, y luego la acción de una óptica renovada frente al propio teatro por parte de los nuevos dramaturgos, en modelos de composición que eluden el discurso tradicional, ganan cada vez más terreno y abren un campo de interinfluencias y vasos comunicantes en el cual terminarán por permear decisivamente el punto de vista de un amplio espectro que va más allá de sí mismos, hasta poner en crisis acercamientos epidérmicos o estructuras, asuntos y lenguajes agotados por el uso. Las sucesivas promociones de la Facultad de Arte Teatral del Instituto Superior de Arte aportarán también nuevas voces que incorporan y refractan líneas presentes en la escena que encuentran al incorporarse a los grupos.
Múltiples son los ejemplos junto a lo largo de la década de estasobras escritas por jóvenes: de El compás de madera, deFonseca, pasando por Proyecto de amor,de José González,Tema para Verónica,de Alberto Pedro Torriente, Donde crezca el amor, de Ángel Quintero, La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea,de Abilio Estévez (y, Premio José Antonio Ramos de la UNEAC en 1984), Catálogo de señales,de Carlos Celdrán, Galápago, de Salvador Lemis, Galaxia cero,de Lira Campoamor, Mascarada Casal,de Lemis, Weeckend en Bahía,de Alberto Pedro, Tren hacia la dicha,de Amado del Pino, El grito,de Raúl Alfonso, Carolina de Alto Songo,de Carmen Duarte, La gran temporada,de Ricardo Muñoz, Fábula de un país de cera,de Joel Cano, Hoy tuve un sueño feliz,de Estévez, a Time Ball,de Cano, Alma de resurrección y Asumdiazán…,de Muñoz, los temas diversos van conduciendo a una exploración común, de forma más o menos lograda, hacia la ética del individuo, a una vocación de participación activa y debate de la realidad que se aborda, más que para un reflejo plano o elaborado, para una interrogación movilizadora. Como afirma Graziella Pogolotti: “Indagan acerca de su personalidad social en las circunstancias concretas del mundo que les ha tocado.”
Los 80 son también los años en que se estrenan Yerma, dirigida por Roberto Blanco, la cual abre toda una línea de integración multidisciplinaria que se extenderá más tarde a la cultura popular tradicional: La emboscada,puesta en escena por Flora Lauten, un espectáculo que resumía, con lenguaje eminentemente lúdicro e imaginativo las exploraciones de la escena cubana: La casa de Bernarda Alba,la vuelta de Berta Martínez a un texto ya trabajado; La duodécima nochepor Vicente Revuelta; Huelga,de Albio Paz por Santiago García; y Ramonapor Sergio Corrieri. Es el período en que se crean dos nuevos grupos: Buscón e Irrumpe, en 1983, como primeros desprendimientos de los grandes colectivos. Se celebra el Taller Internacional de Teatro Nuevo que continúa la experiencia de los nacionales y es una suerte de anticipación de la actual Escuela Internacional de Teatro de América Latina y el Caribe. El Teatro Escambray participa en el Festival de Teatro de La Habana de 1984 con Molinos de viento;Flora Lauten estrena El pequeño príncipey Electra,y se crea el Teatro Buendía con una promoción de estudiantes del ISA herederos de una tradición y portadores de un giro hacia una arriesgada línea investigativa. Armando Suárez del Villar continúa la labor de rescate de los clásicos cubanos del siglo XIX e incorpora jóvenes figuras asus propuestas no reconstructivas. María Elena Ortega, aún desde el Grupo Rita Montaner, da un salto desuperación con Ha llegado un inspector.El Centro Experimental de Teatro de Santa Clara estrena El caballo de ceibaque pasa inexplicablemente sin penas ni glorias por el IX Festival de Teatro para Niños y se multiplica para propiciar la génesis de Teatro 2, que más tarde creará El hijo.Vicente Revuelta funda untaller en Teatro Estudio, paralelo ala programación normal, enque se estrenancuatro montajes.
Y en el 85, dos hechos singulares marcan el inicio de una suerte de “proceso de rectificación interno” en el teatro: Galileo Galilei, conducido por Vicente Revuelta, con actores de Teatro Estudio y un numeroso grupo de estudiantes del ISA de distintas disciplinas, y Lila, la mariposa, de Flora Lauten con Buendía. Ambos devolvieron al teatro el sentido lúdicro y revalidaron el proceso de montaje como instancia de riesgo en la cual la participación activa de los jóvenes interpelaba los textos desde la urgencia del presente. Ambos fueron también espectáculos producidos fuera de la dinámica acostumbrada en las estructuras vigentes y movidos, en primera y última instancia, por inquietudes netamente artéticas.
En el segundo lustro, Berta Martínez estrena La zapatera prodigiosa y comienza con El boticario, las chulapas y celos mal reprimidos, una interesante trilogía de zarzuelas españolas para explorar en resortes de comunicación del bufo y otras formas de teatro popular cubano. Roberto Blanco gradúa una promoción de actores con Los enamorados y consigue con Mariana una expresión concentrada y segura de su lenguaje escénico. A partir de procedimientos del teatro popular, personajes sencillos y recursos humorísticos, Sábado Corto, de Quintero, y Mi socio Manolo, de Eugenio Hemández-Silvano Suárez, se erigen en sonados éxitos de público. Desde Matanzas Albio Paz alcanza logros parciales en la labor con El Mirón Cubano. Luchando contra obstáculos de todo tipo, Víctor Varela crea en su propia casa y durante un año La cuarta pared y revela un camino de búsquedas y encuentros de revalorización del lenguaje gestual y de experimentos emprendidos y no culminados veinte años atrás, ahora con un fuerte acento de juego y ritual, una puesta que marcaría decisivamente la postura profesional de los más nuevos. Otro grupo de estudiantes estrena Galápago, bajo la dirección de Liuba Cid y se gesta un nuevo colectivo: Almacén de los mundos.
Por el camino de la danza-teatro dos grupos exploran la gestualidad del cubano como expresión de identidad a través de una peculiar mezcla de procedimientos postmodemos, minimalistas y de cualquier otra fuente útil para tal propósito: Ballet Teatro de La Habana y Danza Abierta, seguidos luego por Danza Combinatoria y otros. En La Habana nace Luminar con estudiantes universitarios guiados por Carmen Duarte, y, en Cienfuegos, Teatro a Cuestas, donde Ricardo Muñoz se empeña en desarrollar un pensamiento poético en la escena, basado en la lógica extracotidiana. María Elena Ortega funda con sus alumnos La Ventana y comienza a realizar ejercicios a partir de Time Ball. Abelardo Estorino trasciende la pequeña escala del Festival del Monólogo con Las penas saben nadar, y José Milián rescata gozoso de una gaveta su Juana de Belciel. El Cabildo emerge tímidamente con Asamblea de mujeres y mientras en Baroco integra raíces populares en la exploración de tos sistemas mágico-religiosos con las corrientes del teatro occidental. Se gesta el embrión del Teatro El Público con una inquietante trilogía de teatro norteamericano, en la cual la ironía y el pastiche son elementos expresivos esenciales. En Buendía, ya Flora Lauten no está sola: Carlos Celdrán y Nelda Castillo comienzan a dirigir y terminan El rey de los animales y Un elefante ocupa mucho espacio, respectivamente; calentamientos para Safo y Las ruinas circulares, que ya en los albores de los 90, junto a El león y la joya, de Soyinka Hemández, y más recientemente Vagos rumores, de Estorino, ocuparán un espacio protagónico.
¿Qué revela esa sucesión de títulos que he enumerado, a riesgo de olvidar algún escalón importante? A principios de la década, en recuentos de todo un año, la crítica lamentaba la insistencia de un lenguaje poco atrevido, carente de búsquedas y en ocasiones apelador a una comunicación en el peor sentido comercial. Al mismo tiempo, la tan llevada y traída esclerosis de las estructuras organizativas acusaba propuestas intermitentes y asistemáticas, ausencia de programas y líneas expresivas y de un elemento fundamental en la vida de un colectivo artístico: una disciplina de estudio y entrenamiento, todo lo cual conducía a una desarticulación global del teatro como movimiento artístico.
En una encuesta realizada a fines de 1985 por la revista Tablas con el título de “El rostro de los 80”, Vicente Revuelta lamentaba la ausencia de nuevos directores en la escena, y por esa época varios críticos reclamaban la formación académica de la especialidad dentro de las aulas del ISA o la instrumentación de un mecanismo orgánico de preparación por la vía de los asistentes al lado de los maestros reconocidos. No hubo que esperar, sin embargo, a que de la escuela egresaran los primeros graduados. Las condiciones de cambio que se abrirían favorecieron la consolidación de algunos que venían tanteando el camino desde hacía años, en proyectos que respondían a sus aspiraciones y necesidades; y la ausencia de condiciones óptimas, por su parte, impulsó también a otros a lanzarse a asumir esa responsabilidad profesional como salida efectiva a sus intereses más acuciantes. Al mismo tiempo, el pensamiento valorativo, aparentemente adelantado a la práctica, como resultado del surgimiento de nuevas voces formadas teóricamente, había abonado el terreno para una creación que diera respuesta a muchas de sus preocupaciones y exigencias.
Los nuevos brotes, salidos tímidamente, primero de aquí y allá, la insistencia en proyectos eventuales que no se avenían a la fórmula estática de los grupos, cobijados entre otros por el Teatro Nacional, y la exigencia de nuevos creadores recién llegados a la vida profesional de un espacio distinto y suyo, propiciaron el cambio de las estructuras a nivel institucional: los 80 sirvieron para redescubrir el valor del grupo como célula básica imprescindible en la vida del teatro. Un proyecto de organización flexible y dialéctica, analizado con los principales creadores, fue formulado y plasmado en un cuerpo teórico y legal que en 1989, justamente al cerrarse la década, comenzó a llevarse a la práctica.
A estas alturas de la reflexión podrá objetárseme una mirada parcial en este espacio, matizada por puntos de vista críticos que no pretenden más que incentivar un diálogo del que, ahora más que nunca, estamos urgidos.
Ante la ausencia casi total de una acción efectiva por parte de la crítica, debido a limitaciones materiales ciertas y mentales harto conocidas, es el momento de valorar desde el presente y para el futuro inmediato dónde estamos, cómo aprovechar de los 80 los errores y el terreno ganado para el teatro de hoy.
Si en la década pasada se produjo la consolidación en la conquista de un público, amplio y heterogéneo con la incorporación de nuevos sectores desde fórmulas diversas; si se abrieron nuevos espacios, como el Teatro Fausto o la Casa de la Comedia, cómo proseguir el trabajo de promoción desde las condiciones actuales que sólo permiten realizar funciones los fines de semana y en espacios no caracterizados, sino al servicio de unos y otros proyectos indistintamente. A mi simple vista, me atrevo a aventurar que, en general, ni los artistas ni las instituciones despliegan labor alguna en este sentido.
Es imprescindible, además, articular una política que vincule a nivel de movimientos los esfuerzos de cada colectivo, en los que no faltan los buenos resultados, pero donde abunda una profunda masa de grupos y espectáculos sin rostro; no sé bien si en caminos de configuración o definitivamente desdibujados, porque no existe un programa de acción delineado a nivel institucional que oriente, en las condiciones actuales, un proceso de desarrollo. Si en la pasada década se superó la dicotomía estéril de dos formas de teatro, ahora debe articularse un verdadero movimiento, sólido y de mutuo enriquecimiento. Si se conquistó la posibilidad de una organización dúctil, la práctica debe, consecuentemente, jerarquizar los espacios y articular los proyectos para que su dinámica de intercambio pueda funcionar de una vez y la interrelación haga crecer las múltiples formas y tendencias. Si en un momento se atacó el privilegio de modos de hacer, no hay que ser ingenuos y pensar tampoco que la falta de orientación y estímulo, o la protección a los mejores brotes —dentro de la mayor libertad, debe ser la condición normal de vida para los procesos de creación, que requieren una confrontación sistemática con el público, la crítica y el resto de los artistas.
En los 80se concreta la proyección internacional del teatro cubano, con la presencia en importantes festivales y extensas giras: Bodas de sangrees aplaudida con fervor en el VI Festival Internacional de Teatro de Caracas; Morir del cuentoobtiene el Premio Cau Ferrat en el Festival Internacional de Sitges, Marianaresulta una delas puestas más novedosas de Caracas 88 y Weeckend en Bahíasorprende favorablemente en la segunda edición de Cádiz. En sentido inverso, a lo largo de esos años, recibimos a La Candelaria, Rajatabla, ICTUS, el Clu del Claun, Les Luthiers, La Cuadra de Sevilla, el Kom, Darío Fo y Eugenio Barba, entre otros.
Los 80 son también los años de sistematización de nuestros festivales —desde el de La Habana de 1980que hacía justicia en el reconocimiento a los artistas de más larga trayectoria y rectificaba errores del “quinquenio gris” de los 70—, como espacios de reconocimiento y superación. Así, en este decenio, nacieron los Festivales de Camagüey, Elsinor y del Monólogo ¿Cómo sustituir entonces los objetivos de aquellos que las limitaciones materiales no permiten celebrar, y cómo aprovechar de verdad los que se convoquen, no como infecundas “fiestas” dirigidas por control remoto o derrochando esfuerzo celebradas a la fuerza desde parcelas aisladas?
Pero más importante aún es debatir las propuestas artísticas de este momento, porque a veces un espectáculo o un conjunto de ellos parece proponer un diálogo de sordos con el contexto y urge la experiencia reflexiva y esclarecedora para servir de puente con los receptores de todos los niveles. Porque también de ese ejercicio puntual ante cada hecho puede exigírsele a la crítica una consecuencia responsable con sus propios preceptos. ¿Cómo lograr que el teatro no detenga su desarrollo en la contribución a la batalla por la supervivencia? ¿Cómo hacer que las experiencias emergentes de teatro de calle no se limiten a ser un fenómeno coyuntural, sino que se integran a una proyección consciente de evolución?
Al revisar artículos dispersos en distintas publicaciones culturales, las memorias del Festival de Teatro de La Habana del 80,y al hojear las ediciones de la primera época de Tablas (1982-90),para refrescar mi memoria a la hora de intentar esta propuesta de selección de hechos y tendencias significativos, la presencia de un hilo de pensamiento con lo que Rine Leal llamó “la nueva pupila crítica” (los trabajos sobre Piñera, Ramos Felipe y Alfonso; el recuento de festivales, seminarios, talleres de aquí y de allá; la conformación de una historia contingente y provisoria), más que respuestas concluyentes, me reafirmó con insistencia una pregunta para los 90: ¿hacia dónde vamos?
Notas:
[1] El presente trabajo es una versión de la ponencia presentada por la autora en el evento teórico “El teatro de los 80”, organizado el 1, 2 y 3 de junio de 1992 por la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC.

