La evolución que experimenta la dramaturgia cubana al entrar en el siglo XX constituye un fenómeno cuando menos curioso. Al pujante desarrollo alcanzado en el siglo pasado, a través de autores como Joaquín Lorenzo Luaces, Gertrudis Gómez de Avellaneda, José Jacinto Milanés, José María Heredia y José Agustín Millán, entre otros, siguió en éste un período de crisis y esterilidad creadora que se extendió hasta mediados de la década de los treinta. Algunos investigadores lo explican argumentando que nuestra entrada en los tiempos modernos se inició bajo el signo de la frustración política: la naciente república resultó, en realidad, un fraude para las aspiraciones revolucionarias e independentistas que llevaron a los cubanos a tomar las armas contra el colonialismo español en 1868 y 1895. En tal contexto, la decepción política devino frustración del teatro y, en general, de la cultura.
De la herencia dramatúrgica decimonónica, sólo una, la del bufo, tuvo una línea de continuación en los espectáculos del Teatro Alhambra (1900-1935), un nombre que dominó nuestro panorama escénico en estos años y que logró una enorme respuesta del público a base de una estética populachera, un criollismo fácil y una sátira política epidérmica. Títulos como La casita criolla, La isla de las cotorras, Delirio de automóvil y Tin Tan te comiste un pan, fundamentaron en mecanismos de eficacia indiscutible (tipos populares, textos de simple captación, doble sentido, humor de diferentes matices y gradaciones, esquemas superficiales y reiterados) su éxito, que se repartían por igual libretistas, músicos e intérpretes.
Además de los libretistas del Alhambra (Federico Villoch, Francisco y Gustavo Robreño, Mario Sorondo), algunos autores como Marcelo Salinas (1889-1976), Salvador Salazar (1892-1950), Ramón Sánchez Varona (18881962) y Luis A. Baralt (1892-1969) dejaron una obra dramática más o menos numerosa. Se trata, en general, de textos que no han resistido la prueba del tiempo y hoy sólo poseen un interés histórico. Están cargados de ambientes “típicos” y personajes estereotipados, esto cuando su acción no se sitúa en escenarios tan exóticos como el imperio inca (La mariposa blanca, de Baralt) o el París versallesco del siglo XVIII (La gallina ciega, de Salazar). Fuese una u otra la opción escogida por los autores, esa dramaturgia configuró, a veces más por escasez de talento que “por intereses clasistas y complicidad con el imperialismo”,[1] (una imagen falsa de nuestra realidad. (En esa línea de idealización y maquillaje se ubica también la abundante producción de Gustavo Sánchez Galarraga (1893-1934), quien escribió cerca de treinta piezas en prosa y en verso. Su estilo se caracteriza, en esencia, por un romanticismo trasnochado.[2] El Bertavente cubano, lo llamó un contemporáneo suyo. Con todo, hay que decir que disfrutó en vida de una gran popularidad: publicó en nueve volúmenes todas sus obras, la mayoría de las cuales se representaron.
Una expresión que distingue a la actividad escénica de esos años es el auge que alcanzó, a partir de la segunda mitad de la década del veinte, el teatro lírico y, en particular, la zarzuela. Compositores como Gonzalo Roig, Eliseo Grenet, Moisés Simons, Rodrigo Prats y, sobre todo, Ernesto Lecuona, se unieron a libretistas como el ya citado Sánchez Galarraga[3] y crearon obras de gran calidad: Cecilia Valdés, La Habana que vuelve, Amalia Batista, Rosa la China, El cafetal, María la O, Lola Cruz, muchas de las cuales forman parte del repertorio actual de las compañías líricas del país. Al igual que el del Alhambra, fue un género que dejó además grandes intérpretes. Entre ellos, una se destacó por sus notables cualidades musicales e histriónicas: Rita Montaner, quien no por azar mereció el calificativo de “la Única”.
Pero de todos los dramaturgos pertenecientes a la llamada primera generación republicana, fue José Antonio Ramos (1885-1946) la figura más importante. Creador de un teatro de profundo contenido social, lastrado a veces por el melodrama y por influencias no precisamente saludables (Echegaray, Benavente), tuvo la lucidez de llevar a la escena algunos de los males que aquejaban a la naciente república. En sus textos se ocupó de temas como la necesidad de liberación de la mujer (Liberta), la confusión ideológica que frustró la revolución de 1933 (La recurva), las luchas obreras (Alma rebelde), los sucios manejos de los políticos criollos (FU-3001, Flirt), la oposición entre la civilización y el fanatismo religioso (En las manos ele Dios). Sin embargo, su pieza más lograda y la que más difusión ha alcanzado, es Ternbladera (1918).
En ella, Ramos se anticipa a otros intelectuales de su época y advierte sobre el peligro de la penetración norteamericana en el campo cubano. Tiene además el acierto de mostrar ese conflicto de trascendencia nacional a través del microcosmos familiar, un recurso que aparecerá de manera constante y repetida en buena parte de nuestra producción dramática de este siglo.
José Antonio Ramos representó, desafortunadamente, un caso aislado, una excepción. En esas tres décadas predominó, como ya apuntamos, una dramaturgia que mostraba una imagen falsificada de nuestra realidad, y que, por eso, entre otras razones, no consiguió establecer una verdadera comunicación con el público. La única propuesta que éste aceptó como “cubana” fue la del Alhambra, que a base de concesiones a la platea mantuvo el Coliseo ubicado en las calles habaneras de Consulado y Virtudes abarrotado hasta que cerró sus puertas, en lo que se dice es la temporada teatral más larga del mundo.
Un heroísmo precursor
La fundación en 1936 de La Cueva, marca el inicio de la modernización del teatro en Cuba. El hecho debe entenderse, sin embargo, como la culminación de una serie de intentos que se produjeron en las tres décadas anteriores –Sociedad de Fomento del Teatro (1910), Sociedad Pro-Teatro Cubano (1915), Institución Cubana Pro-Arte (1927), Compañía Cubana de Autores Nacionales (1927), las revistas Teatro (1919) y Alma Cubana (1923)— que no llegaron a cuajar ni a consolidarse, pero que de alguna manera abonaron el camino. A esos esfuerzos se sumaron las aportaciones que significaron las visitas de varios artistas extranjeros, como son los casos del director español Cipriano Rivas Cherif, quien ofreció varias charlas en La Habana y, con la famosa actriz catalana Margarita Xirgu, presentó obras de Bernard Shaw, Hoffmansthal, Lorca y Lenormand, autores hasta entonces desconocidos por nuestro público.
Por otra parte, a partir de la segunda mitad de la década del treinta el país entró en una etapa de relativa estabilidad política, que influirá en la evolución del arte nacional. Tras la caída del dictador Gerardo Machado, se convocan elecciones presidenciales, se aprueba una nueva constitución, regresan los exiliados, los cargos públicos son renovados periódicamente, se restablecen las libertades políticas y las instituciones democráticas. A ello hay que añadir la frustración de la lucha antimachadista, que “favorece la búsqueda de una suerte de refugio en el arte” y la elaboración de “un concepto intemporal de lo cubano”.[4] Una corriente en la que se inscriben, las obras de Wifredo Larn, Víctor Manuel, René Portocarreroy Mariano Rodríguez, en las artes plásticas; José Ardévol, Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán, en la música; Enrique Labrador Ruiz, José Lezama Lima y Lino Novás Calvo, en la literatura, sin olvidar el impulso que, algunos años antes, representaron el Grupo Minorista y la Revista de Avance (1927-1930).
En febrero de 1935 se derrumba el techo del pórtico y parte de la platea del Alhambra. Al año siguiente, se funda, bajo la dirección de Luis A. Baralt, La Cueva. Los dos hechos se unen por eso que Lezama Lima gustaba llamar azar concurrente: una etapa de nuestro teatro concluía y empezaba otra. Él primer estreno de La Cueva era ya un manifiesto, una declaración de principios: Esta noche se improvisa la comedia, de Pirandello, que se traducía al castellano por primera vez. El grupo alcanzó a presentar sólo cinco montajes más: a comienzos de 1937, los problemas económicos impidieron a La Cueva continuar, y tras una corta y fructífera vida se disolvió. Los escasos ocho meses que duró no impidieron, sin embargo, que su ejemplo sirviera de incentivo a otros creadores con inquietudes similares. A partir de 1938, la escena cubana asiste al surgimiento de unos quince grupos e instituciones que, desde posturas estéticas e ideológicas diversas, “se turnan en un esfuerzo, con frecuencia patético, para mantener en nosotros el gusto por el drama”.[5] Con ellos, nuestro teatro empieza a modernizarse, a ponerse al día, a dejar de ser provinciano para aspirar a otra categoría.
No será una tarea fácil. En primer lugar, porque aquellos nombres pertenecían a “la generación que empieza a darse a conocer algo antes de 1940, generación de entrerrevoluciones, una de las más asfixiadas de nuestra historia”, pues “se abre a la vida entre los rescoldos de la abortada revolución de 1933, cuyas frustraciones van a ser su aire cotidiano”.[6] En el caso concreto del teatro, se sumaban otros factores: indiferencia y falta de apoyo oficial, lo que repercute de modo directo en la inestabilidad de los grupos; escaso público; competencia de la radio y la televisión, medios que al poder ofrecer salarios fijos e incluso altos, ocasionaron un éxodo de actores, directores y técnicos; subestimación de los autores nacionales. Hacer teatro significaba, por tanto, un acto de heroísmo. Y heroico fue el esfuerzo de aquellos artistas que, a pesar de tantos obstáculos, se empeñaron en materializar la meta de su firme vocación. Tal vez pudieron haber hecho más y llegado más lejos, es cierto, pero las causas antes apuntadas limitaron el alcance de su actividad.
Entre 1938 y 1950, nuestro panorama escénico se vio enriquecido con la creación de Teatro Cubano de Selección (1938), Teatro-Biblioteca del Pueblo (1940), Academia de Artes Dramáticas de la Escuela Libre de La Habana(1940), Teatro Universitario (1941), Patronato del Teatro (1942)’, Teatro Popular (1943), Teatralia (1943), Academia de Artes Dramáticas (1947), Prometeo (1947), Farseros (1947), Compañía Dramática Cubana (1947), La Carreta (1948) ‘ Grupo Escénico Libre (1949), Las Máscaras (1950) y Los Comediantes (1950). Nunca antes hubo tal proliferación de grupos, pese a que algunos tuvieron una vida efímera o desaparecieron para convertirse en otros de nueva creación. Nunca antes se produjeron tantos estrenos ni de tanta calidad, aunque este esfuerzo ingente se malgastase en la función única y ante un auditorio reducidísimo. “Era nuestro destino histórico desempeñar el papel de precursores”, ha dicho Virgilio Piñera, uno de los principales protagonistas de aquella renovación de nuestra escena.[7] Y en efecto, su contribución a sentar las bases de nuestro teatro posee un valor indiscutible.
Por su estrecha vinculación a uno de esos grupos y por constituir un nombre de obligada menciónen la dramaturgia escrita en este período, debemos ocuparnos de Paco Alfonso (1906-1990), quien fue el principal animador de Teatro Popular. Sus primeros pasos en la escena datan de1939 y estaban ligados a actividades políticas organizadas por el que luego sería Partido Socialista Popular. Bajo los auspicios de ese partido y de la Confederaciónde Trabajadores de Cuba, se creó TeatroPopular, que tuvo como una de sus líneas -—aunque no la única— el teatro político de agitación. Estos breves datos sirven para definir la orientación dramática de Paco Alfonso y explicar algunas de sus limitaciones. Sabanimar, Hierba hedionda, Cañaveral, Yari-Yari, mamá Olúa, Ya no me dueles, luna poseen el valor de abordar con honestidad problemas sociales de la época, pero caen en el error de poner el arte en función de las tesis políticas, con los resultados empobrecedoresusuales en estos casos: esquemasen lugar de personajes, consignas encendidas en lugar de diálogos, realismo de trazo grueso en lugar de elaboración de la realidad. Como ha apuntado un investigador, con Paco Alfonso, como con Baralt, se da una triste paradoja:la de que “dos de los hombres a quienes más debe nuestra escena en la etapa republicana sean al mismo tiempo tan malos dramaturgos (…). Que a pesar de errores y tropiezos, La Cueva y Teatro Popular pueden en la actualidad recoger frutos, mientras que la literatura de Baralt y Alfonso no produce más que dolor y pena”.[8]
La renovación llega a la dramaturgia
Como era de esperar, en estos años se produce un notorio aumento de la nómina de autores que escriben teatro con cierta constancia y persistencia. Algunos de estos textos se publican en revistas o en ediciones costeadas por los dramaturgos, o bien obtienen premios y menciones en los concursos que convocaban ADAD (1947 y 1948), Prometeo (1950 y 1951), el Patronato (1948, 1949, 1955, 1956 y 1958) y el Ministerio de Educación (1927, 1928, 1936, 1938, 1939, 1943, 1949 y 1950). Los más afortunados tienen la posibilidad de verlos estrenados, aunque los montajes no pasaran de la triste representación única.
Para la mayoría, sin embargo, la situación era muy desalentadora: sus manuscritos iban a dormir en la oscuridad de las gavetas, sin lograr esa prueba imprescindible que es el contacto con el público y el escenario.
En medio de esa realidad tan frustrante, muchos decidieron apostar por el riesgo, con la intuición de que “el tiempo venidero nos daría la razón, y nos la daría porque no estábamos arando en el mar”.[9] Aparece así un grupo de nuevos dramaturgos: Nora Badía (Mañana es una palabra, La Alondra), Eduardo Manet (Scherzo, Presagio, La infanta que quiso tener ojos), Raúl González de Cascorro (Villa Feliz, Una paloma para Graciela),Roberto Bourbakis (Survey, La gorgona, La rana encantada), René Buch (Del agua de la vida, La caracola vacía), Ramón Ferreira (Marea alta, Dónde está la luz, Un color para este miedo) y Hora Díaz Parrado (El velorio de Pura, Juana Revolica). En general, se trata de los primeros intentos de autores que en los años siguientes escribirán sus textos más significativos. Eres nombres, sin embargo, consiguen imponerse ya desde esta etapa y se convierten de inmediato en solidos valores de nuestra literatura dramática: Virgilio Piñera (1912-1979), Carlos Felipe (1914-1975) y Rolando Ferrer (1925-1976), cuyos primeros estrenos están ligados a Prometeo, ADAD y Las Máscaras, respectivamente.
Virgilio Piñera irrumpió en la escena habanera con la velocidad de un meteoro y la fuerza removedora de un terremoto. Su Electra Garrigó es en nuestro teatro una pieza seminal y liberadora, que rompe con la comedia de salón y el diálogo insustancial. Su condición de clásico se liga de manera inseparable al nombre de Francisco Morín; éste no sólo dirigió el montaje de Prometeo de 1948, sino también las reposiciones de 1958, 1960, 1961 y 1964.
Electra Garrigó parte, en efecto, del modelo griego. Piñera continúa una vieja corriente de nuestra literatura, que comenzó con la cubanización de la épica (Espejo de paciencia) y prosiguió con varia fortuna cubanizando el romance (Domingo del Monte), la égloga y la fábula (Plácido) y la anacreóntica (Luaces), como ha apuntado Cintio Vitier.[10] El coro griego sustituido por nuestra típica “Guantanamera”, la pelea de gallos como metáfora de la lucha por la hembra, la muerte de Clitemnestra envenenada con una frutabomba, la presencia del matriarcado de nuestras mujeres y el machismo de nuestros hombres, son algunas de las referencias más visibles de esa cubanización, que alcanza, no obstante, una profundidad más esencial. En la obra, Piñera desacraliza a los personajes clásicos, hace una parodia de la tragedia y convierte esta historia de sustancia sagrada en un conflicto doméstico entre padres e hijos. En el monólogo que abre el segundo acto, Electra se dirige a los “no-dioses”, a las “redondas negaciones de toda divinidad, de toda mitología, de toda reverencia muerta para siempre”, en un texto deuna fuerza intelectual y una riqueza de ideas y conceptos filosóficos no escuchadas hasta entonces en un escenario cubano.
Esta cualidad criollísima de no tomar nada en serio, de someterlo todo a la acción del choteo, será una de las características distintivas de buena parte de la obra teatral y literaria de Piñera. Como el mismo ha señalado, esa sistemática ruptura con la “seriedad” era su modo de hacer resistencia a una realidad hostil y asfixiante. Se ha utilizado frecuentemente el término de teatro del absurdo para encasillar su dramaturgia. En realidad, una de las aportaciones de Virgilio Piñera a nuestra escenaes, como ha apuntado Matías Montes Huidobro, transformar un rasgo nacional, el . “choteo”, en asunto relativo a la dramaturgia del absurdo, que emplea la banalidad, y el humor corno pilares para equilibrarla angustias. La experiencia de esta técnica piñeriana, sin embargo, no debe buscarse en Ionesco, sino enel pretérito relajo cubano.[11] El resumen de la producción de Piñera en los diez años que separan su primer y su último estreno en el período prerrevolucionario, deja el siguiente balance: una obra fundamental de nuestra dramaturgia (Electra Garrigó, 1948), una lograda muestra de teatro en un acto (Falsa alarma, 1957), un texto con valores parciales (Jesús, 1950) y un intento malogrado (La boda, 1958).
Carlos Felipe representa entre nosotros el ejemplo típico de autor autodidacta, con todo lo que esto tiene de positivo y de negativo. Nació y creció en el barrio habanero de Atarés, zona aledaña al puerto en la que se concentraban los prostíbulos. La asistencia a una presentación de Rigoletto significó para Felipe el hallazgo deslumbrante del teatro. Escribe su primera pieza, Esta noche en el bosque (1939), y gana con ella el primer premio del concurso convocado por el Ministerio de Educación. La siguen Tambores (1943), El chino (1947), Capricho en rojo (1948), El travieso Jimmy (1949) y Ladrillos de plata (1957), con las que acumula tres premios y una mención en los concursos del Ministerio de Educación y ADAD, pero que salvo contadas excepciones, no se representaron. Esta escasa oportunidadde depurar, pulir y decantar sus piezas a partir de la confrontación con actores y público explica algunos de los defectos de la obra dramática de Felipe, que pese a ello constituyó una contribución importante a la consolidación de un teatro nacional.
“Yo soy sincero conmigo mismo y llevo a mis obras lo que encuentro en mis búsquedas por la entraña popular: la mulata, el guajiro, el lenguaje dicharachero, lo que es mío”. Esta declaración de principios estéticos de Felipe precisa una de las notas distintivas de su obra, pero oculta a la vez el alcance de su propuesta artística. ¿Es el suyo un teatro de tema y personajes “típicos” y motivos folcloristas, tan epidérmico e intrascendente como el de muchos de los autores que le precedieron? No. En sus piezas hallarnos, en efecto, prostitutas, chulos, mulatas, marineros, modestos empleados, a los que Felipe ubica en ambientes como los muelles habaneros, un baile de carnaval o la Nueva Gerona de los años veinte. Su mayor acierto, lo que le da un nuevo sentido a sus obras, es la incorporación del misterio y la poesía y de recursos modernos como el pirandelliano teatro dentro del teatro. El mejor momento de su producción en esta etapa esEl chino. Palma, su protagonista, se aferra al recuerdo de su fugaz encuentro con un marinero e intenta recuperarlo mediante la representación de ese momento de su vida. Debe ser el propio joven el que se interprete a sí mismo, así que envía al chino que da título la pieza para que lo encuentre. Mas todo resulta en vano: como para Pablo (Capricho en rojo),
Lisia (Ladrillos de plata) y Leoncio (El travieso Jimmy), para Palma el pasado es irrecuperable. En El chino, Felipe hace coincidir dos planos temporales (pasado y presente) e incursiona en innovaciones estructurales no habituales en sus textos. Logra además personajes muy bien trazados, desarrolla el conflicto con seguridad y limpieza y consigue cuadros de una indudable magia escénica. Pero como en todo su teatro, la artificiosa cursilería de muchos diálogos resta eficacia a la pieza, pese a que aquí sea, por momentos, un recurso funcional.Felipe emplea los adjetivos con torpeza y construye frases pretendidamente poéticas de dudosa teatralidad. Con todo, El chino se cuenta entre los cuatro o cinco títulos fundamentales de nuestra literatura dramática prerrevolucionaria, y su ausencia de los escenarios cubanos en las últimas tres décadas es una omisión lamentable e injusta.
Las puestas en escena de Andrés Castro de La hija de Nacho (1951) y Lila, la mariposa (1954) sirvieron para revelar a un joven dramaturgo, Rolando Ferrer. Ambos textos coinciden en varios aspectos formales y temáticos: análisis de la psicología femenina, recreación del habla popular y de detalles costumbristas, la familia cubana de clase media como microcosmos, tratamiento poético, atmósfera trágica.Lila, la mariposa es no sólo la mejor creación de Ferrer, sino uno de los mejores textos de nuestro teatro.
De alguna manera, esa madre sobreprotectora, neurótica y posesiva que gira en tornoa su hijo, es otra manifestación de la dictadura sentimental que los padres imponen a los hijos que Piñera trató en Electra Garrigó. Ferrer, sin embargo, opta por otras vías. En Lila, la mariposa, la magia religiosa y la mitología irrumpen en la realidad cotidiana de la modesta casa de una costurera. En la pieza se advierte la influencia de Loica. En todo caso, es una influencia bien asimilada por el cubano, quien sabe imponer por encima de ella su personalidad y su talento. El coro de trágicas parcas, por ejemplo, posee cierto simbolismo lorquiano. Pero al mismo tiempo tiene una inconfundible cubanía racial y folclórica: sus integrantes son una negra, una mulata y una blanca que Ferrer presenta ataviadas con los trajes y atributos de Yernayá, Ochún y Obatalá. Otros personajes completan la galería: la Cotorrona, el Energúmeno, el yerbero, Cabalita Kikirikí, el borracho que se expresa través del lenguaje de la charada, la criada negra con sus brujerías. Los diálogos alcanzan un gran poder de síntesis expresiva y de caracterización de los personajes, en particular los que corresponden a la angustiada y nerviosa protagonista. Por causas que valdría la pena desentrañar, en su obra posterior Rolando Ferrer no logró escribir un texto de la calidad de Lila, la mariposa. Después de 1959, creé) varias piezas en un acto (Los proceres, La taza de café, Las de enfrente), realizó adaptaciones y traducciones y, finalmente, se dedicó a la dirección.
Las salitas sustituyen a los grupos
Entre 1954 y 1958, se ubica lo que en el teatro cubano se conoce como etapa de las salitas, debido al considerable número de salas de bolsillo que se abrieron en La Habana. Es un período en el cual nuestra escena experimenta un incremento cuantitativo notable, pero que no se traduce en el salto cualitativo que era de esperar. La situación política del país era diferente a la etapa anterior, lo que conllevaba, a su vez, un cambio en los presupuestos culturales. El arte escénico asiste así a un proceso en el que el teatro de arte y el comercial conviven y se turnan en un delicado equilibrio imposible de mantener durante mucho tiempo.
En junio de 1954, un lecho insólito marcará el cambio de timón. En una improvisada salita del Vedado, se estrena un montaje en teatro arena de La ramera respetuosa, de Sartre. Estaba programado para un fin de semana, pero debido a la acogida del público fue prorrogado y alcanzó la asombrosa cifra de ciento dos funciones. Para nuestra escena comenzaba una nueva etapa. Irrumpía por fin la función diaria, una necesidad impostergable que era la primera premisa para lograr un salto cualitativo y una mayor profesionalidad y dominio del oficio.
Varias salas nuevas empiezan a trabajar regularmente: El Sótano, Prado 260, Talía, Los Yesistas, Farseros,Atelier, Hubert de Blanck, Arlequín. Tres de los grupos del período anterior que lograron sobrevivir, Patronato del Teatro, Las Máscaras y Prometeo, abren sus salas en 1954, 1957 y 1958, respectivamente, aunque todos habían mantenido una actividad estable en otros locales. Un órgano oficial de la dictadura de Batista, el Instituto Nacional de Cultura, construyó en el Palacio de Bellas Artes una sala que mantuvo, a partir de 1956, una programación continuada. Las instituciones docentes tampoco escaparon al influjo de esta realidad: dentro de las limitaciones que les imponía su labor de formación, el Teatro Universitario y la Academia Municipal de Artes Dramáticas incrementaron su flujo de representaciones. Se producen los primeros éxitos de taquilla: a La ramera respetuosa siguen otros como Las criadas y Té y simpatía. La actividad de las salitas habaneras alcanzó tal peso dentro del panorama escénico, que en 1957 se creó la Asociación de Salas Teatrales. Elcambio afecta además a la estructura interna de las unidades de producción. Lasinstituciones se convierten en empresas y “surge ese teatrista nativo que es al mismo tiempo director, actor, empresario y dueño de su sala de espectáculos”.[12]
Al finalizar esta etapa, nuestra capital contaba con unas diez salas de bolsillo que sumaban en total unas mil novecientas localidades y un auditorio que rondaba los diez mil espectadores. Las funciones se daban todos los días excepto el jueves, y luego se adoptó una programación más racional de jueves a domingo. Pero estas cifras, que a primera vista pueden parecer alentadoras, en realidad distaban mucho de serlo. El esfuerzo de estos profesionales llegaba a un porcentaje reducido de la población. Por otro lado, los artistas de las tablas enfrentaron una contradicción entre el teatro de arte que muchos hubiesen querido hacer y las demandas económicas que los llevaron a buscar los seguros éxitos de taquilla. No fueron capaces de resol verla, y a la larga esta última opción se impuso.
Un índice elocuente de las concesiones que eso implicó se obtiene a través del análisis del repertorio que se puso en esos años. En esa ecléctica nómina en la que se mezclaban la vanguardia europea, el melodrama español, la comedia sentimental y las obras de reconocida calidad, dominan, sin embargo, los dramaturgos ingleses y norteamericanos. No es un hecho fortuito, sino el índice del peso que los grandes éxitos de Broadway empezaron a adquirir en la programación que veían los cubanos.
Resulta notoria, por otra parte, la sensible disminución de los textos cubanos que se montan en este período. No se escribe ninguno de la calidad de Electra Garrigó, Lila, la mariposa o El chino, y resulta elocuente que de esos tres autores sólo Piñera estrena en la etapa de las salitas. Incluso se produce otro hecho significativo: el Teatro Experimental de Arte convocó en 1954 un concurso de dramaturgia que luego no se realizó más, a causa del bajo nivel ele los originales presentados. A juicio de una. investigadora, este descenso tanto a nivel numérico como de calidad se debió a que fueron los dramaturgos “los que percibieron, más hondamente que ningún otro elemento teatral, el embate de la crisis, escondiéndose en un hermetismo que sedo el triunfo de la revolución sacudió en alguna medida”.[13]
Aparecen, no obstante, algunos nombres nuevos. Fermín Borges (1931-1987) estrena en 1955 tres oirías cortas en un estilo cercano al neorrealismo. Su tratamiento de temas y personajes de nuestra realidad más cotidiana e inmediata llamó la atención de los críticos, por su hallazgo del “hombre pequeño y humilde”: el matrimonio mal llevado de una destartalada casa de inquilinato (Gente desconocida), la pareja de ancianos que espera salir de su angustiosa miseria gracias a un premio de la lotería (Pan viejo), los dos jóvenes a quienes la pobreza llevó a la delincuencia (Doble juego). Dos años después se presenta en el Lyceurn un programa de absurdo cubano, compuesto por Falsa alarma, de Piñera, y El caso se investiga, de Antón Arrufat (1935), una farsa sobre la justicia con la que su autor inaugura una aventura teatral desconcertante, rica en preocupaciones filosóficas e intelectuales. En la obra hay momentos en que el absurdo alcanza una cubanía que los críticos de la época no supieron captar, como cuando al inicio de la investigación Eulalia, en una muestra de esa incoherencia que forma parte de nuestra idiosincrasia, interrumpe al inspector para hablarle sobre las guanábanas. En la obra hallamos definiciones sobre el tiempo y la muerte -—temas que parecen preocupar a Arrufat—, así como una meditación sobre la dialéctica entre víctima y victimario. Un teatro de ideas que, como ha declarado el propio autor, tiene conscientemente mucho de “chisporroteo, de pirotecnia, a partir del juego humorístico. Otros autores de estos años que merecen citarse son Matías Montes Huidobro (El verano está cerca, Las caretas, Sobre las mismas rocas),José A. Montoro Agüero (Desviadero, Tiempo y espacio) y Gloria Parrado (El juicio de Aníbal).
Ante la falta de textos cubanos de calidad, algunos directores optaron por encargar o realizar ellos mismos adaptaciones a nuestra realidad de piezas extranjeras. Se trataba de una solución transitoria que tomaba una estructura dramatúrgica para adicionarle contenidos nuevos, y estimular así a los autores nacionales. Pero el clima represivo que asumió el batistato en su etapa final, no era precisamente propicio para la creación artística. Habrá que guardar hasta la siguiente etapa, la que se inicia en 1959 con el triunfo de la flamante revolución.
Zanjar el recuerdo del pasado
Alguien tan indicado como Virgilio Piñera resumió así lo que la revolución significó para el teatro cubano: “De las exiguas salitas-teatro se pasó a ocupar grandes teatros; de las puestas en escena de una sola noche se fue a una profusión de puestas y a su permanencia en los teatros durante semanas; de precarios montajes se pasó a los grandes montajes; del autor que nunca antes pudo editar una sola de sus piezas se fue a las ediciones costeadas por el Estado y al pago de los derechos de autor sobre dichas ediciones; se hizo lo que jamás se había hecho: dar una cantidad de dinero al autor que estrenara una obra. Al mismo tiempo se crearon los grupos de teatro, formados por actores profesionales; nacieron las Brigadas Teatrales, la Escuela de Instructores de Arte y el Movimiento de Aficionados”.[14]
Las conquistas enumeradas por Piñera se tradujeron, ante todo, en una verdadera explosión de autores dramáticos, uno de los rasgos que caracteriza a este primer período de la revolución. Este ascenso puede medirse con una cifra que habla con elocuencia: en la década del sesenta se estrenaron cerca de cuatrocientos títulos cubanos. Sólo en 1959 se llevaron a escena cuarenta y ocho obras nacionales, una cantidad que supera a la de las que se montaron entre 1952 y 1958. A los dramaturgos ya consagrados o que por lo menos se dieron a conocer antes del 59, se suman varios nombres nuevos, muchos de ellos formados en el Seminario de Dramaturgia (1960) que dirigieron en La Habana la mexicana Luisa Josefina Hernández y el argentino Osvaldo Dragón.
Desde el punto de vista estilístico, la literatura dramática que se produce en este primer lustro puede agruparse en dos grandes corrientes. Están de un lado los autores que se ubican dentro de los cánones realistas: Estorino, Reguera Saumell, Brene, Quintero. Por otro, se hallan los que demuestran una definida preferencia por las formas experimentales, como Triana, Arrufat y Dorr. Habría que mencionar por lo menos que en estos años se montan además algunos textos que reflejan el impacto directo del cambio social, pero que no superan el nivel del panfleto inmediatista. Hay, asimismo, otros autores de interés, como Montes Huidobro, Borges,Raúl de Cárdenas y Ferreira, pero la mayor parte de su producción la escriben en el exilio, por el que optan desde inicios de los años sesenta. Con ellos y otros que se le irán sumando se inicia el teatro cubano del exilio, un fenómeno que por su importancia y proporciones exige ser tratado aparte.
Por otro lado, las piezas de esta etapa insisten de manera marcada en la denuncia y el ajuste de cuentas con el pasado inmediato; el presente aparece apenas ¡en obras como Santa Camila de la Habana Vieja y La casa vieja. Como ha observado un escritor español, esta tendencia, que se extiende a la narrativa y el cine, responde a “la perentoria necesidad de dejar zanjado el recuerdo de un mundo abolido, acusándolo moralizadoramente desde el que empezaba a formarse”.[15]Su posible explicación puede estar en el trauma sufrido por los artistas que, incapaces de convertirse en vanguardia política, se contentaron, en el mejor de los casos, con ser testigos de la transformación social del país. De ahí su comprensible postura de prudente y cauteloso tanteo intelectual ante un proceso que no podían asimilar en toda su radical intensidad.
En estos años se sitúan las obras que Carlos Felipe y Virgilio Piñera estrenan en el período revolucionario. En Requiem por Yarini (1965), Felipe recrea la personalidad de un famoso proxeneta habanero, en una tragedia que mezcla hombres y dioses, política y sexo, elementos sagrados y crónica roja. Al autor no le interesa ofrecer una visión crítica de la época, tampoco escribir una glorificación de Yarini, sino investigar, a partir de recursos escénicos, todos los sentidos simbólicos posibles del personaje.[16] Felipe no logra liberarse de su principal defecto, la cursilería del lenguaje cuando intenta hacer poesía, lo que no le impide crear un texto hermoso y de una gran fuerza y altura trágica.
Piñera, por su parte, recogió en un grueso volumen su Teatro completo (1960) y estrenó El flaco y el gordo (1959), El filántropo (1960) y Aire frío (1962), una de sus grandes obras. En la primera, se mantiene dentro de la estética del absurdo y el humor negro: el flaco se come al gordo y se vuelve gordo él mismo. Luego aparece otro flaco que posiblemente se lo comerá a él. Una situación, en resumen, que se repite como un ciclo fatalista y sinsolución. El negativismo del planteamiento no cayó bien, y algunos críticos expresaron su inconformidad. Cometieron un error que se repetiría con otras obras teatrales y literarias de Piñera, y que fueuna de las causas que más tarde provocaron su injustamarginación. En el aspectotemático, el teatro de Piñera es, en efecto, pesimista. Pero eso obedece al contexto en el cual el escritor se formó. Pedirle optimismo a sus piezas “sería falsear todo un pasado al que la obra de Piñera estuvo agónicamente condenada”.[17] Por razones obvias, mucho mejor recibida fue Aire frío. A partir de un acercamiento casi naturalista a la vida de una familia cubana de clase media entre 1940 y 1958, Piñera traza una visión crítica y despiadada de la Cuba prerrevolucionaria. No hay un argumento, una anécdota al estilo tradicional. Sin embargo, la representación dura tres horas y, lo más significativo, llena la sala cada vez que se ha presentado. Como expresó Antón Arrufat a propósito de su estreno, en sus largas y minuciosas escenas asistimos al proceso de la memoria que va restituyendo el pasado. El autor rastrea en su propia experiencia y abre las puertas de su santuario para mostrarnos, a través de la agónica cotidianeidad de los Romaguera, la vida de las familias cubanas que como ellos luchaban y jadeaban por sobrevivir. El realismo de la obra es más aparente que real. Tal y como el propio dramaturgo aclaró, le bastó presentar una historia “por sí misma tan absurda que de haber recurrido al absurdo habría convertido a mis personajes en gente razonable”.[18]Aire frío confirmó a Virgilio Piñera como la voz más original del teatro cubano, y quedó como uno de sus proyectos más logrados y de mayor envergadura. Si exceptuamos algúntrabajo de escasointerés, como El encarne (1969), un intento de teatro musical, fue su último estreno hasta que en 1990 se llevara a escena, ¡por fin!, Dos viejos pánicos, ya que en estas casi tres décadas sólo se repusieran Aire frío y Electra Garrigó. Eso no significa que Piñera dejara de escribir, sino sencillamente que su teatro dejó de editarse y montarse en Cuba.
En 1961, Antón Arrufat estrenó El vivo al pollo, una farsa macabra y delirante en la que hallamoselementos del grotesco y, sobre todo, de nuestro teatro bufo. Lo mismo que otros textos suyos, éste promovió discusionesy críticas acerca de su rechazo consciente de todo convencionalismo realista y su faltade obvia cubanía. Arrufat definió su postura de manera categórica: “No me preocupa la vida normal en el escenario. Creo que la literatura crea un mundo imaginario, que partiendo de la realidad va transformando ese mundo hasta que el espectador reconoce la realidad, pero la reconoce de otra forma (…) Es por eso que no me preocupa mucho eso de que mis personajes hablen falsamente”.[19] Su teatro, en efecto, prescinde de elementos típicos y aborda asuntos abstractos: la búsqueda de la inmortalidad (El vivo al pollo), la constante y periódica repetición de la vida (La repetición),el amor como una condena interminable (El último tren).Es frío, inteligente, reflexivo, aséptico, grave, seco, y maneja ideas profundas dichas de un modo que desconcierta al espectador. No debe extrañar, por tanto, que sea tan mal aceptado y comprendido en un medio teatral en donde abundan la banalidad, el costumbrismo, intrascendente y la exuberancia. La trayectoria de Arrufat no se reduce a esos títulos, sino que en años posteriores se ha enriquecido y ampliado con la incorporación de registros patéticos (Todos los domingos), críticos (Los siete contra 7ebas) y épicos (La tierra permanente), en los que la poesía es un ingrediente esencial.
Los nuevos autores
Es en estos años cuando aparecen dos nombres fundamentales de nuestra dramaturgia actual: José Triana (1933) y Abelardo Estorino (1925). Ambos empezaron a escribir teatro desde mediados de la década de los cincuenta, pero sus primeros estrenos tienen lugar después del 59. Triaría se dio a conocer con El Mayor General hablará de Teogonía (1960), una pieza en un acto que participa de la estética del absurdo. Pero fue Medea en el espejo (1961) el título que lo ubicó entre las nuevas promesas. Triana acude, como Piñera en Electra Garrigó, a la recreación de un mito griego. Su Medea (María) es una mulata muy atractiva que vive en un solar y es amante de Julián, un chulo blanco con quien tiene dos hijos. Hasta que un buen día éste decide contraer matrimonio con la hija de Perico Piedra Fina, un poderoso político. Como apuntó Calvert Casey al reseñar el montaje de Morín, Triana inventa un contrapunto clásico-popular. Hay, por ejemplo, un coro al estilo griego, pero sus integrantes son tipos tan criollos como el billetero, el barbero, el bongosero y “la mujer de Antonio”. El modelo clásico acoge a ingredientes tan criollos como el chisme, el solar y los mitos afrocubanos. Asimismo, el lenguaje incorpora el habla doméstica y cotidiana, para elevarse en ocasiones a niveles de mayor densidad y elaboración poética. Triana escribió después El Parque de la Fraternidad, La casa ardiendo, La visita del ángel y La muerte del ñeque,textos de menos interés o de valores parciales. Habrá que aguardar hasta 1965 para conocer su gran obra, La noche de los asesinos, en la que no obstante empezó a trabajar desde 1961.
Con El robo del cochino (1961), Estorino logra el que posiblemente es el primer texto importante de esta primera etapa. A partir de una estructura ibseniana y un realismo limpio de detalles costumbristas superfinos, alcanza un equilibrio dramático admirable. La acción se sitúa en un pueblo de provincia, en la última etapa de la lucha contra Batista. En la pieza hallamos algunos de los motivos frecuentes en nuestra dramaturgia: el conflicto padre-hijo, el ambiente familiar, el machismo, la discriminación de la mujer, que Estorino tratará en buena parte de sus obras posteriores. A partir de El robo del cochino, su creador inicia una brillante trayectoria como dramaturgo, compartida con su trabajo de director, que se distingue por su coherencia y por la filiación a un estilo realista que, en su caso, se ha ido ampliando y enriqueciendo en cada nuevo texto, hasta situarle, tras la muerte de Piñera, como el mejor autor vivo con que cuenta hoy nuestro teatro. La favorable acogida recibida por su primer estreno posibilitó que sacara a la luz una pieza en un acto que escribió en 1955, El peine y el espejo, y que se publicaran y montasen La casa vieja (1964) y Los mangos de Caín (1966), un digno ejemplo de teatro satírico y crítico en el cual incorpora, como ingredientes nuevos, el humor, la ironía y la caricatura. Realiza además varias versiones de cuentos para niños (El mago de Oz, El fantasmita y La cucarachita Martina, todas de 1961), escribe el libreto de una comedia musical (Las vacas gordas, 1962) y adapta a la escena una conocida novela de principios de siglo, Las impuras, de Miguel de Carrión, que da pie a un espectacular montaje y a uno de los mayores éxitos de taquilla de esos años.
En otro nivel de importancia, está la obra de un autor interesante, Manuel Reguera Saumell (1928), quien con Sara en el traspatio (1960), Propiedad particular (1961), El general Antonio estuvo aquí (1961) y La calma chicha (1963) se convirtió en el cronista de la pequeña burguesía de provincia. Su teatro está hecho de trazos delicados, sensibilidad, buen gusto, y, en el buen sentido del término, en un tono menor. Por sus piezas desfila una galería de personajes frustrados e insatisfechos que, como en el teatro de Chejov, se debaten en angustias internas más que en conflictos estridentes. Reguera Saumell los trata con nostalgia y compasión, pero sin que falte a su retrato cierto matiz crítico de ese mundo que, irremediablemente, se hunde. Su mejor texto es Recuerdos de Tulipa (1962), patética historia de una bailarina de un circo de mala muerte que lucha por hacer de su número de nudismo un hecho artístico. En La soga al cuello (1968) retornó a su ambiente preferido, la familia, y con ello volvió a plantearse entre los críticos la preocupación de que si ese enclaustramiento en un mundo tan limitado y estrecho no significaba una veta ya agotada. La interrogante quedó sin respuesta, pues al poco tiempo Reguera Saumell tomó el camino del exilio y, además, abandonó definitivamente el teatro.
Otros dos autores llamaron la atención con sus primeras obras y fomentaron en torno suyo grandes expectativas que su producción posterior no satisfizo. Apenas quince años tiene Nicolás Dorr (1947) cuando estrena Las pencas (1961), una farsa escrita con una fantasía desbordante y una infantil frescura. Esta imagen del mundo según la óptica de un adolescente prosiguió en El palacio de los cartones (1961) y La esquina de los concejales (1962), que cierran el conjunto más interesante de la obra de Dorr. Después realizó unas rutinarias adaptaciones de farsas francesas y escribió algunos textos en los que el humor negro, el toque surrealista y el absurdo cedieron el puesto a un teatro más serio y convencional, con concesiones al costumbrismo (La Chacota, 1974), la taquilla (Confesión en el barrio chino, 1984; Vivir en Santa Fe, 1986) y el panfleto (Mediodía candente, 1980), para alcanzar de nuevo un buen momento con Una casa colonial (1981), comedia de correcta construcción que disfruté) de una gran acogida popular.
Santa Camila de la Habana Vieja (1962), de José R. Brene (1927-1991), es la primera pieza en la que aparece la presencia de la revolución, pese a que sea a través de una nueva forma de dignidad, de una concepción distinta de la relación amorosa y de la puesta en evidencia de la crisis del viejo sistema de valores.[20] El montaje de Adolfo de Luis fue visto entonces por unos veinte mil espectadores, y reposiciones posteriores han confirmado esta fama. La calidad de aquel primer texto no se mantuvo en otros posteriores como El gallo de San Isidro, El corsario y la abadesa, Los demonios de Remedios, Pasado a la criolla,entre otras razones porque Brene escribía demasiado y corregía poco. Ha quedado así como el creador de Santa Camila, uno de los títulos que mejor representan a esta etapa.
Un poco más tarde se dio a conocer Héctor Quintero (1942), nuestro mejor comediógrafoy el único dramaturgo cubano capaz de llenar un teatro y convertir en best-seller una selección de sus piezas. Pocos autores de las últimas promociones han sabido asimilar y recoger como él lo más positivo y valedero de nuestro teatro vernáculo para continuarlo y ponerlo al día. Contigo pan y cebolla (1964) y El premio flaco (1966) son obras en las que la comicidad está matizada por situaciones amargas e ingredientes melodramáticos quehacen susplanteamientos másprofundos y trascendentes. La segunda ha disfrutado de una gran circulación en el extranjero, después que un jurado compuesto por Eugéne Ionesco, Christopher Fry, Diego Fabbri y Alfonso Sastre le otorgó el máximo galardón del concurso convocado por el Instituto Internacional del Teatro. La crítica nacional, sin embargo, considera superior Contigo pan y cebolla, conmovedor retrato de un hogar cubano en los años cincuenta, y otro de los clásicos indiscutibles de nuestra escena actual.
¿Un improductivo eclecticismo?
El lustro 1965-1970 se distingue por la aparición de nuevas líneas expresivas y por el reflejo en los escenarios de las confrontacionesartísticas e ideológicas que se dan en el terreno de la cultura. Es, por otro lado, una etapa de nuestro teatro que la mayoría de los investigadores suelen valorar de manera bastante superficial, cuando no desde posiciones francamente dogmáticas. Así, para Magaly Muguercia se trata de un período “en el que se produce en nuestra escena el alarmante predominio del irrealismo, la neurosis, el individualismo morboso, las contorsiones histéricas, la remisión permanente al clima pequeñoburgués, con su sofocante atmósfera de vacilación, todo eso salpicado de criticismo banal, despolitización e inercia”. La autora nos aclara cuál era, a su juicio, el camino a seguir por nuestra escena al lamentarse de que en el repertorio de esos años quedé) casi absolutamente desierto “el renglón de la dramaturgia de los países socialistas, y muy marcadamente de la soviética”.[21] Resulta paradójico que se defienda como vigente una postura sobre la cual Ernesto Guevara había alertado oportuna y lúcidamente, cuando en 1965, en “El socialismo y el hombre en Cuba”, calificó el peligro de “buscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida”, como un “error 36 proudhoniano de retorno al pasado”.[22]
Como resultado de estas inquietudes, la experimentación gana terreno en nuestros escenarios. Con resultados diversos, los creadores intentan la adaptación al contexto cubano de las técnicas, entonces de moda, del absurdo, la crueldad, los espectáculos rituales y lúdicos, el desplazamiento del texto por los códigos no verbales y el uso de la improvisación, un fenómeno que se daba de manera más o menos similar en otros países de Latinoamérica. Exponentes respresentativosde esas búsquedas, son títulos como Collage USA y Los juegos santos, de José Santos Marrero, Imágenes de Macando y Juegos para actores, de Guido González del Valle, En la parada, llueve, de David Camp La vuelta a la manzana, de Rene Ariza, La cortinita, de Raúl Macíasy Otra vez Jehová con el cuento de Sodoma, La toma de La Habana por los ingleses, Vade retro y La reina de Bachiche, de José Milián. En algunos casos, sus creadores no lograron ir más allá de las fotocopias de los modelos occidentales y norteamericanos, pero no todo se redujo a eso. Varios de aquellos textos han sido recuperados en los últimos años, lo cual prueba que no sólo tenían algunos valores, sino que, además parte de éstos poseen aún vigencia. Y hace sólo unas semanas Milián recibía el Premio de la Crítica por una recopilación en la que aparecen editadas tres de las obras suyas antes mencionadas. Por otro lado, es poco sostenible la tesis de que espectáculos como los mencionados “desideologizan nuestra escena y la exponen como un mecanismo autónomo que opera en una campana de vacío”.[23] Basta recordar, para refutarla, que precisamente tuvieron carácter ideológico las polémicas que se suscitaron en torno a textos como los de Milián y Camps, en los cuales éstos incluyeron elementos críticos y visiones de nuestra realidad e historia que no complacieron a los comisarios de la cultura. Además, fue un proceso que no llegó a consumarse porqué fue brutalmente abortado, pollo cual resulta aventurado y hasta injusto hacer juicios concluyentes. De no haber sido cortado, podría haber seguido una evolución similar a la que, por ejemplo, experimentó el teatro de Argentina, en donde autores como Griselda Gámbaro, Eduardo Pavlovsky y Ricardo Monti se fueron apartando paulatinamente de los patrones europeos y crearon obras originales y propias. Debe tomarse en cuenta, además, el gran aislamiento en el que se desarrolló nuestro movimiento escénico en esta década. Poquísimos fueron los grupos cubanos que salieron al exterior, como contadas fueron las compañías extranjeras que nos visitaron en esos años. En la mayoría de los casos, nuestra gente de teatro trabajaba sólo a partir de las escasas referencias librescas que podían consultar.
En lo que se refiere a la dramaturgia, entre 1965 y 1970 se estrenan algunos textos significativos. Al año siguiente de haber obtenido el Premio Casa de las Américas, Vicente Revuelta lleva a escena con Teatro Estudio, La noche de los asesinos (1966), de Triana. El montaje recibió el Gallo de La Habana en el VI Festival de Teatro Latinoamericano y emprende luego una exitosa gira por Europa. Desde entonces, la pieza ha conocido una enorme difusión internacional y se ha representado en más de treinta países. A partir de una situación sencilla y presumible, Triana crea, con tres personajes que se desdoblan, un extraño ritual parricida que transcurre en una atmósfera de videncia y sorpresa. Tres hermanos juegan al asesinato, y a través del juego reviven sus frustraciones, así como la incomprensión y la violencia de que son objeto por parte de sus padres. El varón los acuchilla simbólicamente y después es castigado por la sociedad (sus dos hermanas) que acude a salvaguardar el viejo mundo de los adultos. De nuevo el mundo familiar y el viejo conflicto entre padres e hijos, pero con una proyección que los hace trascender esos límites: Triana sugiere que el acto de rebeldía de los tres hermanos se dirige también a la opresión más vasta y secreta que los padres encarnan, como rostros de “una sociedad que impone el fracaso de los individuos, de un mundo corroído por la sumisión alienada”.[24] En 1968, la revista Casa de las Américas, con motivo del décimo aniversario de la revolución, publicó una encuesta entre los críticos sobre las obras más importantes de la literatura cubana producidas en ese decenio. Los cinco especialistas que respondieron coincidieron de modo unánime en incluir, junto con Aire frío,la pieza de Triana.
Un creador tan inquieto y atento a los nuevos estímulos como Virgilio Riñera, recibió la influencia fecunda de La noche de los asesinos. Como entonces declaró en una entrevista, aceptó el reto lanzado por Triana y salió al ruedo con el cuchillo entre los dientes: en 1968 él mismo ganó el Premio Casa con Dos viejos pánicos, que se estrenó en varios países, incluida la España franquista, pero que en Cuba debió aguardar hasta 1990. Se trata también de un siniestro juego teatral protagonizado por una pareja de ancianos sesentones, que luchan entre sí para matar el miedo, que pasa a ser un personaje más. No hay argumento, sino un ciclo sin principio ni fin que se repi te, y a través del cual Riñera expone sus ideas sobre el tiempo y la vejez y sobre las angustias, frustraciones y decadencia del ser humano. ¿Un discurso que opera en el vacío en una sociedad en pleno proceso de transformación? A su manera, Riñera refleja ese proceso por omisión, al presentar, como comentó el uruguayo Hiber Conteris, la crítica de una generación que no encuentra el modo de recuperar el sentido de lo histórico. Es lo último de su teatro que el dramaturgo vio publicado. La inflexible marginación que sufrió hasta su muerte impidió que se conocieran los textos que escribió en esos años y los posteriores: El no, El trac, Las escapatorias de Laura y Oscar, La niñita querida, Estudio en blanco y negro, Un arropamiento sartorial en la caverna platónica y Una caja de zapatos vacía, estrenada en Miami en 1987. Con la publicación en 1988 del penúltimo de los títulos citados, se ha iniciado la tardía recuperación de nuestro dramaturgo más importante.
Otra obra de especial significación es María Antonia,de Eugenio Hernández Espinosa (1937). El gran investigador y ensayista Fernando Ortiz expuso en una ocasión la necesidad de crear un teatro cubano en el cual el negro “viva lo suyo y lo diga con su lenguaje, con sus modales, en sus tonos, en sus emociones”. El texto de Hernández Espinosa vino a llenar ese vacío y es la pieza cubana que posiblemente da la imagen más auténtica y veraz del negro. El mundo de la santería es asumido en la obra como un componente legítimo de nuestra identidad, sin el matiz crítico y reprobatorio con que aparecía en Santa Camila de la Habana Vieja. El autor utiliza un esquema trágico, pero no acude a los modelos griegos sino a los ritos y elementos de la cultura afrocubana. Con un gran aliento poético, ofrece un cuadro estremecedor de la realidad del hombre negro y su marginación, en un mundo en el que la violencia está siempre presente. Su estreno en 1967, en un excelente montaje de Roberto Blanco, promovió acaloradas discusiones, sacudió el ambiente capitalino y, sobre todo, atrajo a un público numeroso y poco asiduo a las salas. Sólo en las primeras dieciocho representaciones, María Antonia fue vista por unas veinte mil personas. En títulos posteriores, Hernández Espinosa ha confirmado ser el dramaturgo cubano que más y mejor ha penetrado en las raíces africanas de nuestro mestizaje.
Hasta aquí, la dramaturgia cubana se mantenía fiel a ciertas constantes: el marco familiar, la imagen crítica del pasado más inmediato, la perspectiva individual. Se echaba de menos, entre otras cosas, el tratamiento de la realidad y los problemas de hoy, una carencia que se había vuelto impostergable. Un joven cuentista que sostiene que la vitalidad de una cultura está dada por “su capacidad de responder a las necesidades de su tiempo, de su público”, fue quien tomó la iniciativa. A partir de tres cuentos de su libro Los años duros, Jesús Díaz (1941) escribió Unos hombres y otros (1965), en donde la revolución irrumpe con fuerza y violencia. Lilliam Llerena, directora del montaje, sintetizó en las notas al programa la importancia de la obra de Díaz: “Nuestro anémico movimiento de teatro (…) necesitaba a nuestro entender una obra así. No se trata de un punto de llegada, pero sí de partida”. Su propio título adelanta el asunto: el antagonismo entre dos ideologías, dos morales y dos actitudes ante la vida, en el marco de la lucha contra las bandas contrarrevolucionarias que operaron en la zona del Escambray. Nada que ver, pues, con la familia y el pasado, sino con conflictos sociales ubicados en el presente. Para los invitados extranjeros que vieron la pieza durante el Festival de Teatro Latinoamericano de 1966, Unos hombres y otros era la muestra del teatro que esperaban ver en Cuba.
Al mismo tiempo que escribe y dirige espectáculos musicales (Los muñecones, Los siete pecados capitales) y realiza adaptaciones como Cuentos del Decamerón, Héctor Quintero incursión a por primera vez en las temáticas actuales con Mambrú se fue a la guerra (1970), una comedia acerca de los rezagos del pasado que aún sobreviven. Fue todo un éxito de público, pues su autor tiene una gran capacidad para captar nuestra cotidianeidad y nuestro lenguaje popular. Pero su calidad es muy inferior a la de Contigo pan y cebolla y El premio flaco, ya que Quintero se aferra a situaciones y personajes de un costumbrismo muy del momento y que, por eso, poseen una vigencia demasiado efímera.
Entre el 14 y el 20 de diciembre de 1967, se celebra en La Habana el Seminario Nacional de Teatro, en el que participan más de mil personas. Sus sesiones y debates sirvieron para poner de manifiesto las inquietudes y tendencias que confluían en nuestro panorama escénico. Un sector se mostraba insatisfecho con el teatro que se hacía y que, según su criterio, se hallaba a la zaga respecto a la dinámica de los cambios sociales, cuando debería ser “parte de la realidad misma, centro de gravedad y una forma dialéctica y viva de comunicación”. Otro, en cambio, defendía una opción que se planteaba el rescate de “una imagen integral del hombre que no se agote en el plano de lo psicológico o lo intelectual, sino que incorpore esferas tales como los mitos, los instintos y el inconsciente”. Entre esos dos polos se movía el teatro cubano al finalizar 1970.
Del proyecto de Marx al universo de Orwell
En los años finales de este lustro, alcanzó una particular intensidad la lucha en el terreno de las ideas. En la cultura, se manifestó en una serie de obras artísticas y literarias cuya ideología, a juicio de los dirigentes de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, “en la superficie o subyacente, andaba a veces muy lejos o se enfrentaba a los fines de nuestra revolución”.[25] Eran tiempos, además, en los que Estados Unidos había arreciado su política hostil contra Cuba y durante los cuales el país se hallaba en pleno proceso de la llamada ofensiva revolucionaria. Existía, pues, el caldo de cultivo propicio para la crisis que no demoró en estallar.
En la cuarta edición del Concurso Literario de la UNEAC, en cuyo jurado figuraban varios intelectuales extranjeros, resultaron premiados, en los géneros de teatro y poesía, dos originales que “ofrecían puntos conflictivos en un orden político, los cuales no habían sido tomados en consideración al dictarse el fallo, según el parecer del comité director de la Unión”.[26] Al final, se determinó publicar la pieza. Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat y el poemario Fuera del juego, de Heberto Padilla, acompañados de una nota en la que la UNEAC expresara su discrepancia. Sobre el segundo libro corrió en su momento mucha tinta y por razones obvias no nos ocuparemos de él. En cambio, se escribió poco acerca del
texto de Arrufat. Hay que ser, en efecto, un lector extremadamente suspicaz para entender las causas que motivaron el airado rechazo de la UNEAC. Arrufat toma la obra homónima de Esquilo y escribe a partir de ella una hermosa pieza en verso que conserva el asunto de las guerras fratricidas entre Etéocles y Polinice, en el marco de una Tebas asediada por el enemigo extranjero. Hay, sí, un coro que duda y se hace preguntas, y que por representar al pueblo debió parecer una imagen no muy ortodoxa a los censores.Pero la imaginaciónde éstos era más poderosa, y halló aproximaciones entre la realidad que presenta la obra y la que difundía la propaganda norteamericana. iDesde las páginas de Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas, Leopoldo Ávila (seudónimo tras el cual se enmascaraba Luis Pavón Tamayo,más tarde presidente del Consejo Nacional de Cultura) atacó violentamente a Arrufat y expresó que en Los siete contra Tebas el terna de una antigua tragedia griega “es esta vez el método para dar una tesis contrarrevolucionaria”.
La tenebrosa maquinaria de oscurantismo dogmático, xenofobia cultural y represión que impuso el estalinismo, echó a andar en la isla caribeña. En abril de 1971 se realiza el I Congreso Nacional de Educación y Cultura, cuyas discusiones estuvieron encabezadas por el propio Fidel Castro. Su discurso de clausura fue una airada invectiva contra los intelectuales latinoamericanos y europeos que le enviaron la conocida carta, a raíz del caso Padilla. Pero interesan más las resoluciones aprobadas en el evento, pues su puesta en práctica tuvo efectos nefastos para nuestra cultura. Los documentos se ocupaban de manera pormenorizada de aspectos como la familia, la función del maestro, la juventud y las modas, la religión, los medios de comunicación, el arte y la literatura, la educación sexual. En el caso de esta última, se enfatizó sobre el carácter antisocial de la homosexualidady se aprobó la ubicación en otros organismos de “aquellos que siendo homosexuales no deben tener una relación directa de nuestra juventud desde una actividad artística o cultural”.[27] El Congreso, además, adoptó una postura tajante respecto a “las podridas y decadentes sociedades de la Europa Occidental y los Estados Unidos”, y resolvió alentar “las expresiones culturales legítimas y combativas de la América Latina, Asia y África”. Quedaban así legalizados y se daba carta blanca a los excesos que de inmediato empezaron a cometerse.
Aplicando las resoluciones del Congreso, numerosos artistas e intelectuales fueron separados de sus puestos y trasladados a otros donde no pudiesen ejercer su malsana influencia. Destacados actores, directores, escenógrafos y dramaturgos fueron víctimas de esta “campaña ele saneamiento”. Fueron disueltos colectivos como Ocuje y La Rueda, a la vez que se crearon, en 1973, tres nuevos: Teatro Popular Latinoamericano, Teatro Cubano y Teatro Político Bertolt Brecht. Este último fue tomado como buque insignia de la nueva política teatral, e ilustra muy bien lo que significaron aquellos oscuros años en que la mediocridad y el oportunismo invadieron nuestros escenarios, con la consiguiente deserción de gran parte del público. El repertorio del grupo se nutrió fundamentalmente de las coproducciones con la Unión Soviética, RDA, Bulgaria y Hungría, aunque esta última fue censurada y prohibida antes del estreno. En cuanto a la dramaturgia nacional, sus títulos hablan por sí solos: Girón: historia verdadera de la brigada 2506, de Raúl Macías; Ernesto, de Gerardo Fernández, obra de corte policial sobre la labor de la contrainteligencia cubana; En Chiva Muerta no hay bandidos, de Reinaldo Hernández Savio, sobre la lucha de las fuerzas armadas contra las bandas del Escambray; La risible y trágica ascensión de Rubén Acíbar y su ejemplar caída, de Macías y Freddy Artiles, uno de los fracasos más estrepitosos del grupo, a los que hay que agregar la exhumación de Cañaveral, de Alfonso, lo más parecido entre nosotros al realismo socialista.
Tal ambiente resultó, en especial, estéril para la dramatuigia nacional. Pocos textos de los estrenados en esos años merecen hoy ser tomados en cuenta. Entre las contadas excepciones está Llévame a la pelota (1971), de Ignacio Gutiérrez, inspirada en un hecho real ocurrido en 1955, cuando un grupo de estudiantes irrumpió en el terreno del Gran Stadium de La Habana enarbolando pancartas contra Batista. Gutiérrez ubica la trama en el cuarto de los porteros, a donde llega un joven apaleado, y logra una obra de gran fuerza dramática y admirable capacidad de síntesis. El ámbito familiar aparece de nuevo en Adriana en dos tiempos (1971), de Freddy Artiles. Su hermetismo es roto aquí por la irrupción del mundo exterior, que llevará a la protagonista a liberarse y salir de él. Quintero, por su parte, estrenó Si llueve te mojas como los demás, una comedia acerca de las dificultades para incorporarse a la nueva sociedad de un joven cuyos padres se marcharon a Estados Unidos. En su discurso de clausura del citado congreso, Fidel se refirió en tono triunfalista a que sus frutos, “los mejores, los más altos”, podrían verse en quince, veinte, veinticuatro o treinta años. En el caso del teatro, como se ve, no hubo que aguardar tanto.
Una inyección necesaria
Si bien sus inicios se sitúan a fines de 1968, en este período cobra auge un fenómeno que será, en su conjunto, lo más significativo de esos años, y que además ejercerá una fecunda influencia en la práctica escénica tanto de la década del setenta como de la primera mitad de la siguiente. Es lo que en Cuba se conoce, por obra y gracia de algunos funcionarios, como teatro nuevo.
Todo empezó cuando en noviembre de 1968 doce profesionales decidieron dejar la capital para iniciar una experiencia nueva: el Grupo de Teatro Escambray. Pertenecían al sector que en el Seminario Nacional de Teatro de 1967 expresó su insatisfacción con la-rutina en que había caído nuestro movimiento escénico, con un repertorio que “raras veces incidía sobre las instancias esenciales de la transformación del país”. Con más interrogantes que certezas, comenzaron el trabajo en una zona montañosa de la región central de la isla, con un repertorio inicial (Unos hombres y otros, un espectáculo de farsas francesas, una adaptación de Los fusiles de la madre Carrar, un programa sobre cuentos de Onelio Jorge Cardoso) que les sirvió como primer puente para la comunicación con aquel auditorio que no conocían. Gracias al régimen de convivencia que adoptaron, poco a poco fueron avanzando en el conocimiento de la zona y sus habitantes, proceso en el que además fueron perfilando una metodología basada en la investigación.
Dos años después, tenían acumulado un abundante material, y a partir de él uno de los miembros del colectivo asumió la tarea de escribir un texto. Surgió así La Vitrina (1971), uno de los espectáculos definitorios del grupo, que marcó además el nacimiento de uno de los autores más interesantes de esta década, Albio Paz (1931). La obra nació de una necesidad inmediata, el plan de desarrollo agropecuario que implicaba la colectivización de las tierras tanto del Estadocomo delos pequeños propietarios.Pero lo que pudo reducirse a una pieza inmediatista o un sociodrama, se convirtió en una obra con grandes valores y hallazgos artísticos. Albio Paz no cayó en la trampa de la imagen paternalista y esquemática del campesino que predominó ennuestra dramaturgia de temática rural, sino que, por el contrario, muestra seres complejos, contradictorios, capaces de defender la revolución con la misma vehemencia con que se aferran a un pedazo de tierra. En el tratamiento escénico, echa mano a recursos del absurdo, empleael humor negro y la farsa, presenta personajes que se “mueren y desmueren”, todo dentro de una pieza modélica y aleccionadora.
La Vitrina, por otro lado, definió algunas de las líneas que el grupo desarrollaría en montajes posteriores: tratamiento exclusivo de temas actuales, inclusión del debate como parte de la estructura dramática, ausencia de soluciones a los conflictos expuestos, rescate y reelaboraciónde las tradiciones y la cultura campesina. Se estrenan nuevos trabajos: El rentista y Elparaíso recobrado, de Paz; Las provisiones, de Sergio González; El juicio, de Gilda Hernández. Este último parte de un evento de participación,un juicio, para crear la propuesta más osada del grupo en cuanto a la intervención del público.
El núcleo fundador del Escambray sufrió incorporaciones y salidas. Dos de sus miembros, Herminia Sánchez y Manolo Terraza, regresaron a La Habana y fundaron el Teatro de Participación Popular. Su idea consistía en aplicar el método del Escambray y adecuarlo a la labor con actores no profesionales, en este caso trabajadores del puerto. Estrenan así Cacha Basilia de Cabarnao, Amante y peñol, Audiencia en la Jacoba, Me alegro. Otra actriz del grupo, Flora Lauten, debió trasladarse por problemas familiares a la recién inaugurada comunidad de La Yaya, y allí formó con algunos vecinos un colectivo teatral. De piezas cortas como ¿Dónde está Marta?, sobre la incorporación de la mujer al trabajo, ¡Que se apaguen las chismosas!, sobre los malos hábitos de algunas familias, o El secreto de la mano, acerca de los peligros del curanderismo, pasaron a espectáculos más ambiciosos: Este sinsonte tiene dueño, Los hermanos, una deliciosa comedia musical de enredos, y De cómo algunos hombres perdieronel paraíso, en cuya estructura dramatúrgica se combinaban una recreación escénica de nuestra historia y una asamblea para discutir la decisión de los testigos de Jehová de la zona de no sembrar tabaco, para afectar de ese modo los planes de la revolución.
Tras una década como compañía de repertorio abierto, en el seno del Conjunto Dramático de Oriente se empezó a gestar un proceso similar de insatisfacción. Los primeros intentos por darle una respuesta fueron Los cuenteros, Amerindias, Del teatro cubano se trata y El macho y el guanajo. Ese camino de investigaciones y búsquedas los condujo al hallazgo de las relaciones, vieja y olvidada manifestación popular, síntesis de ingredientes hispanos y africanos, en la que se mezclaban música, carnaval, teatro y danza. El primer trabajo en ese renovado viejo estilo fue El 23 se rompe el corojo (1973), de Raúl Pomares, al que siguió De cómo Santiago Apóstol puso los pies en la tierra (1974), del mismo autor, un espectáculo brillante, muy atractivo desde el punto de vista escénico, y con el mismo poder de fascinación y convocatoria de un desfile de carnaval. Como apuntó un crítico español que pudo ver la obra en Caracas, es esa explosión de música, abigarrado y colorista vestuario y ritmo festivo e insistente lo que arrastra en el espectáculo “más que la siempre testimoniante urgencia de derramar sobre el montaje el ungüento de la tesis”.[28] El grupo, que adoptó años después el nombre de Cabildo Teatral de Santiago, estrenó luego Juan Jaragán y los diablos, De cómo Don Juan el gato fue convertido en pato, Mientras más cercas… más lejos, Cefi y la muerte, Sobre Romeo y Julieta, La paciencia del espejo, en los que la calidad descendió notablemente. Habrá que aguardar hasta el estreno de Baroko (1990), versión libre de Rogelio Meneses del Réquiem por Yarini, de Felipe, para que el Cabildo alcance otro buen momento.
De un desprendimiento del grupo santiaguero surgió en 1974 la Teatrova, integrada por una actriz, un trovador y un director. Su estética la definían como la búsqueda de “una palabra hablada-cantada que satisficiera las necesidades expresivas del actor, en una dirección diferente a la del teatro lírico”. Obras como Papobo, La sierra chiquita, La compañera y Los zapaticos de rosa, demostraron la presencia de un estilo propio, cargado de poesía y sensibilidad, con una desnuda teatralidad, capaz de permitirles la comunicación, con similar eficacia, con niños y adultos. Todas estas experiencias, cada una con sus especificidades y rasgos propios, tenían objetivos comunes: las animaban la necesidad sincera de ensayar caminos propios para nuestra escena, la voluntad de participar de manera activa en el proceso social del país, la búsqueda de un público diferente, el tratamiento de otras temáticas, el empleo de nuevos recursos expresivos y de comunicación.
Las hermanaba además el hecho de haber surgido por inquietudes espontáneas, orgánicas y honestas de las gentes de teatro. A partir de un encuentro organizado en 1977 por la Dirección de Teatro y Danza, algunos funcionarios proclamaron la existencia de un movimiento, al que bautizaron como teatro nuevo. Decidieron además que había que apuntalarlo y expandirlo, y fundaron para ello tres nuevas agrupaciones: Cubana de Acero, cuyo perfil sería la creación de una dramaturgia de temática obrera; Teatro Juvenil Pinos Nuevos, que investigaría los problemas del sector juvenil, y Colectivo Teatral Granma, cuyo repertorio debía reflejar las tradiciones históricas y culturales de la región bayamesa. Uno puede entender, en parte, el entusiasmo con que fue acogido a nivel oficial el teatro nuevo. Era, en electo, muy tentadora esta posibilidad de mostrar, ¡por fin!, una expresión teatral genuinamente revolucionaria, liberada de lo que Ernesto Guevara llamó el pecado original. De ahí ese apoyo incondicional y desmedido que se le dio, y que introdujo divisiones en nuestro movimiento escénico, al fomentar, con desatención del otro, un sector que disfrutaba de privilegios y mimos. Por ejemplo, en 1978 fue celebrado el I Festival de Teatro Nuevo, que sustituía al Panorama de Teatro y Danza, y cuya trayectoria fue muy fugaz, pues por su nada satisfactorio balance artístico no pasó de esa edición.
Sobrevaloraciones y paternalismos aparte, el teatro nuevo representó para nuestra escena una inyección necesaria, y sus efectos benéficos influyeron en la práctica escénica. Impuso, en primer lugar, el interés por los asuntos sociales, y en su búsqueda de un repertorio adecuado a sus fines dio un impulso considerable a la dramaturgia, tanto a través de los mejores textos estrenados por esos grupos (La Vitrina, El paraíso recobrado, El compás de madera, Huelga, La emboscada, Los hermanos…) como de otros inspirados de modo indirecto. Asimismo, con esas obras llegaron a los escenarios personajes nuevos: obreros, estudiantes, campesinos, protagonistas de una sociedad en proceso de cambio, y, además, contribuyeron a estimular el espíritu crítico que alienta a muchas de las piezas cubanas más recientes.
La convivencia plural de los ochenta
Pese a que hasta hoy nunca se ha hablado de una política de rectificación de los errores y excesos cometidos a partir del 71, es evidente que con la creación en 1977 del Ministerio de Cultura se abre un período menos dogmático. La propia Tesis sobre la Cultura Artística y Literaria, aprobada en el I Congreso del Partido (1975), está redactada en términos más moderados si se la compara con las incendiarias resoluciones del otro congreso, el de Educación y Cultura.
El teatro inicia así una lentísima recuperación del lamentable estado en que había quedado. De modo gradual y, en ocasiones, no con la celeridad que hubiese sido necesaria, la mayoría de los creadores separados de sus puestos pudieron ejercer de nuevo su profesión. Para algunos, no obstante, la justicia demoró tanto que no alcanzaron a verla, bien por haber muerto (Piñera) o bien por haber optado por el exilio (Triana, Ariza). Con estas reincorporaciones y ausencias y con las filas engrosadas por algunos integrantes de la nueva promoción, nuestra escena emprendió la configuración de un nuevo rostro, el complejo panorama de los ochenta.
Un crítico español que asistió a las tres primeras ediciones del Festival de Teatro de La Habana (1980, 1982 y 1984), apuntó algunas características de la escena cubana que pudo confirmar de una visita a otra: “el pluralismo; las envidiables condiciones de trabajo, en medio de una economía de bloqueo; el impulso de una política teatral que trata de alentar cada día un mayor desarrollo; la obsesión por la búsqueda de una dramaturgia nacional; la falta, aún, de resultados plenamente satisfactorios”.[29] La apreciación resume bastante bien varias de las notas que dominan la práctica teatral de esta década, sus logros y desaciertos, sus hallazgos y paradojas. Por un lado, nos hallamos ante un panorama en el cual coexisten tendencias diversas, que se desarrollan gracias a una base material muy superior a la de los años sesenta. Por otro, el teatro cubano no ofrece los resultados artísticos que cabría esperar al cabo de tantos años de revolución. Se empieza a poner de manifiesto, es cierto, una torna de conciencia y una postura autocrítica en ese sentido, y entre el estatismo, la repetición y la rutina se advierten algunos esfuerzos y síntomas de cambio para salir del impasse. A ello ha contribuido en buena medida el surgimiento de una nueva promoción tanto de creadores (actores, dramaturgos) como de críticos e investigadores, egresados en su mayoría del Instituto Superior de Arte, que hallaron en la revista Tablas (1982-1990) su principal tribuna.
Si un rasgo distingue a esta década de las anteriores, es el abrumador predominio de los autores nacionales. Un dato puede ilustrar: de los cuarenta montajes presentados en la primera edición del Festival de Teatro de La Habana, treinta y dos pertenecían a autores cubanos. Uno de los atributos distintivos del teatro nuevo, la voluntad de los autores de vincularse a la realidad que los circunda, a través de una recreación que elude la complacencia y busca el reflejo crítico, dominará la dramaturgia de esta etapa, sobre todo durante la primera mitad de la década. Esto coincidirá con la desaparición de las polarizaciones artificiales y maniqueas de teatro nuevo y teatro ¿de sala?, que darán paso a un criterio integrador, a la convivencia de diferentes opciones y a una interfluencia dialéctica, viva y enriquecedora.
Esta predilección por los asuntos actuales tendrá por igual ganancias positivas y negativas. En primer lugar, aportó contenidos, historias y personajes nuevos y propició el debate sobre situaciones polémicas: la desorientación social de algunos jóvenes (Rampa arriba, Rampa abajo,de Yulky Cary; Tema para Verónica, de Alberto Pedro; Aquí en el barrio, de Carlos Torrens); la supervivencia de códigos éticos del marginalismo (Andaba, de Abrahan Rodríguez) y de rasgos pequeño burgueses de apego a los bienes materiales (La permuta, de Juan Carlos labio y Tomás Gutiérrez Alea); los problemas de una profesional soltera que se enfrenta a la maternidad (La primera vez, de Jorge Ybarra); el papel del dirigente en la educación integral de sus hijos (La familia de Benjamín García, de Gerardo Fernández); las dificultades de una mujer para integrarse a la actividad laboral (Aprendiendo a mirar las grúas, de Mauricio Coll); los obstáculos para que surja una nueva moral (Los novios, de Roberto Orihuela). Nuestra dramaturgia pudo así salir del círculo familiar y doméstico y extenderse a otros ámbitos como el centro laboral y la escuela: Se trata, en general, de obras expresadas en moldes realistas, de acción directa y carácter didáctico. En ese conjunto, hay que mencionar la saludable recuperación de ciertos-elementos de nuestro teatro vernáculo, en lo que Rosa lleana Boudet ha llamado sainete de nuevo tipo. A esa línea pertenecen, entre otros, Lázaro Rodríguez (Caliente, caliente, que te quemas) y Luis Ángel Valdés (Chivo que rompe tambó o El entierro de Ambrosio).
Pero, como han apuntado algunos investigadores, alrededor de 1984 empezó a notarse una banlización de las temáticas actuales y el enfoque crítico. En general, había un apego al naturalismo chato, a las fórmulas esquemáticas, al lenguaje “popular”, lo que generó una retórica de la contemporaneidad y lastró el hallazgo de formas expresivas más modernas y complejas. La búsqueda de la comunicación con el público se convirtió en un arma de doble filo, al confundirse lo popular con lo populachero y darse cabida al mal gusto, la chabacanería, el costumbrismo pintoresquista y la trivialidad.
No obstante, de esa corriente quedaron algunos textos valiosos: Molinos de viento, de Rafael González (1950), una valiente y aguda crítica acerca del desfase entre los conceptos éticos que padres y profesores tratan de inculcar a los jóvenes y la realidad no precisamente digna que éstos tienen como ejemplo El esquema, de Freddy Arales (1946), una modélica farsa de sólida estructura en la que se fustiga el absurdo de la burocracia y la simplificación que implica que un proyecto sea tergiversado; Proyecto de amor, de José González (1955), una sugerente y sensible reflexión acerca de la responsabilidad con que los jóvenes deben asumir el amor; El compás de madera, de Francisco Fonseca, análisis de las causas que convierten a un buen alumno en un caso problemático; Ni un sí ni un no, de Estorino, donde nuestro mejor dramaturgo vivo trata con gran libertad narrativa e imaginación, cuestiones como el machismo y la intromisión de los padres en la vida matrimonial de los hijos; Kunene, de Ignacio Gutiérrez (1929), que sin ser un gran texto, posee la virtud de abordar sin estereotipos, edulcoraciones ni tonos heroicos la vida de los cubanos que cumplen misiones internacionalistas en Angola; Los hijos, de Lázaro Rodríguez (1949), visión sencilla y directa, pero honesta y veraz, del dilema de dos jóvenes que tras concluir sus estudios, no quieren regresar al campo, uno de los escasos títulos que se acercan a la problemática rural; y Sábado corto de Quintero, deliciosa y entrañable crónica de la vida cotidiana de una mujer que lucha contra la soledad y las frustraciones, en el marco de La Habana de los ochenta. Aunque sus valores sean más sociológicos que artísticos, en esta nómina debe figurar Andaba, una obra que sólo en sus primeras dieciocho representaciones fue vista por veinticuatro mil personas. Cuenta la historia de un delincuente que quiere redimirse y vuelve sobre un aspecto, el automarginalismo social, que aparecía ya en Santa Camila de la Habana Vieja, y que en la década anterior sirvió de base a un interesante trabajo, Al duro y sin careta, sobre un guion cinematográfico de Tomás González. La mejor plasmación escénica del tema es, sin embargo, Calixta Comité, de Hernández Espinosa, quien logró trascender la copia naturalista y el afán testimonial mediante una elaboración poética del lenguaje y un lúcido y profundo tratamiento. La intolerancia y el dogmatismo se ensañaron con el montaje, que tras su estreno en el Festival de Teatro de La Habana de 1980 fue prohibido por los funcionarios de la Dirección de Teatro y Danza, que exigían al autor humillantes cortes y arreglos.
Como reacción al facilismo y al mal gusto que presidían muchas de las obras de temática actual, a mediados de la década se advierte en algunas obras una tendencia a optar por la indagación en el pasado y apostar por la elaboración poética de la realidad, por contenidos de mayor densidad filosófica y por estructuras dramatúrgicas más flexibles. Entre ellas se incluyen, en primer lugar, Morir del cuento y La dolorosa historia del amor secreto de don José Jacinto Milanés, de Estorino, dos de los mejores textos de nuestra dramaturgia contemporánea.
La segunda es un ambicioso intento de entender nuestro siglo XIX, a través de la figura del célebre poeta matancero. Estorino realiza un despliegue creativo inédito en su producción anterior, y crea un ambiente onírico y evanescente en el que confluyen diferentes planos temporales.
Bajo la benéfica influencia del Milanés, un joven autor lleno de talento, Abilio Estévez (1954) escribió La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, en la que acude al pasado no con ánimo historicista, sino para hurgar en las motivaciones y contradicciones de un personaje de trágica y atormentada trayectoria. Ambos títulos parecen haber despertado el interés de otros dramaturgos por figuras de nuestra herencia literaria, tal vez por las posibilidades que brindan para reflexionar sobre las relaciones entre artista y sociedad y los antagonismos entre lo existencial y lo histórico.
En esa línea se hallan textos como Plácido, de Gerardo Fulleda, Delirios y visiones de José Jacinto Milanés, de Tomás González, Mascarada Casal, de Salvador Lernis, Catálogo de señales, de Carlos Ceñirán, y un proyecto sobre Juan Francisco Manzano que ha anunciado Hernández Espinosa. Aunque su temática tenga poco que ver con los títulos anteriores, también participa de esta superación de la estética populista una pieza como Weekend en Bahía, de Alberto Pedro (1954), primera que logra presentar con madurez y complejidad de matices el tema del exilio y del regreso de los cubanos que abandonaron el país.
Pese a que los asuntos y personajes contemporáneos se impusieron de manera abrumadora en nuestra esciena durante esta década, no lograron desplazar del todo a los temas relacionados con la historia. Un autor como Gerardo Fulleda (1942), que desde sus primeros trabajos (Los profanadores, 1975; Azogue, 1979) demostró una clara vocación histórica, ha estrenado La querida de Enramada (1983), Plácido (1986) y Chago de Guisa (1991), su pieza más elaborada y sólida. Un tratamiento distinto, que busca más proyectar los sucesos históricos al presente, realiza Albio Paz en Huelga (1981), un texto que se enriqueció con el montaje dirigido por el colombiano Santiago García. Otros autores, por último, han preferido acercarse a la historia desde una postura menos reverente, y han apostado por la cubanísima vía del choteo. Tusy Caveda, por ejemplo, hace una versión desmitificadora, picaresca y muy caribeña del intento de santificación de Colón (La divertida y verídica relación de Cristóbal Colón)mientras que Norberto Reyes reflexiona en tono burlón y desenfadado sobre los peligros de la actual carrera armamentista a partir del personaje del cubano que en 1856 ascendió en globo y nunca más apareció (El ingenioso criollo Don Matías Pérez y gravísimos rumores en el cielo).
Recuperación, reivindicación e innovación
Uno de los indicios de los aires de apertura con que se inició la década, es la recuperación de varios textos malditos que aguardaban la oportunidad de confrontarse con los espectadores. Se han podido estrenar así Juana de Belciel, más conocida por su nombre de religiosa de Madre Juana de los Ángeles, de Milián, el Milanés de Estorino, de quien también se ha repuesto, tras más de veinticinco años de ausencia de nuestros escenarios, Los mangos de Caín, y Dos viejos pánicos, de Piñera. Sin embargo, hay aún algunos títulos que aún no han recibido luz verde, como Los siete contra Tebas, de Arrufat, o toda la producción de Piñera correspondiente a su etapa de ostracismo. De particular importancia ha sido el rescate de dos autores que tras su brillante irrupción en los años sesenta, conocieron en la década siguiente una cruel marginación: Tomás González (1938) y Eugenio Hernández Espinosa. González, que estrenó, entre otros textos, Yago tiene feeling (1962) y Escambray 61 (1963), debió aguardar hasta 1985 para montar Los juegos de la trastienda, que rescata la línea grotowskiana que desarrolló entre nosotros el grupo Los Doce, a cuyo equipo perteneció el dramaturgo. En su obra, dos jóvenes combatientes de la clandestinidad esperan el aviso para salir a realizar una acción, y mientras esperan inician un juego de desdoblamientos y de teatro dentro del teatro que los devuelve a la infancia. Cuatro actores se distribuían a lo largo de la representación los dos papeles, en un trabajo que descansaba sobre una intensa labor física y vocal.
Desde entonces, González se ha mostrado muy activo y ha estrenado varios montajes, en su mayoría monólogos y unipersonales. Treceaños separan las puestas en escena de María Antonia y Calixta Comité, tiempo durante el cual Hernández Espinosa acumuló manuscritos que fueron a parar a la gaveta, a excepción de La Simona, que ganó en 1977 el Premio Casa de las Américas. Después ha podido estrenar Odebí, el cazador (1982), Oba y Shangó (1983) y Mi socio Manolo (1988, escrita en 1971), las dos primeras basadas en leyendas y mitos de origen africano y la última, una lúcida visión del marginalismo, a través de la confrontación de dos amigos que se reencuentran. Es el suyo un teatro que reivindica nuestro mestizaje, en una recreación de la cultura y las tradiciones afrocubanas hecha desde una óptica contemporánea, sin caer en el pintoresquismo ni en la etnografía. “El desconocido Hernández”, lo llamó Arrufat en un artículo, atendiendo seguramente a la enorme cantidad de textos suyos que nunca se han representado —Caridá Muñanga, Desayuno a las siete en punto, Shangó Valdés, Aponte,pero que no han impedido que Hernández Espinosa sea en nuestra dramaturgia un autor imprescindible.
En los últimos años de la pasada década y en los que han transcurrido de la presente, algunos hechos denotan que en la escena cubana algo empieza a moverse. En primer lugar, se han escrito y/o estrenado varias obras que reivindican el individuo, aspecto de particular importancia en una sociedad en donde toda experiencia pasa obligatoriamente por la esfera pública. Carlos Pérez Peña, actual director del Teatro Escambray, un grupo cuya integridad ideológica nadie pondría en duda, ha declarado al respecto: “Creo que las enormes exigencias de la colectivización que ha planteado la revolución han sacrificado, de algún modo, la individualidad de la gente (…). Creo que estamos en una etapa en la que el individuo reclama cada vez más su parte en el proceso revolucionario y rechaza el ser uno más dentro de la masificación de la revolución”.[30] Para demostrar que no se trata sólo de buenas intenciones, el Escambray ha estrenado dos textos que participan de esa preocupación: Accidente, de Roberto Orihuela (1950), reflexión crítica sobre el precio humano que cuestan los planes y sobrecumplimientos y un reclamo respecto al individuo, a quien la sociedad, por más orientada al colectivismo que esté, nunca puede ignorar; y Calle Cuba 80 bajo la lluvia, de Rafael González, acerca de los problemas y crisis de dos parejas. Otra obra de Orihuela espera su turno para subir a escena; su título es muy elocuente: Siete horas en la vida de un hombre. Similares inquietudes comparten obras recientes de Yulky Cary (A tiempo de escapar, sobre las relaciones humanas y la búsqueda del amor y la felicidad) y Reinaldo Montero (Aquiles y la tortuga, acerca del amor de la pareja). Esto coincide, por otro lado, con una sensible disminución de la calidad en varias obras de temáticas actuales que se mantienen dentro de los patrones más previsibles y consensuados, y cuyos signos de agotamiento resultan evidentes. Son los casos, entre otras, de Con el gato de chinchilla o La locura a caballo, de Paz, de la fallida Don Juan normado, de Reyes, y de Lo que sube, del por lo demás talentoso Alberto Pedro, y El sudor, de Abrahán Rodríguez, dos pobres intentos de recuperar la llamada dramaturgia de la producción.
En otro orden de cosas, hay que constatar la revitalización que ha experimentado el monólogo, a partir de la convocatoria, en 1988, del Festival del Monólogo, del cual se han celebrado ya cuatro ediciones. La iniciativa era una vía alternativa —modesta, es cierto, pero no por eso desdeñable— para escapar de la rigidez de las compañías
establecidas y poder crear con un mínimo margen de libertad, además de que agilizaba y garantizaba la relación texto escrito-puesta en escena. De ahí que la respuesta de autores, directores y actores fuera, desde la primera edición, muy entusiasta. Bajo el estímulo directo del festival, dramaturgos tanto consagrados corno noveles han aprovechado el escenario del Café Teatro Brecht, sede fija del evento, para mostrar en público sus textos, entre los cuales se cuentan algunos de valores indiscutibles: Las penas saben nadar, de Estorino, El masigüere y Emelina Cundiamor, de Hernández Espinosa, Las penas que a mí me matan, de Paz, Monólogo para un café teatro, de Carlos Franco, y El gran amor es siempre el ultimo, deTomás González.
En 1986, un proyecto de hechura y circulación domésticas llamó la atención del auditorio capitalino, sobre todo el juvenil, que lo pudo ver cuando pasó a una sala y se presentó en varios centros estudiantiles. Se llamaba Los gatos, y lo escribió y montó Víctor Varela, un joven egresado del Instituto Superior de Arte. Contaba, con bastante desenfado, el encuentro de dos jóvenes, una noche en la que se ven, hacen el amor, charlan y se despiden. Las inquietudes de crear fuera de los circuitos tradicionales llevaron a Varela a concebir un segundo proyecto, La cuarta pared (1988), que inicialmente tuvo como escenario un minúsculo apartamento del barrio habanero de El Vedado, y que el joven director montó sin apoyo oficial ni local de ensayo. Por sugerencia de algunos profesionales, el Teatro Nacional acogió el montaje en su salón del noveno piso. La temporada allí fue todo un éxito y La cuarta pared se convirtió en el acontecimiento escénico del año. Pocos espectáculos han suscitado tantas discusiones y acumulado tal cantidad de críticas, comentarios y reseñas. En cualquier otro contexto, hoy no habría pasado de ser un montaje más, pero en el nuestro fue una propuesta de particular validez. En el espectáculo no hay texto, sólo gestos y sonidos guturales.
Tampoco porta ningún mensaje obvio, sino que está cargado de violencia e incomunicación. El actor adquiere en él un protagonismo casi absoluto. Como detalle que contribuyó a la curiosidad creada en torno al trabajo, estaba el que por primera vez se veía en nuestros escenarios un desnudo completo. La crítica reconoció de manera casi unánime la sinceridad de La cuarta pared, su fecunda vocación experimental, su honesta preocupación de “no aspirar al signo taquillera, sino hacer poesía escénica y compartirla”, su capacidad de innovación y riesgo en un panorama donde abundan la rutina, la mediocridad y la insinceridad.
Pero en la indagación de La cuarta pared hay que ver, sobre todo un indicio significativo de la presencia, indetenible ya, de una nueva generación que está a punto y exige un lugar en nuestra escena. Su lenguaje, imperfecto e inmaduro aún, se aparta de modo consciente del de sus maestros, algunos de los cuales comienzan a dar síntomas de cansancio. Es además la saludable respuesta a un teatro moribundo, agónico, que ha estado demasiado sometido a la eficacia política, a esquemas ideológicos estáticos y a un realismo —no importa si socialista o burgués— que, en muchas ocasiones, se queda en un naturalismo trasnochado. Esta explosión de nuevos creadores se ha visto favorecida por los cambios introducidos por el Ministerio de Cultura en la organización interna de la vida teatral. En 1989 se puso fin a la rigidez e institucionalización de los grupos, una estructura que era un obstáculo para la creación, y se adoptó una nueva dinámica de proyectos, basada en la flexibilidad para que los profesionales se unan en función de intereses artísticos. Esto ha permitido el acceso a las salas y teatros de una buena cantidad de gente joven, que en poco tiempo ha dado pruebas de su talento y su pujanza. Una confirmación de ello es que, entre los espectáculos galardonados con el Premio de la Crítica, abundan los trabajos gestados por colectivos nuevos y dirigidos por artistas de las últimas promociones.
¿Debe verse esta corriente como uno de los inevitables y sistemáticos parricidios en los que el arte fundamenta su evolución y renovación? En cierta medida, sí. Pero hay también una voluntad, admitida y asumida por los jóvenes creadores, de establecer un puente con las búsquedas experimentales de finales de los sesenta, más como continuidad de un proceso en el que reconocen aspectos vigentes que como actitud de nostalgia. Se revalorizan así experiencias como la de Los Doce, se vuelve a Artaud y Grotowski, se descubre el minimalismo, la danza-teatro, el teatro antropológico de Eugenio Barba. Nombres que durante muchos años fueron considerados modelos decadentes y nocivos por los comisarios de la cultura, que impusieron como patrón estético el realismo más ortodoxo. Las revoluciones, cuando se mencionan términos como vanguardia y experimentación, sufren un curioso fenómeno de lógica al revés: se paralizan, se anquilosan y, como recordaba Ángel García Pintado en una anécdota sobre los cubistas, se ponen a llamar a los gendarmes.[31] Y la revolución cubana no ha sido, en ese sentido, una excepción.
Se han estrenado trabajos en los que el texto verbal es desplazado por la gestualidad y los componentes visuales y sonoros. A veces, se acude a referencias occidentales, como en La cuarta pared. Otros autores prefieren orientar sus búsquedas hacia las raíces afrocubanas, como ocurre en Baroko, de Rogelio Meneses. Se da también la convivencia armónica, de códigos verbales y no verbales, como en El lujo (Teatro 2), parábola del hombre moderno en busca de sí mismo. Y están, en fin, los espectáculos de danza-teatro, que tienen en Hablas corno si me conocieras,Test y Eppure si muove, del Ballet Teatro de La Habana, sus mejores exponentes.
Con todo, nuestra dramaturgia más reciente aún se mantiene bajo la dictadura de la palabra. En las últimas obras hay que resaltar, en primer término, su visión nada complaciente ni triunfalista de zonas de nuestra realidad que hasta ahora habían sido silenciadas y postergadas. Se han estrenado, en algunos casos en condiciones poco favorables, textos en los que se habla de frustraciones, violencia cotidiana, neurosis, intolerancia, roles representativos, homosexualidad. Textos que, por lo demás, no hubiesen podido escribir los autores de la “vieja guardia”, ya que su mundo referencial es otro. Se trata, como ha apuntado un crítico, de inquietudes que mantienen “muchos puntos de contacto con sus (…) homólogos en la plástica, en la narrativa, en la música”.[32] Un personaje bastante insólito en nuestra dramaturgia es, por ejemplo, la Ana de ¿Cuánto me das, marinero?, de Carmen Duarte (1959), en la que afloran la incomunicación, la crisis de valores y la soledad que llevan a una joven cubana de nuestros días a recurrir al suicidio como vía de escape. Tampoco es ortodoxa la imagen de nuestra juventud que presenta Raúl Alfonso en El grito, en la cual la salida de la rabia acumulada da lugar a una violenta confrontación entre dos amigos de la adolescencia, cuando uno descubre que su expulsión de la escuela fue apoyada por el otro. Seres cargados de frustraciones y sueños son también los protagonistas de El que quiera azul celeste, de Amado del Pino (1960), aunque aquí aparezcan atemparados por el tratamiento sensible y el suave lirismo. Es, sin embargo, Tirneball, de Joel Cano (1966), el título que mejor representa y sintetiza las investigaciones y los hallazgos de la novísima dramaturgia cubana. Su negación de componentes tradicionales como el argumento, los personajes, la linealidad, su perspectiva irónica ante estereotipos y símbolos de la historia, su riqueza conceptual y la libertad formal de su escritura escénica —Tirneball nos recuerda al Joan Brossa del Teatro Irregular—, lo sitúan como uno de los textos más audaces y transgresores de nuestra dramaturgia contémporanea.
Estas obras, por otra parte, han coadyuvado de manera decisiva a la formación de un público con una sensibilidad diferente. En un país donde el boca a boca —radio bemba, como se le conoce popularmente— funciona con una eficacia que ya quisieran para sí los medios de comunicación oficiales, la noticia de que en un espectáculo en cartel se hacen alusiones críticas o se quebrantan tabúes incita esa curiosidad morbosa que siempre ha sido uno de los efectos más contraproducentes de la mordaza. Empieza a darse un fenómeno que se hizo frecuente en la escena española en la etapa del teatro independiente: el público cómplice que caza al vuelo las referencias sutiles o directas, su reacción explosiva cuando reconoce alguna situación, los parlamentos que la realidad política carga de nuevas lecturas. Es fácil imaginar, por ejemplo, lo que sucede entre los espectadores cuando en Desamparado, la última obra escrita por Alberto Pedro a partir de personajes y motivos de “El Maestro y Margarita”, de Mijaíl A. Bulgakov, se habla de muros que se derrumban, de presidentes pasados por las armas, separaciones y uniones impredecibles, inviernos fríos y despensas vacías, como preludio “del apocalipsis y de la llegada del reino de la incertidumbre”. O cuando asisten, en Timeball, a la desacralización mordaz de mitos hasta ahora considerados como intocables. Son aromas de renovación y cambio que se han extendido al patio de butacas y que representan otra de las conquistas de este teatro empecinado en sacar la cabeza y forzar el tedio de la censura.
Cuánto más podrá la escena cubana disfrutar de este exiguo espacio de libertad, es algo difícil de vaticinar. No obstante, hechos como la notoria ausencia en el programa del Festival Internacional de Teatro de 1991 de muchos de los proyectos más interesantes e innovadores de las últimas temporadas, constituyen augurios no precisamente buenos. Asimismo, el recrudecimiento de la represión contra cualquier forma de disidencia hace temer sobre el futuro de este teatro inconformista. Por otro lado, la actividad escénica misma se ha visto afectada directamente por la aguda crisis económica que afecta a la isla: debido a las drásticas medidas de ahorro de energía, las funciones en las salas se han quedado reducidas a los fines de semana. En todo caso, tal vez sea secundaria la interrogante que formulábamos al inicio y habría que formularla en los términos en que la definió un profesor universitario mexicano: hasta cuándo durarán Castro, el petróleo, el pan y la paciencia del pueblo cubano.
En la Cuba de enfrente
Al igual que ha ocurrido con la música, las artes plásticas y la literatura, en los treinta y tres años que corresponden a la etapa de la revolución ha surgido y se ha desarrollado una corriente de teatro en el exilio. Como a esas otras manifestaciones, se le conoce poco y mal, sobre todo en Cuba, debido a la ruin e inflexible práctica de borrones, exclusiones y silencio llevada a cabo por las instituciones y publicaciones de la isla. Y como ellas también, durante mucho tiempo fue despreciado por la intelectualidad progresista de Estados Unidos que, en un primer momento, simpatizó con Castro.
Cualquier acercamiento a este teatro, debe partir de que se trata de un fenómeno que se inserta en el complejo entramado del teatro de lo que en Estados Unidos se conocen como minorías hispanas, que abarcan a los chicanos, puertorriqueños y latinoamericanos en general.
Esto nos lleva, en primer lugar, a tomar en consideración su existencia dentro de una cultura ajena que las soporta de modo marginal y que sólo establece con ellas, en el mejor de los casos, un diálogo paternalista. Para las culturas de estas minorías, el sistema ha fijado una serie de regias y pautas que les exigen el tratamiento de temas “étnicos”, lo cual significa, en otros términos, el acatamiento de los prototipos y clichés que el mundo anglosajón tiene de esos hombres y mujeres. Esas normas deben ser acatadas no para que se les admita en el mainstream —un artista latino difícilmente podrá acceder a éste—, sino para poder aspirar a las subvenciones, que, no hace falta decirlo, son reducidas. En este medio tan adverso y difícil han realizado su labor los creadores cubanos, lo que los coloca en franca desventaja respecto a sus colegas de la isla. No han disfrutado como éstos de la protección del Estado. Por el contrario, han tenido que anteponer la sobrevivencia, y eso ha reducido en buena medida la creación. Aún hoy, al cabo de más de tres décadas, son contados los artistas que pueden vivir del teatro.
Si pasamos revista a las obras escritas y estrenadas en este período, encontraremos un conjunto bastante heterogéneo en el que se mezclan, como también sucede en la literatura, generaciones, estilos y posturas ideológicas bien disímiles. Como elemento común, está la voluntad de no perder la identidad, algo que se da incluso en el caso de los autores que se formaron en el extranjero y que escriben en otros idiomas. Llegamos así al primer punto sobre el que algunos pueden discrepar. ¿Cómo considerar cubanas obras que han sido escritas en un idioma que no es el que se habla en la isla? La respuesta pueden darla dos de los textos incluidos en esta antología, Sanguivin en Union City y Alguna cosita que alivie el sufrir. ¿No resultan cubanos sus personajes, sus temáticas? ¿No reconocemos en ambos algunos motivos recurrentes de nuestra dramaturgia: el microcosmos familiar, el desvelamiento ele lo que ocultan las apariencias, el peso del pasado sobre el presente? Precisamente, uno de los méritos de este teatro es el empeño por mantener la identidad en un contexto cultural y lingüístico diferente, la voluntad de prolongar los límites de la patria hasta allí donde los ha arrojado el destierro y defender una integración y una continuidad que ningún sistema político pueden condicionar.
Hay que aguardar hasta inicios de la década del setenta para asistir al despegue de la dramaturgia del exilio. En la anterior se produjeron unos cuantos títulos que no pasaron de ser intentos aislados, posiblemente a causa de la provisionalidad con que entonces fue asumido el destierro. El único nombre sobresaliente de los sesenta es precisamente el de una autora que salió de Cuba en 1945 y se formó en Europa y Estados Unidos: María Irene Fornés (1930). Con el estreno de Tango Palace (1963), inició una brillante carrera que la convirtió en una figura destacada en el movimiento de off Broadway, y que se ha visto recompensada en seis ocasiones con el codiciado premio Obie, que ha obtenido con piezas como Promenade (1965), The Successful Life of 3 (1977), Fefu and her Friends (1979) y Abingdon Square (1988). El teatro de María Irene Fornés parte de los moldes realistas, pero incorpora un lenguaje nuevo que lo mismo se amolda al musical y el vodevil que a obras de una cálida delicadeza. Autora de unas veinticinco piezas, varias de las cuales ha dirigido, se le considera una de las mejores escritoras de la dramaturgia norteamericana actual. Desde 1980 se dedica a la formación de nuevos autores, principalmente hispanos, a través del laboratorio de dramaturgia que dirige en INTAR.
Con el paso de los años y el cambio de actitud ante la realidad del exilio, surgieron los primeros grupos que se dedicaron a montar obras cubanas: Spanish Dumé Theatre (1969-1978), Dúo Theatre (1969), Centro Cultural Cubano (1972-1979), Prometeo (1976-1981), a los que más tarde se sumaron los ya consolidados INTAR (1966) y Repertorio Español (1968), que pese a que su perfil era inicialmente otro, han incluido en su repertorio algunos textos de dramaturgos cubanos. En años posteriores se creó en Miami el Teatro Avante, que además organiza, desde 1986, el Festival de Teatro Hispánico. No muchos más son los colectivos profesionales y de una trayectoria más o menos estable que pueden agregarse a esta lista, lo cual se traduce en una cifra de estrenos que no guarda relación con la de los originales que esperan la oportunidad de cobrar vida escénica. Otra carencia que padecen los dramaturgos es la escasez de buenos directores. Algo parecido puede decirse de la crítica, casi inexistente en lo que a teatro se refiere. La prensa norteamericana apenas se ocupa de la actividad escénica de los hispanos, y cuando lo hace, sus reseñas destilan un paternalismo ofensivo, que es fiel reflejo de su incapacidad para evaluar una realidad que no entiende. Ese desolador panorama se repite en el campo editorial, de manera que el investigador que se interese por tener una visión global del teatro del exilio, deberá enfrentarse a un grueso volumen de originales fotocopiados.[33] Un esfuerzo meritorio en ese sentido vienen realizando Matías Montes Huidobro y Yara González-Montes con la publicación del boletín Dramaturgos y, últimamente, de la colección Persona, dentro de la cual han aparecido piezas inéditas de José Corrales, Manuel Peredas, Raúl de Cárdenas, José Triana, Leopoldo Hernández y el propio Huidobro.
Un espacio de libertad y memoria
Un escritor en el exilio, ha dicho Joseph Brodsky, es un ser retrospectivo, retroactivo. Buena parte de la dramaturgia que se escribe fuera de Cuba confirma esa afirmación del poeta ruso, y aunque es cierto que ganó un innegable espacio de libertad, sigue adherida a la memoria y al material del pasado. Unas veces asume un tono abiertamente didáctico y recrea figuras señeras de nuestra herencia histórica. Así, José Martí, nuestro prócer independentista más admirado y querido, es protagonista de Abdala-Martí, de Iván Acosta (1948) y Omar Torres (1945), y de Un hombre al amanecer, de Raúl de Cárdenas (1938). Aparece además en A Burning Brech, de Eduardo Machado, aunque con un tratamiento diferente al de los textos anteriores. A este autor, uno de los de obra más sólida e interesante, pertenece el ciclo Obras de las Islas Flotantes, ambicioso proyecto que cubre un amplio panorama de la historia cubana de este siglo: los años veinte y treinta (Las damas modernas de Guanabacoa), los cincuenta y sesenta (Fabiola), la etapa revolucionaria de las nacionalizaciones (In the Eye of the Flurricane), el destierro provocado por el castrismo (Revoltillo). Como la mayor parte de la producción dramática de Machado, se trata de visiones descamadas y críticas de la familia cubana. Eso explica por qué el público más conservador de Miami recibió con tanto rechazo una obra como Revoltillo, en la que saca al sol los trapos de una familia cuya hija va a contraer matrimonio con un norteamericano. Están también algunas piezas de Manuel Pereiras (1950), como Zoila y Pilar, Micaela’s Daugther y Santiago, aunque su tratamiento del pasado dista mucho de ser arqueológico o historicista y busca más una proyección hacia el presente que no excluye la provocación. Y en otra línea, la del teatro cómico con ingredientes folclóricos y costumbristas, está Las Carbonell de la calle Obispo, de Cárdenas, cuya acción se sitúa en los años cuarenta. Utilizando una fórmula aplicada con frecuencia por el cine norteamericano y tomando en cuenta el éxito de taquilla obtenido por la obra, tuvo una secuela, Las Carbonell de la Villa Jabón Candado, escrita por Marcos Casanova, que presentaba a los mismos personajes entre diciembre de 1953 y septiembre de 1958.
Como era previsible, el proceso revolucionario ha sido asunto o por lo menos telón de fondo de varias obras. Es posiblemente la vertiente temática más lastrada por el resentimiento y el tono apasionado, lo que ha malogrado más de un proyecto prometedor. A este grupo pertenecen piezas como Recuerdos de familia, de Cárdenas, La época del mamey, de Andrés Nóbregas, y Persecución, compuesta por cinco textos cortos, primera y fallida incursión en el teatro del novelista Reinaldo Arenas. Ni siquiera un autor del talento y la profesionalidad de Matías Montes Huidobro (1931) logra salir indemne al tratar esta temática en Exilio. En cambio, consigue textos tan logrados como La madre y la guillotina y La sal de los muertos cuando prescinde de las referencias explícitas y las alusiones directas y expresa sus ideas mediante la frustración y la desilusión de los personajes. Ése es el procedimiento artístico que sigue Iván Acosta en Recojan las serpentinas que se acabó el carnaval, en la que aborda en clave satírica el problema de las dictaduras, en una trama que sitúa en un país latinoamericano. Julio Matas (1931), por último, se ocupa de la situación del intelectual bajo la revolución en Diálogo de Poeta y Máximo. Pero, insistimos, en la mayoría de los casos son autores que lograron sus mejores textos cuando se han ocupado de temas distanciados de la realidad política más inmediata.
El conjunto más numeroso y de más interés lo conforman las obras que abordan el tema del exilio y los problemas de adaptación y desarraigo que conlleva. Uno de los primeros títulos que lo trató con lucidez fue El súper, de Acosta, en el que se presenta, en un estilo cercano al sainete y tono tragicómico, la vida de una familia cubana en Nueva York. La pieza tiene, entre otros valores, el de mostrar con verosimilitud y sencillez la dura existencia de los exiliados y su amargo descubrimiento de la verdadera cara del American dream. Esta remisión al ámbito familiar la hallamos también en La familia Pilón,de Miguel González-Pando, Sanguivin en Union City, de Manuel Martín Jr. (1934), Café con leche, de Gloria González, y Mamá cumple ochenta años, de Mario Martín (1934), las dos últimas acerca de los esfuerzos de algunos cubanos por americanizarse. Los aborda también Luis Santeiro (1947) en Mixed Blessing, versión libre de Tartufo en la cual el personaje de Moliere se transforma en un nuevo rico cubanoamericano que es convencido para que pruebe suerte en la política. El dilema del bilingüismo y la dualidad cultural tiene una de sus mejores plasmaciones en Coser y cantar, de Dolores Prida (1943), cuyo contenido la autora resume así: “cómo ser una mujer bilingüe y bicultural en Manhattan, sin enloquecer”. Sus dos personajes, Ella y She, son en realidad dos facetas de una misma mujer que se enfrentan en un diálogo en el que una se expresa en español y la otra en inglés. Ese conflicto pierde importancia para los miembros de las nuevas generaciones, que se educaron en el extranjero, y para quienes patria y Cuba resultan términos vacíos. Entre ellos domina la alternancia de uno y otro idioma, con una marcada preferencia por el inglés, como evidencia Aurelita, la hija del protagonista de El súper. Y si para ésta el sentimiento emblemático respecto a sus raíces parece ser el olvido, para la Catalina de Sanguivin en Union City es, por el contrario, el recuerdo, la nostálgica búsqueda de la tierra perdida, el aferramiento a mitos arcaicos que el paso del tiempo vuelve cada vez más endebles.
Con el inicio de los primeros diálogos entre las autoridades cubanas y algunos sectores del exilio, se incluyó en la dramaturgia el motivo del reencuentro de los que se quedaron en la isla y los que emigraron. Es el asunto central, por ejemplo, de Alguna cosita que alivie el sufrir, de René R. Alomá (1947-1986), y da pie al conflicto en Siempre tuvimos miedo, de Leopoldo Hernández (1921), y Así en Miami corno en el cielo, de Raúl de Cárdenas, sobre el doloroso encuentro —en este caso, como en el de la obra de Hernández, en Estados Unidos— de un padre y su hijo. En la vertiente humorística, está La dama de La Habana, de Santeiro, que explora el problema de la asimilación de los recién llegados de Cuba. Un texto de especial interés por sus valores teatrales y por la agudeza con que trata el tema, es Nadie se va del todo, de Pedro Monge Rafuls (1943), estructurado a partir de una narración fragmentada en la que se alternan diferentes planos temporales y espaciales. El diálogo entre los cubanos de la isla y del exilio, como lo muestra el dramaturgo, es difícil, doloroso, pero en todo caso posible si unos y otros demuestran comprensión y respeto hacia la otra realidad.
La convivencia con otras minorías hispánicas ha llevado a algunos autores, sobre todo los residentes en Nueva York, a reflejarla en sus obras. Uno de los grandes éxitos de público del teatro hispano neoyorkino en 1991, fue Botánica, un sainete en el que Dolores Prida recrea el ambiente de los puertorriqueños que viven en El Barrio. La propia Prida ha dedicado otra obra, Beautiful Señoritas, a los prejuicios machistas sobre la mujer latina. En Solidarios, Monge Rafuls narra, con personajes típicos y lenguaje directo, la historia de un grupo de inmigrantes hispanos ilegales que deciden unirse para luchar contra el sistema. Hispanos son también los protagonistas de El chino de la charada, de Pereiras, comedia musical ambientada en el Este del Bajo Manhattan, y de Nuestra, Señora de la Tortilla, de Santeiro. Randy Barceló (1946), escenógrafo de reconocido prestigio, dedicó su primera obra, Canciones de la vellonera, a la búsqueda de la identidad de los integrantes de una minoría, concretamente la puertorriqueña, mientras que González-Pando se ha ocupado de los problemas que confrontan los latinos en Estados Unidos en The Great American Justice Game y A las mil maravillas. De aspectos extraídos de la vida de los hispanos, también se ocupa Renaldo Ferradas (1932) en título como Pájaros sin alas, La Visionaria y La puta del millón. En esta enumeración, que no pretende ser exhaustiva, hay que incluir, por último, a Carrnencita, de Martín Jr., deliciosa adaptación al ambiente puertorriqueño de la Carmen de Bizet, y Su cara mitad, de Montes Huidobro, que figura en este volumen.
Miami y Nueva York constituyen los dos puntos en los que se concentra la mayor actividad teatral de los cubanos. Sin embargo, en cada ciudad asume características bien definidas y con diferencias muy marcadas respecto a la otra. Algunos investigadores, como José A. Escarpanter y Joanne Pottlitzer, han señalado que mientras en Nueva York el teatro hecho por cubanos se orientó más a la consolidación de grupos e instituciones al estilo del Teatro Rodante Puertorriqueño, en Miami, por el contrario, se ha basado más en los teatros y en las empresas comerciales, sin olvidar la influencia, no siempre positiva, de los gustos del público. En esta última ciudad, ha proliferado así un teatro de estilo frívolo, que se mueve entre la revista y el sainete vernáculo, que inserta a veces referencias epidérmicas a los acontecimientos políticos del momento, y del que son ilustrativos títulos como Si me gusta lo tuyo te enseño lo mío, Ponte el vestido que llegó tu mando, En los 90 Fidel revienta, El curriculum de Feliciana o A Vicente le llegó un pariente. Eso explica por qué la dramaturgia no ha alcanzado allí las cotas de calidad, espíritu de innovación y riqueza logradas por los autores radicados en Nueva York. Hay que anotar, no obstante, la aparición en Miami de algunos dramaturgos de obra aún exigua y, en muchos casos, desconocida por no haberse estrenado ni publicado. Nombres como los de José Cabrera (Patio interior), Evelio Taillacq (Yo quiero ser, Maloja 257), José Abreu Felippe (Amar así) y Daniel Fernández (Guantanamera, Fuerte como la muerte), merecen ser tomados en cuenta, pues a la vuelta de poco tiempo pueden depararnos alguna sorpresa.
A algunos de los autores residentes en Nueva York nos hemos referido ya de modo parcial. Sobre Manuel Martín Jr., conviene añadir que posee una producción abundante, que se inició con acercamientos a figuras de la historia europea (Rasputin, Francesco: The Life and Times of the Cenci), para luego concentrarse en los problemas de los cubanos y latinos en Estados Unidos, en textos como Swallows, Fight!, Sanguivin en Union City, Carmencita,en varios de los cuales la música ocupa un papel significativo. A esos títulos hay que añadir Rita and Bessie, espléndida obra en la que, a través del imaginario encuentro de Rita Montaner y Bessie Smith, realiza un penetrante análisis de la hipocresía racial y sus consecuencias en la vida de las dos artistas. Posiblemente, uno de los autores que menos concesiones ha hecho al costumbrismo sea José Corrales (1937), algo que debe haber influido en los pocos montajes que ha acumulado.
Es el suyo un teatro más preocupado por la realidad interna y psicológica y por el tratamiento sensible, y que se interesa por aspectos de la vida moderna como la incomunicación (Un vals de Chapín) y las relaciones familiares (Honilight). Manuel Peredas, con quien Corrales ha escrito en colaboración obras como Las hetairas habaneras (versión paródica de Las troyanas de Eurípides) y The Butterfly Cazador, posee una extensa producción que admite mal el encasillamiento. Provocador e iconoclasta, Pereiras maneja un amplio registro que va de las piezas ubicadas en nuestra historia más reciente (Guajira de salón, Santiago, Zoila y Pilar) a las de temática homosexual (The Two Caballeros of Central Park West, In the Country of Azure Nights, La paloma, Ira Evans), pasando por la recreación moderna de mitos clásicos (Oriana). Otro motivo sobre el cual ha insistido es el de la ruptura de las fronteras entre arte y vida, presente en Still Still y Álbum. Sus textos abarcan además géneros muy diversos y poco ortodoxos: la tragedia aristofánica, la comedia española, la ópera hablada, el melodrama mítico y la metatragedia. Además de los títulos ya mencionados, Pedro Monge Rafulses autor de otras piezas de interés: Recordando a mamá, obra de tono intimista acerca de dos hermanos a quienes su madre, acabada de fallecer, convirtió en seres frustrados e infelices; Trash, monólogo en el que un “marielito”narra, con bastante honestidad y sin caer en los clichés políticos al uso, la dramática experiencia que lo lleva a cometer un crimen, y Noche de ronda,un texto corto concebido con fines didácticos sobre las medidas de prevención del sida. Está, por último, Tony Betancourt (1921), dramaturgo muy prolífico que ha estrenado textos como Los vecinos, La factoría y El problema es por la loto. En lo que se refiere a la dramaturgia escrita por mujeres, a los nombres de María Irene Fornés y Dolores Prida se ha sumado últimamente el de Ana María Simo (1944), formada en el laboratorio de INTAR, en donde ha estrenado Exiles, Alma y Going to New England.
La existencia de estos dos grandes núcleos no debe llevarnos a olvidar a otros autores que desarrollan su actividad en otras ciudades. En Estados Unidos, están José Raúl Bernardo (1938), que escribe fundamentalmente obras musicales en un género cercano a la ópera, entre las que se hallan Something for the Palace, The Child y Red Peppers and Bulldogs; René Ariza, que se ha dedicado fundamentalmente a los trabajos unipersonales y las piezas para niños, y Elias Miguel Muñoz (1954), de quien Dúo Theatre montó en 1990 The L. A. Scene, un musical en un acto que trata los conflictos de una estrella de rock, el cubanoamericano Julián Toledo, frente al problema de su identidad cultural. Un asunto que ha abordado en sus novelas, la subversión y rechazo del código machista de nuestra sociedad, es el tema de su siguiente obra, The Greatest Performance, en la que un chico y una chica de origen cubano, ambos homosexuales, se cuentan sus experiencias de marginación familiar a causa de su condición. Desde su salida de la isla en 1980, José Triaría reside en París, donde además de dirigir una versión en francés de su famosa Noche de los asesinos, ha retomado algunos textos inéditos que traía de Cuba y escrito uno nuevo, el monólogo Cruzando el puente. A los primeros pertenecen Revolico en el Campo de Marte, una pieza en verso, Ceremonial de guerra, recreación del Filoctetes de Sófocles cuya trama se sitúa en la guerra de independencia de 1895, y Palabras comunes, que fue estrenada en 1986 por la Royal Shakespeare Company. Pese al interés demostrado por algunos grupos como Repertorio Español por montar esta última obra, hasta ahora no ha sido posible debido a las dificultades que implica el elevado costo de su producción. El texto es una adaptación bastante libre de una popular novela de comienzos de siglo, Las honradas, de Miguel de Carrión. Triana hace un recorrido por la historia de una familia de terratenientes, para trazar un cuadro de la situación de la mujer cubana, educada según una moral hipócrita y machista. Su versión profundiza más en algunos personajes, introduce escenas nuevas, amplía y enriquece otras y consigue, como ha apuntado José A. Escarpanter una obra que supera en belleza y emoción al original en el que se inspira. Por último, está Manuel Reguera Saumell, que reside en Barcelona, aunque su producción en el exilio se reduce a un solo título: Otra historia de las revoluciones celestes, según Copérnico (1971), después del cual abandonó de manera definitiva el teatro.
Ésta es, a grandes trazos, la evolución experimentada por nuestra dramaturgia a lo largo de más de cuatro décadas que abarca su período moderno. Es éste el contexto en el que fueron creadas las dieciséis obras que componen esta antología, cuya selección es lícito discutir. En todo caso, hemos querido ofrecer un censo representativo de esa realidad bicéfala que es el teatro cubano actual, sin tomar en cuenta criterios políticos esquemáticos y excluyentes con los que el arte no suele llevarse bien. Reunir por primera vez en un mismo volumen a autores de la isla y el exilio, puede ser una forma de contribuir a que esa reconciliación sea algo más que un pronóstico esperanzador.
Madrid, enero de 1992
Notas:
[1] Rine Leal: Breve historia del teatro cubano, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, p. 107.
[2] Ensu libro Teatro cubano (1927-1961), Nati González Freire ubica a SánchezGalarraga dentro de lo que ella denomina, con una delicadeza muy femenina, “existencia de un estilo anterior’’. Edición del Ministerio de Relaciones Exteriores, La Habana, 1961, p. 61.
[3] En general, los libretos son el talón de Aquilesde la mayoría de esas obras.
[4] Graziella Pogolotti: “Sobre la formación de una conciencia crítica”, en Literatura y arte nuevo en Cuba, Edit. Laia, Barcelona, 1977, p. 103.
[5] Calvert Casey: “Teatro 61”, Casa de las Américas, núm. 9, nov.-dic., p. 103.
[6] Roberto Fernández Retamar: “Hacia una intelectualidad revolucionaria en Cuba”, Casa de las Américas, núm. 40, ene.-feb., 1967, p. 6.
[7] Virgilio Pinera: “No estábamos arando en el mar”, Tablas, núm. 2, abr.-jun., 1983, p. 42.
[8] Rine Leal: En primera persona, Instituto del Libro, La Habana, 1967, p. 57.
[9] Virgilio Piñera: op. cit., p. 40.
[10] Cintio Vitier: “Eros en los infiernos”, en Crítica sucesiva, Ediciones Unión, La Habana, 1971, p. 411.
[11] Matías Montes Huidobro:“Virgilio Piñera: Teatro completo”, Casa de las Américas, núm. 5, marzo-abril, 1961, p. 88.
[12] Rine Leal: Prólogo a Teatro cubano en un acto, Ediciones R, La Habana, 1963, p. 23.
[13] Nati González Freire: op. cit., p. 130.
[14] Citado por Julio E. Miranda en Nueva literatura cubana, Taurus Ediciones, Cuadernos Taurus, Madrid, 1971, p. 106.
[15] José Manuel Caballero Bonald: Introducción a Narrativa cubana de la Revolución, Alianza Editorial, Madrid, 1968, p. 13.
[16] Cintio Vitier: op. cit., p. 412.
[17] Matías Montes Huidobro: op. cit., p. 90.
[18] Virgilio Piñera: “Piñera teatral”, en Teatro completo, Ediciones R, La Habana, 1960, p. 29.
[19] En “El teatro cubano actual” (mesa redonda), Casa de las Américas, núm. 22-23, enero-abril, 1964, p. 96.
[20] Graziella Pogolotti: Prólogo a Teatro y revolución, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1980, p. 16.
[21] Magaly Muguercia: Teatro: en busca de una expresión socialista, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1981, p. 9.
[22] Ernesto Guevara: Obras, Casa de las Américas, La Habana, 1970, tomo 2, p. 379.
[23] Rine Leal: “Un cuarto de siglo de dramaturgia (1959-1983)”, Revista de Literatura Cubana, núm. 4, enero, 1985, p. 33.
[24] Julio Ortega: Figuración de la persona, Edhasa, Barcelona, 1971, p. 294.
[25] Declaración de la UNEAC, en Los siete contra Tebas, Ediciones Unión, La Habana, 1968, p. 8.
[26] Ibidem, p. 7.
[27] Declaración del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, Casa de las Américas, núm. 65-66, marzo-junio, 1971, p. 14.
[28] Moisés Pérez Coterillo: “Más de 300 horas de teatro”, Pipirijaina,núm., 19-20, octubre, 1981, p. 65.
[29] Moisés Pérez Coterillo: “El teatro cubano hace inventario”, Pipirijaina, núm. 22, mayo, 1982, p. 80.
[30] “Rescatar unacultura de la discusión y de la crítica”,Primer Acto,núm. 228, abril-mayo, 1988, p. 39.
[31] Ángel García Pintado: El cadáver del padre, AkalEditor, Madrid, 1981, p. 101.
[32] Salvador Redonet:“¿Cuánto le das marinero?”, Tablas, núm. 1, enero-marzo, 1990, p. 17.
[33] Ollantay Center for the Arts, de Nueva York, ha puesto en marcha el proyecto de un inventario/directorio de dramaturgos cubanos en el exilio, que será una compilaciónde gran valor para saber qué se ha escrito realmente durante estas tres décadas. Agradecemos a Pedro Monge Rafuls, directorde Ollantay, el habernos permitido consultar los fondos recibidos hasta el mes de noviembre de 1991, así como la inestimable información y ayuda que nos brindó.

