Los ochenta hacen al teatro cubano inesperadas preguntas.* Extinguida la polaridad que enfrentó en la década anterior al teatro nuevo frente al establecido en una enriquecedora polémica, ahora el reto es superar la inercia que estabilidad, protección e institucionalización han fomentado y que los más jóvenes perciben como desgaste, agotamiento y crisis de las formas. Antes de intentar la necesaria caracterización de los ochenta o continuar desarrollando el hilo conductor de estas ideas que aparecen en “Intención de la parodia en la escena cubana”,[1] me decidí a pensar en el papel de la crítica.
El momento en que una llega a la vida profesional marca de forma indeleble el recorrido personal del crítico. Porque al teatro, escrito sobre el agua, no se puede volver, y efímero e irrepetible se aproxima a su verdad mediante el testimonio de la crítica. Cuando empecé a escribir, Rine Leal atesoraba en cajas de zapatos la historia del teatro cubano. Y cuando lo acompañé al curso dictado en la Universidad de Santiago de Cuba que definió el rumbo al teatro de relaciones se me hicieron familiares Creto Gangá, Pancha Jutía y Canuto Raspadura. Hoy, casi veinte años después, advierto que el germen de mi curiosidad por el Teatro Escambray nació en aquel curso en el cual Leal analizó el teatro colonial y neocolonial destacando en primeros planos los discursos marginales de la escena bufa y vernácula. Cuando releo mi primer trabajo serio “Socialización del teatro”, influida por Canclini y Umberto Eco, no puedo menos que desconcertarme al reconocer que mi hallazgo de una escena esencialmente innovadora estaba inmerso dentro de lo que se ha llamado un “quinquenio gris”.
Seguir el pulso a la vida teatral con la suficiente capacidad para mantener un pensamiento coherente y al mismo tiempo ser receptivos a los reclamos de la creación viva es la causa por la que muchos críticos caducamos o nuestro ejercicio es nulo y parásito, porque, paralelo al hecho creador, no influye ni se opone, no incide ni participa en su dinámica. Así el universal auge en cantidad de la crítica académica, pero bastante pobre su incidencia en los procesos reales.
La perspectiva de los noventa nos ofrece condiciones inmejorables para los necesarios deslindes, para la nueva lectura de la historia más reciente. Están surgiendo variadas y contradictorias interpretaciones de los mismos fenómenos, lo cual es saludable y enriquecedor. Sin embargo, tal pareciera que el síndrome de la “falta de memoria”, que Ricardo Salvat denuncia en un reciente Foro en Santiago de Chile, acosa a todas las latitudes. A título de relectura, la crítica renuncia u olvida que cuando juzga, canoniza, sitúa en un lugar preferente o devalúa, es también participante y cómplice, que el crítico ha sido —y es— parte de los procesos desde la columna del periódico, el artículo especializado, la asesoría, el magisterio o la promoción de la cultura.
Ninguna década puede aislarse como un compartimiento estanco. En ocasiones, diez años constituyen un punto de giro o se caracterizan como un “quinquenio gris”.[2] Ya se sabe lo difícil que es periodizar. Pero no entenderemos bien los ochenta si continúan interpretaciones prejuiciadas de los años anteriores, si la reflexión no se sitúa en el real contexto en el cual los creadores renuevan y rompen mientras asimilan, reincorporan y se nutren del discurso anterior.
Sin embargo, uno ha sido el acontecer real y otro el que la crítica generalmente nos presenta. Los sesenta, mejor documentados, permiten una mirada más serena. Los setenta crujen. Están ahí. De alguna manera todos hemos sido protagonistas (absolutos, figuras secundarias, coreutas) y tenemos puntos de vista que ofrecer al necesario debate. Los sesenta, ya está casi aceptado, fueron la explosión, el ensayo, la apertura, el reencuentro del teatro con lo mejor de sí, la recuperación de la tradición, la crítica al pasado, la posibilidad de estrenar y encontrarse con un público nuevo. Todo no empezó en 1959, pero todo adquirió un nuevo sentido. La investigación teatrológica ha colocado muchas cosas en su sitio y aunque faltan estudios, el terreno se ha desbrozado con mayor claridad.
Los setenta —y ahora sí esquematizo— están signados por la insatisfacción de parte de la profesión teatral. La inconformidad tiene dos nombres: Los Doce y Teatro Escambray. Sin embargo, este proceso fundamentalmente autocrítico y sincero, se presenta de forma reductora cuando Moisés Pérez Coletillo en el prólogo a la antología de Teatro cubano contemporáneo dice: “El teatro de lo posible se reduce a las dimensiones que impone la mediocridad y el sectarismo…”, y más adelante: “…se fuerza la creación de un teatro de compromiso…”.[3] Cuando el propio crítico español redacta estas apresuradas líneas a un tomo de importancia decisiva, él mismo olvida que fue desde las páginas de una revista española independiente, Pipirijaina (dirigida por él a mediados de los 70), donde ocurrió la difusión hacia Europa de este “nuevo teatro”. Entonces él, como muchos de nosotros, estaba inmerso en descubrir este fenómeno continental al que tendremos que acudir para estudiarlo con el rigor imprescindible pero ya con la necesaria distancia.
Pero lo que quisiera precisar se refiere al arte oficial. A través de la lectura de las notas del colega Moisés y de muchos otros trabajos que intentan abordar este momento se tiene la impresión simplificadora de que una voluntad, “el comisario de turno” decretó un arte oficialista sacralizado por su confiabilidad ideológica. Aunque empiezo por decir que tendremos que volver a ese momento para su real comprensión y que cometimos excesos y apasionamientos, esta lectura que olvida los procesos reales es perjudicial y reductora. En mi opinión, ni entonces ni ahora —a pesar de errores y aciertos de la política cultural— el teatro cubano ha conocido un arte oficial. Entre nosotros, por fortuna, no tuvo cabida el realismo socialista y no ha habido héroes positivos concebidos como fórmulas algebraicas ni arte por encargo.
Si volvemos a 1968 desde la perspectiva de hoy y analizamos con Graziella Pogolotti a Los Doce y El Escambray como polares, tendríamos que concluir que constituían dos apuestas distintas y que ambos se lanzarían a confirmar sus hipótesis, verificar sus sueños y comprobar sus resultados. Los Doce se frustró como empeño y fue desprotegido pero su sendero se bifurcó en las realizaciones posteriores de Vicente Revuelta, el hombre puente hacia los estímulos de Brecht, Grotowski, Stanislavski y Barba, en permanente búsqueda, cuyo ejercicio está marcado por períodos de estabilidad, momentos de fatiga y prolongadas pausas. Su hacer permea trabajos tan disímiles como el Buendía, Teatro del Obstáculo o Teatro a Cuestas. Su puesta de Galileo Galilei de 1985 con los estudiantes del ISA inició para muchos una nueva etapa y en algún trabajo me aventuré a decir que, en la imprecisión de fronteras entre espectáculo terminado y proceso, veía el elemento “inacabado” del teatro nuevo. Pero ya los 80 presentaban cartas credenciales y es Abelardo Estorino, un dramaturgo de la primera promoción, formado en la escuela del realismo y la fórmula ibseniana, el autor de la pieza más experimental del período: Morir del cuento.
Presentar los procesos congelados en el tiempo, negarles su intrínseco carácter y no insertarlos en su real dinámica es una tendencia de la crítica actual. ¿Por qué estereotiparlos? ¿Por qué esta incapacidad de asumirlos en su mutación? Comprender que una determinada apuesta se realiza en oposición a algo establecido, existente, ha sido el movimiento perpetuo de innovación y rechazo, ruptura y continuidad. Sólo el tiempo nos permite rectificar y recontextualizar. Para mi sorpresa, en busca de un dato, encontré que para Frank Dauster el teatro nuevo cubano era el de Estorino, Brene y Arrufat en los años posteriores a 1959, lo que ilustra lo convencional y contingente que suelen ser estas categorizaciones.
No obstante, a pesar de lo infeliz del bautizo, la desproporción entre su estudio y el de obras que transcurrían paralelas y que no acapararon la misma atención por parte de la crítica, este movimiento o tendencia partió de legítimas insatisfacciones, tan válidas como creativas y profundas. Intenciones de instituir un teatro oficial —como el Teatro Político Bertolt Brecht tan vivamente retratado en Teatro en busca de una expresión socialista, de Magaly Muguercia— también se malograron. El “colectivo” creado como paradigma para estudiar la obra de Brecht y presentar piezas del entonces campo socialista tampoco pudo mantenerse sin identidad. A finales de los setenta, Mario Balmaseda estrena Andoba, de Abrahan Rodríguez.
Al comenzar los ochenta la polémica que nos ocupa es la de lo popular y el populismo, la distinción entre una escena de aceptación masiva, de facilismo y concesiones y los verdaderos valores populares. Algunos preferimos destacar los aportes teatrales de obras fundamentales como La vitrina, de Albio Paz o la pieza de Abrahan, del andobismo y lo que alguna vez califiqué como “banalización del conflicto». Estamos a las puertas de 1980. Pero este teatro supuestamente sociológico sigue dando de sí. Molinos de viento, de Rafael González en 1983 se anticipa con su crítica al proceso de rectificación y se sostiene como espectáculo que abarrota el Teatro Mella y causa una profunda conmoción. Estas referencias obligadas me permiten llegar, con muchas omisiones, a la caracterización de una década en la que a mi juicio la contradicción se disuelve y el proceso operado es más difícil de aprehender por parte de la crítica.
La polaridad que enfrentó a “nuevos” y “viejos” termina. Su significado, vital para el teatro contemporáneo cubano, no disminuye ni es menor su influencia en términos de lenguaje y expresividad. La recuperación de formas populares y el establecimiento de un código o sistema comunicativo está descrito con amplitud en La dramaturgia del Escambray, de Rine Leal.
Los ochenta nos interrogan con problemas de mayor complejidad. Se resisten a las simplificaciones. Están signados por la aparición del protagonismo de una más joven promoción surgida en el Instituto Superior de Arte. Pero, aunque la década empieza mucho después, con Galileo Galilei, se perfila ya desde La emboscada (1981), con el grupo Buendía como paradigma de estos años. La propia trayectoria de su directora Flora Lauten verifica la síntesis que va a producirse. Actriz de obras significativas de los sesenta, discípula de Vicente Revuelta y miembro de Los Doce, fundadora del Teatro Escambray e intérprete de La vitrina (1971), se separa del grupo para realizar en la comunidad rural de La Yaya una experiencia como actriz, directora y dramaturga; integra Cubana de Acero donde aprende, amplía y enriquece su concepción de un teatro lúdicro y crítico durante el montaje de Huelga, realizado por Santiago García.
El periplo del Buendía, historiado y criticado de manera notable, entre otros por Raquel Carrió, demuestra puntos de contacto, deudas de su más reciente trayectoria, por ejemplo, con el “paréntesis estructural” del Escambray, que presuponen como es lógico formas más complejas de comunicación con el espectador. El sentido de la identidad, su evocación de la memoria y su continua referencia a la tradición, como reapropiación de textos de Ferrer o Piñera, ha conducido al Buendía a construir un espacio en el que “hurgar en el pasado… desentrañar sus signos y el valor de su legado es necesario.”[4]
Sin embargo, si la trayectoria de Buendía recorre con sus montajes toda la década y su interés es creciente, la explosión de proyectos, instalados fuera de los circuitos tradicionales, supone una variedad de elecciones y posturas. Se observa un mayor desacato frente a la tradición que no pesa como un cadáver o una venerable losa y que muchas veces asume el tono, paródico c irreverente para desmitificar desde la dramaturgia de transición al teatro norteamericano. Los directores se apropian de Electra Garrigó o de Un tranvía llamado deseo, con la misma naturalidad y desenfado con que les influye el cabaret, la fiesta local, el cine de Hollywood, las carrozas y los carnavales.
La interrogación del pasado a través de lecturas ambiguas, polisémicas y de franca huida del cliché y el estereotipo confirman una actitud transgresora, inconforme, que es la reacción lógica de una nueva generación que “irrumpe” a la vida teatral en el momento en que los escenarios languidecían de imágenes chabacanas, burdas y complacientes. El teatro cubano más reciente está lleno de citas irónicas y paródicas a la cultura universal y a su propio pasado. Desde la trilogía de Carlos Díaz que se burla de los mitos y la retórica de un discurso anquilosado, o Berta Martínez, quien al actualizar la zarzuela española rinde homenaje a sus fuentes e ironiza sobre su propio estilo como directora, hasta Teatro del Obstáculo que en Opera ciega retoma el simulacro de La noche de los asesinos, de José Triana, para verificarlo. Al arremeter sobre el pecho acartonado de un padre emblemático (también maniquí, silueta y ruina) de un tijeretazo, Víctor Vareta demuestra que el ritual sigue su curso inexorable. Lo que Armando Correa denominó “el vértigo de la ironía” preside desde Time Ball, de Joel Cano, Desamparado —versión de Alberto Pedro sobre El maestro y Margarita, de Bulgákov—, a Un sueño feliz, de Abilio Estévez.
Estos años no permiten una caracterización fácil. Si Buendía los representa a cabalidad, en 1986 se estrena Sábado corto, de Héctor Quintero, en 1987 Weekend en Bahía, de Alberto Pedro, mientras que en 1988, Mi socio Manolo, de Eugenio Hernández, se desempolva: estrenos que confirman que la vía cubana para el realismo tampoco está agotada.
¿Qué hace la crítica? A la zaga de los procesos reales, mucho más informada y atenta, pero sin posibilidades ciertas de ser difundida, se limita al estudio pormenorizado y a devenir en conciencia desde el interior de grupos, proyectos o colectivos. Desde el punto de vista conceptual, si los ochenta disuelven una polaridad, proponen a la crítica la necesidad de replantearse el juego de oposiciones en que hemos sustentado nuestro discurso. Polaridades como coturno vs. chancleta, culto-popular, nuevo-viejo, conformista-resistente, “teatro sociológico” vs. “teatro de la identidad” han sido categorías que demuestran su debilidad frente a la multiplicidad de voces emergentes, el sinnúmero de creadores que han buscado su espacio fuera de la estructura teatral vigente, que reordenan el sistema con su actitud y que quizás con más urgencia reclamen una crítica que acompañe sus desafíos. Este reto requiere formas inéditas que superen la dualidad y la dicotomía. Se impone también una relectura crítica.
* Estas notas fueron leídas durante un encuentro convocado por la Sección de Crítica de la Asociación de Artistas Escénicos de la UNEAC, celebrado en junio de 1992, bajo el título “EI teatro de los ochenta”. Tentada de actualizarlas a partir de la invitación al debate aparecida en “Asumir la totalidad del teatro cubano”, he incluido dos comentarios al margen.
[1] Conjunto, n. 88, julio-septiembre, 1991, pp. 26-30.
[2] El feliz término de Ambrosio Fornet corre el riesgo de vaciarse de contenido
de tanto repetirse. Los 70 tampoco pueden liquidarse de un plumazo a golpe de frases hechas. Y menos aún localizar un decenio por oscuro que sea entre finales de 1965 y hasta el 76, porque sería trasladar a la creación teatral las mismas fórmulas administrativas que hemos criticado como nocivas, y otorgar a la sola creación del Ministerio de Cultura el don de resolver las contradicciones. La insistencia de la crítica actual dentro y fuera de Cuba, en ofrecer casi siempre una visión reductora de esta etapa debe hacernos pensar en cómo construir la base historiográfica necesaria para explicarnos experiencias muy diversas. Pero tendría que primar una mirada serena, rigurosa y desprejuiciada. Si bien hace falta crítica a los errores de la política teatral, un análisis apresurado arrojaría que esos años cobijan el hito de la puesta de María Antonia, el surgimiento de Los Doce y el Teatro Escambray, y que ,entre 1970 y 1978, se producen piezas tan significativas como Fray Sabino, de José R. Brene (Premio UNEAC 1970); Si llueve te mojas como los demás…, de Héctor Quintero (1971); La vitrina, de Abilio Paz (1971); y El juicio, de Gilda Hernández (1973), cuya importancia estriba no en términos de una escena complacida y complaciente sino de interpretación y crítica de la realidad actual. Este período reclama un estudio atento. La arremetida desproporcionada que sufre tiene que ver, en mi opinión, no sólo con la superación lógica de una estética y una sensibilidad, sino con una crisis del pensamiento y el afán de desacreditar la posibilidad de un teatro crítico dentro del socialismo.
[3] Teatro cubano contemporáneo. Antología, editada por el Centro de Documentación Teatral, Madrid, 1992. La antología, prolijamente descrita y comentada, tiene una nota del director de la colección: dos páginas a manera de nota introductoria en la que no satisfecho con las tres líneas ofensivas del prólogo sienta la pauta de la política de su editorial. Su lectura del teatro cubano es esquemática y superficial, y parcialmente dura su sentencia: “Desde finales de los sesenta, aquel sueño de libertad comienza a ser sistemáticamente administrado por un turno implacable de comisarios”. Pero la antología es tema aparte y La Gaceta nos ha invitado a la discusión.
[4] Notas al programa de Lila, la mariposa.
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