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El intermezzo irrepetible de Alfred Jarry (y a las carcajadas con Mallarmé)

En Ubú hay rasgos de Napoleón y de Nerón, por supuesto, y los rudimentos para 'La lección', de Ionesco, y para la escena de los hombres elegantes disparando un cañón desde una azotea parisina, del 'Entreacto' de René Clair, y también, cómo no, para la bravuconería de este Trump 2.0 que nos tocó vergonzosamente padecer.

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“Merdre!”, vociferó, en el Nouveau Théâtre, un personaje de rostro blanquecino y nariz rojiza. Era la línea inicial del Padre Ubú, el primer personaje que salía a escena en la noche del 10 de diciembre de 1896. Para que la Madre Ubú, el segundo caracter, pudiera pronunciar aquello de “Oh! voilà du joli, Père Ubu, vous estes un fort grand voyou”, tuvo que pasar una hora entera. Durante esos luengos y penosos minutos, algunos espectadores se marcharon, otros no podían callarse por la excitación del enojo (¡cómo¡, ¡cómo se prestaba el Théâtre, que había sido testigo de la resucitación de Shakespeare o Ibsen, a algo así!) y los menos permanecieron allí, riendo, curiosos, esperando a que se reanudara la obra.

Tras los bastidores, un individuo petiso, de cabello largo y revolver en el bolsillo, que moría también de risa e indignación a partes iguales, esperó con una paciencia que después nunca más supo cultivar. Tenía 23 años, había venido desde Rennes y firmaba textos cada vez más herméticos y excéntricos y disarmónicos (luego, “patafísicos”) como Alfred Jarry. Algunos de sus coetáneos, como Gide y Valéry, lo conocían, lo toleraban, pero al parecer aquello trasgredía todo límite. Quizás, Jarry tenía en mente, en medio del cabreo y las carcajadas, que sesenta años antes el público había puesto en la mira al mismísimo Victor Hugo (y por Hernani, vaya, una obrita en la que la que se celebraba el amor natural por encima del amor pactado; aunque el debate se dio, luego, entre clasicistas y románticos sobre la conveniencia de innovar tanto en el teatro parisino). O quizás, pensaba Jarry qué hacer con esa pistola que llevaba en el bolsillo de la chaqueta y que no abandonaba ni para dormir (nota al margen: Jarry como precursor de Buñuel, en el estreno de Un perro andaluz; si bien no tenía una pistola, Luisín tenía piedras en los bolsillos, para acribillar al público en caso de que no le gustara el corto). O, tal vez, el futuro Dr. Faustroll reparaba en una presencia entre el público que reía más que todos, un hombre que para Jarry (precursor de todos, de Ionesco y Beckett; de Apollinaire y de Duchamp; de todos, de Buñuel, de Heidegger, de todos, final y posteriormente) había sido uno de sus precursores. El precursor del precursor estaba allí, en tercera o cuarta fila, divertido con el exabrupto de su personaje extravagante y grotesco, pero aún más con la reacción de la gente.

Esa noche del 10 de diciembre Jarry se la construyó solo, como un visionario, y cristalizó en ella toda su visión del teatro y de la existencia. Hasta entonces malvivía en una buhardilla mugrienta y comía los peces hediondos a aceite que lograba extraer desde el Pont Neuf. Hacía poco, ostentaba el cargo de secretario del citado Noveau Théâtre. Una vez dentro, no gestionó inmediatamente el montaje de esa obrita suya, que tenía por nombre Ubú Rey, sino Los pilares de la sociedad, de Ibsen. (En ese gesto de Jarry ya está concentrada y reconcentrada la futura propuesta dadá: es decir, la posibilidad de fluctuar, como dibujando una espiral, entre lo tradicionalista y lo disparatado, teniendo siempre en ascuas al respetable).

La movida resultó bien: los burgueses dueños del teatro le permitieron al chaparrito (cuyo desenvolvimiento ante ellos era cortés, aunque pareciera estar masticando merdre, precisamente) poner en escena ese montaje. Pero luego la movida le salió aún mejor, porque cuando una hora después pudo hacerse silencio en la sala, los asistentes vieron algo asombroso: Ubú, el ex rey de Aragón, a quien le importaba más detentar el título de “patafísico” que de monarca, decide avasallar al rey de Polonia, Venceslao, para instalar una tiranía cruenta y extravagante. Su esposa (una Lady Macbeth afeada solo de cuerpo, porque de alma es su símil: una mujer aprovechadora y bathoryniana) lo secunda en todo. El hijo del antiguo rey, Pelelao, logra el apoyo del zar de Rusia para enfrentarse a Ubú, quien, antes del inevitable encontrón, decide subir aranceles e impuestos para castigar a los comerciantes y practicar la corrupción como el único pilar del sistema. Cuando ve inminente la llegada de Pelelao, Ubú huye de Polonia, dejando el trono en manos de su esposa.

En Ubú hay rasgos de Napoleón y de Nerón, por supuesto, y los rudimentos para La lección, de Ionesco, y para la escena de los hombres elegantes disparando un cañón desde una azotea parisina, del Entreacto de René Clair, y también, cómo no, para la bravuconería de este Trump 2.0 que nos tocó vergonzosamente padecer. Pero también, la obra puede leerse como una adenda, y no un reverso, de Macbeth. Y también como la futura ideología de Ignatius Reilly, en La conjura de los necios, que ni él mismo tiene muy clara en tanto modelo de moralina. Y también como el detonante que obliga a Antonin Artaud a buscar, tras el agotamiento del teatro de la crueldad, la agudización de las excepciones (es decir, la patafísica) en la pantalla de cine. Y también como el núcleo conceptual de la tesis del “soberano infame”, de Michel Foucault, cuando, en los años setenta, el pelón empiece su clase sobre la locura en el Collège de France. Y también…

La línea puede seguirse, pero, por obvia, no es tan interesante. Se sabe que toda gran obra permite, simultáneamente, hacer genealogía y teleología. Lo verdaderamente interesante es que, entre la primera y la segunda línea del parlamento de esa obra de teatro, medió una hora. Es decir, que Ubú Rey tuvo un entreacto no esperado de sesenta minutos donde se cifró la última gran espontaneidad y donde, como dice Gilles Deleuze, nació “la patafísica, que tiene, precisa y explícitamente este objeto: el gran Giro, la superación de la metafísica, la vuelta atrás más allá o más acá, la ciencia de lo que se sobreañade a la metafísica”.

La pregunta es seria: esa interrupción, en tanto encarnación del “gran Giro”, ¿puede ser considerada como parte constitutiva de la puesta en escena? Y si es así, ¿por qué el resto de representaciones, desde finales del XIX hasta comienzos del XXI, no han incluido ese intermezzo de una hora entre el “Merdre!” del Padre Ubú y el “Oh! voilà du joli”, de la Madre Ubú, al ser tan, pero tan ajustadamente patafísico?

Quién sabe. Deberían.

El caso es que quien estaba allí sentado, riéndose, ya identificado como el precursor del precursor, era el propio Stéphane Mallarmé. Le escribió días después a Jarry una esquelita, espetándole: “Has puesto ante nosotros, con un extraño y perdurable barniz en las puntas de los dedos, un personaje prodigioso y toda su cuartilla, y lo has hecho como un escultor dramático sobrio y seguro. Este personaje, entra en el repertorio del buen gusto, y me obsesiona”. Puede sostenerse, por tanto, una teoría ulterior: Mallarmé, el hombre que decía que la carne era triste, hacia 1896 la verdad no había leído todos los libros, y entendió más riéndose que reflexionando sobre la obra. Y si acaso reflexionó, lo hizo después, al enviar la citada carta, solo para marcar los rasgos de una de las tantas esquirlas de la bomba que fue Ubú Rey en su momento: el teatro del absurdo.

Tiempo antes, Paul Gauguin, el pintor salvaje, le había confesado a Mallarmé: “Tengo muchas ideas para escribir una novela”. El poeta le respondió: “Pero es que una novela no se escribe con ideas, se escribe con palabras”. Esto quiere decir que, para Mallarmé, Jarry es una situación intermedia de toda puesta en escena: el teatro, que vehiculiza ideas pero que las encarna en cuerpos en movimiento (y no en imágenes en movimiento: ergo, hay que desconfiar cada vez más en el cine y sus pseudorealizadores), se hace con palabras. Porque es en el lenguaje, en sus bases retóricas, en sus giros y desvíos (es decir, en el fundamento del teatro del absurdo y de la patafísica) donde está la posibilidad de revelación del ser.

Quizás ahora pueda entenderse porqué dice Deleuze que Jarry es el precursor desconocido de Heidegger: “Tanto en Jarry como en Heidegger, la técnica y la ciencia tecnicizada no se limitan a acarrear el retraimiento o el olvido del ser: el ser también se muestra en la técnica por el hecho de retraerse, en tanto que se retrae de ella. Pero eso solo puede comprenderse patafísicamente (ontológicamente), no metafísicamente […]. El pensamiento de Jarry es ante todo teoría del Signo: el signo no designa, ni identifica, pero muestra […] Es lo mismo que la cosa, pero no le es idéntica, la muestra. Todo estriba en saber cómo y por qué el signo comprendido de este modo es necesariamente lingüístico, o mejor dicho en qué condiciones es lenguaje”.

Jarry ya prefiguró que, ablandando el lenguaje podía, el ser, aparecer. Y la risa de Mallarmé, que era un hombre que nunca se reía, se lo confirmó cabalmente.

FELIPE RÍOS BAEZA
FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (2021). Ha publicado, además, La letra ensimismada. Nuevos ensayos de literatura hispanoamericana (2023); El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Es fundador y director de Notas al Margen. Espacio de Cultura, que ofrece talleres culturales cada mes. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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