Desde sus orígenes, la fotografía ha entretejido un vínculo de eternidad y permanencia con la ciudad. Cual cómplices silenciosos, los artistas del lente han sabido detener el tiempo en el momento justo en que las calles murmuran sus historias cotidianas, cuando los espacios y su gente se funden en una amalgama de relatos y sueños que terminan por configurar nuestra memoria colectiva. En cada imagen donde la ciudad se devela late, inevitablemente, la paradoja de lo efímero y lo eterno: la certeza de que todo cambia, pero también la persistencia de aquello que, de alguna manera, siempre permanece.
Para Ramón Williams, la ciudad no es solo un escenario, sino un organismo vivo, un espacio en perpetua transformación, donde las huellas del pasado se entrelazan con el presente y reconfiguran el porvenir. Sus fotografías transgreden la idea de la urbe como simple marco arquitectónico. Allí donde los muros, las calles y los trazos se superponen, se abre un diálogo con los sistemas de pensamiento de la sociedad contemporánea.
Williams es un fotógrafo de la materia. Su mirada convierte a la ciudad en un ente casi abstracto, una forma que se desdobla y se reinventa una y otra vez ante los ojos del espectador. Las líneas, los colores, los grafismos y las texturas emergen como paisajes nuevos, revelando el caos que nos envuelve, el pulso incesante de la vida urbana.
En su última exhibición Last Green Patches, abandona los encuadres cerrados para experimentar con planos más amplios y cenitales. Desde esa altura, el espacio urbano aparece como un mapa cambiante y fragmentado, donde el tejido arquitectónico, irregular y desordenado, se despliega sin tregua sobre el territorio. La mirada aérea no solo evidencia el dinamismo urbano, sino también la velocidad con que las urbanizaciones contemporáneas devoran los resquicios de naturaleza, borrando lentamente el verde en favor del hormigón.
El recurso del color selectivo, usado aquí con precisión y conciencia, guía al espectador hacia la tensión entre los bloques grises de las construcciones y las pocas zonas de vegetación que aún resisten. Ese contraste genera una sensación de asfixia, de incomodidad, como si la ciudad respirara con dificultad. El verde aparece entonces como último bastión, frágil e insistente, que se sostiene en medio del desarrollo acelerado del caos urbano de La Pequeña Habana.
Aunque las imágenes se centran en una urbanización específica, su mensaje trasciende los límites del lugar: resuena en muchas de nuestras ciudades, donde las urgencias y las modas del progreso arrasan con todo vestigio natural a su paso. Williams captura un instante en el que vibra la certeza de la transformación constante. Si regresáramos a esas coordenadas en un mes, descubriríamos nuevos cambios significativos, quizás con menos verde o convertidas totalmente a escala de grises.
Aun cuando reconocemos los espacios, el ángulo escogido y el trabajo de edición nos sitúan en un terreno ambiguo, donde lo urbano se percibe a la vez concreto y abstracto. El artista juega con las formas, con la ilusión y la memoria, transformando la ciudad en un entramado visual que es también un entramado conceptual. La obra de Williams no solo documenta la urbe en su acelerada metamorfosis: la convierte en metáfora de nuestra propia condición contemporánea, marcada por la tensión constante entre lo que desaparece y lo que lucha por permanecer.
En estas fotografías lo urbano se revela como un espejo: nos devuelve la imagen de nuestras aspiraciones, de nuestros excesos y de nuestras ausencias. Frente a ellas, somos testigos y cómplices de una transformación imparable, pero también guardianes de lo que aún persiste. La ciudad, hecha de fragmentos y cicatrices, se levanta aquí como un poema visual que nos convoca a preguntarnos qué queremos conservar, qué estamos dispuestos a perder y qué formas de permanencia estamos aún por imaginar.












