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Mendel, el de las depres

Me pasa eso, dijo: a veces creo que la tristeza no viene de mí, sino del mundo que dejó de tener lugar para alguien como yo y como Mendel. Lo releo, pues, para no perderme yo también.

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—Lo que nadie te dice es que una depresión tan aguda como la mía puede, a ratos, confundirse con una ansiedad cualquiera.

—¿Ah, sí?

—Ey…

Caminábamos por un ancho sendero de gravilla, marcado por ocotillos y abetos más bien pelados en esta época del año. El concuño del hermano del primo en tercer grado de un pariente lejano, el mismo que solía ser mi mejor amigo, ya era capaz de abandonar su habitación y dar algunos paseos. ¿Implicaba aquello, por decirlo con el cliché esperado, una “franca mejoría”?

—Hace un año, pensé que experimentaba la vieja ansiedad de toda la vida –continuó–, esa vieja perra de siempre que te empuja al insomnio y a morderte los padrastros. Pero en realidad, era otra cosa.

Me acordé de un caso parecido, el de una amiga, ingeniera de profesión, pero que se dedica a gestión de proyectos de tecnología. Hace poco compartimos un retiro de fin de semana y me contó que en su casa y en el trabajo y en su voluntariado y hasta en el gimnasio estaba siempre sacando pendientes. Deja tú los suyos: especialmente los pendientes de los demás. Su máxima era: “me construyo una bonita ansiedad para no caer en depresión”.

Ahora, mi amigo me revelaba algo luminoso. Sin embargo, lo dicho contrastaba con aquello que el doctor Chávez, su médico, me había comentado apenas llegué a hacerle esta visita.

—De enero para acá su condición ha mejorado –dijo con su voz engolada–, pero no hay que echar las campanas al vuelo. Se evidencia un mejoramiento notable, pero si me solicita consejo en confianza, le pediría que lo ayude a dejar de ritualizar su condición. Es un paciente que tiende a darle vueltas y a tallar y detallar lo sucedido. Así no hay sanación posible.

“¡Pero si mi amigo, al igual que yo, siempre quiso dedicarse a escribir ficción!”, quise decirle. “¡Qué tanto y qué remedio: somos rumiadores profesionales!”. Sin embargo, fui prudente y asentí.

Cuando en ese mismo paseo, sentados en un banco muy cerca de la piscina, le comenté en susurros la petición que su médico me había hecho se rio. Tomó una hoja de encino y comenzó a quitarle el limbo, dejándole únicamente las nervaduras. Al terminar, habló:

—No fue el daño que causé lo que me quebró, sino el que permití que me habitara, el que permití que creciera como la mancha voraz aquí dentro. Eso fue lo que me rompió por entero.

Traté de juntar ambas visiones en mi entendimiento (es que, a ratos, el tecnicismo psiquiátrico y la confesión en transferencia de un paciente resultan poesía hermética). No sé cuál de las dos me pareció más enigmática y menos ajustada a la realidad.

—Mientras la ansiedad te levanta cada mañana para construir tu día a día bajo la obsesión de “¿y qué pasaría si…?”, la depresión te conduce río abajo, con la idea: “Ojalá pasara aquello que, fantasiosamente, necesito que pase para dejar de sentirme así”. Es una desesperación tramposa, porque lo que esperas es algo indigno: compasión. Una desesperación muy culposa, además, porque te adjudicas responsabilidades que no tienes ni por si acaso…

Comprendí. Es más, lo acepté como si yo mismo pudiera haber dicho o escrito algo así. Sin embargo, de súbito entendí que, por el bien de mi amigo y del mío, yo también debía situarme. Y me prometí, teniendo a mi vez una hoja de encino en la mano, que esta sería la última Broma que tratara estos asuntos. Porque, así como un pájaro, durante este 2025 el asunto de los padecimientos psicoafectivos del amigo del primo de un cuñado que es mi mejor amigo han revoloteado o se han posado o han rociado de excrementos casi todas las entradas de esta columna.

—Hazle caso al doctor Chávez –le pedí–. Deja de ritualizar. Fíjate una fecha para decir ya y después de esa fecha, disuélvelo todo.

Mi amigo se quedó pensando un rato más. Con un gesto de ya qué, y no de ya, encendió un Lucky Strike.

—Bueno, 1 de diciembre.

—Va, 1 de diciembre. No retrocedas en nada. Hazlo por pura autoconservación. Combate ese círculo vicioso autocompasivo. Sobre todo, desintegra esa esperanza de volver a tener la alegría de antes, a ser el de antes. Después de vivir lo que viviste, y de permitir que todo te doliera tanto, sería irreal.

—Fue todo un 2025 de aprender a respirar otra vez… Porque ni eso me dejaba la angustia…

Se tapó la cara con ambas manos. La colilla, ya consumida, le quemó el dorso de la mano, pero no pareció importarle. Sollozó, pero su llanto ya era distinto al de antes.

—Permití que mi autoestima cayera y todo mi interior se despedazara en pequeños fragmentos.

—Ey, cero autocompasión –lo regañé.

Luego, abrí mi mochila. Saqué los libros de William Burroughs que en meses anteriores le había conseguido. Se los extendí. Miró de reojo los títulos: Ah Punch está aquí, La revolución electrónica. Negó con la cabeza, sacando el humo del cigarro por la nariz.

—Quienes te rodean y dicen quererte te preguntan lo de siempre, cómo estás, cómo estás. Y uno alza las comisuras y los hombros porque no quiere preocuparlos. Sin embargo, y sin saberlo, hay personas que han recogido esos fragmentos del espejo interior con un leve abrazo, con una conversación sobre bandas de rock, con audios de WhatsApp desde otro país. O con regalos más adecuados que estos que me trajiste…

De un costado de su bata extrajo un ejemplar largo, delgado, naranja, de una novela de Stefan Zweig: Mendel, el de los libros. Me confesó, después de guardar los nervios de la hoja de encino en una página cualquiera, que Marianita, una amiga en común, se lo había rescatado de los estantes de La Pessoa, esa librería queretana donde tantos, antes de sus crisis, buscamos cobijo alguna vez.

—Acabo de terminar de releerlo por tercera vez. Como solo se lee un libro que han escogido para uno con primor y, deliberadamente, para la reparación interior. Pero recién ahora encuentro en él un antídoto para la depresión crónica que me arrastró hasta aquí.

Miramos su portada, en la que un calvo y robusto hombre está sentado a la mesa de una cafetería en Viena, con una pila de libros y una taza humeante, mientras observa por la ventana los coches y los transeúntes.

—Sigo recreándome en su portada. Logro ver, a través de los ojos grandes y sosegantes de quien me lo regalara, a Jakob Mendel, el de los libros. Esa historia que seguro recordarás, sobre aquel judío que fue de Galitzia a Viena para hacerse rabino. Pero en su lugar se volvió librero, archivo viviente, pura memoria encuadernada, y que por eso mismo no fue capaz de resistir el embate brutal de ciertas personas que lo agredieron en el mundo real. Mendel, te acordarás, no sabía protegerse: confiaba en la continuidad del saber, en el pacto silencioso entre lector y libro. Pero la guerra lo alcanzó igual, y lo expulsó del lugar donde existía.

Lo cierto es que yo no recordaba nada de eso, sobre todo porque de Zweig no había pasado de Veinticuatro horas en la vida de una mujer y algunas paginitas de Momentos estelares de la humanidad.

—Me pasa eso –dijo–: a veces creo que la tristeza no viene de mí, sino del mundo que dejó de tener lugar para alguien como yo y como Mendel. Lo releo, pues, para no perderme yo también.

Me lo prestó. Pude notar sus subrayados y sus notas, con letra apresurada y nerviosa, en los márgenes. Me sorprendió advertir que ese sobrino del encargado del inquilino del tío de mi madrastra seguía, tantos años después, leyendo igual que yo: de forma oracular, exigiéndole a cada libro que le entregara, más que una trama, una revelación mística.

“Leía como otros rezan, como juegan los jugadores y como los borrachos se pierden con la mirada en el vacío: leía con un ensimismamiento tan conmovedor que desde entonces observar la lectura de otras personas siempre me pareció profano”, decía el narrador sobre Mendel. Seguí hojeando. Más adelante, tropecé con otro subrayado: “Esa masa blanda y fecunda absorbía con voracidad esa plétora de documentos, de la misma forma que una pradera absorbe los miles, pero miles, de gotas de una lluvia”.

Entonces comprendí. Para un rito definitivo que le permitiera por fin abandonar esa clínica, mi amigo me ofrecía secretamente un juego de roles, donde él fuese Mendel y yo, el escribidor que lo podía hacer trascender o, al menos, situar fuera de allí.

—De acuerdo –le di por respuesta.

Nos abrazamos largo rato, como recuperando el tiempo en el que estuvimos perdidos, disociados, creyendo que todo lo importante se situaba fuera del espacio que media entre su cabeza y la mía.

—¿Lo prometes?

Como decía Zweig: “Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo”, ni mi amigo ni yo éramos ya los de entonces.

Aún me resuenan las últimas palabras que le dije, antes de levantarme de ese banco y recorrer el sendero de gravilla al revés, abandonando la clínica: “1 de diciembre. Ni un día más. Porque el verdadero problema, pienso, es que el mundo siguió su curso, pero tú quedaste detenido en el momento en que todo dolió más. Y mientras no te destrabes tú, tampoco podré hacerlo yo”.

Lloró un poco más, pero sentí que algo empezaba a emerger de aquellas arenas movedizas.

“Te veo en la estación de autobuses para irnos juntos a la FIL de Guadalajara”, le dije sin voltearme.

* * *

Probablemente, cuando esta columna aparezca, mi amigo y yo estaremos recorriendo los pasillos de la FIL. Él, buscando más libros de Zweig y otros para regalarle a sus contertulios de la clínica. Yo, haciéndome de todo el universo Proust, Pizarnik, Foster Wallace que encuentre, a propósito de los cursos que daré el próximo año, y uno que otro ejemplar de Izumi Suzuki o de Darío Džamonja para el entretenimiento de medianoche.

La última imagen que tengo de ese ritual de cierre es el banco en el que nos sentamos, que quedó en el desamparo de los jardines de la clínica, así como dice Zweig que quedó la mesa del café en la que Mendel se sentaba: “Me invadió una especie de horror cuando vi la mesa de mármol de Jakob Mendel, administradora de oráculos, vacía como una losa sepulcral oscureciéndose en ese espacio. Recién ahí, siendo ya un poco más viejo, entendí cuánto es lo que desaparece con personas como esa. En primer lugar, porque todo lo único con el correr de los días se convierte en algo más valioso en nuestro mundo, que sin la salvación se va tornando más monótono”.

El correr de los días nos ha mostrado, a mi amigo y a mí, lo valioso, lo que jamás será monótono. Todo eso que, esperamos, aparezca sin lamentaciones ya por La Broma el próximo año.


Para todo el personal de la Clínica Loto, con especial agradecimiento al Dr. Chávez.

Para Lalo, Mariana y Alejandra; para Mónica R. Licea, Marcelo Acevedo y Didí Gutiérrez, por recoger durante todo este año pedazos rotos del espejo interior.

FELIPE RÍOS BAEZA
FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (2021). Ha publicado, además, La letra ensimismada. Nuevos ensayos de literatura hispanoamericana (2023); El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Es fundador y director de Notas al Margen. Espacio de Cultura, que ofrece talleres culturales cada mes. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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