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Aristóteles y la invención del platonismo

Lo que en Platón era tanteo, ironía y búsqueda, en Aristóteles se vuelve afirmación sistemática. Así surge un platonismo que Platón nunca escribió, pero que Aristóteles necesitaba para definir su propia metafísica por contraste.

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A José Emilio Esteban Enguita, este ensayo con cierto tono nietzscheano, para un gran amigo y estudioso de la obra del filósofo prusiano

La Academia platónica no fue un recinto selecto ni un espacio jerárquico donde se exigiera linaje, talento previo o fortuna. Si hemos de creerle a Epicuro, Aristóteles llegó allí tras haber dilapidado la herencia paterna y fracasar como droguero y como soldado: una entrada casi por la puerta de atrás que revela el carácter abierto y poco ceremonial de la escuela. Pero justamente esa ausencia de filtros da lugar a la paradoja más fértil de su historia: en un ambiente donde cualquiera podía entrar sin acreditarse, sería ese recién llegado sin prestigio, un meteco sin gloria previa, quien acabaría reinventando la tradición platónica; quien convertiría lo que Platón concibió como un laboratorio colectivo del pensamiento en la estructura doctrinal que heredó Occidente y que se conoce como el platonismo.

Para comprender esa transformación conviene partir de un hecho elemental: lo que en la República aparece como un programa pedagógico ordenado y orientado a la formación de la polis –una filosofía que instruye y administra la educación– no coincide con el modo en que Platón expone su pensamiento. Los diálogos son todo lo contrario: escenas dramáticas llenas de máscaras, ironías y aporías. Y aquí surge el conundrum: resulta inverosímil que Platón mostrara en público lo más experimental e inestable de su pensamiento, y reservara para un círculo cerrado lo sistemático y cerrado.

Esta sospecha no es una simple hipótesis historiográfica: recorre la Carta VII, donde Platón afirma que nadie que haya comprendido bien su filosofía puede emprender la escritura de un tratado. La condena no apunta a la escritura per se, como suele repetirse hasta el cansancio, sino a un tipo de palabra –oral o escrita– que pretende fijar en doctrinas aquello que solo puede existir como búsqueda viva, como ejercicio constante de interrogación. Lo que Platón rechaza es la clausura: la conversión de un proceso de indagación en un cuerpo de enseñanzas estable y transmisible. En esta carta, la filosofía se define como un método de purificación intelectual, un convivir con el problema, un entrenamiento para atravesar errores y medias verdades hasta acceder, acaso, al chispazo de lo en sí. Su filosofía no es un sistema: es un modo de vida intelectual que se despliega en escenarios dialógicos, no en tratados.

Si se quiere hablar de “doctrina no escrita”, solo puede entenderse en este sentido: como un aprendizaje semejante al que recrean los diálogos socráticos, una práctica de interrogación y purificación intelectual desarrollada en la Academia. Es posible imaginar discusiones más abstractas entre quienes ya habían tenido ese “chispazo”, pero la filosofía platónica sigue siendo, ante todo, una filosofía del ejercicio.

Leído desde este precedente, se vuelve insostenible la división entre un supuesto pensamiento esotérico –serio, sistemático, reservado– y otro exotérico –dramático, ambiguo, abierto–. La frontera es ilusoria. Si Platón desconfía de la palabra doctrinal y entiende la filosofía como dramatización del problema, no hay motivo para suponer que ocultaba un sistema rígido para iniciados. A partir de esto se entiende mejor la operación de Aristóteles: convierte en doctrina lo que en Platón aparece como experimento. La technē tou biou socrática –el arte de vivir– se transmuta así en lo que hoy entendemos por filosofía: la exposición sistemática de ideas en un discurso.

No debe olvidarse que, según la mayor parte de la bibliografía, Aristóteles entró en la Academia alrededor del 367 a. C., justo cuando Platón publicaba diálogos como el Parménides, el Teeteto y el Sofista: textos donde el Ideal empieza a mostrar sus líneas de fractura, donde Platón se obliga a pensar también lo nimio, lo ínfimo, aquello que parecía quedar fuera del radio del pensamiento, y a encontrar un modo para que la noción de Ideal pueda dar cuenta del devenir y de sus más y sus menos, y que marcan, más que una segunda navegación, un auténtico naufragio. Es en ese momento de crisis cuando Aristóteles sistematiza los movimientos dialógicos hasta producir un platonismo coherente y unificado: una arquitectura teórica construida a partir de lo que, en realidad, eran preguntas dramatizadas y problemas escenificados. Lo que en Platón era tanteo, ironía y búsqueda, en Aristóteles se vuelve afirmación sistemática. Así surge un platonismo que Platón nunca escribió –o que acaso ya había abandonado–, pero que Aristóteles necesitaba para definir su propia metafísica por contraste.

El Filebo –diálogo también tardío, aunque algo posterior y escrito en los primeros años en que Aristóteles frecuentaba la Academia– ofrece un ejemplo revelador. Allí Platón indaga la mixtura propia de la vida humana –esa combinación siempre inestable de placer y dolor, exceso y medida– que, en los diálogos tardíos, aparece como el ámbito donde se juega la areté. El Sofista y el Político habían dejado entrever la necesidad de un examen dedicado al filósofo, y el Filebo ocupa, como bien intuyó Donald Davidson, ese lugar vacante: no como tratado sistemático, sino como escena donde se ensaya la articulación entre lo ilimitado (ápeiron) y el límite (péras) que hace posible la vida común. Se abandona el precepto de que filosofar es aprender a morir y se adopta aquel otro que acepta las cuotas de impurezas necesarias para que –como se dice en el Filebo— “nuestra vida sea en alguna medida una vida”. Impurezas sí, pero las justas: una mezcla proporcionada, nunca el “auténtico revoltijo” que el diálogo condena. Esa mixtura hace que incluso el Bien –la categoría unitaria por excelencia según la República, la idea que regía y reunía a todas las otras– empiece a decirse de muchas maneras: “no podemos capturar el bien bajo una sola forma; tomémoslo en tres: belleza, proporción y verdad”. Lo que en Platón funciona como una reflexión sobre la estructura vivida del bien –una búsqueda de la justa medida (métron), no de un principio formal– aparece en Aristóteles reducido a una doctrina del Uno, la Díada indefinida –el ápeiron platónico, donde caben los excesos, lo mucho y lo poco–, y los números ideales, presentada como un blanco fácil de refutación, aunque en el diálogo el tema del número como categoría ontológica central apenas se insinúa. Y, sin embargo, es también ahí donde Aristóteles toma de Platón su intuición más fértil: la tensión entre límite e ilimitado, que en el Filebo es una categoría vital y práctica, se transforma en él en distinciones ontológicas de largo alcance –acto y potencia, forma y materia– donde el límite opera como principio configurador y lo ilimitado como sustrato indeterminado. La operación es doble: caricaturiza el esquema platónico para estabilizarlo doctrinalmente, pero extrae de él, transformándolos, los elementos que alimentarán la arquitectura profunda de su propia metafísica.

También ilustra esta actitud la anécdota que el propio Aristóteles recoge sobre la conferencia de Platón sobre el Bien: según él, el público salió desilusionado al descubrir que no se hablaba de ética ni de política sino de especulaciones abstrusas sobre la idealidad del número. Aristóteles convierte ese episodio en prueba de que el Bien platónico “es” número y coloca así, en el centro de su reconstrucción del platonismo, una ontologización del número que en los diálogos solo está sugerida lateralmente.

De todo ello nace un platonismo que probablemente nunca existió –o que no se ve reflejado en los diálogos–, pero que Aristóteles impone como lectura autorizada: un Platón doctrinal, coherente, despojado de sus máscaras y paradojas; un Platón que sustituye al dramaturgo del pensamiento por el arquitecto de un sistema. En esa transformación –parte caricatura, parte homenaje, parte reescritura interesada: herramientas usadas por casi todos los grandes filósofos cuando se sitúan ante la tradición con el objetivo de crear una voz propia– radica la ironía final: aquel que entró por la puerta lateral de la Academia terminó inventando el platonismo que Occidente leería durante siglos.

Se podría contar otra historia: la invención del platonismo fue una labor plural. En ella colaboraron otros discípulos de Platón –Espeusipo, Jenócrates, Filipo de Opunte–, pero de sus doctrinas apenas se han preservado indicios. Que otros reconstruyan esas voces perdidas; mi oído solo atina a escuchar lo que dicen los textos.


Nota del autor: Este ensayo –junto a otro que publiqué en esta misma revista y que llevaba como título “Entre el devenir y la urna funeraria. Apuntes sobre la esencia y la existencia desde Aristóteles y Lezama”— es parte de un libro sobre Aristóteles en el que trabajo ahora. El libro que compondré con ellos, que tendría entre 15 y 20 textos, sería una especie de diccionario, pero en el que cada entrada funcionaría como un ensayo independiente, que se puede leer por sí mismo. Los ensayos se tocarían, pero de un modo oblicuo. Ninguno tendrá más de 2 000 palabras. En él trataré los temas de Aristóteles que me interesan conectándolos con problemas literarios y filosóficos contemporáneos. El libro se titulará “Aristóteles se dice de muchas maneras”. La estructura de un puzle que va armando un todo, de forma indirecta, casi secreta; creo que le hace justicia al modo en que el corpus aristotélico ha llegado a nosotros: libros mutilados, como la Poética, esbozos de escritura, notas de cursos.

JORGE BRIOSO
JORGE BRIOSO
Jorge Brioso. Catedrático de literatura peninsular y latinoamericana en Carleton College. Ha publicado El privilegio de pensar (Casa Vacía, 2020). Ha traducido y editado la poesía y los ensayos de José Lezama Lima junto con James Irby en el volumen A Poetic Order of Excess (Green Integer, 2019).

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1 comentario

  1. Conmovedor! Es electrizante ver cómo Brioso relee y revalora la cultura clásica con tanta gracia y convicción. Este universalismo de los últimos tiempos es característico de lo mejor de la cultura diaspórica cubana.

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