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Guillermo Rodríguez Rivera: “No todo el monte es orégano”

Tomado de ‘El Caimán Barbudo’, año 19, n. 215, octubre, 1985, pp. 26 y 28.

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Como era de esperar, los autores de La generación de los años 50 han reaccionado enérgicamente contra mi artículo “Así que pasen cinco años”, aparecido hace un par de meses en esta misma publicación. Los compañeros Eduardo López Morales (en las propias páginas de El Caimán) y Luis Suardíaz (en la Bohemia correspondiente a la última semana de julio) han presentado los argumentos pro domo sua, cada uno en su estilo: López Morales con un conceptuoso ensayo que duplica en extensión a mi crónica; Suardíaz con una chispeante entrevista, en la que me cita sin nombrarme. La generosidad y la paciencia de la dirección de El Caimán Barbudo –espero que asimismo de sus lectores– me permiten responder ahora al teórico Eduardo y al periodístico Luis y, sobre todo, exponer con mayor holgura algunas de las ideas que lancé en el artículo de marras y que, al menos, han tenido la virtud de colocar sobre la mesa de discusión unos cuantos temas de interés en torno a crítica y poesía.

1

Mi artículo no pretendía ser –lo advertía en sus primeras líneas– sino una apretada reseña de un lustro de poesía cubana, en la que registraba la importancia del género en el período en cuestión, y donde formulaba algunos rápidos comentarios sobre sus más notables representantes. El espacio obligaba a ser escueto y el artículo no podía ser sino ligero. Lo que López Morales parece objetar más intensamente en mi valoración del quinquenio poético es la omisión de numerosos poemarios aparecidos en el período y, consecuentemente, la mención de los correspondientes autores. Francamente, no creo que mi artículo hubiera acrecentado su valor incorporando el listado de libros y poetas que López Morales propone en su respuesta. En poco más de tres cuartillas –unos 110 renglones– cita 38 nombres. A tres líneas per capita, aproximadamente. Pero si tenemos en cuenta que además enumera los títulos de los autores en cuestión, podrá el lector deducir lo que resta para la exégesis y el juicio. Con muy buena intención, afirma que no pretende “que el crítico se limite a dar una simple nómina” pero, en verdad, lo único que nos da es una simple nómina. Pienso que estos catálogos que proliferan en artículos-resúmenes y ponencias de foro, hace rato que dejaron de cumplir su misión. Necesitamos una crítica que se centre en un tema mucho más ceñido (una obra, un autor, una tendencia, un rasgo estilístico o expresivo, etc.) y arribe a comprensiones más hondas del objeto de estudio elegido.

Desde luego, estoy muy lejos de creer que mi crónica del quinquenio lírico cumpla los requisitos de una crítica con todas las de la ley, pero me parece injusto que se impugne mi modesta nominilla de autores destacados con la plantilla poética que López Morales nos propone.

Mi artículo apenas si intentaba resumir ciertos hechos reveladores de la significación de la poesía cubana entre 1980 y 1985, y si no podía cumplir las tareas de exégesis y valoración que toda crítica está obligada a desplegar, al menos podía asumir en cierto grado sus funciones postulativa y metacrítica, según la terminología de Janusz Slawinski.[1] Esto es, proponer ciertos ideales de literatura y formular algunas consideraciones en torno a los cometidos de la crítica misma.

Mi artículo no podía ni tenía que enumerar cuanto libro de valor o simplemente decoroso se hubiera publicado en el quinquenio, ni mucho menos efectuar un pase de lista poético. Esta disparidad de criterios en materia de jerarquización, y en lo tocante a la importancia de esta tarea dentro de la actividad crítica parecen ser, en verdad, la raíz del debate. El reclamo de jerarquización que mi artículo formula es la “bestia negra” para Eduardo y Luis. Y este reclamo se relaciona estrechamente con mis impugnaciones de La generación de los años 50, que se convierten en el punto focal de la polémica.

Entremos en materia, pues. Ello me permitirá no sólo considerar más ampliamente las que sostengo que son graves deficiencias de la antología sino, también, debatir en torno a algunos principios metodológicos esenciales de la crítica literaria.

2

Tanto Suardíaz como López Morales –coantólogo y prologuista respectivamente de La generación de los años 50— manifiestan criterios comunes en lo que toca a los principios rectores de la selección de autores y poemas. Para Suardíaz, La generación de los años 50 es un “escogido monte, lírico”. La selección final va por el lector.

El que así lo desee, que separe su árbol preferido y aun sus más preciadas ramas, tallos y hojas.[2]

Que es lo mismo que sin metáforas ecologistas nos dice López Morales cuando pondera las oportunidades que la antología ofrece a los lectores de “ordenar sus preferencias, de amar al que les guste, convenza o conmueva, de descubrir a poetas ignorados o poco conocidos pero valiosos”.

En cualquier caso, estamos ante un inventario, una preantología, una muestra colectiva, un florigelio [sic.] crudo, cuyo refinamiento ha sido confiado a los lectores.

Existen las compilaciones, muestras colectivas o ediciones conjuntas de poemas. Ejemplo de ellas fue, en 1959, Poesía joven de Cuba, preparada por Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamís. Su carácter tenía plena justificación en la juventud de los poetas allí reunidos. La generación de los años 50, por el contrario, se realiza en un momento que sobrepasa con creces el de la madurez de los poetas que la integran, y hubiera permitido ofrecer no una nueva exposición colectiva, sino una verdadera antología: esto es, un panorama crítico y, por lo tanto, ordenador y jerarquizador. La tarea de conformar una antología no puede delegarse cómodamente en sus lectores. Por supuesto que todo lector tiene sus gustos, preferencias, inclinaciones. Pero, en una antología, el lector va a buscar, justamente, el punto de vista calificado de los especialistas a los que se confió. Creo que Suardíaz ignora este carácter activo de la labor del antólogo cuando señala que nada impide a los críticos precisar la significación de cada autor. Ocurre que esa era una misión central de los autores de La generación de los años 50, si es que se trataba de realizar un libro que mereciera la denominación de antología poética.

Una antología no es un monte, mucho menos cuando no todo el monte es orégano. Una antología es una muestra selecta (“colección de flores” es su etimología, y no de tallos, ramas, ni hojas secas), ordenada y jerarquizada, y existen diversos modos de cumplir estos necesarios requisitos.

La jerarquización se consigue, en primer término, mediante la escogida de los autores. Pero aun cuando la antología quisiera ser absolutamente panorámica, abarcadora e inclusiva, siempre queda al antólogo la posibilidad de jerarquizar a través de la cuantía de la muestra de cada autor.

Otro medio jerarquizador al alcance del antólogo es la elaboración de notas de presentación de los autores incluidos, no simplemente para ofrecer datos, sino para señalar los logros, hallazgos, aportes y deficiencias de la obra de cada cual.

Puede el antólogo asimismo presentar las tendencias y corrientes estéticas que definen la dialéctica del proceso literario, y ello es una tarea ordenadora de primer orden, que permite comprender mejor y más profundamente las proyecciones dominantes y las posiciones de los poetas ante ellas.

Finalmente, están dadas al prologuista de una antología las posibilidades tanto de descubrir y caracterizar las tendencias expresivas fundamentales, como de valorar la significación y el alcance de las obras individuales seleccionadas.

Las antologías, en más de una ocasión, han alterado los catálogos de autores al uso, y han destacado y jerarquizado la significación de la obra de algún autor olvidado o desconocido. Es ejemplar en este sentido la importante Antología de la poesía española e hispanoamericana, 1888-1932, que en 1934 publicara el profesor Federico de Onís. A ella se debe, entre otras cosas, la comprensión de la significación de Luis Carlos López en el contexto del posmodemismo hispánico y la valoración, al nivel de la poesía de la lengua, de la obra de José Z. Tallet, cuando aún no había publicado libro.

Pero hay que subrayar que estas alteraciones de los valores establecidos, estos descubrimientos de valores desconocidos por la crítica –que constituyen una importante manifestación de la función valorativa que puede desplegar una verdadera antología– deben ser explícitos. No basta con la simple inclusión del autor; es necesario –justamente porque esa inclusión subvierte las tablas de valores imperantes– dar las razones que la apoyan, exponer las ideas que fundamentan esa modificación de los juicios críticos dominantes.

Lamentablemente, La generación de los años 50 ha desdeñado todas esas posibilidades; ha tenido la explícita intención de no ordenar, de no jerarquizar, de no opinar. Esa intención es errónea y disminuye considerablemente el valor de la antología. En verdad, la frustra como tal.

Suardíaz defiende así el criterio de los antólogos:

en rigor, no es necesario ser muy audaz para señalar, tres, cinco, nueve poetas y escoger sus diez, cuatro, dos mejores páginas y lanzarlas directamente a la inmortalidad; en rigor eso se ha venido haciendo con persistencia en la historia de la literatura, incluyendo la nuestra.

Pregunto: ¿Y es necesario ser muy audaz para obviar la misión de señalar y escoger?

Las tareas de jerarquización y ordenamiento han venido haciéndose, en efecto, en la historia de la literatura porque son actividades centrales de su estudio, y deberán hacerse cada vez con más rigor. Las mejores antologías cubanas, en el pasado y el presente siglos, han contribuido a precisar y definir tendencias y periodos de nuestra literatura, a establecer la significación de nuestros mejores autores. Para desdeñar alegremente el trabajo de los antólogos “tradicionales”, desde Meleagro hasta Cintio Vitier, creo que es necesario ofrecer algo mejor que ellos.

Eduardo López Morales –otra cosa sería incongruente– no exhibe el desdén por la teoría que resuman las opiniones de Suardíaz. Lo que hace es identificar mi reclamo de jerarquización y valoración con una postura pontifical, dogmática, aristocrática. No demuestra sus acusaciones, pero multiplica los adjetivos condenatorios en expresiones como “inconcebible elitismo”, “concepciones seudojerarquizadoras”, “aristocratismo trasnochado e incongruente”, “decálogo exterminador”, “entomología poética», etc. etc., para culminar en este párrafo anatematizador en el que mi solicitud pasa a ser el de un recetario que divida a los poetas incluidos en un escalafón medieval que contemple los círculos del paraíso (las primacías) y del infierno (los desechables) que tiene mucho que ver con una concepción burocrática de la cultura.

Pero esto es pura violencia verbal sin sustancia que pretende, con toda intención, desacreditar una tarea fundamental de toda crítica digna de tal nombre: distinguir los buenos autores de los mediocres y malos. El maestro Pedro Henríquez Ureña aconsejaba así a los historiadores de la literatura hispanoamericana:

Noble deseo, pero grave error cuando se quiere hacer historia, es el que pretende recordar a todos los héroes. En la historia literaria el error lleva a la confusión. En el manual de Coester, respetable por el largo esfuerzo que representa, nadie discernirá si merece más atención, el egregio historiador Justo Sierra que el fabulista Rosas Moreno […]. Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros de lectura indispensable.[3]

Verdaderamente, atender la recomendación del gran humanista dominicano, habría resultado de mucho provecho para los autores de La generación de los años 50. Por mi parte, no creo que por reclamar la aplicación entre nosotros de tablas de valores, pueda alguien acusarme seriamente de burócrata de la cultura. Semejante denominación cuadraría con exactitud al que, arbitrariamente, desde una posición de dirección cultural, aupara a sus afines, excluyera a sus adversarios, al que decidiera sectariamente quién figura en las antologías, quién integra los jurados de concursos, etc. etc.

Yo no tengo otra fuerza que el poder de convencimiento que pueda dimanar de mis criterios, y siempre puede el compañero López Morales refutarlos, si así lo estima pertinente. Suardíaz sostiene que La generación de los años 50 constituye un mentís a quienes afirman que “la mayoría de nuestros poetas vive en el «exilio»”. No lo dudo, porque esa aseveración es tan descabellada que su refutación resulta extremadamente fácil. Creo, sin embargo, que la imagen internacional de nuestra poesía se hubiera beneficiado con una selección más rigurosa, ordenada y analítica.

Somos rigurosos en Cuba cuando enviamos una delegación deportiva a un tope de envergadura, o cuando designamos nuestros representantes artísticos a un evento de alta jerarquía. De esa selección depende nuestro prestigio internacional en esas esferas. Por otra parte, nuestra Revolución enfatiza los logros colectivos pero, dentro de ellos, jerarquiza, destaca y estimula los logros individuales. Tenemos numerosas órdenes, medallas y distinciones destinadas a reconocer y proclamar los méritos individuales de nuestros atletas, artistas, obreros, científicos, maestros, soldados, campesinos y estudiantes. Ello es justo siempre, pero en un ámbito como la literatura donde la creación es estrictamente individual, resulta imprescindible. La promoción mundial de la literatura cubana tiene que hacerse a partir de la jerarquización de nuestros mejores autores, pertenezcan a la generación que pertenezcan.

El prólogo de López Morales a La generación de los años 50, documentado y sustancioso en más de un aspecto, creo que sobrevalora a destiempo la importancia metodológica del concepto de generación en la crítica literaria. Así, se diluyen las responsabilidades individuales en la caracterización del grupo, y los méritos específicos de ciertos poetas pasan a ser usufructo de toda la generación.

Del mismo modo, la madurez de los poetas más notables de la generación de los años 50 deviene, en el prólogo de López Morales, patrimonio de todos, y el ensayo resulta incongruentemente paternalista cuando presenta como inmaduros a autores que andan entre los treintaitantos y los cuarentaitantos y que acumulan méritos obviamente mayores que los de numerosos poetas recogidos en La generación de los años 50. Si el hábito no hace al monje, la generación tampoco hace al poeta. Y tener más años no significa necesariamente acumular más méritos, sino apenas más obligaciones.

3

No creo que pueda pensarse que mi crítica a La generación de los años 50 sea una impugnación al trabajo de la generación en sí, ni mucho menos al de sus poetas más notables. Ellos han escrito textos fundamentales de nuestra poesía contemporánea, y jamás he sido remiso a reconocer –en mis trabajos escritos o en mis clases– sus méritos irrebatibles.

Mi impugnación jamás ha estado dirigida contra esa decisiva contribución a nuestras letras –y a veces a la poesía de la lengua– sino contra una antología que no hace justicia a la significación de esa contribución.

Ya con esta me despido, y sólo quisiera dejar constancia final de mi satisfacción porque asuntos como los que han ocupado este debate salgan a la luz, y contribuyan al saneamiento de nuestro trabajo literario. Nada puede hacernos más daño que nuestros propios errores. Nadie tiene la verdad absoluta. Entre todos, discutiendo franca y abiertamente, podemos acercarnos un poco a ella.


Notas:

[1] Janusz Slawinski: “Funkcje Krytyki Literackje”, citado por Desiderio Navarro: “Premisas y dificultades para una crítica literaria científica”, en Nuevos críticos cubanos, Letras Cubanas, La Habana, 1983, pp. 600-601.

[2] Todas las citas de Luis Suardíaz y Eduardo López Morales provienen de: “Suardíaz responde”, en Bohemia, 26 de julio de 1985, p. 21, y Eduardo López Morales, “Notas sobre crítica y poesía”, El Caimán Barbudo, n. 214, 1985, pp. 21 y ss.

[3] Pedro Henríquez Ureña: “Caminos de nuestra historia literaria», Ensayos, Casa de las Américas, La Habana, 1965, p. 123.


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