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‘El monte de las furias’. Entrevista con la escritora uruguaya Fernanda Trías

Tengo amigos que empiezan a escribir un libro el mismo año que yo, y lo terminan y publican mucho antes. Mientras tanto, yo hago como una especie de ritual en que dejo que el texto descanse y espero a que me hable. Cuando me habla, me siento de nuevo a escribir. Por eso digo que mi proceso es muy lento.

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En la ladera de una montaña vive una mujer cuyo único trabajo es cuidar la soledad de ese paisaje, que es un poco la suya. Durante su vigilia, llena cuadernos como si se tratara de un ejercicio de memoria y, a la vez, un testimonio de su tranquila rutina, que es apenas interrumpida por un celador que vive algo más abajo y unas proselitistas religiosas que ansían convertirla. Un buen día, aparece un cuerpo de la nada. Un cuerpo sin nombre ni pasado. Y luego otro y otro… Mientras tanto, la montaña también observa y da cuenta de lo que sucede en toda la extensión de su territorio, incluida la presencia de esta mujer que habita solo en una pequeñísima fracción de su existencia milenaria. Hasta aquí lo que podría ser una sinopsis formal de El monte de las furias (Random House, 2024), la última novela de la escritora uruguaya Fernanda Trías. Sin embargo, lo dicho no cubre ni siquiera la epidermis de esta historia que, como nos tiene acostumbrado su autora, tuerce los espacios y los tiempos expandiéndolos hacia dentro.

Haciendo gala de una potencia lírica innegable, Trías propone un escenario tan abierto como puede ser una montaña sin abandonar el tipo de atmósfera cerrada que ejecutó perfectamente en La azotea y Mugre rosa. A través de los cuadernos de la veladora, la aparente enormidad espacial se vuelve aquí claustrofóbica, como mismo los días largos y monótonos en la ladera se convierten en una millonésima de segundo en la narración del tiempo geológico de la montaña. Una vez más, Trías parece decirnos que los espacios son en realidad territorios introspectivos y que el tiempo se mide en recuerdos.

Al final del libro, en un apartado, dices que los montes que viste en Bogotá te movieron a escribir El monte de las furias. ¿Cómo fue ese proceso en el que la contemplación de dichos montes te llevó a esta historia?

Primero se me aparecieron algunas imágenes y el tono de la narradora. Casi siempre ocurre de esta forma. Muchas de las ideas (si se les puede llamar así) me llegan en la voz de la protagonista, ya con un determinado tono que después voy ajustando. Yo oí estas primeras voces en 2019, cuando estaba terminando Mugre rosa, y para mí es una señal de que estoy al acabar una novela cuando se me aparece una idea para otra. Entonces, empecé a oír la voz de la protagonista de El monte de las furias hablar sobre la casa y algunas cosas que dice en el primer cuaderno, que es donde se establece el lugar, el entorno, donde se construye el mundo de esta historia. Yo pensé que eso podría llegar a algo y lo anoté en una libreta. No quise echarle cabeza ni dejar que la parte consciente interviniera. Lo puse a un costado para permitir que inconscientemente se siguiera alimentando.

Entonces empezaron las locuras de la pandemia y en marzo de 2020 cerraron Bogotá. Fue un largo encierro, porque en Bogotá se impuso una de las cuarentenas más extendidas del mundo. Yo vivía en un apartamento que quedaba en el límite oriente de la ciudad. Lo que había entre las montañas y yo era una gran avenida. Eso era lo único que yo podía ver, porque para el otro lado se ve toda la ciudad, pero el apartamento no tiene ventanas allí. En fin, que quedé encerrada con las montañas y mi día a día se convirtió en algo prácticamente meditativo con los cerros orientales.

Todas las mañanas me levantaba y lo primero que hacía era mirar hacia allí y observar el clima. Estaba analizando todo el tiempo: “allá hay una nube negra que se va a venir para este lado”, “creo que para las tres va a estar lloviendo”. Cosas así. Me sentía como una especie de navegante que se guía por las estrellas. A aquel primer estado meditativo le siguió un estado fantasioso en el que yo casi empecé a creerme que estaba sola en la ciudad. Éramos las montañas y yo, nada más. Poco a poco alimenté esa fantasía, y la verdad es que hice mucho trabajo de observación. Sacaba fotos con el teléfono a cada rato de las mismas montañas con la niebla baja, la niebla alta, cuando sale el sol. Luego analicé los árboles al punto de que llegué a memorizar los de la punta del cerro que tenía más de frente. Supongo que era una manera de escapar de la locura del encierro.

Ahora que mencionas el encierro, debo decir que esa es una constante en varias de tus novelas. Hay encierros en La azotea, en Mugre rosa y en El monte de las furias. En esta última, aunque se desarrolla en un espacio abierto, enorme, uno siente que la protagonista está encerrada lo mismo en esa inmensidad que en ella misma. Igual pasa con la montaña, que por muy vasta que sea, está condenada a los límites de su espacio. La atmósfera sigue siendo claustrofóbica en este libro. ¿Es algo que haces conscientemente?

Creo que es algo muy inconsciente de mi parte. No es que lo pienso, pero inevitablemente se termina imponiendo. Yo sabía que esta iba a ser una novela mucho más rural, no urbana, donde iba a poder desarrollar más la relación entre la mujer y la naturaleza. Pero poco a poco se fue volviendo más claustrofóbica, y supongo que ese es un reflejo del estado en que yo estaba en 2020. En esa época me lancé a escribir. Dije: “¿Qué voy a hacer acá? Voy a enloquecer”. Entonces me concentré en escribir para no pensar en el coronavirus y todo lo que estaba pasando afuera. Escribí muchísimo en 2020 ahí encerrada, siempre con mi escritorio frente a la ventana, mirando a las montañas. Parte de esa claustrofobia se fue filtrando en la novela más allá de que sí me parecía interesante pensar el encierro en un espacio abierto.

Otro tema que me parece recurrente en estas novelas, aunque lo tratas con registros distintos, es el de los cuidados. Acá, por ejemplo, está el cuidado de los cuerpos que aparecen, pero también de la montaña, que es aquí un “ser” representativo de la naturaleza…

Aunque se diferencian entre sí, yo sentí esta novela como un desprendimiento natural de Mugre rosa, como una continuación de la exploración de cosas que no había podido abordar en aquella porque ya no entraban. Hay un límite de cosas que se pueden pensar en una novela. Por eso, cuando terminé Mugre rosa, sentí que no había agotado lo que quería pensar respecto al vínculo con eso que llamamos naturaleza y que parece no incluirnos. Porque muchas veces pensamos la naturaleza como todo lo que queda fuera de nosotros, y no es así. En Mugre rosa siento que esa idea no se radicalizó lo suficiente. Yo necesitaba tratar más el tema de los cuidados en este sentido, que es una idea de las teóricas ecofeministas. Me refiero a extender los cuidados a todo lo demás, al planeta, a pensar una ética del cuidado –como dice Donna Haraway– que vaya más allá de los lazos de parentesco. ¿Cómo superar aquello de que a mí solo me importo yo y mi núcleo, y que lo demás explote? ¿Cómo pensar en esa ética del cuidado de una manera mucho más amplia?

Con la protagonista de esta novela yo quería que poco a poco fuera entrando en comunión con su entorno, pero esa idea se fue moviendo más al límite. Entonces, casi sin planearlo yo, apareció el primer cuerpo y, naturalmente, ella lo cuidó. Ahí entendí que había algo muy hermoso en cuidar de estos cuerpos que, por un lado, no son personas, pero tampoco son cosas. Siempre me ha interesado el tema del vacío legal que hay sobre qué es un cuerpo. Y que estos fueran de personas desconocidas, no identificadas, convierte ese cuidado en un acto de amor realmente hermoso.

En fin, se trató de un interés que empezó con la naturaleza y fui expandiendo a otras cosas.

Entonces, ¿qué es lo primero que te llega realmente: una preocupación que luego viertes en una historia o una historia en la que luego viertes tus preocupaciones?

Lo primero que aparece es un personaje, su forma de hablar, las cosas en las que se interesa, sus pequeñas locuras que después serán grandes, su singularidad. Pero, evidentemente, hay temas en los que yo vengo pensando toda la vida que se inmiscuyen. Pero eso no significa que los trate de meter a propósito, como una agenda. Mi proceso es muy místico, si se quiere, porque es muy levreriano. Yo confío mucho en que no hay que hacer nada, en que las cosas entran solas y se van como reubicando solas, y por eso soy muy lenta.

Supongo que te refieres a dejar reposar el texto. A eso que varios escritores y escritoras llaman “dejar que el texto hable” …

Sí, eso. Tengo amigos que empiezan a escribir un libro el mismo año que yo, y lo terminan y publican mucho antes. Mientras tanto, yo hago como una especie de ritual en que dejo que el texto descanse y espero a que me hable. Cuando me habla, me siento de nuevo a escribir. Por eso digo que mi proceso es muy lento.

Luego se van dando una cantidad de cosas que seguro no son coincidencias, pero tampoco las puedo explicar. Mientras escribo, siempre investigo y leo cosas, pero algunas pareciera que me las pusieron ahí. Por ejemplo, cuando escribía esta novela me topé con algunas leyendas folclóricas colombianas andinas. Las leí y encontré un ser increíble: la Madremonte. Es como un ser mitad mujer mitad monte, que se le puede aparecer a la gente en forma de una anciana mugrosa y putrefacta. Y es muy interesante porque esta especie de metamorfosis de mujer y musgo y monte tensiona la categoría de identidad. No se trata de una metamorfosis kafkiana, no es una transformación absoluta, sino un devenir donde no hay una jerarquización. Estas entidades se hibridan sin desvalorizar ninguna de las dos: es mujer y es monte. Esas cosas me alimentan y permiten tensar un poco lo que ya estoy escribiendo.

Tus dos últimas novelas son, digamos, muy actuales. Incluso Mugre rosa, que empezaste a escribir en 2018, fue un poco previsora si pensamos que en 2020 llegó la pandemia del Covid-19 y los consecuentes encierros. Ahora, con El monte de las furias, tratas el cuidado del medioambiente y los cuidados en general que son temas que están muy presentes en el debate público. ¿Piensas en los “temas actuales” a la hora de escribir o son cosas que se filtran en la escritura de manera natural?

No creo en eso de estar atenta y tratar de ser “actual”. Creo que fue Borges quien dijo que los escritores se preocupan mucho por ser contemporáneos cuando no se puede ser otra cosa que contemporáneo. Lo que sí pienso es que estos temas, estas preocupaciones, están en el inconsciente colectivo. Yo no soy una persona que esté muy pendiente de la actualidad y ni siquiera ando al día con las novedades. Para mí una novedad es un libro que se publicó hace tres años. No tengo Twitter, no miro noticias, pero esas preocupaciones están ahí, en el ambiente, y es inevitable que te afecten. Entonces, siento que no hay que hacer ningún esfuerzo. Si no es una preocupación para vos, si no te afecta, no debes buscarla.

A mí el tema ecológico me afecta personalmente, me perturba, me genera angustia existencial. Siento miedo, me da insomnio, tristeza. Si me entero de que se extinguió una especie, me deprimo. Por eso necesitaba escribir Mugre rosa de alguna manera. Yo ya lo venía gestando desde 2015 o 2016. Tenía apuntes, páginas escritas. Y aquella fue la época en que comenzó a acelerarse el cambio climático. Me cayó encima aquello que me inculcaron: “el planeta está en problemas, pero vos no lo vas a ver, sino otras generaciones”. ¡Pero en realidad sí lo voy a ver porque se está acelerando esa destrucción! De la angustia que eso me generó nació Mugre rosa. Así se meten en la escritura las cosas que son de actualidad.

Uno de los grandes aciertos de El monte de las furias, a mi entender, son esas partes donde la narración se sitúa desde el punto de vista de la montaña, como si esta fuera un ser pensante. Es un pequeño toque de fantasía muy efectivo en la novela.

Y el hecho de que sea una montaña me parece acertado porque creo que la humanidad siempre se ha medido con ellas. Las cimas son nuestra metáfora favorita del esfuerzo y el éxito, y admiramos tanto su inmensidad estática que solo a la fe le atribuimos la capacidad de moverlas. Esa cercanía, en cierto modo, nos ha hecho concebirlas como una entidad en sí misma, independiente, hecha exclusivamente para retarnos. Como que las hemos dotado con un poco de nuestra excepcionalidad. Sin embargo, en la novela llevas eso a otro nivel. ¿Cómo supiste que debías darle esa capacidad de sentir y recordar a la montaña?

La verdad es que no recuerdo el momento exacto en que hice ese clic. Pero sí sé que yo, Fernanda, como persona, no como autora, venía cargando con el proceso personal de tratar de acercarme a una otredad no humana e intentar hacer ese ejercicio tan humano de imaginar cómo podría ser un sentir no humano. Claro, lo primero que me vino a la mente es que es imposible, que no debe hacerse porque es ridículo. Pero me parecer interesante tratar de hacerlo, que el ejercicio artístico sea intentar hacerlo, aunque una sepa que está destinado al fracaso.

Al final, lo narré en tercera persona. Otras autoras que he leído, como Irene Solà, lo han hecho en primera persona, pero a mí se me dificultaba más porque sentía que con mi lenguaje nunca iba a representar, por ejemplo, el lenguaje de las plantas. Sin embargo, sí podía atisbar o llegar a una escritura que reconociera lo no humano y fuera suprahumana. Lo que quise, sabiendo mis propias limitaciones, fue un ejercicio para ver si por lo menos en algún momento lograba llegar a algo. También me interesaba que hubiera diversos niveles, como capas, y pensar lo que sería recordar en tiempo geológico. Entonces, traté de pensar una capa en tiempo geológico, pero también una mítica, donde hay todo un mito sobre el nacimiento, porque nosotros mismos creamos nuestros mitos respecto a nuestro origen.

¿Conociste alguna vez un lugar parecido al que describes? La montaña, el Pueblo Pobre…

No, todo es imaginario. Aunque hice una salida de campo a un bosque de niebla para ver si me inspiraban cosas. La manera en que investigo para escribir es la siguiente: camino por ahí, no pienso en nada ni saco notas y dejo que todo se impregne.

Hablemos un poco de los personajes humanos. En la novela, la protagonista no solo plasma en sus cuadernos lo que vive en su día a día, sino también sus recuerdos, lo que la llevó a esa vida solitaria en la ladera de la montaña, y especialmente su compleja relación con su madre y el amor que sentía hacia su abuela. La cuestión de la maternidad vuelve a estar presente en tu obra…

Lo primero que fui entendiendo es que quería que la novela contara tres generaciones: la de ella, la de la madre y la de la abuela. Y si bien esa relación con la madre es oscura, la abuela fue una contraparte mucho más luminosa que logró una especie de equilibrio.

Siento que acercarme al tema de la maternidad es tan complicado. Pero el tema del libro no es que la maternidad sea oscura. No tengo interés en decir eso para demostrarlo. Yo creo que la maternidad tiene muchas gamas, desde lo más luminoso hasta lo más oscuro, pasando por todos los grises. Por eso me tomé el cuidado en Mugre rosa de pensarla no como algo singular, sino plural. Maternidades distintas, variadas. Y acá también me importa eso, así como mostrar cómo ese linaje femenino puede ser tan importante y marcar tanto a alguien. Por ejemplo, la abuela es muy importante para la protagonista, la impulsa a estudiar, es un referente. Me interesa salirme de la idea de que la madre biológica es la única con derecho a maternar. Estaría buenísimo que maternar fuera un verbo colectivo donde la comunidad sea partícipe y la familia se vea como algo extendido más allá de los lazos sanguíneos.

Al principio de la entrevista decías que, una vez te llegó la voz de la protagonista, la trabajaste hasta ajustarle el tono. Uno esperaría un tono, digamos, más rural, sin embargo, no lo es tanto, aunque resulta completamente verosímil que no lo sea.

Las primeras cosas que escribí en la libreta, que pertenecen al primer cuaderno de la protagonista, quedaron con un tono demasiado simple, demasiado realista. Sentí que así hablaría alguien rural, pero no quise quedarme con eso. El tono fue evolucionando entonces a cosas más propias, con “arrebatos poéticos”. Es todo un trabajo esto de encontrar y afinar el tono.

Ese tono, con las poderosas imágenes poéticas que propone, de todas formas, está justificado en la historia. Aunque siempre quiso hacerlo, la protagonista no pudo estudiar. No obstante, se expresa con una claridad y una belleza enormes. Tiene un interés por el lenguaje, por cómo nombrar las cosas… 

Para mí eso fue súper importante. Encontraba muy conmovedor ese deseo de ella de estudiar. Además, me identifico con esa sensación de insuficiencia, con pensar todo el tiempo: “si yo lo supiera decir bien”. El amor por el lenguaje existe. Es un gran acto de amor por el lenguaje buscar la mayor precisión posible, tratar de encontrar la palabra exacta y llegar lo más cerca que se pueda a eso que queremos expresar.

¿Por qué “tratar” y “llegar lo más cerca posible”?

Porque el lenguaje siempre resulta una herramienta insuficiente. La protagonista, ante el fracaso del lenguaje, busca cómo comunicar de otra manera (tal vez nueva) más personal, de intimidad con otra corporalidad no humana como la montaña o los cuerpos no vivos. Para mí el desafío era llegar a ese lugar de la poesía, entender ese lenguaje que se resiste a ser parafraseado. Me gusta algo que decía Tamara Kamenszain de que lo poético estaba en la suspensión de lo dicho. El poema te lleva hasta un lugar donde parece que te va a decir algo y luego te lo suspende. En esa suspensión, en eso no dicho, es donde reside realmente el hecho poético. Yo pensaba todo el tiempo que la protagonista quería acceder a un lugar sin nombre, que no tenía palabras para nombrar ese sentimiento. ¿Y cómo iba yo a lograr, con su manera simple de hablar y de expresarse, que ella llegara a ciertos lugares líricos o poéticos sin salirme del registro? Esa fue, en gran parte, la dificultad de escribir esta novela.

Y luego yo tengo una teoría que me resulta difícil de explicar, que siento que debo seguir pensando. A ver si vos me entendés…

Adelante.

Yo no puedo escribir poemas, pero admiro mucho a los buenos poetas y siento que hay un gran acto de resistencia en seguir escribiendo poesía. Siento que trabajar el lenguaje y tratar de pensarlo como relevante en sí mismo es hoy una de las cosas más rebeldes que podemos hacer a nivel literario, porque es resistirse a lo que el mercado espera de nosotros: claridad, efectividad y velocidad. En este sentido hay un guiño en la novela, una especie de chiste, cuando el Celador le dice a ella que escriba un libro que enganche mucho, que se pasen rápido las páginas. Él dice: “Imaginate que te dieran un peso por cada página que el lector pasara”. Entonces, para mí esta novela era lo anti-eso: la anti-novela pasapáginas.

Ciertamente, no es una novela pasapáginas. Sin embargo, aun con su carga poética y sus subtextos, El monte de las furias es el tipo de novela que uno devora y no puede parar de leer.

Mirá, yo me dije: si lo logro, marco un punto. A veces siento que escribo como rechazando ciertas cosas. Si me decís que mi novela es lenta y le faltó trama, pues escribiré otra más lenta y con menos trama.

DARÍO ALEMÁN
DARÍO ALEMÁN
Darío Alemán (La Habana, 1994). Periodista y editor. Graduado de Periodismo por la Universidad de La Habana. Ha trabajado como editor en la Revista de la Universidad de México. Es reportero de la revista El Estornudo y colaborador en varios medios cubanos y extranjeros.

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