I. vómito ritual
En nuestro último encuentro hablábamos de pequeñeces. Yo dije que así deberíamos ser y me propuse ensayarlo. Pero el resultado fue aún demasiado grande.
No lograba armonizar mi afán microlítico con el pequeño ajuar sobre la mesa del Mago. Él sabe que lo he visto esconderse huesecillos y guijarros bajo la lengua y que sé de su falsa purga cuando los escupe frente a mí. Sabe que le dejo hacer. Y hay que verlo: su plenitud, el canto, la danza de las manos… Miente, igual que todos los brujos (esto es algo universal, como que diciembre es negro y enero, blanco), pero no lo diré. Le dejo ser porque quiero ser él. Porque, aunque mi mal no puede extirparse, él siempre viene a sacarme el daño a través suyo y sangra por mí.
II. geofagia
Mi primera vez masticando barro fue en el círculo infantil. Jugábamos. Había una tacita plástica de café llena de tierra del patio. Un niño me la ofreció y yo me la empiné sin haber reparado en su contenido. Recuerdo una sensación que solo ahora puedo nombrar: más que la risa de los otros y mi interminable saliva arcillosa, sufrí la áspera ruptura de esa alianza implícita que es el juego. ¿Por qué turbar los códigos de su belleza simulada? Hito primero (milestone): alguien pequeño creó el engaño.
III. ágrafa
Decidí estudiar Historia del Arte porque Egiptología aquí no existe. Pero ver mis recortes de periódico con imágenes de las pirámides y los templos, cada vez que abría la taquilla, fue lo único que me salvó en aquel pre del campo. Allí aprendí diferentes formas de evasión que mantengo hasta hoy.
Al entrar finalmente en la universidad, descubrí otras cosas remotas que empezaron a interesarme tanto como Egipto, si bien sigo creyendo que los objetos más bellos jamás creados son los vasos canopos. En la carrera me fue bien, a pesar de mi dispersión. Aún no sé si la bruma de Chartrand es cubana o no, pero sí sé que el tema mayor del arte cubano es la tristeza. De percibirlo a tiempo hubiera hecho la tesis al respecto, en lugar de “la escultura aborigen aruaca de Cuba”. Qué más da si luego, al terminar la maestría, no pude responder la pregunta que me hizo papi, técnico experto en tornos y fresadoras: “¿y eso ahora para qué te sirve?”
IV. bruxismo
De haber sido paciente de Jung, solo le hubiese contado un sueño memorable. Fue corto, a primera hora de la mañana y a finales de noviembre. Pleno día en un campo abierto, una sabana que se perdía en el horizonte. A unos pasos de mí, personas desconocidas se arrimaban al único árbol que había, pendientes de un movimiento en la copa. Apenas intento acercarme, emerge de la cúpula verde un murciélago blanco. Inmaculado y luminoso, con alas traslúcidas. Hizo una breve circunvalación sobre mi cabeza y se alejó volando, cada vez más alto, hacia el sol. De inmediato empecé a llorar, brusca y desconsoladamente. Después de despertar no cesaba el llanto y a intervalos reía con nerviosismo. Como es natural, para compensar, el final del sueño fue que mima apareció de la nada y me abrazó.
V. labios partidos
Cuando empecé a arrancarme la piel de los labios encontré a mi jimagua. Nacimos mientras el alacrán moría dentro de un curujey (el día bisiesto lo despedimos y enterramos juntos). Ahora le amo por contraste y si alguna muerte no nos cruza no le siento presente. Mi jimagua es la estrella del centro: todo gira en torno suyo. Con una espada señalo en su dirección. Ya sé cómo mirar al cielo a un paso del abismo.
VI. cavidades
Ante los paisajes de la caverna Constantino reviví el miedo primordial. Nunca había escalado montañas subterráneas ni conocía un viento tan bruto y frío. “Averno” significa “sin aves”. A diferencia de Dante, atravesé todo, menos el último descenso: siete kilómetros por el bosque y luego, adentro, los pequeños terrores; todo el camino hasta las perlas nacaradas, que nunca vi; me quedé arriba (abajo), esperando. En Perdida, un año antes, había hecho lo mismo: vencido el diente de perro, llegué al destino y me quedé en la boca, no vi los cristales ni los volcanes. “¿Para qué viniste hasta aquí?”, me preguntaba en ambas ocasiones, inmóvil, esperando a los otros.
VII. rigor maxilar
Pensaba que así debía ser la muerte: húmeda como salamanquesa, como la sangre del mago; ahumada e irremediablemente negra; un vientre penumbroso fértil en clarividencia, al miedo gracias; una mínima y rígida voluntad. Pero todo esto es la vida.
La muerte pudiera ser como el sol espinoso del mediodía (fatal para quien busca esquirlas de sílex en superficie) o mejor, como el sendero sin sombra de las Alturas de Pizarras, white chalk hills. Algo blando rolled round entre cuarcita, arenisca y esquisto, drenándose hasta el diluvium, seco como algodón. Ceder. Y quedarse quieto ahí, bajo el dominio de los Pinus caribaea y tropicalis, perennes.
solsticio de invierno, 2024
* Este texto acompaña a la exposición piedras que caben en la boca, de la artista cubana Sabrina Fanego, curada por Liatna Rodríguez, y que se puede ver actualmente en ONA Galería, en La Habana.