Presentación
Kobo Abe (Tokio, 1929-Tokio, 1993) fue uno de los principales novelistas japoneses de la segunda mitad del siglo XX. Su obra, definida por la alienación, la (in)comunicación, y un fuerte contenido social, parte de una proximidad estilística con Kafka, aunque con una voz particular que se va haciendo más notable en la medida que Abe madura como autor. Incisiva y contradictoria, y ocasionalmente hasta científica, la obra de Abe es casi tan difícil de clasificar como su autor, que nunca llegó a pertenecer del todo ni siquiera a su Japón natal. Su influencia se siente hasta el día de hoy, en la obra de escritores de la talla de Haruki Murakami. También es notable su colaboración con el director de cine Hiroshi Teshigahara, con quien trabajó en varios largometrajes, entre ellos La mujer de las dunas (1964) y El rostro de otro (1966). Muchas de sus novelas han sido traducidas al español.
El siguiente ensayo del japonólogo Donald Keene, de quien antes para Rialta hemos traducido un ensayo sobre Mishima, pertenece al libro Five Modern Japanese Novelists (Columbia University Press, 2003). El texto presenta una visión rápida e íntima de la vida y obra de Abe.
Kobo Abe (1929-1993)
Conocí a Kobo Abe en el otoño de 1964. Había llegado a Nueva York con motivo de la publicación por parte de Knopf de la traducción al inglés de su novela La mujer de las dunas (Suna no onna). No recuerdo por qué decidió visitar la Universidad de Columbia, pero recuerdo con claridad su llegada al 407 de Kent Hall. Iba acompañado por Hiroshi Teshigahara, el director de la célebre película basada en esta novela, que había ganado el Gran Premio en el Festival de Cine de Cannes ese mismo año. Con ellos venía una joven japonesa. Confieso que me sentí bastante ofendido cuando me informaron de que la joven era su intérprete y, para demostrar que no tenía necesidad de intérprete, evité cuidadosamente siquiera mirarla. Solo años después me enteré de que era Yoko Ono.
Era la hora del almuerzo, así que invité a mis tres visitantes a un restaurante chino en la calle 110. Yo estaba sufriendo de jet lag, habiendo regresado recientemente de Japón, y supongo que puedo haber actuado de manera algo somnolienta. Abe, un graduado de la escuela de medicina de la Universidad de Tokio, me observó atentamente y concluyó por mi forma de caminar que yo era un drogadicto, como me informó tiempo después. En conjunto, no se puede decir que nuestro primer encuentro hubiera sido un éxito.
Tres años después, en la primavera de 1967, mientras estaba de visita sabática en Japón, Kenzaburo Oe, con quien había entablado amistad, sugirió que invitáramos a Abe a cenar con nosotros. Acepté feliz la sugerencia, pero evidentemente Abe no. En lugar de eso, fue a ver un combate de boxeo. Más tarde me explicaron que Abe era un fanático devoto de Fighting Harada, quien tenía un combate esa noche, pero Oe y yo, viendo la transmisión televisada del combate, buscamos en vano a Abe –o a nadie que llevara gafas de armadura oscura– entre los espectadores. Parecía probable que la terrible impresión que había causado en Abe en Nueva York, aún más que su devoción por Fighting Harada, explicaba sus pocas ganas de cenar con nosotros. Le llevó a Oe mucho tiempo y esfuerzo superar la resistencia de Abe a volver a verme, pero una vez que sucedió, con la ayuda de una cantidad considerable de licor, nos hicimos amigos, y fuimos cercanos hasta su muerte en 1993.
En esa época no conocía muy bien los escritos de Abe. La primera de sus obras que leí fue La mujer de las dunas, en la excelente traducción de Dale Saunders. Más tarde, leí en japonés su novela El rostro de otro (Tanin no kao), y algunos cuentos de los años sesenta. Este fue un período de extraordinaria actividad para Abe. Por ejemplo, en 1964, el año de nuestro desastroso primer encuentro, estaba publicando simultáneamente y por entregas dos novelas importantes, en diferentes revistas. También publicó una colección de cuentos y una colección de ensayos, y ganó un premio al mejor drama radial del año.
Dos años antes, en 1962, Abe había sido expulsado del Partido Comunista. De hecho, su antigua militancia en el partido le había hecho difícil obtener un visado estadounidense en 1964, que finalmente le fue concedido con severas restricciones sobre los lugares a los que podía viajar, y el tiempo que podía permanecer. Mucho después de que sus libros dejaran claro que había rechazado la ideología comunista, e incluso después de haberse convertido en persona non grata en la Rusia soviética, siguió teniendo los mismos obstáculos y restricciones cuando visitaba Estados Unidos. Hasta donde pude ver, sin embargo, esto no parece haber inspirado en él el tipo de antiamericanismo que prevalecía en Japón, especialmente durante la guerra de Vietnam.
Abe era un rebelde, incapaz de alinearse durante mucho tiempo con ningún movimiento político o de escribir obras de acuerdo con líneas doctrinales. Su independencia y amplitud de miras eran atribuidas con frecuencia por los japoneses –que tienden a enfatizar las consideraciones geográficas como factores determinantes en la vida de un hombre– a haber crecido en Manchuria en lugar de en el mundo insular de Japón.
Abe nació en Tokio en 1924. En esa época, su padre, doctor en medicina, era profesor en la Universidad Médica de Manchuria, pero se encontraba temporalmente en Tokio realizando investigaciones. La familia se trasladó a Mukden al año siguiente, y Abe pasó allí su infancia, asistiendo a escuelas japonesas. Aunque esas escuelas eran producto de la ocupación japonesa de Manchuria y representaban la intención japonesa de permanecer allí permanentemente, la doctrina oficial que se enseñaba a los alumnos no era que los japoneses eran superiores a los demás habitantes, sino que los cinco pueblos constituyentes –japoneses, chinos, manchúes, mongoles y rusos– debían vivir en términos de igualdad y armonía. De niño, Abe creía en este ideal, aunque también debía ser consciente de que otros japoneses, que disfrutaban de su posición privilegiada, aceptaban como algo normal su papel predominante en el nuevo país. Aunque Abe parecía haber vivido permanentemente en Manchuria, nunca olvidó que era japonés. Recuerdo que Abe decía que los chicos de su escuela usaban guantes en invierno para distinguirse de los chicos chinos que usaban manoplas, aunque estas últimas fuesen mucho más cálidas.
Pero esa conciencia de la distinción entre los japoneses y los otros pueblos de Manchuria era probablemente menos importante para Abe que lo que inconscientemente absorbió del lugar. Si bien no se convirtió en manchú, era muy diferente a un estudiante japonés típico. Los libros de texto que leía en la escuela, destinados a los niños de Japón, contenían frases como “En nuestro país, los arroyos son translúcidos y las montañas son verdes”. Pero los arroyos en Manchuria eran pocos y probablemente llenos de fango, y no había montañas a la vista, solo inmensas llanuras polvorientas mezclándose imperceptiblemente con el desierto. La contradicción entre las descripciones de los libros de texto de “nuestro país” y la realidad visible de las dunas de arena detrás del edificio de la escuela hizo que el niño cuestionara la veracidad de los libros de texto. Inspiraba sentimientos contradictorios: un anhelo por Japón, pero también una sensación de alienación de Japón. En años posteriores, cuando ya vivía en Japón, esos sentimientos le impidieron identificarse con los paisajes japoneses. Una vez me dijo que nunca había podido entender por qué a los japoneses les gustaba tanto el océano. Más importante aún, desarrolló una sospecha e incluso odio hacia las manifestaciones de amor por la tierra –cualquier tierra–, emoción que llegó a asociar con el fascismo.
En la novela La mujer en las dunas, el héroe, un coleccionista de insectos raros que viven entre las dunas, se encuentra al anochecer sin un lugar donde pasar la noche. Visita la cooperativa del pueblo y les pide ayuda. Observa un cartel en la pared: “El espíritu del amor por el hogar”. Más tarde, llega a comprender que el apego a la tierra, el amor por el hogar, explican la determinación de los aldeanos de permanecer en las desoladas dunas, paleando arena eternamente. El hombre aparece justo en un momento en que los aldeanos necesitan otro par de manos para ayudar a palear la arena. Lo conducen a una casa enterrada en las dunas cuya dueña lo recibe. Poco a poco se da cuenta de que es un prisionero, al que le dan suficiente para comer y le proporcionan una mujer, pero que está obligado a seguir paleando arena. Más adelante en la novela, el hombre, cuyos diversos intentos de escape se han visto frustrados, le pregunta a la mujer por qué la gente sigue viviendo en un lugar así. Ella responde que es por la arena:
—¿La arena? –El hombre apretó los dientes y giró la cabeza– ¿Para qué sirve la arena? Más allá de hacerte pasar un mal rato, no te da ni un centavo.
—Sí, sí. La venden.
—¿La venden? ¿A quién le venden esas cosas?
—Pues a empresas constructoras y lugares así. La mezclan con hormigón…
—No seas tonta. Sería un desastre si mezclaras esta arena con cemento, tiene demasiada sal. En primer lugar, probablemente sea ilegal, o al menos contra las normas de construcción […]
—Por supuesto, la venden en secreto. También reducen los gastos de transporte a la mitad […]
—¡Eso es una locura! Aunque fuera gratis, eso no compensaría nada, cuando los edificios y las represas empiecen a derrumbarse, ¿no?
La mujer lo interrumpió de repente con ojos acusadores. Habló con frialdad, mirando su pecho, y su actitud era completamente diferente.
—¿Por qué deberíamos preocuparnos por lo que les sucede a otras personas?[1]
En otros lugares, la mujer es retratada como un personaje simpático, aunque casi mudo, pero en esta escena revela su amor a la tierra, el lugar donde (dice) están enterrados los huesos de su hijo, tan fuerte que le es indiferente si la arena provoca o no la muerte de personas en otros lugares. Abe, que tenía dos patrias –Manchuria y Japón– no le tenía apego a ninguna de ellas. No puedo imaginarlo sintiendo nostalgia u orgullo local, pero nunca olvidó Manchuria, su patria perdida. No describió su vida en Manchuria en el tipo de novela en primera persona que es típica de la literatura japonesa del siglo XX, pero sus primeros escritos evocaban experiencias en el continente, y probablemente no sea coincidencia que la novela que estableció su reputación, La mujer en las dunas, describa la parte de Japón que más se parece a las dunas azotadas por el viento de Manchuria.
Abe dejó Manchuria en 1940 (cuando tenía dieciséis años) para estudiar en el instituto Seijō de Tokio. En el instituto destacó, especialmente en matemáticas. Una vez, poco después de haber asistido a una reunión del instituto, me dijo que sus compañeros de clase lo recordaban como un genio matemático. Sus conocimientos de ciencias también eran notables. Algunos años antes de su muerte, apareció en un programa de televisión con un eminente físico quien, asumiendo que un novelista tendría problemas para entender la terminología de la física moderna, intentó hacer las cosas más fáciles simplificando su expresión. Para su asombro, Abe descartó las explicaciones con mucha seguridad, al punto de hacer que el físico pareciera tonto.
Tal vez Abe heredó su gusto por la ciencia de su padre; de ser así, tal vez heredó su amor por la literatura de su madre, una mujer inusualmente bien educada para la época, que había enseñado literatura clásica japonesa e incluso había publicado una novela. La casa de Mukden estaba llena de libros y Abe era un lector omnívoro, especialmente de traducciones de literatura extranjera.
Uno de los misterios de este hombre misterioso era su incapacidad para aprender idiomas extranjeros. Una vez me dijo que a los quince años se había certificado como intérprete de chino, pero nunca lo oí pronunciar una palabra de chino, y dudo que recordara nada de ese idioma. Era un genio para olvidar idiomas, tanto el chino como el inglés que había estudiado desde la escuela secundaria en adelante, y el alemán que estudió más tarde como requisito para ingresar a la escuela de medicina. Cuando estaba en Estados Unidos, el tipo de personas que dan por sentado que todo extranjero inteligente seguramente debe saber inglés se dirigían a Abe en inglés. Si yo les informaba que no entendía, me respondían bruscamente: “Por supuesto que entiende. Puedes verlo en sus ojos”. Desafortunadamente, no entendía, ni siquiera las frases más sencillas, pero siempre lucía inteligente.
La cara opuesta de la incapacidad de Abe para aprender lenguas extranjeras era su interés extraordinario por el idioma japonés. La mayoría de los escritores, por supuesto, se enorgullecen de su habilidad para manipular su lengua materna, y están muy dispuestos a señalar los defectos de estilo en la obra de sus contemporáneos. Mishima, en particular, despreciaba a los escritores que no conseguían que los personajes de sus novelas u obras de teatro hablaran el tipo de japonés adecuado para su clase social. Pero la mayoría de los escritores, ya sea que insistan en mantener la pureza del idioma japonés o que aboguen (bajo la influencia extranjera) por un mayor uso de cláusulas relativas, dan por sentado el idioma y no se detienen a pensar por qué lo hablan y escriben como lo hacen.
Especialmente en los años inmediatamente anteriores a su muerte, Abe se preocupó por los orígenes de la lengua japonesa. Algunos lingüistas asignan con seguridad al japonés un lugar entre las lenguas altaicas (que incluyen el coreano y el mongol). Otros han señalado similitudes gramaticales entre el japonés y las lenguas del sur de la India. Otros han intentado rastrear los orígenes comunes del japonés y la lengua ainu. Abe no aceptaba ninguna de estas teorías. Leyó mucho sobre lingüística, en particular estudios sobre creoles –idiomas que han surgido espontáneamente a partir de combinaciones de lenguas existentes pero que no están en una relación directa padre-hijo con ninguna lengua o grupo de lenguas–. Abe estaba particularmente interesado en los creoles de Guyana y Hawái como posibles paradigmas de creación de la lengua japonesa.
Abe contribuyó con fondos a la investigación del Dr. Tadanobu Tsunoda, un especialista en la mecánica de la audición, que estaba estudiando la forma en que las dos mitades del cerebro procesan los sonidos. Tsunoda probó con muchas personas –incluyendo japoneses comunes, personas de ascendencia japonesa que habían aprendido otro idioma primero, y personas de ascendencia no japonesa que habían aprendido japonés desde la infancia– una prueba que él había desarrollado. Descubrió que las personas cuya lengua materna era el japonés, independientemente de su ascendencia, mostraban todas las mismas reacciones al habla, el zumbido, los gritos de los animales, la música, ruidos diversos, etc. Por ejemplo, escuchaban el habla humana y los gritos de los pájaros con el mismo hemisferio del cerebro, pero las personas cuya primera lengua no era el japonés procesaban sólo el habla humana con ese hemisferio. Abe se entusiasmó con lo que tomó como una revelación de la naturaleza fundamental del idioma japonés e incluso lo citó en broma para explicar por qué le disgustaba tanto la ópera. Posteriormente, muchos eruditos denunciaron a Tsunoda como un charlatán porque era la única persona que pudo replicar con éxito los experimentos; otros (principalmente no japoneses) consideraron que los experimentos eran ejemplos deplorables de la tendencia japonesa a enfatizar su singularidad. Tsunoda finalmente se cansó de los ataques y abandonó sus pruebas, a pesar del apoyo de Abe.
El interés especial de Abe por el idioma japonés puede haberse originado en las percepciones que tuvo en su infancia de las diferencias entre el japonés y el chino, o puede haber sido su manera de explicar por qué simplemente no podía aprender idiomas extranjeros (siempre mostró desconfianza hacia los japoneses que podían hablar otro idioma con fluidez). En cualquier caso, como autor, el idioma era de suma importancia para él, y se mostraba molesto cuando sus obras eran etiquetadas por los críticos como “novelas de ideas”, como si su estilo –su uso del lenguaje– fuera solo de menor importancia.
Abe estuvo en Tokio durante la mayor parte de los años de la guerra. Recuerdo particularmente su relato del primer ataque aéreo estadounidense a pequeña escala en 1942. Me contó cómo los chicos de su escuela secundaria se reunieron entusiasmados alrededor de las ventanas y vitorearon. Realmente no lo creo. También me cuesta creer, según Abe, que el director de la escuela secundaria Seijo, un liberal que odiaba a los militaristas, estuviera tan lleno de animosidad hacia Takamura Kotaro, un poeta conocido por su beligerancia, que era incapaz de hablar cuando tuvo que presentar al poeta a los estudiantes. Abe, un escritor de ficción, puede haber tenido problemas a veces para distinguir entre lo que realmente había sucedido y lo que podría haber sucedido si otras personas fueran más como él.
Las perspectivas de Abe sobre la verdad siempre eran entretenidas. Recuerdo, por ejemplo, su relato del problema que tuvo al salir de Checoslovaquia porque, en un pueblo cerca de la frontera con Austria, una gitana le bloqueó el paso y declaró que tenía la intención de convertirlo en su marido. O, para dar un ejemplo menos divertido, contaba que, estando en Noruega, un hombre chocó deliberadamente con él en un restaurante y le dijo algo insultante, asumiendo que era un refugiado vietnamita. Dada la incapacidad de Abe para hablar cualquier idioma extranjero, su interpretación de lo que la mujer gitana o el hombre noruego dijeron en realidad solo podía ser intuitiva, no factual. Pero había suficientes sucesos improbables en la vida de Abe para hacer que casi cualquier historia que contara pareciera plausible.
Abe ingresó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokio en 1943, a los diecinueve años. Esto le dio una baja temporal del reclutamiento, pero al año siguiente su desempeño académico insatisfactorio puso en peligro dicha baja. Cuando llegó el momento de someterse a un examen médico para determinar si era o no apto para el servicio militar, él, con la ayuda de un amigo, falsificó un certificado médico que declaraba que sufría de tuberculosis.
El engaño tuvo éxito. Abe fue declarado no apto para el servicio militar y regresó a Mukden en 1944. Al principio estuvo ayudando a su padre con su práctica médica, pero en agosto de 1945, justo antes del final de la guerra, una epidemia de tifus azotó Manchuria, y su padre se contagió y murió. Abe se quedó en Mukden. Para mantenerse, inventó una nueva marca de refresco que tuvo tanto éxito que pronto estuvo nadando en dinero. No confiaba en los bancos, así que guardaba los billetes en las cajas de las persianas de su casa. No pudo regresar a Japón hasta finales de 1946, cuando él y otros fueron repatriados a bordo de un barco de desembarco estadounidense. Sus experiencias durante este viaje sirvieron de trasfondo para su primera novela larga, Los animales regresan a casa (Kemonotachi wa kokyō wo mezasu).
Otras experiencias en Manchuria dieron tono directa o indirectamente a los escritos futuros de Abe. Una de ellas le causó un impacto particular y afectó no sólo a sus escritos sino también a su visión de la vida: fue ver el comportamiento desenfrenado de las tropas japonesas en Mukden después de la rendición. Sintió tal repugnancia al presenciar los crímenes perpetrados por los soldados japoneses contra civiles japoneses, al punto de querer renunciar a su identidad como japonés. Esta repugnancia se convirtió eventualmente en odio hacia cualquier forma de nacionalismo, o a la creencia de que uno “pertenece” a una nación. En años posteriores, a veces se le acusó de ser un cosmopolita desarraigado, pero él aceptaba la acusación. Una vez le pregunté por qué tan pocas veces daba nombres a los personajes de sus novelas u obras de teatro. (Les llamaba en cambio “la madre”, “el boxeador”, “la prometida” o simplemente, como en La mujer en las dunas, “el hombre” y “la mujer”). Me dijo que era porque nombrarlos hacía las cosas más difíciles. No dio más detalles, pero me pregunto si no se resistía a confinar a sus personajes a ser japoneses –o a cualquier otra nacionalidad–. Solía pedir que cuando sus obras de teatro se representaran en el extranjero, no se hiciera ninguna sugerencia a sus orígenes japoneses.
El internacionalismo de Abe se expresó políticamente con su decisión de unirse al Partido Comunista, probablemente en 1949. Como estudiante de instituto, se había sentido atraído por el socialismo, pero ahora estaba menos interesado en la economía socialista que en una posición política que favoreciera la eliminación de las barreras del nacionalismo que separan a un país de otro, o a un pueblo de otro.
Después de su regreso a Japón desde China en 1946, Abe vivió en una gran pobreza. Incluso si hubiera podido llevarse consigo su fortuna en moneda manchú, esta no habría tenido ningún valor. Durante un tiempo vivió en la casa de un jefe yakuza (gánster) que estaba tan impresionado por el joven de Manchuria que deseaba convertirlo en su sucesor. (Este puede ser otro ejemplo de Abe como mitómano). Más tarde, vivió en un refugio rudimentario que había construido con tablas sueltas que encontró tiradas en un lugar bombardeado. Las fotografías de Abe tomadas en esa época sugieren que no comía muy a menudo. Una vez me dijo que no tenía suficiente dinero para comprar un nuevo par de espejuelos después de romper accidentalmente los que llevaba puestos. Cuando iba al cine, tomaba los pedazos más grandes de los lentes rotos y los sostenía frente a sus ojos. Esta forma de vida puede haber contribuido a su rendimiento mediocre en la escuela de medicina. Se graduó en 1948, pero recibió su título solo con la condición de que nunca ejerciera la medicina; su falta de entusiasmo por la medicina, reflejada en sus bajas calificaciones, evidentemente había sido reconocida por sus profesores.
Poseer un título de médico puede haber complacido a Abe, pero como no podía ejercer, el título no le trajo ningún ingreso. En cualquier caso, para esa época, Abe se había involucrado cada vez más en la literatura, especialmente en la de vanguardia. En 1947, publicó por su cuenta un panfleto mimeografiado titulado Colección de poemas anónimos (Mumei shishū). Él y su esposa (se casaron a principios de ese año) llevaron una pila de estos panfletos a Hokkaido, donde tenía parientes. Compraron boletos de ida, esperando que los parientes compraran suficientes copias para al menos pagar el pasaje de regreso, pero esta suposición fue errada: apenas vendieron una copia. (Hoy, este libro es una de las obras más escasas de la literatura japonesa moderna.) Los poemas, influidos por Rilke (a quien leía en traducción), no son fáciles de entender. Así es el inicio de “Fruto del manzano”, que dedicó a su esposa:
Quizás tú también has traído al mundo una vida
dentro del fruto del manzano.
Quizás has madurado una cierta alegría,
multiplicando una y otra vez las sombras que pasan
sobre la mejilla, aún verde de un lado.
La acepté en silencio con ambas manos,
y por mucho tiempo, aún vacante,
Temblé con el presagio que sostuve
dentro del hueco de mis manos.
Abe nunca volvió a escribir poesía, y estaba tan insatisfecho con esta primera colección que se negó a permitir que se reimprimiera. Los poemas, incluidos en la edición de sus obras completas que apareció después de su muerte, representan una parte menor de su arte, pero se encuentran entre las pocas obras en las que se permitió un tono lírico y romántico. Aunque la expresión en sus novelas era a veces poética, él era fundamentalmente un escritor de prosa, mucho más propenso a describir el sexo que el amor. Tendía a escribir sobre cosas más que sobre emociones. El comienzo de su cuento “Más allá de la curva” (Kābu no mukō; más tarde incorporado a la novela “El mapa arruinado” [Moetsukita chizu]) muestra esta tendencia en su forma más extrema:
Poco a poco me detuve, como si resortes en el aire me estuvieran reteniendo. Mi peso, que había comenzado a desplazarse de los dedos del pie izquierdo al talón derecho, volvió a fluir hacia atrás y se asentó pesadamente en la región de mi rodilla izquierda. La pendiente estaba buena y empinada.
La carretera no estaba pavimentada con asfalto, sino con hormigón rugoso, con ranuras estrechas a intervalos de diez centímetros para evitar que los autos patinaran. Pero eso no ayudaba mucho a los peatones. Además, la textura rugosa del hormigón estaba efectivamente alisada por depósitos de polvo y trozos de neumáticos. En un día lluvioso, con zapatos viejos con suela de goma, el camino iba a ser resbaloso. Igual, estas ranuras podrían hacer una diferencia significativa de estar conduciendo. Podría ser justo lo que hacía falta en invierno, drenando el exceso de aguanieve y hielo derretidos.[2]
La descripción es objetiva, más bien al estilo del nouveau roman de Robbe-Grillet, pero Abe no era en absoluto un testigo impasible. Sus ensayos dejan en claro su profunda preocupación por los sucesos del mundo, que decidió no expresar en la superficie de sus novelas. Las dificultades que mucha gente experimenta al leer sus novelas y obras de teatro no se derivan del lenguaje que utilizaba, que generalmente es perfectamente claro, sino de los significados no dichos, que Abe esperaba que el lector percibiera incluso cuando la escritura pareciera absolutamente vacía.
En los años de posguerra, no estaba en absoluto claro si Abe alguna vez podría ganarse la vida escribiendo obras de intención literaria. Se vio obligado a producir una sucesión de cuentos infantiles, dramas radiales, cualquier cosa que le diera dinero. Estas primeras obras, al igual que los poemas, eran desconocidas hasta hace unos años, cuando el diligente editor de las Obras completas las descubrió. En años posteriores, cuando Abe ya había consolidado su reputación como novelista, se negaba totalmente a escribir piezas ocasionales, tal vez recordando sus años en las galeras.
La pobreza en la que vivía probablemente hizo que fuera más susceptible a unirse al Partido Comunista. También era el único partido político que predicaba el internacionalismo. No está claro exactamente cuándo se unió. Aunque gracias a la ocupación estadounidense, cualquier japonés podía unirse libremente al Partido Comunista, no todos los empleadores recibían con agrado a personas que se sabía que eran miembros de este, y su membresía estaba rodeada de una atmósfera clandestina. Cuando se unió al partido, a Abe probablemente no le preocupaba demasiado que sus escritos pudieran verse afectados por pertenecer a una organización que era conocida por su insistencia en la disciplina partidista. Es inconcebible para mí que él alguna vez hubiera aceptado directivas sobre lo que podía escribir. Este fue el período en el que los líderes del Partido Comunista Japonés hicieron todo lo posible para que su partido pareciera “querible”, y no parece que intentasen obligar a los escritores a repetir las doctrinas partidistas.
Las obras de Abe del período inmediatamente posterior a la guerra son a veces abiertamente de izquierda, pero el mensaje político es ciertamente menos llamativo que las técnicas de vanguardia que empleaba. La mayoría de los escritores y otros intelectuales de su generación, probablemente como resultado de la guerra, se vieron afectados por el marxismo. El giro hacia la izquierda de la literatura después de la guerra no fue, por supuesto, exclusivo de Japón. Los autores japoneses de posguerra, de nuevo en contacto con la literatura mundial después de los años de conflicto, se volvieron en primer lugar hacia los franceses, y descubrieron que muchos escritores importantes, encabezados por Sartre, simpatizaban con el marxismo. Aquellos japoneses que se sentían atraídos por la literatura estadounidense probablemente se decantasen por John Dos Passos, Sinclair Lewis o Upton Sinclair, todos los cuales, al menos durante un período de sus carreras, habían expresado abiertamente convicciones de izquierda. Para los japoneses que habían sufrido años de fanatismo de derecha, la izquierda parecía humana en comparación, y cualquier cosa era mejor que un resurgimiento del militarismo.
Los escritos de muchos autores japoneses que más tarde se asociarían con opiniones políticas muy diferentes, o con ninguna opinión política en absoluto, a menudo estuvieron matizados durante la era de posguerra por una ideología específicamente proletaria. ¿Qué era más natural para un autor que describía los barrios marginales quemados de Tokio, expresar amargura por la ideología de guerra que había provocado tanta miseria, o expresar la esperanza de que un Japón nuevo y democrático, de la mano de otras naciones progresistas, traería igualdad para todos?
Una característica típica de la literatura de posguerra fue la formación de grupos de autores con ideas afines. Por lo general, el vínculo común entre los autores era político más que específicamente literario, y algunos escritores que han sido totalmente olvidados, entonces ejercían el poder debido a su postura política. Sin embargo, los grupos a los que pertenecía Abe estaban compuestos principalmente por escritores y críticos distinguidos, no por mercenarios partidistas. En 1951, Abe publicó varios de sus cuentos más conocidos, entre ellos “El muro; El crimen de S. Karma” (Kabe; S. Karuma shi no hanzai) y “El capullo rojo” (Akai mayu), cada uno de los cuales ganó un premio literario, incluido el más importante para un escritor joven, el Premio Akutagawa, el cual es a menudo el primer paso en una carrera exitosa.
Ese mismo año, Abe escribió el cuento “Los intrusos” (Chinnyūsha). Se trata de la historia de una familia que invade el apartamento de un joven –afirmando que lo hacen por su bien– toman el control de su vida, y finalmente lo matan. La obra era obviamente alegórica y los lectores probablemente no tuvieron dificultad en identificar a los intrusos como estadounidenses, y a las víctimas como personas de cualquier país en el que Estados Unidos hubiera intervenido. Esta fue la primera obra de Abe en ser traducida (al checo). Dieciséis años después, en 1967, Abe convirtió este cuento en una obra de teatro de larga duración titulada Amigos (Tomodachi). Para entonces, su perspectiva política había cambiado considerablemente (fue expulsado del Partido Comunista en 1961, el año en que se publicó La mujer en las dunas). La familia intrusa ahora era reconocible como comunista, no como estadounidense. Aunque se hicieron traducciones de la obra a varios idiomas del bloque soviético, no pudieron publicarse ni representarse hasta mucho tiempo después.
Las opiniones políticas de Abe comenzaron a cambiar en 1956, cuando fue invitado a Checoslovaquia, a una conferencia de escritores. Abe admiraba profundamente los textos de Franz Kafka y, cuando se enteró de que el ministro de educación checo era un especialista en Kafka, lo contrastó con los hombres mediocres que habían ocupado el puesto equivalente en Japón. Sintió una nueva admiración por un sistema bajo el cual se pudiera hacer un nombramiento de ese tipo. Sin embargo, la represión de la revuelta húngara en 1956 contra el régimen comunista por parte de la Unión Soviética no podía ser ignorada por un hombre de su honestidad, y, por primera vez, comenzó a considerar las contradicciones entre el comunismo como filosofía, y el comunismo como forma de gobierno.
Otro factor importante en su cambio de creencias fue consecuencia de su reunión en Moscú con su traductora rusa. Como invitado del Estado, Abe tenía una habitación en el mejor hotel y (a diferencia de los turistas comunes y otros visitantes de la época) no tenía que esperar dos horas en el comedor del hotel para que le sirvieran la comida. Adondequiera que iba en la Unión Soviética, lo recibían con deferencia y amabilidad como al visitante distinguido que era. La mayoría de los escritores japoneses que recibían este trato estaban demasiado complacidos y agradecidos como para indagar más bajo la superficie, pero gradualmente, poco a poco, Abe aprendió de su traductora cómo era realmente la vida en la Unión Soviética –el toque en la puerta a las dos de la mañana, los años de prisión sin causa ni juicio, el miedo constante–. Estas revelaciones sacudieron a Abe, pero no tuvo más opción que admitir la verdad de lo que le habían dicho.
Algunos años después, cuando yo mismo visité la Unión Soviética por primera vez, Abe me dio el nombre y la dirección de la traductora. No tuve éxito en mis intentos de comunicarme con ella por teléfono, pero encontré el camino a su apartamento. Llamé al timbre. No hubo respuesta. Llamé de nuevo, pero tampoco hubo respuesta. Arranqué una página de mi cuaderno y comencé a escribir un mensaje en japonés, nuestro idioma común, diciéndole dónde me alojaba, cuando de repente la puerta se abrió. El marido de la traductora, observándome por la mirilla, se dio cuenta al verme escribir en japonés de que no era de la policía. Me hice amigo de la traductora rusa, de quien también aprendí mucho sobre la Unión Soviética, y cuando publiqué mi propia traducción de Amigos, se la dediqué, usando solo sus iniciales para evitarle cualquier peligro.
En 1957, Abe publicó un libro sobre sus viajes por Europa del Este, la primera de sus obras que aborda directamente la contradicción entre los objetivos declarados de una sociedad socialista, y las formas de esos objetivos cuando se ponen en práctica. Finalmente, concluía que los ideales del socialismo se corrompían cuando se convertían en instrumentos del Estado.
Abe seguía considerándose radical y, en sus ensayos, advertía repetidamente del peligro de un resurgimiento de lo que él llamaba la inquisición de derechas; pero ya no estaba atado por ninguna ideología. En 1967, se unió a Yukio Mishima (un conservador), Yasunari Kawabata (un liberal) y Jun Ishikawa (un radical conservador) para firmar una protesta contra la Gran Revolución Cultural en China.
Esta actividad política no interfirió en la producción literaria de Abe, y ganó codiciados premios literarios no solo por sus novelas, sino también por sus obras de teatro. Su primera obra en representarse fue El uniforme (Seifuku, 1955). Abe me contó en una entrevista cómo había llegado a escribirla. En respuesta a mi pregunta sobre qué lo llevó a escribir esta primera obra, me dijo:
Fue un accidente. No tenía intención alguna de escribir una obra de teatro, pero no tenía otra opción. Ocurrió bastante temprano en mi carrera como escritor. Una revista me pidió un cuento, pero no por algún motivo no lograba escribir nada. A medida que se acercaba la fecha límite, me volví cada vez más frenético. En ese momento todavía tenía problemas para vender mis cuentos y me preocupaba que, si no cumplía con la fecha límite, nunca más me pedirían otro. La noche antes de la fecha límite estaba absolutamente desesperado, cuando de repente se me ocurrió que podría ser más fácil elaborar algo si todo lo que tenía que hacer era escribir diálogos y no tenía que molestarme con descripciones y todo lo demás. Tiré a la basura todo lo que había escrito hasta ese momento y, a toda prisa, compuse una pieza compuesta enteramente de diálogos. Me llevó unas tres horas. Esta fue mi primera obra de teatro, llamada El uniforme. No tenía experiencia previa como dramaturgo y los editores de revistas japonesas sienten una aversión extrema a publicar obras de teatro, especialmente de autores desconocidos. Si les hubiera dicho de antemano que planeaba escribir una obra de teatro, probablemente se hubieran negado a publicarla. Pero con la fecha límite tan cerca, la revista no podía negarse a aceptar mi manuscrito. Así que, en contra de los deseos del editor, lo publicaron. Por pura casualidad, la obra llamó la atención de un productor que pidió ponerla en escena. La producción fue bastante bien recibida y más tarde recibí pedidos de obras de varios grupos de teatro.
Abe no había tenido formación como dramaturgo y probablemente había visto muy pocas obras representadas antes de escribir una, pero instintivamente sabía qué sería eficaz en el escenario (o en un drama radial). Al principio, sus obras eran dirigidas por profesionales, pero en 1973 fundó el Abe Studio para formar a actores y actrices en las técnicas de interpretación que él había desarrollado, y para poner en escena las obras que escribió durante los siguientes seis o siete años. Su “método” resultó tan exitoso que varios actores consagrados se unieron a la compañía para beneficiarse de su orientación. Abe consideraba que las obras eran una parte importante de su trabajo. Me dijo durante nuestra entrevista:
Para mí, mis obras son tan necesarias e importantes como mis novelas. Pero no creo que mi trabajo en el teatro se limite a escribir las obras. La mayoría de los dramaturgos tradicionalmente han sentido que su responsabilidad terminaba cuando entregaban una obra terminada al productor, pero yo no distingo tanto entre la obra escrita y su puesta en escena. En mi caso, no se trata tanto de un contraste entre escribir obras de teatro y novelas, como entre trabajar en el teatro y escribir novelas. Ambas cosas tienen la misma importancia. Si alguno de ellos faltara en mi vida, me molestaría.
Abe pasaba día tras día en el estudio, a menudo desde la mañana hasta la noche, guiando a los actores con la entonación, el movimiento, la interpretación. El estudio estaba abierto a toda hora, y por lo tanto los actores podían pasar cuando les convenía para practicar calistenia, declamación, o cualquier otro aspecto de la actuación. Abe enfatizaba el movimiento, en oposición al teatro más naturalista, y después de 1976 mostró un creciente interés en obras no literarias. El pequeño elefante ha muerto (Kozōwa shinda, 1979) llevó este concepto a su máximo desarrollo: no tiene trama y prácticamente no tiene diálogo, dependiendo en cambio de los movimientos de los actores, la iluminación y la música para despertar respuestas en el público. Abe creía que esta era la función particular del teatro. En 1979, su compañía representó la obra en Japón y en cuatro ciudades estadounidenses. Dependía tan poco del diálogo que prácticamente no había barreras lingüísticas, y la respuesta del público estadounidense fue abrumadoramente favorable. Abe me dijo –pero de nuevo me sentí obligado a tomar sus declaraciones con pinzas– que hubo peleas a puñetazos en la taquilla por quién conseguiría entradas. Después de que la compañía regresó a Japón y se comenzó a presentar en Tokio, escribió una breve declaración sobre sus objetivos. Empezaba diciendo: “Esta obra representa los resultados finales logrados durante los siete años desde que comencé a participar en todos los aspectos de la actividad teatral. Al mismo tiempo, es un punto de partida”. Expresó su convicción de que la literatura había usurpado el propósito original del teatro y que los críticos que insistían en que una obra debe tener un “significado” que pudieran analizar eran anacronismos en un mundo en el que no se exigía “significado” a las obras literarias. Aunque afirmó que El pequeño elefante ha muerto era el comienzo de futuras exploraciones en el teatro no literario, en realidad fue su última obra. Volvió a ser novelista, un hombre de palabras más que un hombre de teatro. Quizás descubrió que en realidad había llegado a los límites de lo que se podía lograr sin diálogo ni argumento; parecía probable que la pieza se convirtiera más en danza moderna que en obra de teatro. Había tenido éxito en estas obras posteriores (y en la película basada en una de ellas), pero al precio de sacrificar su bien más preciado, su maravillosa habilidad con las palabras.
Durante los catorce años restantes de su vida –de 1979 a 1993– Abe se dedicó a la ficción y al ensayo ocasional. Cada vez más, se había convertido para los editores en un escritor enloquecedoramente lento para los estándares japoneses; reescribía sus manuscritos una y otra vez hasta que por fin estaba listo para dejarlos salir de sus manos. Desde principios de los años ochenta, le ayudó el uso de un procesador de textos –fue el primer autor japonés en utilizar esta facilidad–que le permitía corregir una página del manuscrito sin tener que reescribirla desde el principio, como había sido su costumbre perfeccionista; pero la facilidad de las correcciones puede haberlo inducido a juguetear con la expresión aún más que antes. Completó solo dos novelas durante estos catorce años, El arca Sakura (Hakobune Sakura maru) y El cuaderno canguro (Kangarū nōto). Ninguna de estas novelas tuvo éxito entre el público en general, pero Cuaderno canguro, en mi opinión, es uno de sus mayores logros.
Las novelas de Abe nunca han sido grandes favoritas entre quienes solo buscan entretenimiento en la ficción, o entre quienes leen camino al trabajo con la esperanza de que el viaje de dos horas pase más rápido, pero tiene un gran número de seguidores, y podía contar con ventas de al menos 100 000 ejemplares de cada novela. Es sorprendente que obras de vanguardia se hayan vendido tan bien. Pero en la medida en que se fueron haciendo más difíciles, muchos lectores que las compraban debido al prestigio del nombre de Abe no siempre las leían hasta el final, y los críticos a menudo lamentaron que hubiera abandonado el estilo narrativo fácil de seguir de “La mujer en las dunas” o El rostro de otro para realizar nuevos experimentos. Pero Abe estaba decidido a que sus novelas no fueran vistas simplemente como ejemplos japoneses de alguna tendencia mundial de la literatura. Por el contrario, quería crear las tendencias, incluso si esto quería decir que sus libros no serían plenamente apreciados hasta algún momento futuro. Cuando le mencioné casualmente a un editor que me había gustado El cuaderno canguro, la historia de un hombre con una extraña enfermedad –brotes de rábano que le salían de las espinillas –me rogó que escribiera un artículo para Shinchō, la revista literaria mensual publicada por la compañía, porque nadie más la había elogiado–. Probablemente mi amistad con Abe me había permitido entender, mejor que la mayoría de los críticos, que esta novela, tan llena de humor, trata sobre la muerte, y específicamente sobre la propia muerte de Abe.
Abe siempre me había parecido inusualmente robusto y joven para su edad. A pesar de que pasaba incontables horas repasando sus manuscritos, nunca dio la impresión de un autor que trabajaba en un estudio revestido de corcho. Amaba sus autos y disfrutaba conducir, especialmente en condiciones difíciles. En 1986, en la Décima Exposición Internacional de Inventores de Nueva York, compitiendo con inventores de todo tipo, desde motores de avión hasta microscopios láser, recibió una medalla de plata por un dispositivo que había inventado para cambiar neumáticos.
Era un fotógrafo muy hábil, como lo demostraron sus exposiciones en la Universidad de Columbia y en Tokio. No le interesaban los temas habituales –las bellezas de la naturaleza o los rostros de las personas–. Sus fotografías muestran con mayor frecuencia el final de un proceso, los restos solitarios que revelan lo que ya fue. Cuando llegó a Milwaukee en 1978 para asistir a las funciones de su obra de teatro Amigos, le preguntaron qué le gustaría ver en la ciudad. Él respondió: “El basurero”. La gente tomó esto como una broma, o tal vez como un comentario malicioso sobre Milwaukee, pero creo que lo decía muy literalmente. Más que los lugares pintorescos a lo largo del lago Michigan o el museo de arte, el basurero le habría contado sobre la vida en Milwaukee. Entre sus fotografías de Japón, me conmueven especialmente una serie que muestra los escombros de una mina de carbón abandonada, y otra que muestra a miembros de una familia empujando sombríamente una silla de ruedas por los brillantes terrenos de la Exposición de Osaka.
En sus últimos años, Abe estaba luchando constantemente contra las enfermedades. Me dijo, como un gran secreto, que tenía cáncer. Odiaba que la gente supiera que no se encontraba bien, y probablemente tenía miedo a la muerte. Sus compañeros de la facultad de medicina, para entonces médicos distinguidos, hicieron todo lo posible por salvarle la vida, pero (quizás debido al tratamiento) envejeció muy marcadamente y se tambaleaba en lugar de caminar. Era doloroso verlo. Pero una vez sentado en una cafetería, seguía siendo divertido estar con él. Su sentido del humor, especialmente su maravillosa ironía, lo diferenciaba de cualquier otro escritor japonés que haya conocido. Nunca estaba de acuerdo con nada de lo que yo decía, por inocuo que fuera. Si yo comentaba que hacía calor, él probablemente demostrase estadísticamente que era inusualmente fresco para esa época del año; si yo decía que los precios habían subido, él demostraba que habían estado bajando constantemente. A pesar de su enfermedad, Abe estaba tan alerta y divertido como siempre, y parece haber seguido escribiendo hasta poco antes de su muerte. En su procesador de textos se encontraron varios manuscritos incompletos, todos ellos interesantes y únicos.
Abe y yo disfrutábamos de nuestra compañía mutua. A veces, cuando descubría mi ignorancia abismal sobre incluso los hechos más rudimentarios de la ciencia, sacudía la cabeza con asombro, declarando que todo estudiante japonés de secundaria estaba familiarizado con lo que, para mí, era territorio desconocido. Pero parecía valorar mis opiniones sobre sus libros. A petición suya, escribí reseñas de algunas de sus novelas y más tarde escribí el kaisetsu, o “comentarios expositivos”, que se adjuntaban a casi todas sus novelas y obras de teatro cuando se publicaban. También escribimos juntos una serie de diálogos que se reunieron en formato de libro. Cuando miro estos documentos de nuestra amistad, me siento orgulloso de que mi nombre esté unido al suyo. Orgulloso pero muy triste, porque perdí en Abe un extraño y maravilloso amigo.
Notas:
[1] Abe Kōbō: Beyond the Curve, trad. Juliet Winters Carpenter, Kodansha International, New York, 1991, p. 223.
[2] Kobo Abe: The Woman in the Dunes, trad. E. Dale Saunders, Vintage, New York, 1991, pp. 222–223.