Ángel Delgado, Paisaje incómodo XIII

En los últimos días, los representantes y defensores del gobierno cubano han insistido en explicar los sucesos del pasado 27 de enero como resultado de una “provocación”. En su lógica, si la policía, agentes de la Seguridad del Estado y funcionarios públicos respondieron con violencia a un grupo de más de veinte artistas y periodistas que se congregó en un espacio público, justo frente al Ministerio de Cultura de Cuba, para conmemorar el natalicio de José Martí, leer poemas y solicitar al viceministro Fernando Rojas que intercediera por varias personas que habían sido detenidas arbitrariamente esa mañana, fue porque les provocaron.

El mismo 27 de enero, cuando apenas habían pasado dos horas de la detención de esos manifestantes, mientras sus familiares exigían en redes sociales que las autoridades dijeran al menos hacia dónde los habían llevado, el medio estatal Cubadebate publicó una nota oficial de la institución involucrada en el conflicto bajo el siguiente titular: “No quieren diálogo y provocan hasta el límite”. No citó entonces, ni citaría en lo adelante, ni una sola fuente del otro lado del conflicto.

La publicación, además, incluyó un pronunciamiento conjunto de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y la Asociación Hermanos Saíz, que prosiguió con el guion de las provocaciones, y cerró con un video en el que Alpidio Alonso, ministro de Cultura, aparecía rodeado de gente que le aplaudía y, enardecido, afirmaba que los jóvenes –que recién habían sido forzados a montar en un ómnibus con destino desconocido– no buscaban un diálogo sino “provocar aquí una situación y llamar a la prensa extranjera y armar un showcito mediático”.

En ese momento, ya Alpidio Alonso se había vuelto tendencia en Facebook y Twitter y múltiples voces pedían su dimisión: había sido visto en una transmisión en vivo dando un manotazo a un periodista independiente que filmaba con su celular. Pero, para muchas instituciones, dirigentes y voceros del sistema, la reacción del ministro estaba más que justificada por tratarse de una reacción a una provocación.

A la misma narrativa se sumó enseguida, desde su cuenta en Twitter, el presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez: “No es honesto quien se escuda en el arte para provocar asediando instituciones y funcionarios públicos, mientras la nación lucha a brazo partido contra bloqueo, pandemia y muerte. Nuestros ministerios no son tarimas mediáticas. Allí se trabaja duro”.

Por supuesto, el presidente no mencionó el asedio que, desde temprano en la mañana, realizaban policías y agentes de la Seguridad del Estado a viviendas de distintos artistas y periodistas para impedirles salir y acercarse a una reunión que se había pactado entre Fernando Rojas y tres voceros de la comunidad del 27N –constituida a partir de la manifestación pacífica del pasado 27 de noviembre, cuando al menos 300 personas se reunieron frente al Ministerio de Cultura, indignadas por el allanamiento de la sede del Movimiento San Isidro, y reclamaron el cese de la violencia policial, el respeto a la libertad de expresión y el inicio de un diálogo entre intelectuales, principalmente artistas, y funcionarios públicos.

Tampoco mencionó las detenciones de quienes decidieron salir de sus viviendas el 27 de enero a pesar del asedio, como la artista Tania Bruguera o la poeta Katherine Bisquet. Ni el cerco policial en los alrededores del ministerio, que incluso impidió el acceso al dramaturgo Yunior García –quien figuraba entre los tres voceros, junto a la artista visual Camila Ramírez y la curadora Solveig Font–. Ni la campaña difamatoria que la prensa oficial ha sostenido en los últimos meses contra representantes del 27N y periodistas de medios no estatales.

El gobierno controla el ejército, la policía, los tribunales, el parlamento, la economía, la cultura, la educación, la gran mayoría de los medios de comunicación, la isla entera de punta a punta, mientras que los ciudadanos a duras penas controlan lo que comen cada día, porque no tienen derecho a asociarse, ni a manifestarse en la calle, ni a crear un medio de prensa. Pero el gobierno se ofende cuando los ciudadanos se atreven a defender sus derechos. Sencillamente, el gobierno espera que los ciudadanos no actúen como ciudadanos sino como súbditos o soldados.

A mí el discurso de la provocación, que lo reprodujeron también el Sistema Informativo de la Televisión Cubana, la Unión de Periodistas de Cuba, la Casa de las Américas y los alcahuetes habituales, me pone a pensar casi automáticamente en los relatos de violencia de género que se fabrican desde la perspectiva del machismo. Pienso en las mujeres violadas que escuchan que las violaron porque sus maneras de vestir, bailar o caminar eran provocativas y, por supuesto, los hombres no supieron contenerse. Pienso en las mujeres golpeadas y asesinadas por sus maridos. Pienso en las sobrevivientes que van por el mundo convencidas de que fueron ellas las culpables de lo que vivieron.

El lenguaje es uno de los territorios principales de disputa de poderes. Las palabras con las que el gobierno arma su discurso revelan mucho acerca de las concepciones del mundo en las que se basa. Y esas concepciones se siguen revelando fundamentalmente machistas.

¿Qué significa calificar como “provocación” lo que pasó el 27 de enero? Significa justificar la violencia. Significa decir que las víctimas son las culpables de lo que les pasó, porque lo provocaron y, por tanto, merecían la violencia. Significa eximir de responsabilidad a los victimarios. Significa minimizar uno de los elementos clave de esta historia: la desigualdad en la correlación de fuerzas. Significa pasar por alto el abuso de poder.

Pero quizás lo peor de usar el término “provocación” para defender la respuesta del aparato estatal a una acción ciudadana pacífica es que, al hacerlo, se sugiere que el ministro y todas las personas que actuaron con violencia, porque fueron “provocadas”, son incapaces de discernir entre el bien y el mal, medir las consecuencias de sus actos y comportarse atendiendo no a sus instintos sino a la razón.

El ejercicio del poder, de un cargo público como el que ejerce Alpidio Alonso, implica responsabilidad. Si un ministro no sabe lidiar con un conflicto como el del 27 de enero, con un grupo de poco más de veinte personas, que en ningún momento agredieron o irrespetaron a nadie, y con un periodista que cubre ese conflicto, entonces debería replantearse si está capacitado para ser ministro. Porque ser funcionario público no es saber lidiar con quienes te dan la razón sino, especialmente, con quienes te cuestionan.

Además, manifestarse de manera pacífica y exigir a representantes de una institución que respondan sobre varios casos de detenciones arbitrarias no es provocar la violencia, ni un “showcito mediático”, sino ejercer derechos civiles y políticos. Y los derechos no requieren nada más que respeto. El ministro no tenía que tolerar que un periodista le filmara mientras se aproximaba a un grupo de manifestantes, tenía que respetar a ese periodista.

Si en ese momento había prensa presente era, primero, porque el diálogo que se iba a sostener era noticia y, segundo, porque desde el amanecer de ese día las propias autoridades se habían encargado de catapultarlo como noticia con los cercos policiales y las detenciones que efectuaron. Si hubo un show ese día fue el que concibieron quienes toman las decisiones en Cuba. La prensa independiente se limitó a reportarlo.

El Ministerio de Cultura perdió una excelente oportunidad el 27 de enero de generar noticias alentadoras, porque la responsabilidad de que ocurriera ese diálogo, sin presiones de agentes policiales, era de los funcionarios públicos. Su trabajo es hacer política. Apelar a la violencia, o respaldarla, los descalifica. Que hayan participado en la represión de un grupo de menos de treinta jóvenes pacíficos –y que luego, además, los hayan criminalizado– sólo pone de manifiesto su incapacidad para dialogar con lo distinto y, sobre todo, su miedo a perder los privilegios que el poder confiere.

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MÓNICA BARÓ
Mónica Baró (La Habana, 1988). Periodista y escritora. Trabajó para la revista estatal Bohemia entre 2013 y 2014 y luego en el Instituto de Filosofía de Cuba. En 2015 formó parte del equipo fundador de la revista medioambiental independiente Periodismo de Barrio, donde fungió como reportera y miembro de su consejo editorial, hasta 2018. Ha publicado en OnCuba, Univisón Noticias, El Toque, Cuba Posible, Hypermedia Magazine. Ha escrito principalmente sobre comunidades vulnerables a desastres naturales, envenenamiento por plomo, problemas de vivienda y violencia de género. En 2019 ganó el premio Gabriel García Márquez con el texto “La sangre nunca fue amarilla”. Actualmente trabaja como reportera de la revista El Estornudo y reside en La Habana.
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