El arte no debería revelar misterios, sino potenciarlos, sumar misterios a otros misterios previos. Meter la extraña pinza de sus dedos en las profundidades del pensamiento, de la cultura, de la historia, donde se han atascado muchos tesoros, y escarbar bien entre lo mucho que hemos casi olvidado o pasado por alto.
A veces la mano del artista se estira hacia el futuro tratando de alcanzar el brillo de lo novedoso, de lo aún inexistente o, por el contrario, se detiene en lo inmediato, obligada por el agobio de las incertidumbres cotidianas. Pero rara vez tenemos la suerte de que nos lleve de vuelta a la cueva inicial repleta de murciélagos y paredes chorreantes y lechosas. A diferencia de la ciencia, que busca claridades y certezas, el poder del arte y de la poesía es su capacidad de llevarnos hacia ese hueco negro de lo desconocido, de lo borroso, de lo nebuloso, y permitirnos disfrutar la salida del sol desde la boca abierta de esa remotísima cueva y no asomando su amarilla cabeza sobre la falsa línea del horizonte.
El misterio es a veces tan simple como una multitud de pequeñas semillas de guayaba pegadas a un rostro de tela que nos interpela con la mirada blanca de la muerte. Si de noche mordiéramos esa arenosa y perfumada fruta, ¿no deberíamos sentir quizás el susto, el sobresalto del más allá? Pero ¿qué sabemos del inerte cemí Maquetaurie, el muerto primigenio? ¿Y qué hacemos ahora frente a esos cuatro molares humanos incrustados en la quijada abierta y desdentada de una enorme tortuga? ¿A dónde nos lleva ese raro hibridismo? Nada sabemos ya sobre los cuatro gemelos divinos ni sobre esa prolífica tortuga. Sin embargo, esa inminente dentellada progenitora encierra nada menos que una concisa reflexión sobre el comienzo de la humanidad, sobre el origen de nosotros mismos, según aquellos primeros habitantes de nuestro archipiélago. Tampoco sabemos que el mar que nos rodea, que nos traslada de una orilla a otra, que nos salpica alegremente con sus olas o nos ahoga en nuestras travesías, el mar con todos sus peces, conchas y caracoles surgió del lomo áspero y giboso de una deidad aruaca llamada Deminán Caracaracol, nuestro Prometeo local, también ladrón del fuego y del casabe, sin el cual hoy sentiríamos frío en los huesos, hambre en el estómago y tristeza en el corazón. Ahora aparece aquí, transfigurado, después de miles de años, mostrando en su lomo el espinazo fósil de un pez como recuerdo de sus atrevidas hazañas.
Quizás no seamos del todo conscientes de lo pobres que somos sin la belleza de estos mitos. Que no hayamos podido contar plenamente con ellos para identificar con mayor claridad muchos aspectos de nuestra sensibilidad, de la oculta prehistoria de nuestra imaginación, que podría ahora sazonar nuestras conversaciones, nuestras costumbres, para ayudar a construir con ellos nuestros mitos actuales, nuestras creencias, como hemos hecho con aquellos venidos de Europa y de África. No debiera importar que nuestros ancestros aborígenes carecieran de grandes monumentos, de templos, de pirámides. Nos cuesta entender que no todas las sociedades antiguas lo necesitaron para estructurar su vida económica, social, cultural, religiosa, como tampoco lo han necesitado hasta la actualidad los cientos de comunidades indígenas selváticas de la América continental cuyo estilo de vida, muchas veces trashumante, nómada, ha estado regido por la inestabilidad de su medio ambiente natural. Su fragilidad, su sencillez, su frugalidad, no es carencia, no es pobreza, sino un recurso de adaptación. Debemos, desde luego, lamentar y condenar el brutal exterminio de nuestras sociedades aborígenes y la destrucción intencionada de sus artefactos culturales, pero a la vez debiéramos aprovechar y disfrutar con orgullo lo que la violencia colonial, los descuidos y la erosión del tiempo nos dejó como saldo final. Contar con lo que tenemos y no solo añorar lo que nos falta.
Es cierto que son relativamente escasos los ídolos o cemíes que han conservado su total integridad, los dujos o asientos ceremoniales de madera, las vasijas de barro, los instrumentos de piedra, los adornos de hueso, de concha, las cuentas de cuarzo y de coral que adornaban sus ahora deshilachados collares, así como el verdadero significado de gran parte de aquel arsenal estético, mítico, lingüístico, que incluye, si no un idioma estructurado y operativo, sí al menos una gran cantidad de palabras con las que aún identificamos ríos, montañas, bahías, frutas, animales, comidas, herramientas. Nuestro castellano local está repleto de esas sonoras y dulces palabras provenientes del aruaco insular, a las que su uso cotidiano ha ido desdibujando su identidad cultural específica y convirtiéndolas en palabras simplemente cubanas: guayaba, majá, cocuyo, huracán, hamaca, jicotea, Cajío, Jagua, Cuyahuateje, Ariguanabo. Las empleamos ya sin recordar su verdadero origen, su procedencia, pero al pronunciarlas sentimos en la boca, en la lengua, un cosquilleo ondulatorio distinto, una lejana musicalidad. Y por eso sabemos que todavía están aquí, tratando de hacerse escuchar, de hacernos escucharlos. ¿No es cierto? No en balde Sabrina Fanego ha utilizado en el título de su primera exposición, no la cinta métrica de los arqueólogos, como sistema de medida, ni la regla ni el pie de rey, sino la boca, para hacer visible la importancia de saborear las pequeñeces materiales y verbales que constituyen parte de nuestro legado aborigen.
Habría que decir que el conocimiento de muchos de esos valores culturales y estéticos han quedado prácticamente enquistados en las publicaciones especializadas de los arqueólogos y una minúscula parte ha circulado de manera abreviada en los manuales escolares y otras publicaciones de alcance popular. Y a pesar de que muchos artefactos culturales y artísticos de nuestros primeros pobladores han recibido desde hace mucho tiempo la atención de los especialistas, y protegidos y estudiados, aún permanecen casi fuera del alcance visual de los públicos, bien resguardados en gabinetes de arqueología y escasos museos poco accesibles. Debemos lamentar asimismo que la mirada etnológica y arqueológica haya ido obviando o desconsiderando la mirada artística. El arte aborigen cubano aún no inaugura, como debiera ser, la sesgada historia del arte representada en las salas cubanas del Museo Nacional, que lamentablemente inicia su recorrido con nuestra herencia occidental y colonial, y sigue arrastrando el anticuado y excluyente epíteto de Bellas Artes. Muy rara vez somos testigos presenciales de sus características físicas, del contorneo de sus volúmenes, de la irregularidad o perfección estética de sus formas, de sus texturas, de las huellas que en ellos dejaron las manos y los rústicos instrumentos de sus creadores, sustituidos por imágenes gráficas y fotográficas, cuando no por simples descripciones verbales. Lejos de nuestra percepción directa, esas herencias que podrían haber impactado muy productivamente en nuestra sensibilidad, en nuestra formación estética, resultan disminuidas, apagadas, formando parte de lo desconocido cubano, y haciendo más dolorosa la realidad del “mito que nos falta” del que se lamentaba hace muchos años el poeta José Lezama Lima.
Pero tampoco hay que olvidar que lo desconocido es la puerta entreabierta de los descubrimientos y redescubrimientos. La puerta seductora, provocativa. Y a veces basta el parpadeo de un rayito de luz desde el interior de esos misterios para intentar el avance.
En el arte cubano han sido realmente pocos los que se han acercado a esa rendija luminosa. Sin olvidar las obras dedicadas al tema por la multifacética Thelvia Marín y de otros artistas menos divulgados, la de mayor importancia dentro del arte contemporáneo fue sin dudas la del manco prodigioso, Jesús González de Armas, quien realizó una extensa obra gráfica y pictórica dedicada exclusivamente al universo indocubano. Comenzada en los años setenta, su obra se extendió hasta principios de los noventa y se basó en investigaciones y trabajos de campo que realizó como espeleólogo a lo largo de toda la isla, asesorado por importantes arqueólogos de la Academia de Ciencias de Cuba. En función de su obra plástica, Jesús de Armas logró transcribir, estudiar y comparar gran cantidad de pictografías aborígenes y muchas otras evidencias, registrándolas directamente en sus emplazamientos originales y en un gran número de cuevas a lo largo de toda la isla, dotándolas luego de significados que iban siempre más allá de sus contenidos míticos y simbólicos de origen. Su inspiración y devoción por este tema, lo convierten en un indiscutible pionero en la exploración y reelaboración artística de la cultura aborigen cubana. Otros artistas contemporáneos que realizaron posteriormente obras de gran originalidad a partir de este universo indocubano son José Bedia y Ana Mendieta, aunque muy pronto fueron diversificando y ampliando sus fuentes referenciales hacia otros escenarios y problemáticas.
La súbita aparición de estas primeras obras de Sabrina Fanego resulta por eso promisoria, porque se adentra con absoluta seguridad en este tema, pero por caminos totalmente inéditos, no previamente desbrozados por sus predecesores. Sorprendentemente, no hay nada de inmadurez aquí. Ni epigonismos. Ni siquiera por tratarse de su primer intento. Ha sabido no girar en redondo la cabeza y eso es un mérito poco frecuente en un paraje temático tan desamparado por nuestros creadores. Sus intereses han sido en esencia los mismos, pero su mirada es muy otra. Bien informada en los mitos indocubanos, en las características de cada personaje mítico, y en la materialidad y espiritualidad de su cultura, a través del estudio y de visitas a cuevas y otros asentamientos, Sabrina no ha acudido a descripciones literales, ni a resortes narrativos o decorativos que faciliten su comprensión. Sus metodologías artísticas son complejas, intricadas, donde los datos de referencia se hallan tan condensados que en algunos casos las obras resultan rotundamente herméticas. No creo que haya nada pernicioso en los hermetismos. Y el suyo me parece justificado, sobre todo porque no ha partido tanto de comprobaciones y comparaciones visuales basadas en lo formal, sino en lo conceptual, en lo filosófico, en lo poético. Sobre estas fuentes aparentemente distantes de lo arqueológico, ha desempolvado y puesto en práctica muy atinadamente lo que argumentaba Lezama Lima en aquel Coloquio con Juan Ramón Jiménez de 1937 donde se discutía el asunto del “insularismo” y la “sensibilidad insular”, y sobre la necesidad de que la poesía (en cuya definición incluía al arte) se mantuviera “con la mínima fuerza secreta para decidir un mito” pero “sin ir directamente a tropezarnos con el mito”. Y Sabrina ha sabido resolverlo aquí con esa “mínima fuerza” mediante el uso inteligente de una poética objetual e instalativa. Y estoy seguro de que no tropezará.













* Este texto acompaña a la exposición piedras que caben en la boca, de la artista cubana Sabrina Fanego, curada por Liatna Rodríguez, y que se puede ver actualmente en ONA Galería, en La Habana.