Presentación
A propósito de la publicación del libro de Bernard-Henri Lévy Le siècle de Sartre (Grasset, 2000), la editorial PUF (Presses Universitaires de France) dio a conocer pocos años después, en el 2005, una entrevista –inédita en español y que ahora traducimos para Rialta–, entre el polémico Bernard-Henri Lévy, quien se formara bajo la enseñanza de Jacques Derrida y Louis Althusser, y fuese además fundador de la corriente de los Nouveaux Philosophes, así como también un crítico de la izquierda, y el filósofo Jeffrey Andrew Barash, profesor emérito de Filosofía en la Universidad de Amiens, Francia.
Jeffrey Andrew Barash entrevista a Bernard-Henri Lévy
Lo que me ha interesado mucho en sus escritos recientes, y en particular en su libro Le siècle de Sartre, es la manera en que aborda el fenómeno del totalitarismo, que es central para comprender el siglo XX. Ahora bien, en cuanto al fenómeno totalitario, hemos sido testigos del surgimiento de una nueva corriente de interpretación durante las últimas dos o tres décadas. Más allá de la idea de dos corrientes totalmente incomparables que son el hitlerismo y el estalinismo, o de intentos de confrontarlos como dos sistemas fundamentalmente diferentes pero comparables en sus estructuras de dominación y en su forma de borrar el espacio público, una corriente de interpretación hoy busca explicar el extremismo nazi esencialmente como una respuesta al peligro soviético. Según Ernst Nolte, dar cuenta de Auschwitz es explicarlo como una respuesta al gulag soviético. Sin embargo, lo que usted deja claro en su trabajo, es que la filosofía de Sartre nos anima hoy a repensar el fenómeno totalitario desde una perspectiva completamente diferente. Pero al mismo tiempo, Sartre ha sido criticado a menudo por ser demasiado indulgente con el comunismo soviético. ¿Qué piensa usted de esta tendencia a comparar las dos formas de totalitarismo y de la actitud de Sartre ante el fenómeno totalitario?
Sobre la cuestión Sartre, es más complicado que eso. Y es, en cualquier caso, más complicado que una cuestión de “indulgencia”. Por supuesto, existe una tentación totalitaria por parte de Sartre. Y también hay una reacción antitotalitaria a esta tentación totalitaria. Está el veneno y está el antídoto. Hay, en la obra de Sartre, suficiente para hacer de generaciones y generaciones compañeros de viaje, incluso estalinistas.
Pero también existe lo contrario. La filosofía de Sartre me parece incluso la única filosofía francesa seria del siglo XX que permite equipar y armar a antitotalitarios y consecuentes antiestalinistas de otra manera que no sea mediante una simple protesta moral o un lamento humanista. En otras palabras, en Sartre hay al menos tanto como en Camus, quizás más, para pensar verdaderamente en la cuestión comunista, la barbarie que se le ha vinculado y la forma de resistirla. En definitiva, dos conjuntos de textos. Dos actitudes, si lo prefieres. O incluso, es el centro de mi tesis, dos Sartre. Y que tienen, en el corpus, una importancia a priori equivalente. Entonces, ¿cómo se articula? ¿Es una política y una filosofía? ¿Dos filosofías sucesivas? ¿Son dos idiosincrasias distintas, mixtas, que se superponen? Todas las hipótesis están abiertas, y mi Siglo de Sartre está dedicado precisamente a la exploración de estas diversas posibilidades. En cualquier caso, se trata de una cuestión sumamente compleja. Y mi primera respuesta es que, para mí, para el pensador antitotalitario que soy, para el hombre que comenzó a reflexionar, a finales de los años setenta, denunciando, junto con otros, el gulag soviético, Sartre es un hilo conductor.
Segunda pregunta, la comparación estalinismo / hitlerismo. Tengo una posición más matizada de lo que usted parece pensar. Creo que, por supuesto, hay puntos en común entre el estalinismo y el hitlerismo. Creo que los dos fenómenos han mantenido vínculos, que ha habido efectos de mimetismo entre ambos y que hay, al final, algo que se asemeja a invariantes estructurales comunes.
Pero creo que también hay algunas diferencias fundamentales y que estas diferencias también deben tenerse en cuenta. Soy de los que defienden, por ejemplo, la unicidad de la Shoah, la singularidad del nazismo y la absoluta excepcionalidad del fenómeno. Pero unicidad y excepcionalidad no implican que la Shoah o el nazismo deban ubicarse en una especie de estratosfera de incomparabilidad. Creo que un hecho histórico, por atípico que sea, debe referirse a los demás, incluyendo, por tanto, el acontecimiento de Hitler al estalinismo. Entonces la pregunta es: ¿cómo? ¿Con qué instrumento este juego de acercamiento-diferenciación? Está el método Nolte, y este también me parece detestable. Sobre todo, por lo que implica en cuanto al estatus del antisemitismo: una “respuesta” al estalinismo y, por tanto, algo “normal”, “aceptable”, “justificable”, “legítimo”. Está el concepto de totalitarismo, tal como fue problematizado desde Hannah Arendt hasta Claude Lefort y algunos otros contemporáneos: no es un concepto tan malo para explicar dichos puntos comunes, así como lo que marca la diferencia irreductible. Y luego hay otro concepto que he intentado proponer, en mis propios trabajos –hay otro concepto, sí, que se inscribe en este horizonte de la comparación, es decir, indistintamente, del acercamiento y de la distinción que es el horizonte mismo del pensamiento, y este otro concepto, este concepto que se opone al de Hannah Arendt y que, de otro modo, lo completa, que confirma su parte de validez y lo enriquece, es el de “voluntad de pureza”, o, en términos triviales, de integrismo–. Para mí, este concepto de “voluntad de pureza” es el concepto central que nos permite explicar mejor este complejo juego de semejanza y disimilitud, de diferencia y proximidad.
Bajo este concepto de voluntad de pureza, tengo la impresión de poder subsumir el estalinismo, el nazismo, el fascismo y otros fenómenos, especialmente los integrismos religiosos de hoy. Este concepto de integrismo tal como lo concibo en La pureté dangereuse, por ejemplo, y sobre el cual vuelvo extensamente en este Sartre que nos reúne hoy, este concepto de integrismo, por tanto, es un concepto más fino y más amplio por su base, más fino por estas modalidades de aprehensión de lo real, que el concepto tradicional de totalitarismo. Esta es mi posición sobre este punto.
De hecho, también se podría decir –al menos eso dicen los adversarios de la interpretación elaborada por Nolte– que el marxismo al menos ha conservado una perspectiva universalista, aun cuando el estalinismo la haya traicionado. No existe ninguna exigencia fantasiosa de pureza racial que constituya la esencia misma del hitlerismo.
Sin duda, sí. Excepto que esta cuestión de la pureza de la raza no agota el significado del hitlerismo.
También existe el espejismo de la buena comunidad, que es al menos igual de importante. Para mí, el problema empieza con este espejismo. El verdadero problema, tanto en el estalinismo como en el nazismo, comienza con esta idea filosófica y casi teológica de la eliminación del mal. Esta es la matriz común a todos estos fenómenos. Digo integrismo. También se podría decir medicalismo. Se podría decir: el sueño de curar al género humano, de curar sociedades enfermas. Y esta, sí, es la matriz común a todos estos fenómenos. Es en esta transformación de la política en clínica, de lo político en médico, de las sociedades y del cuerpo social, donde reside el gran secreto de las tiranías y barbaridades modernas. Así que, a veces el médico aísla un virus que se supone que es racial, y es el médico nazi. A veces aísla un virus que es social, y es el sueño estalinista de eliminar esos “insectos dañinos” de los que ya hablaba Lenin y que eran, a grandes rasgos, los kulaks y los burgueses. A veces se trata de aislar y eliminar la enfermedad de la memoria, y ese es Pol Pot. A veces, por último, conviene liquidar todo lo que es “judío” o “cruzado” y, en definitiva, occidental, y estamos en el caso del fundamentalismo islamista.
Ahí está. Lo propio de un concepto, cuando se aplica a realidades históricas diferentes, es hacer este trabajo, es establecer un juego determinado de diferencias y semejanzas. Por eso propongo enriquecer el análisis arendtiano con otro concepto, que es el de “medicalismo”, “integrismo”, “voluntad de pureza”…
Volviendo a Sartre, ¿cree que Sartre fue demasiado indulgente con el comunismo soviético antes de 1956? Usted escribe en su libro que, en ciertos aspectos, siente mucha simpatía por Merleau-Ponty; al mismo tiempo, en la disputa con Sartre en torno a Humanismo y terror de Merleau-Ponty, donde este último plantea una importante crítica del comunismo soviético, la actitud de Sartre no me parece clara. ¿Qué piensa usted?
Me diferencio de los antisartreanos tradicionales en que rechazo la idea de un tribunal de la historia concluida que dictaría sentencias, que pronunciaría ultimátum y que haría como si los hombres, cuando actúan, dispusieran del mismo conocimiento que nosotros, cuando los juzgamos. La verdad, lo sabemos bien, es que cuando los hombres toman posiciones, no están en la misma situación que hoy, se encuentran en una situación oscura, opaca, ciega en sí misma. La verdad es que avanzan en la niebla. Y creo –lo digo en un momento del libro– que, para dar cuenta del pensamiento de un hombre, hay que tener en cuenta esta parte de niebla, de bruma, que envuelve sus discursos. Bien, ello no impide que las posiciones de Sartre antes del 56, su viaje a Checoslovaquia en el 68, algunas de sus posiciones de la era maoísta sean, de todos modos, posiciones detestables. El hecho de que otros, al mismo tiempo, hayan tenido otros reflejos, el hecho de que no todos hayan cedido a la misma niebla y no se hayan perdido en ella, el hecho de que Merleau-Ponty haya visto con claridad, por ejemplo, ahí donde él está ciego, todo ello alega en su contra.
Hay un aspecto de su libro Le siècle de Sartre que me ha apasionado y que se sitúa en la prolongación del argumento central de su obra L’idéologie française: usted muestra hasta qué punto Sartre se desmarca de esta “ideología francesa” que pudo desembocar en el colaboracionismo de Vichy.
Sí, es innegable. Esto es lo más difícil de asimilar para el antisartreano primario, pero es indiscutible. Creo que Sartre es, de hecho, el pensador francés más antipétainista que existe. Tanto por intención como por fuerza conceptual. A la vez porque ha odiado todo eso y porque es uno de los pocos que no se ha sumergido filosóficamente en esta mezcla de paganismo, comunitarismo, culto de las raíces o de la identidad que la izquierda francesa, lamentablemente, a menudo ha compartido con el maurrasismo. Sartre antifascista.
Pocos pensadores son tan radicalmente antipétainistas como él.
Al mismo tiempo, esta forma de pensar se refiere a otro problema que usted menciona en particular en el capítulo de su libro titulado “L’existentialisme est un anti-humanisme”. La crítica se ha dirigido a menudo contra Sartre por no tener un pensamiento verdadero de la historia. En cuanto a la libertad, por ejemplo, no hay una articulación histórica de la libertad en Sartre como la hay en Merleau-Ponty, y por tanto podría parecer que Sartre presenta un concepto de libertad demasiado abstracto.
Ahistórico no significa abstracto. Y creo que es precisamente la grandeza de Sartre pensar en una libertad que se parezca a lo que usted dice, no porque sea abstracta, sino porque es pura interrupción. Lo que Merleau-Ponty le reprocha es lo que me enorgullece de él: una libertad concebida como interrupción de la historia, como ahistoricidad.
Querer insistir demasiado en esta visión de la historia me parece al mismo tiempo peligroso. Tiene razón al subrayar la debilidad de una voluntad demasiado pronunciada de inscribir la libertad en un contexto histórico en el que desaparece en nombre de determinaciones objetivas, como entre los marxistas de finales del siglo XIX. Pero, por otro lado, cuando se oculta el arraigo de la libertad en un contexto histórico inclinándonos más bien hacia el voluntarismo de Georges Sorel, es el peso de la objetividad lo que se pierde en nombre de la voluntad de las masas unida por medio de creencias míticas.
No. Porque también existe en Sartre lo que utilizamos para escapar del sorelismo. Y ese es el concepto de situación. ¡Este concepto de situación significa algo! Quiere decir que de lo que estamos hablando no es de una interrupción abstracta sino de la interrupción en una situación. Considerando una situación determinada que quisiera presentarse como un hecho que la historia aprovecha para hacer de ella un destino, la libertad aparece como un momento de interrupción. Esto es algo que resulta ininteligible desde las bases teóricas del sorelismo.
Porque también se podría examinar esta idea de libertad desde otra perspectiva: la de la religión. Pero Sartre no muestra mucha simpatía por la religión. Se ha llamado explícitamente a sí mismo un pensador ateo y en sus reflexiones sobre la cuestión judía en particular, está claro que considera el fenómeno de la religión desde un punto de vista esencialmente negativo. El judío es sobre todo el otro que me identifica como tal. Pero la religión también sirve como lugar de reunión de una tradición y de una historia que, en opinión de Sartre, parece desaparecer. En este caso tradición e historia aparecen sobre todo como obstáculos a la libertad humana.
Sí… No es tan simple…
Porque, finalmente, también dice que el ateísmo es una aventura muy larga, muy difícil, quizá incluso interminable, y que para llevarla a cabo se requiere una fuerza extraordinaria. Dicho esto, en términos generales tienes razón. Para mí, esta relación con la religión es uno de los límites de Sartre. Este libro es un intento de reevaluar a Sartre, la figura y el pensamiento. Este no es un libro de adherencia ciega o hagiografía. Hay puntos en los que, en este libro, discrepo irrevocablemente, y es el caso, por ejemplo, de la apreciación que hace Sartre del hecho religioso. Soy ateo. Soy agnóstico, más precisamente. Y un agnóstico que tiene un vivo interés por las cuestiones religiosas, que está muy atento a su lugar en la historia de los hombres, a sus insurrecciones y a sus sumisiones, Sartre es ciego a todo eso. Este es un punto en el que discrepo mucho.
El problema precisamente del agnosticismo es que, en mi opinión, con demasiada frecuencia conduce a una ceguera con respecto al papel de lo teológico-político. Pienso en particular en esta actitud muy extendida en Francia según la cual la mejor manera de resolver el conflicto palestino-israelí sería crear una sociedad enteramente laica en la que la religión no desempeñara un papel político. Situado en el contexto histórico y geopolítico del Oriente Medio, este argumento me parece poco plausible.
Precisamente por eso le digo que, aunque soy agnóstico, estoy particularmente atento a esta cuestión. En Medio Oriente, como decía Levinas, “¡La política después!”. Eso quiere decir “La Historia Santa, primero”, o “¡La teología en el puesto de mando!”. No se cortará este nudo, el nudo de este conflicto terrible, sin pasar por la pasión teológica de los hombres. Se puede lamentar. Se puede intentar disuadir a unos y a otros. Pero es, masivo, en el centro del problema, eso está claro. En otras palabras, soy un agnóstico que no ignora este asunto. Yo también sueño, en el fondo y a largo plazo, con una política libre de teología. El drama de los hombres, para mí, sigue siendo el teológico-político. Hay que hacer todo lo posible para provocar la escisión, la ruptura dentro de lo teológico-político. Pero, a pesar de todo, no se puede ignorar el hecho de que no se ha llegado a este punto y que, por el momento, es este átomo el que crea la locura de los hombres en Oriente Medio y en otros lugares. El nazismo –lo digo desde Le Testament de Dieu– es un fenómeno religioso. Los integrismos modernos son fenómenos religiosos. No sirve de nada negar lo que está ahí, como nuestro horizonte negro, como la base de las cosas. Tampoco la política democrática se ha liberado completamente de lo teológico-político.
La pregunta sería si el pensamiento de Sartre sigue siendo pertinente en nuestro tiempo sobre este tema. El propio Sartre vivió en una época en la que lo teológico-político no planteaba el mismo problema que nos plantea hoy.
Sí, excepto el final, los diálogos con Benny Lévy, y es intencionalmente que termino mi libro con eso y que insisto en su carácter absolutamente central en el sistema y en el itinerario, porque creo que este es el momento en que Sartre, precisamente, redescubre la importancia de lo teológico-político. Estas famosas entrevistas, echadas a la basura por los sartreanos ortodoxos…
Estas famosas entrevistas, que tanto escandalizaron a la sociedad filosófica francesa y al mundo político… Estas famosas entrevistas, que crearon tal escándalo en el Nouvel Observateur y en otros lugares…
Sartre tocaba ahí un punto esencial. Rompía, el mismo, y me atrevo a decirlo, con una de sus cegueras más profundas, que es también la de la época.
¿Conoció personalmente a Sartre?
Apenas. Lo vi una vez brevemente, no puedo decir que lo conociera. Yo no era sartreano, era althusseriano, era de otra familia. Pasé mi juventud subestimando a Sartre. Cuando tenía veinte, treinta años, lo veía a él, a Sartre, como un pensador humanista pasado de moda, discípulo de Víctor Cousin y Descartes. En aquel momento no había comprendido la extraordinaria modernidad y el poder de este pensamiento. De ahí el tono de “reparación” que a veces adoptaba mi Siglo de Sartre.
Aparte de la cuestión del totalitarismo, ya mencionada, ¿qué nos dice Sartre sobre la política?
¡Es mucho! Un pensador antitotalitario, un pensador antiintegrista, un pensador antirracista, un pensador anticomunitario y un pensador, en Francia, antipétainista y loco por la libertad, ¡eso es colosal! Para un joven de hoy, para alguien que se entrega al juego y a la apuesta del pensamiento, ¡qué bagaje! Esto significa, obviamente, que prefiero menos Les communistes et la paix que las Entretiens con Benny Lévy.
O menos Les Mots que La Nausée.
Pero finalmente, siempre que sepas leer a Sartre, siempre que sepas orientarte en este denso enredo de textos, qué valoración…
¿Cuál es su actitud hoy con respecto a la obra novelística de Sartre que usted menciona en su libro?
Les Chemins de la liberté es una obra maestra. Sé que está de moda encontrarlos aburridos, densos, agobiados por su punto de vista filosófico, etc. Creo exactamente lo contrario. Pienso que las primeras novelas de Sartre, sus novelas de juventud, sus novelas anteriores a la construcción de su filosofía, eran novelas tontas, ingenuas y, por tanto, pesadas.
Mientras que aquellas que son ricas en hipótesis filosóficas, que son ricas en los inicios de la conversión a la fenomenología, en los inicios del existencialismo, etc., son, por el contrario, maravillosamente ligeras y libres. Son novelas muy libres, de gran modernidad, son novelas que inventan una forma novelesca, la de Dos Passos, ya me dirás, de acuerdo, salvo que, en el género, Les Chemins de la liberté son a veces superiores a las novelas de Dos Passos. Hay un grado de realización en esta circulación de puntos de vista, en este perspectivismo, en este rechazo de la narración tradicional y soberana, absolutamente perfecta en Les Chemins de la liberté. Además, es apasionante, románticamente apasionante.
En su libro usted concede un lugar importante a la antinomia entre humanismo y antihumanismo, y coloca a Sartre, al igual que Heidegger, en el lado antihumanista. Entonces, ¿qué quieres decir con el término humanismo?
En el sentido vulgar de la palabra, en la polémica política, puedo llamarme humanista. Si humanista es lo contrario de bárbaro, si humanista es sinónimo de generoso, si humanista es el correlato de los derechos humanos, en ese sentido obviamente soy humanista. Pero filosóficamente no soy un humanista.
De acuerdo, en el sentido de Heidegger, en el que la representación humana depende de la verdad del Ser; en el que la Humanidad se sitúa en el centro del universo.
Sí, en ese sentido, evidentemente no soy un humanista. Soy heredero de un doble linaje, el linaje heideggeriano y el linaje marxista, sin olvidar el freudianismo y el nietzscheanismo. Estos cuatro me obligan. Quiere decir que, para mí, poner al hombre en el centro, creer en una existencia ontológica, hacer de este concepto del hombre el alfa y la omega del ser, me parece perfectamente risible –no creo que se piense mucho a partir del concepto de hombre.
De hecho, para usted aquí se trata de una doble herencia legada tanto por Sartre como por Levinas, y es esta herencia la que nos impulsa a tomar muy en serio el pensamiento de Heidegger. Pero si al mismo tiempo el marxismo ha muerto, ¿hacia dónde vamos ahora?
En primer lugar, no estoy seguro de que el marxismo esté tan muerto como usted dice. El marxismo culto, ante todo, el verdadero pensamiento de Marx, su parte rica y fecunda, no morirá nunca, como tampoco la de cualquier gran pensador. Y luego, en cuanto al marxismo en el sentido vulgar de la palabra, el marxismo en el sentido político y polémico, el marxismo de los progresistas comunes y corrientes, temo que pueda volver, y eso porque, nuevamente, tal como les dije hace un momento que, para mí, había un grado de inteligencia superior a la simple oposición del estalinismo y el fascismo, a la mera subsunción por la idea del totalitarismo de los dos sistemas, así como, desde arriba si se quiere, existe este nivel superior que es el concepto de voluntad de pureza, de la misma manera diría que, desde abajo, por debajo, en las capas inferiores si se prefiere, hay una episteme de las pasiones, un campo profundo del prediscurso, un manto freático de pasiones en el que el bosque de las ideologías arraiga, atrae y se nutre. Lo que llamamos marxismo-leninismo se nutre de pasiones muy simples, muy elementales, que son, en cierto modo, inmortales, que sobreviven y sobrevivirán para siempre. Es el culto a la juventud. El culto a la buena comunidad. El sueño de partir la historia en dos y el radicalismo. Sí, pasiones fundamentales que son pasiones del alma antes que conceptos. Los conceptos mueren. No las pasiones. Y es en este sentido que las ideologías sobreviven a sí mismas.
El fascismo no está muerto. Puede que haya sido descalificado en 1945, pero en realidad no estará muerto hasta que sus pasiones fundamentales y nutritivas se extingan –es decir, probablemente nunca–. Bueno, lo mismo ocurre con el totalitarismo de inspiración comunista. Lo mismo ocurre con el marxismo, que también tiene sus pasiones que lo nutren. Creo que estas pasiones son inextinguibles.
Se podría decir que la pasión más importante es la búsqueda de las condiciones de igualdad, para usar las palabras de Tocqueville. De hecho, esta investigación es permanente. También me llamó la atención su elección del título, L’idéologie française, que obviamente hace referencia a Marx, a la idea de ideología que desarrolló hace siglo y medio en la obra La ideología alemana.
Por supuesto, Marx entiende la ideología a su manera: es una estructura de pensamiento determinada a partir de las condiciones materiales de vida. Sin embargo, cuando se lleva el concepto de ideología más allá del marco marxista, se tiende a comprenderlo como un simple conflicto que involucra las ideas que las comunidades se hacen de sí mismas. ¿Qué entiende usted cuando utiliza el término “ideología” en sus escritos, particularmente en relación con la concepción de una ideología francesa con la que Sartre parece sentirse tan incómodo?
El concepto de ideología tal como lo uso está más cerca de lo que Foucault llama en L’Archéologie du savoir, la episteme, es decir, el antecedente discursivo, a lo que Marx llama ideología en La ideología alemana. Foucault, sí, más que Marx. Hay un guiño a La ideología alemana, es cierto y así lo quise en ese momento. Pero creo que la verdadera filiación es más bien la de Foucault. La idea es: las condiciones a priori del discurso, el zócalo silencioso, lo preconceptual, etc. Digámoslo de otra manera: Foucault en la raíz de Marx; lo que quiero decir con ideología son las condiciones de posibilidad de la ideología en el sentido en que Marx la entiende.
¿En qué medida existe entonces un lugar para la libertad? ¿Se puede conjugar ideología en este sentido con libertad en el sentido de Sartre?
Sí. Porque la ideología, en el sentido en que yo la entiendo, es una forma profunda de pensar sobre la situación. La libertad con respecto a una episteme es tan improbable, tan milagrosa y tan magnífica como la libertad con respecto a la situación. Hay páginas de Foucault sobre este tema al final de L’Archéologie du savoir. Páginas que responden exactamente a esta pregunta. La relación del acontecimiento con la historia… Del acontecimiento con la estructura… La estructura es lo que hace que no haya acontecimiento. Pero aquí está. Todavía está sucediendo algo. La estructura es lo que debe desalentar al acontecimiento. La estructura es una máquina que tiene como objetivo evitar que sucedan acontecimientos. Pero he aquí, los acontecimientos ocurren, todo está ahí.