Hannah Arendt, totalitarismo
Hannah Arendt

Presentación

Estos fragmentos de entrevistas acerca de Hannah Arendt realizadas a la filósofa estadounidense Susan Neiman, por Catherine Newmark, y al historiador italiano Enzo Traverso, por Catherine Portevin, fueron tomados del número especial Hannah Arendt, la passion de comprendre de la afamada revista Philosophie Magazine, publicado en febrero de 2016. Neiman discute la actualidad del concepto de “banalidad del mal” desarrollado por Arendt; Traverso analiza los orígenes de lo totalitario en tanto término histórico.

Susan Neiman: la teodicea más radical del siglo XX

La tesis sobre la “banalidad del mal” es una de las más controvertidas en la obra de Hannah Arendt. Sin embargo, más allá de las reevaluaciones de la figura de Eichmann que suscitaron las investigaciones contemporáneas, su tesis sigue siendo fértil para la filósofa estadounidense Susan Neiman; ella explica por qué el libro de Arendt constituye la obra más importante de la filósofa moral después de Auschwitz, que sustituye la creencia en el mal absoluto por una ética de la responsabilidad.

Ningún libro de Hannah Arendt ha provocado tanto rechazo como su obra publicada en 1963, Eichmann en Jerusalén, un reportaje sobre el proceso de Eichmann, al que había asistido en 1961. ¿Por qué?

El libro generó controversia incluso antes de que se publicara de esta forma. Arendt publicó inicialmente algunas partes en forma de cinco artículos en la revista The New Yorker. Este libro hirió sensibilidades, y de diferentes maneras. Su tono distanciado e irónico fue impactante, pero la crítica central, que se propagó muy rápidamente y que, en cierto modo, se volvió autónoma, fue la de haber disculpado, en este libro, a los criminales y acusado a las víctimas. La tesis central de la “banalidad del mal”, es decir, la observación de que Eichmann no era un monstruo sino un burócrata banal, ha sido entendida, o malinterpretada, como si defendiera a Eichmann y relativizara la Shoah. Y luego están en este libro, a la inversa, las declaraciones de Arendt sobre el papel de los Judenräte [los Consejos judíos] en la aplicación administrativa del genocidio, declaraciones que fueron percibidas como una insoportable imputación a las víctimas y, sobre todo, a las organizaciones judías. Durante meses; mejor aún, durante años, estas cuestiones han suscitado un debate de increíble carga emocional, con la consecuencia de que muchos no se han enfrentado realmente al texto de Hannah Arendt.

¿A partir de cuándo comienza a instaurarse una recepción más objetiva del concepto de banalidad del mal en Arendt?

En cierto modo: nunca. Por supuesto, siempre ha habido voces reflexivas y muchas personas han intentado leer este libro desde sus intenciones, incluso en los sesenta. Sin embargo, muchas personas todavía hoy lo toman con pinzas. Incluso entre quienes pueden aprender mucho de la teoría política de Hannah Arendt, existe una tendencia a pasar por alto esta obra en lugar de tomarla realmente en serio. Y para los adversarios de Arendt, esto sigue demostrando que está equivocada. Dicho esto, se equivocó objetivamente en su valoración de Adolf Eichmann como persona. Esto ha quedado muy claro hoy, gracias a documentos que la propia Arendt no podía conocer pero que la filósofa e historiadora Bettina Stangneth trató en un libro que marcó un punto de inflexión: Eichmann avant Jérusalem. La vie tranquille d’un génocidaire. Contrariamente al cuadro que Arendt describió, Eichmann no era simplemente un burócrata irreflexivo al que no le importaban las consecuencias de sus acciones. Lo que hizo, por el contrario, lo hizo con plena conciencia. Su antisemitismo está perfectamente documentado. Al igual que el hecho de que impulsó intencionalmente el exterminio de los judíos de Europa, con una verdadera fiebre de endemoniado, y luego se arrepintió de no haber “cumplido su misión”, como él mismo dijo. Las investigaciones de Stangneth también muestran muy claramente que Arendt se equivocaba al pensar que él no pensaba, que no quería pensar, que no tenía una filosofía o una ideología personal. Eichmann era, por el contrario, un adepto de esa funesta “filosofía” nacionalsocialista que se levantó contra el pensamiento “judío” universalista y le opuso un pensamiento “alemán” concreto, enraizado en la sangre, la tierra y la nación. Pero en ese momento, Arendt no podía conocer en absoluto los elementos que lo atestiguan, todo ese material aún no se conocía.

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¿Y qué significan estos nuevos conocimientos para la tesis de la banalidad del mal?

Cuando vemos que esta interpretación histórica en la que se basa el libro de Arendt es errónea, nos vemos obligados, por supuesto, a preguntarnos qué queda de su tesis central. Sigo creyendo que todavía quedan muchas cosas por hacer. La propia Arendt se sintió, durante un tiempo, tan herida por esta polémica, que también terminó con algunas amistades, se refugió en una afirmación destinada a protegerla: dijo que no se trataba en absoluto de un trabajo teórico, sino de un simple reportaje de periodista. Solo que eso no es cierto. Este libro es altamente filosófico. Lo considero una de las obras de filosofía moral más importantes del siglo XX, pero también como el mayor esbozo filosófico de una teodicea moderna. En cierto modo, la controversia que desencadenó demuestra también que tocó un punto sensible: la tesis de la banalidad del mal sigue quemando los dedos. El hecho de que no evaluara bien a Eichmann como persona no cambia nada.

¿Puedes explicarnos esto con mayor precisión?

Está muy claro que nos equivocamos al afirmar que Arendt defiende a los verdugos y acusa a las víctimas. Pero es evidente que Eichmann en Jerusalén no es un simple reportaje. Ya se defiende algo allí. La pregunta es qué. Y he aquí donde entra en juego la teodicea, que generalmente considero el meollo de la filosofía moderna. Lo que Arendt defiende en este texto es el mundo en el que pudo haber existido alguien como Eichmann. O, en otras palabras: un mundo en el que existe esta forma del mal que vimos en el momento de la Shoah. Ya no podemos imaginárnoslo, ya estamos demasiado acostumbrados, pero para quienes vivieron esa época, la Shoah fue un shock que planteó, con un grado monstruoso de urgencia, la pregunta clásica de la teodicea: ¿cómo un dios benevolente pudo tolerar semejante cosa? O, expresado en términos modernos, menos teológicos: la cuestión de cómo podemos todavía aprobar un mundo en el que ocurre algo de este tipo. O tal vez haya algo profundamente irracional e inexplicable en el corazón del mundo –algo que es el mal y está más allá del control humano–. Arendt responde analizando el mal como algo peligroso, ciertamente, pero no profundo: como algo superficial y banal. Lo expresó con mucha precisión en una carta muy famosa a Gershom Scholem, de julio de 1963: “Creo, hoy en día, que el mal es siempre extremo y nunca radical, que no tiene profundidad ni carácter demoníaco. Si puede destruir al mundo entero es precisamente porque, como un hongo, se propaga por su superficie. Pero lo que es profundo y radical no es más que el bien”. Si esto es cierto, entonces el mal no es una lesión metafísica del mundo, al contrario, está en el ámbito de aquello contra lo que podemos luchar. Y lo que podemos evitar. ¿Cómo evitarlo? En primer lugar, pensando y actuando correctamente, no estando desprovistos de reflexión –defecto que Arendt atribuye a Eichmann–. Usando nuestra libertad. Para Arendt lo decisivo es que la gente siempre ha actuado así, incluso en condiciones de dictadura. El pasaje más sublime de Eichmann en Jerusalén es aquel en el que escribe sobre Anton Schmid, un sargento alemán que fue ejecutado por ayudar a los combatientes de la resistencia judía en Polonia. Este es casi el pasaje más importante de todo el libro. Al menos en mi lectura; todo esfuerzo por sacar a la creación y al hombre del mal se vuelve aquí tangible: “Puesto que la lección de este tipo de historia es simple, todos pueden entenderla. En términos políticos: bajo condiciones de terror, la mayoría de la gente se somete, pero algunos no lo hacen. Así como la lección que se puede aprender de los países que estaban dentro del círculo de influencia de la «solución final» es que esto «podía ocurrir», de hecho, en la mayoría de los países, pero no sucedió en todos lados. En términos humanos: no hay otras necesidades, y no se puede exigir razonablemente nada más, que ver que este planeta sigue siendo un lugar donde los seres humanos puedan habitar”. Aquí está la redención: en el hecho de que el mal no es absoluto, sino que, por el contrario, depende enteramente de los protagonistas –y que precisamente, en una situación en la que el mal penetra casi todo, existe también una posibilidad de oponerse a ello a través de la acción–. Arendt, por tanto, ofrece una explicación del mal que deja intacta la creación. El mal existe, pero no es necesario ni profundo.

¿Entonces la banalidad preservaría al mundo del mal?

Sí, la verdadera preocupación de Arendt es encontrar una posibilidad de reflexión que nos libere del mal. Sobre este punto existe un intercambio muy elocuente en la correspondencia con su amiga Mary McCarthy. Esta había escrito a Arendt que había sentido una “serenidad” al leerlo que solo conocía al escuchar a Fígaro o al Mesías, “ambos tienen que ver con la redención”. A lo que Arendt respondió: “Eres la única lectora que ha comprendido que he escrito este libro en una extraña euforia. Y desde que lo hice –después de veintitrés años– me siento aliviada de todo este asunto”. Esta “euforia” que describe Arendt está precisamente relacionada con esto: con el hecho de que Arendt encontró por sí misma, al escribir este libro, una solución al problema de la teodicea. Podemos hacer algo, podemos evitar el mal. No es demoníaco, no lo abarca todo. Solo la suma de acciones humanas, muchas veces irreflexivas. Y si pensamos y actuamos mejor, podremos atacar el mal. Esta reflexión hizo que Arendt se sintiera eufórica. La tesis de la banalidad puede que no haya sido válida, desde un punto de vista histórico, en lo que respecta a Eichmann, pero no deja de ser exacta para millones de personas más, personas cuyas intenciones no eran de una maldad demoníaca, que se situaban entre lo relativamente vil y lo claramente bueno, pero sin los cuales la Shoah no hubiese tenido lugar.

¿Pero podemos separar completamente el mal de las malas intenciones?

Dejemos a un lado el hecho de que Arendt, naturalmente, no habría negado que algunos criminales tienen malas intenciones: su teodicea funciona, de manera completamente central, sobre el hecho de que no reduce el mal a intenciones. Se puede decir, en cierto modo, que Eichmann en Jerusalén es una meditación sobre una frase de Tucholsky –Arendt ciertamente conocía a Tucholsky– que escribe de manera un tanto impertinente, pero con lucidez: “Lo contrario del bien, no es el mal, sino la buena intención”. Lo que también hace Arendt en su meticuloso trabajo, que forma parte del reportaje, es mostrar siempre en detalle quién ha hecho qué, cuándo, cómo y en qué momento –y al mismo tiempo revelar las estructuras de responsabilidad y los actos individuales–. Por lo tanto, también podemos explicar los pasajes controvertidos, donde ella analiza las acciones y posibilidades de actuación de los Judenräte. No es que los acuse. Por el contrario, intenta mostrar que ellos también –hasta cierto punto y en condiciones de terror– eran actores libres. Sus intenciones eran buenas –pero el resultado de sus acciones fue malo a pesar de todo–. Este es el punto esencial. Incluso las buenas intenciones, o las intenciones mediocres o indiferentes, pueden conducir al mal. No es una cuestión de mentalidad [l’état d’esprit].

¿Arendt rompe entonces con algo así como una ética kantiana de l’état d’esprit?

Sí, en este punto Arendt se distanció claramente de Kant. Este es uno de los puntos filosóficos centrales del libro: por un lado, se trata del hecho de que debemos utilizar nuestra propia facultad de juicio y nuestra libertad de acción. Es una actitud que es totalmente una cuestión de autoeducación, en el sentido en que Kant la entiende. Pero lo que, por otra parte, preocupa a Arendt, más allá y mucho más, son los actos –y esto nos lleva más bien a los griegos y su concepción más externalizada de la moralidad–. Lo que se quería, o la intención que se tenía, es relativamente indiferente. Las intenciones del Judenräte eran perfectamente correctas. Y las de Eichmann –o eso pensaba Arendt– estaban determinados solo por un interés banal en uno mismo. Y, sin embargo, todos estos actos eran malos. El libro se cierra así. Lo que importa no son las intenciones mentales, sino los actos. Desde un punto de vista filosófico, es radical: no es solo una ruptura con Kant, es, en general, una forma de alejarse del psicologismo, de la introspección. Lo único que importa es la acción.

¿Pero eso no lo hace más difícil? ¿Sobre todo si los malos actos pueden derivar también de buenas intenciones?

En efecto, la tesis de Arendt nos plantea un desafío completamente diferente si nos contentáramos con demonizar el mal y, por lo tanto, concebirlo como algo que solo les sucede a otros. Si el mal es un misterio que se puede atribuir a otros además de a uno mismo, eso por supuesto lo hace más fácil para mí como individuo. El desplazamiento del mal hacia un pequeño número de individuos demoníacos –Hitler, los nazis– con malas intenciones, o sobre un poder metafísico que existe en este mundo y nunca del todo sellado, es un consuelo. Eso me exime de culpa. Este giro radical de ver el mal como algo banal, fragmentado, resultado de muchas acciones individuales y ni siquiera particularmente malévolas, es desde un punto de vista filosófico mucho más radical y también mucho más difícil. Esta concepción es portadora de un llamado a cada individuo. Desde mi punto de vista, esta es también la razón por la que este libro ha provocado reacciones tan histéricas.

¿Y esta llamada sigue siendo relevante?

¡Absolutamente! Lo vemos constantemente hoy en nuestra política cultural: hay fuertes tendencias a demonizar el mal y, por tanto, a desplazarlo. Mejor aún, casi podemos hablar de una fascinación por este mal satánico: prácticamente se ha vuelto erótico, tiene una energía seductora. Pero la seducción solo puede venir del diablo, de personajes que son satánicos –ya sea Hitler o Bin Laden. ¿Quién puede, por otra parte –siguiendo la imagen de Arendt– sentir la atracción ejercida por un hongo…? El mal existe, los actos malvados existen, pero debemos deshacernos de la idea de que esto solo proviene de las malas intenciones de los malos criminales. La afirmación de Arendt de que no tenemos derecho a colocar el mal fuera de nosotros mismos es contundente. Nos obliga a reflexionar sobre ello, y más aún, a hacerlo con precisión, en todos los detalles, en el plano histórico –es precisamente lo que hizo en su libro sobre Eichmann–. Y nos confronta con las consecuencias de nuestros actos. Solo así no permaneceremos entregados al mal.

Enzo Traverso: un concepto fecundo para tiempos presentes

Fascismo, nazismo, estalinismo: para hacer frente a los tres monstruos del siglo XX fue necesario acuñar una nueva palabra: totalitarismo. El historiador Enzo Traverso traza el recorrido, pero también los usos y los malentendidos de este “concepto de combate” que sigue vigente hoy en día, de Daesh a los parias.

¿Fue el totalitarismo más un acontecimiento filosófico que una realidad histórica?

La idea surge en Italia en 1923, expresada por primera vez con el adjetivo “totalitario”, entre intelectuales antifascistas que designaban así una versión moderna del absolutismo. Pero el propio fascismo se apropia de él en el momento en que está en proceso de pasar del movimiento político al régimen. Dos años más tarde, Mussolini reivindica la “feroz voluntad totalitaria” del fascismo antes de resumirla con esta fórmula: “todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”.

La noción de “Estado total” ha estado en el aire desde el final de la Gran Guerra, definida a su vez como “guerra total”. Carl Schmitt lo utiliza notablemente en su texto ahora clásico sobre La Notion de politique, donde rearma al Estado con una soberanía absoluta basada en la distinción entre amigo y enemigo. Progresivamente, el término circula y entrará oficialmente en el léxico de la filosofía y la teoría política occidentales en 1939 con el Pacto Germano-Soviético, la alianza de la Alemania nazi y la Unión Soviética estalinista que apareció como la de dos regímenes gemelos.

¿Por qué es necesario, en ese momento, caracterizar a estos regímenes autoritarios con una palabra distinta de dictadura, tiranía y despotismo?

Hay que evitar los anacronismos; cuando el término comienza a utilizarse, durante la década del treinta, los campos de exterminio nazis no existen, y el gulag apenas comenzaba a tomar forma; no ignoramos la colectivización del campo en la URSS, pero aún no hemos comprendido su alcance letal. La violencia del comunismo sigue siendo la de la Guerra Civil rusa de los años 1918-1921. En la mentalidad de la época, la violencia política era ante todo la Guerra Civil española de 1936. Pero vemos claramente el surgimiento de una nueva y desproporcionada forma de dominación política que ya no podemos nombrar con conceptos heredados de la filosofía política desde la antigüedad. Las sociedades europeas, traumatizadas por la Gran Guerra, ven surgir estos Estados poderosos, que ya habían practicado una forma de masacre industrial durante los cinco años de conflicto, remodelan la sociedad e intervienen autoritariamente en la economía –tendencia que se confirma a partir de la crisis de 1929–. En resumen, se enfrentan a un Moloch que ya no tiene nada que ver con las formas políticas del siglo XIX.

Fue más tarde, a finales de los treinta y durante la guerra, cuando se comienza a estudiar la anatomía filosófica de este Moloch. Pero es un monstruo de tres cabezas: fascismo, nazismo y estalinismo, cuya esencia totalitaria común debe ser captada, a riesgo de borrar sus propias especificidades históricas. Se ha dicho que el concepto de totalitarismo era un concepto de combate. Esta es una buena definición. El “totalitarismo” es una categoría que estigmatiza al enemigo, un arma ideológica antes de ser una categoría analítica.

¿Cómo entra Hannah Arendt en este debate?

Tardíamente. Antes de la guerra, creo que no hay ningún texto de Arendt donde utilice el término totalitarismo. Huyó del nazismo, se refugió en Francia y finalmente se exilió en los Estados Unidos en 1941. Allí existe toda una literatura sobre el totalitarismo, desarrollada principalmente por intelectuales antifascistas exiliados, particularmente en Nueva York. Del lado liberal, podemos citar al historiador Hans Kohn que, desde mediados de los treinta, traza una línea de división que marcará posteriormente los debates sobre el totalitarismo oponiendo la dictadura del fascismo, carismático y nacionalista, y la del comunismo, racional y universalista. En el lado marxista, la figura más interesante para mí es Franz Neumann, un politólogo convertido en historiador un tanto marginal de la Escuela de Frankfurt, con este gran libro sobre el nazismo, Béhémoth. Structure et pratique du national-socialisme que publica en 1942, donde analiza el Estado totalitario, que instaura no el orden sino el caos.

Hannah Arendt, como ella misma dirá más tarde, descubre la política a través de la cuestión judía, una cuestión que, para ella, no era ni religiosa ni identitaria –es un producto puro del judaísmo alemán más asimilado–. La cuestión judía es la del antisemitismo nazi. Su proyecto, para el libro que se convirtió en Los orígenes del totalitarismo en 1951, giraba en torno a la idea de “imperialismo racial”, y no parece que entonces se haya preocupado por estudiar la historia del comunismo y de la URSS. La obra estaba casi terminada, a partir de artículos que había escrito sobre el nazismo durante la guerra, cuando añadió esta última parte sobre el sistema totalitario, que a la postre da título al conjunto. De ahí su forma un tanto extraña, con estos tres lados casi yuxtapuestos.

¿Dónde estaba el debate filosófico sobre el totalitarismo en 1950?

Estaba en apogeo ya que estábamos en plena Guerra Fría. Digamos que ha tenido tres fases a partir de 1939. Hasta 1941, la noción de totalitarismo estaba muy extendida y parecía la más adecuada para nombrar lo que estaba sucediendo entre Alemania y la URSS. Pero en 1941, con la invasión alemana de la Unión Soviética y su adhesión a las democracias occidentales, el totalitarismo es menos discutido teóricamente y designa solo a las potencias del Eje, fascismo y sobre todo nazismo. ¡De repente la Unión Soviética ya no es totalitaria! Quienes insisten en utilizarlo en este doble sentido, como Friedrich Hayek, el padre espiritual del neoliberalismo, en La Route de la servitude, publicado en 1944, no desempeñan prácticamente ningún papel en el debate político. Finalmente, tercera fase, el término vuelve a tener vigencia desde 1947 con el inicio de la Guerra Fría y, esta vez, designa a “los enemigos de la Libertad” y se concentra en la Unión Soviética, comparada con el nazismo. Fue entonces cuando Hannah Arendt decidió adoptar la idea.

En su tipología de pensadores del totalitarismo, coloca a Arendt entre los antitotalitarios de izquierda. ¿Por qué?

Reconozco que esta opción puede parecer arbitraria tratándose de una filósofa que siempre ha rechazado esta división izquierda / derecha. Pero me baso en la posición que ocupa en la cultura estadounidense y en el contexto en el que aparece su libro. En 1951, estábamos en medio del macartismo en los Estados Unidos y, tanto a través de su ambiente amigable e intelectual en Nueva York como a través de sus críticas al macartismo, era vista como una voz de la intelligentsia de izquierda. Y, sin embargo, muy rápidamente Los orígenes del totalitarismo alcanzarán fama internacional como la Biblia de la Guerra Fría. Un malentendido radical acompaña la recepción de este libro desde su publicación. Creo que la propia Arendt no hizo mucho para disiparlo. Escribe un texto crítico sobre el macartismo (titulado “Los excomunistas”), pero participa en algunas actividades del Congreso por la Libertad Cultural que es uno de los centros, durante las décadas del sesenta y setenta, del desarrollo de la teoría del totalitarismo de la Guerra Fría, definido como el anti-Occidental en contraposición al “mundo libre”.

Y, sin embargo, Hannah Arendt dedica cientos de páginas a mostrar que el totalitarismo es engendrado por la historia de Occidente, que es incluso su culminación. Desde este punto de vista, coincide con las tesis de La Dialectique de la raison de Adorno y Horkheimer, publicada en Ámsterdam en 1947 –dos compatriotas de la escuela de Frankfurt con quienes no se llevaba nada bien–. En Los orígenes del totalitarismo, Arendt escribe uno de los textos más poderosos contra el colonialismo, que tiene casi la misma fuerza que los de Frantz Fanon no procediendo del mismo compromiso político. Una de las grandes intuiciones de Hannah Arendt es haber visto en el colonialismo europeo del siglo XIX un fermento totalitario. Sin embargo, ha sido completamente ignorada por la historiografía durante cincuenta años. No fue hasta los estudios poscoloniales a finales de los noventa que su concepto de totalitarismo comenzó a generar fructíferas relecturas entre los historiadores.

¿Es la relectura de la herencia de la Ilustración lo que divide las críticas del totalitarismo?

Sí, se trata de una cuestión importante que el concepto de totalitarismo tiende a ocultar, pero que vuelve inevitablemente al debate. Bolchevismo y nazismo se oponen radicalmente a este punto, puesto que el primero pretendió cumplir con el programa de la Ilustración mientras que el segundo lo rechazaba, diría incluso que lo vomitaba. Se conoce el discurso de Goebbels, durante los autos de fe en Berlín, el 1 de mayo de 1933, en el que se anunciaba que la “revolución nacionalsocialista” había pasado la página de la Revolución francesa.

Por otra parte, en efecto, la teoría política y filosófica del totalitarismo invoca, por supuesto, la herencia de la Ilustración, la revolución y el terror. Para los liberales, los principios de la Ilustración representan el ideal del Estado de derecho opuesto al totalitarismo –en Francia, es, desde los años treinta, la dirección del pensamiento de Raymond Aron. Existe también un antitotalitarismo que ve en la Ilustración un crisol totalitario. Jacob Talmon e Isaiah Berlin, por ejemplo, hacen de Rousseau el padre del pensamiento totalitario; y para Hayek, los gérmenes del totalitarismo residen en el igualitarismo que niega la propiedad.

A Hannah Arendt le interesan las aporías de la Ilustración. Toda su teoría del paria, que es el centro de su análisis, se basa en las contradicciones de la filosofía de los derechos humanos: la política moderna basada en una visión universal de la humanidad descuida la alteridad y las diferencias; los derechos humanos en realidad se conciben a partir de una ciudadanía que no depende de la pertenencia a la humanidad sino de la pertenencia a un Estado. El paria no es solo el judío para el Estado nazi, sino el conjunto de pueblos que el colapso de los grandes imperios del siglo XIX dejó sin Estado, fuera de cualquier estatus político de ciudadano en esta nueva arquitectura de los Estados-naciones creada por el Tratado de Versalles. Así es como el apátrida se convierte en esta “humanidad superflua” cuando el Estado de derecho está subordinado al Estado-nación. Ella percibe este impasse en la filosofía de los derechos humanos como una de las fuentes del totalitarismo. Es una idea muy fuerte que subraya toda la modernidad del totalitarismo.

Pero sigue siendo una idea de “izquierda”, ¿verdad?

Yo mismo no diría que el pensamiento de Arendt es de izquierda, aunque se pueda hacer un uso de manera “de izquierda”. Su Essai sur la révolution, de 1963, retoma varios clichés liberales (la primacía de la Revolución americana que apunta a la libertad sobre la Revolución francesa perdida en su búsqueda de la emancipación social). Pero Hannah Arendt es, ante todo, republicana. Su definición de libertad, de compromiso político, de espacio público, no es liberal. Se sitúa en las antípodas del liberalismo concebido como una “religión de propiedad”. Para ella, el totalitarismo es la negación de la política de la que, en mi opinión, da la mejor definición que jamás se haya propuesto: la política no viene de la ontología, no viene del ser, viene de lo infra, es decir, para que haya política tiene que haber alteridad, divisiones, pluralidad y multiplicidad de sujetos. Y estos sujetos deben interactuar como iguales en un espacio público compartido.

¿Es legítimo considerar a los refugiados agrupados en los campos como los parias de hoy?

Hablamos mucho del totalitarismo de Daesh, pero ver a los migrantes como parias del siglo XXI es, en mi opinión, la gran actualidad del pensamiento político arendtiano.

¿No se abusa hoy de la etiqueta “totalitario”?

Por supuesto, abusamos de ella, pegando la palabra “totalitario” (u otras palabras asociadas: nazi, fascista, etc.) a todo lo que no nos gusta –el islamo-fascismo, Berlusconi y Donald Trump, Sarkozy vichyista, etc.– o por el contrario, viendo la democracia misma como totalitaria. Estos facilismos nos impiden ver algo mucho más embarazoso, como bien dice Arendt (y Marcuse lo había dicho aún más claramente): las democracias occidentales encierran potencialidades totalitarias; el totalitarismo nace de una crisis de la democracia. Esta es, por otra parte, una de las razones por las que resulta bastante problemática aplicar la etiqueta totalitaria a Daesh, ya que surgió en una región del mundo sin experiencia democrática.

Si nos atenemos a la definición filosófica que sugiere Hannah Arendt –el totalitarismo es la fusión, como nunca antes ocurrió, entre ideología y terror–, entonces Daesh es un régimen totalitario. Calificarlo de esta manera es de sentido común. Al mismo tiempo, definirlo como enemigo totalitario es pensar la lucha contra él utilizando clichés ideológicos de la Guerra Fría que no necesariamente permiten comprender este nuevo fenómeno ni combatirlo. Todo el mundo ve, sin poder nombrarlo todavía, que Daesh no tiene nada que ver con los Estados totalitarios del siglo XX. Si hay que buscar una clave de interpretación en la historia, me parece que la idea de revolución conservadora sería más apropiada. Se teorizó en Alemania a principios del siglo XX, incluso antes de la Gran Guerra, y especialmente después. La revolución conservadora es la fusión paradójica entre una ideología radicalmente opuesta a la Ilustración y el culto a la modernidad concebida en un sentido puramente técnico. Pero este rasgo común no excluye diferencias importantes. Los totalitarismos del siglo XX querían construir un orden proyectado hacia el futuro, crear el “hombre nuevo”; Daesh quiere volver a la pureza mítica del Islam original.

El historiador que usted es parece bastante reservado respecto al concepto de totalitarismo…

Es un concepto a la vez esencial e inutilizable para la historiografía. Pero ahora, con sus ambigüedades, es parte de la historia. En cierto modo, habla bien de las difíciles relaciones entre filósofos e historiadores, empezando por Hannah Arendt; ella se mostró sorprendentemente desdeñosa con la obra histórica de Raúl Hilberg, La Destruction des Juifs d’Europe, el libro más grande escrito sobre el Holocausto. Por otra parte, tenía grandes intuiciones que deberían haber interesado a los historiadores mucho antes. Creo que el éxito del pensamiento de Arendt se debe en gran medida a las tensiones que lo atraviesan. Este pensamiento, ni de derecha ni de izquierda y sin embargo radical, fue una tabla de salvación para la generación que tuvo que pensar en abandonar el marxismo en los ochenta. Quizás hoy sea el momento de leerla realmente y, por tanto, de leerla de manera crítica.

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3 comentarios

  1. Estoy equivocado al decir que se trata de aquí de una visión euriocetrista del fenómeno totalitario? Estos señores viven en unos salones acondicionados, como en los manicomios con paredes acolchonadas, donde no llegan los gritos de los venezolanos, de los cubanos, 65 años de dictadura, 30 años de chavismo, 65 años de priismo, por solo menionar algunos. Es decir, en el 2016, Tania Brugera leía a Arendt en una vivienda semibombardeada por 60 años de desastre socialista. En 1898, Giovanni Gentile, el filósofo del fascismo, escribía su texto sobre la filosofía de Marx que cina Lenin. Augusto del Nosce, en los años 40 deja claro que la fuente de las dos grandes corrientes totalitarias modernas, el nazismo y el bolchevismo, es el marxismo. China no parece entrar en las consideraciones de estos señores y señoras. Me parece todo lo que hablan basura de punta a cabo, la traducción no, solo el contenido, que a nosotros los que conocemos el tema de primera mano, no nos aporta nada. Mejor ir a la biblioteca, sacar WITNESS de Whittaker Chambers, y enterarnos ahí de un par de cosas acerca de cómo el comunismo y las tendencias totalitarias emergen en una democracia. Lo que aquí se discute es irrelevante.

  2. Que cita Lenin. Por otra parte, hay una especie de síndrome de La Habana del intelectual cubano que consiste en aceptar estos debates de intelectuales franceses como el oráculo sobre totalitarismo, como si el cubano debiera afrancesarse para explicar su propia situación, o eslavizarse, algo que hace constantemente Torre de Papel, que va a Rusia, a la Ajmátova para llorar por los caídos o comprender la vida del intelectual bajo la dictadura, como si en las prisiones cubanas no sobraran los ejemplos, o en la misma diáspora. Es como si nuestro vino de plátano o nuestra pinga de palo fueran demasiado suaves y primitivas o subdesarrolladas para ser tomadas en serio. Debemos crear nuestras propias teorías, creo yo, pues estos señores están perdidos. El problema de la preeminencia del Estado en la teoria fascista arranca en el marxismo, el individualismo americano de Trump es el polo opuesto de esa filosofía del Estado paternalista gentiliano. Para los trumpistas l’uomo (NO) nasce con una socialitá originaria dentro un Noi. Más bien tendríamos que mencionar a Obama y a Biden como ejemplos de totalitarismo estatal, sobre todo en la era postpandémica y en la nueva época de vigilancia digital. Por qué seguimos aceptando el antitrumpismo at face value?

  3. «Yo mismo no diría que el pensamiento de Arendt es de izquierda, aunque se pueda hacer un uso de manera “de izquierda”. Su Essai sur la révolution, de 1963, retoma varios clichés liberales (la primacía de la Revolución americana que apunta a la libertad sobre la Revolución francesa perdida en su búsqueda de la emancipación social). Pero Hannah Arendt es, ante todo, republicana. Su definición de libertad, de compromiso político, de espacio público, no es liberal».

    This is a crock of shit! Y por cierto, la más reciente edición de Penguin del libro «On Revolution», de 1963, (que no Essai sur la révolution, pues es un título en inglés en el original), ostenta en portada un puño negro en ristre, cuando Hannah Arendt precisamente da la primacía en ese libro a la revolución americana, a la revolución institucional de los Federalist Papers!!!! Así la izquierda tergiversa hasta a los más lúcidos pensadores y el estudiante energúmeno puede leer a Arendt tergiversada desde la cubierta.

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