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Miguel Coyula: meditaciones de un cineasta en nuestro tiempo

Recuerdo que Tarkovski aconsejaba a los jóvenes cineastas que aprendieran a estar consigo mismos, solos. Eso me parece esencial en estos tiempos donde hay tanta dispersión y gregarismos virtuales. Cada vez más pienso que hay que juzgar a la obra, más que a la persona.

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Miguel Coyula, en mi opinión, es el director cubano más personal, creativo y culto de las últimas décadas, se ha destacado por su absorta concentración en una expresión artística que ha incluido no solo el cine, sino también la expresión literaria. Se trata de un artista absorto por un modo de decir, pero también por una determinada eticidad, un sentido del bien y del mal, en toda su angustiosa complejidad. De aquí que su obra es ante todo proyección de un pensamiento humanista más que de una voluntad creativa. Por lo mismo, nos hallamos ante un creador que asume los riesgos y la enorme soledad de atreverse a un arte por encima del comercio, la transacción ideológica o la cobardía. Su colaboración e intenso diálogo con Lynn Cruz, otra ave extraña en el agónico panorama del arte cubano hoy, no ha hecho más que intensificar, a la vez, la audacia y –¿por qué no?– la soledad profunda de un lenguaje que, luego de sesenta años de erosión, asfixia ideológica y agonía, se levanta como una de las opciones más duras y –sí– gallardas, de toda la historia de la cultura cubana. Si bien Memorias del desarrollo, con sobradas razones, es considerada hasta hoy uno de sus momentos más intensos, en lo personal creo que Nadie resulta uno de los documentos más conmovedores sobre la lenta y dramática aniquilación del ser nacional bajo la bestialidad castrista. No quiero reducir, desde luego, a una enteca cuestión política; Coyula nos habla, más allá de una insularidad que él, como pocos, ha sabido captar, de un tránsito de lo humano en la arrasadora coyuntura del planeta entre los dos milenios; sus filmes, su narrativa, sus juicios sobre el cine forman parte esencial del testimonio del arte sobre un mundo en una crisis cada vez más febril.

Tus años de formación fueron, a no dudarlo, peculiares. Me pregunto cuánto haya podido impulsarte el talento de tu padre, el destacado arquitecto Mario Coyula, que a la vez fue uno de los más inquietos y lúcidos intelectuales en una Cuba ya en vías de estrangulación, por su sentido del espacio, su percepción lúcida y crítica, como la que palpamos en sus valoraciones sobre la disolución de El Vedado.

Mi padre tenía una visión holística de la cultura, y siempre con una mirada crítica. Eso se extendía al cine. Desde mi infancia mirábamos películas en la TV y siempre las comentaba. A él le gustaba mucho el cine de Andrzej Wajda y Akira Kurosawa, aunque veía de todo, tenía debilidad por el cine del oeste y las películas de artes marciales, de la misma forma que yo por la ciencia ficción y el anime. También recuerdo que al principio no coincidíamos en mi obsesión por el anime. A menudo él alababa los dibujos de los fondos, pero le molestaba la animación limitada, aunque después llegó a admirar tremendamente películas como Ghost in the Shell (1995).

Mi padre me fue instrumental para apreciar la importancia de los espacios abiertos y después aplicarlo al cine. El cine clandestino sin presupuesto se concentra en hacer primeros planos por no tener presupuestos para mostrar una calle abierta, es el camino más fácil, pero siempre he luchado contra esa limitación, aunque luego tenga que distorsionar la realidad digitalmente, pero los espacios abiertos, llenos o vacíos, me son esenciales en una dramaturgia visual muchas veces para mostrar lo pequeños que somos en un entorno. No sé qué hubiera pensado de Corazón azul y la transmutación que hice de La Habana hibridando varios estilos arquitectónicos dentro de una misma imagen. Pero hay una diferencia entre la arquitectura y el cine. Tomemos el edificio de la embajada rusa. Muchos arquitectos con toda razón lo llamarían horrible. Pero también puede convertirse en artefacto cinematográfico y, al situarlo en un horizonte determinado bajo cierta iluminación y el cromatismo adecuado, puede ser un elemento ideal para una distopía, convertirse en algo ominoso y bello. Ahí caemos en un espectro mucho más amplio de la concepción de la belleza.

También he contado que, durante un viaje a Miami, mi tía le regaló a mi papá una cámara VHS, y yo de adolescente, hice dos cortos con ella. Parece que, por la sensibilidad de estos cortos abstractos, y que perseguían construir una atmósfera de ciencia ficción, mis padres me recomendaron ir a la cinemateca cuando pusieron Solaris. Yo tenía 17 años y esa película cambió mi vida. Al principio mis padres estaban escépticos por mi decisión de hacer cine, y al final me apoyaron.

Sé que no es un buen tema para ti, pero ¿podrías hablarme de tu experiencia en la Escuela Internacional de Cine de La Habana (EICTV)?

No creo demasiado en las escuelas. Hacer cine es algo que se aprende sobre todo viendo y haciendo. Por otro lado, durante mi estancia en la EICTV, por ser un atisbo de lo que sería la industria, constaté que el cine que me interesaba lo tendría que hacer solo, pues me resultaría difícil encontrar mecenas, y mantener el control total de cada una de las disciplinas cinematográficas sin poder pagar bien era imposible. He hablado de mi comportamiento obsesivo y milimétrico, que me trajo problemas con fotógrafos y editores. Sé que trabajar conmigo puede ser difícil, varios actores pueden atestiguarlo. En Memorias del desarrollo y Corazón azul he repetido tomas más de treinta veces, tampoco es demasiado comparado con algunos directores… Volviendo a la escuela: al final del primer año consideraron expulsarme, pero no todo fue negativo, hubo algunos talleres y profesores interesantes. Por otro lado, fue en la escuela de cine donde realmente aprendí por las noches (de forma extracurricular y clandestina) las posibilidades de la edición, gracias a una llave que me prestó otro estudiante, Tomás Colautti. Siempre le estaré agradecido por esto. Esta anécdota la rescata el crítico Matthew D. Roe en su artículo en Cineaste.

Hasta ese momento había tenido que filmar mis dos primeros cortos en orden cronológico pues no tenía cómo editar, como ya he explicado. Pero es cierto, la academia puede ser una trampa. Irónicamente me gano la vida explicando mis procesos creativos en universidades, pero siempre me he negado a impartir talleres largos que, por otro lado, lastran tu tiempo para crear. Creo que es mejor para un estudiante tomar de tu práctica creativa lo que le pueda servir, que entienda la lógica de cómo funcionas, pero nunca imponer tu estilo como modelo a seguir. Algunas personas se sorprenden por la cantidad de información que doy a los alumnos, y sugieren que uno tiene que mantener sus secretos, como si te fueran a robar las ideas. Es algo que no me preocupa, quizás eso sea un problema para una obra comercial, para películas dependientes de argumentos que puedan ser descritas en una oración. Las ideas están en el aire, el cómo las acumulas y combinas es único.

Disfrutas la edición. ¿Tanto como para suscribir la idea de Eisenstein de que el cine es sobre todo la labor de montaje? ¿Qué significa para ti?

Mi forma de trabajar requiere de una precisión entre el encuadre, montaje y diseño sonoro: la película se desploma si no fluye el maridaje entre estas disciplinas. Se trata de un balance entre la precisión matemática, dejando espacio también para el caos, aunque este termine manejado con la misma meticulosidad. Es un peligro tener la capacidad para crear atmósferas, pues corres el riesgo de caer en una narrativa más conservadora, que descansa en una seducción sensorial. Mi primer largometraje, Cucarachas rojas (2003), además de tener una fotografía desigual, peca un poco de esta linealidad. Por ello el autosabotaje para generar incomodidad se ha vuelto primordial en mi forma de narrar. Se trata de un forcejeo mental constante para apagar los conocimientos adquiridos, y dejar espacio a una intuición cognitiva, que puede aparecer en estado de vigilia, ahí es preciso despertarse y hacer una anotación, o puedes perder la idea para siempre, si despiertas al día siguiente, muy posiblemente ya no esté.

Pero no todo es montaje, Eisenstein poseía también una gran fuerza visual, aunque tenía poco interés por los movimientos de cámara y, a pesar de haber escrito bastante sobre el sonido, en sus largometrajes sonoros esta disciplina nunca se manifestó con fuerza creativa. Si bien su montaje de atracciones me ha resultado fundamental, como a muchos, personalmente creo sobre todo en prestar atención a qué está contando cada escena, y luego cómo se traduce eso a un lenguaje audiovisual que potencie la sensorialidad de lo contado, aunque eso implique un barroquismo de ritmos y estilos aparentemente incompatibles. Debes estar siempre listo para sabotear la propia seducción que has construido.

Cuando analizas la concepción formal en la mayoría de las películas, incluso muchas de contenidos sólidos, responden a una gramática audiovisual aprendida, repetida con pequeñas variaciones. Esto es apreciable tanto en Hollywood como en la mayor parte del cine de arte. Estas inconsistencias son visibles a veces en detalles aparentemente intrascendentes, como alternar entre cámara en mano y trípode dentro de una secuencia sin un propósito conceptual definido. Hay por otro lado un subgénero de películas gestadas y creadas esencialmente para festivales que, para combinar dos términos recientes, pudiera describir como pornomiseria paisajista, donde existe una reproducción de modelos anteriores realizados con mucha más efectividad por Tarkovski o Antonioni, porque ambos tenían un profundo conocimiento del poder simbólico de una imagen. Eso no se aprende en una escuela de cine. Incluso Chantal Akerman, sin la deslumbrante visualidad de los dos ejemplos anteriores, filma la polémica y divisiva Jeanne Dielman (1975) con una férrea disciplina ascética, su cámara se coloca en los mismos espacios y habitaciones siempre paralela a las paredes, los cortes de edición son perpendiculares, como si encerrara las rutinas domésticas de su protagonista. La larga duración de los planos hace que el espectador recalibre su significado. Puede parecer excesivo, pero existe una lógica conceptual entre el contenido y la forma. Igualmente es una película que no necesito volver a ver.

Desde la frialdad de sus vacíos, Antonioni era capaz de transmitir un antidrama que prefiguraba el carácter efímero de las relaciones en la modernidad, mucho antes de que existieran las redes sociales. En El Eclipse (1962), Antonioni entendió las particularidades de una alienación y desidia que se magnificaría en décadas posteriores. La secuencia final es brutalmente bella: los amantes se despiden y quedan en encontrarse en el mismo lugar, a la misma hora.

Palabras vacías. Inercia y hastío. Ninguno de los dos se personifica en el lugar de la cita. La relación ya había muerto, y la expectativa del encuentro en esa esquina nunca ocurre. La vida continúa en ese fragmento de ciudad. Antonioni observa a los transeúntes, los objetos, los espacios, y la arquitectura con tal frialdad que casi se respira una atmósfera de ciencia ficción, como si de alguna forma hubiese estado filmada por una mirada alienígena. La secuencia culmina con la caída de la noche. Los personajes principales han sido desprotagonizados. Antonioni es, quizás, uno de los que mejor ha entendido cómo posicionar a los actores en el encuadre y el espacio para comunicar ideas y estados de ánimos complejos. He visto innumerables películas en festivales que intentan emularlo, pero sin una verdadera comprensión de sus dinámicas composicionales, extendiendo planos que ya han agotado su contenido, y que simplemente no tienen suficiente carga dramática, simbólica, o poética para justificar su duración.

Cuando trabajo en el montaje de escenas con planos de larga duración, el corte debe ser aún más preciso, y durante el rodaje se debe jugar con cualquier elemento de acción o composición que ayude a generar una tensión, e incomodidades a veces sutiles. Se trata de escoger el encuadre o el movimiento de cámara que mejor visualice esta dinámica, donde el diseño sonoro es igualmente importante para inyectar vida y otros significados a una imagen de larga duración. La sinestesia debe ser lo más completa posible, sobre todo si luego estás planeando un autosabotaje narrativo. Y ahí radica un elemento fundamental de mi concepción del montaje, una secuencia de ritmo sosegado suele ser irrumpida violentamente. Son técnicas del cine de suspenso y horror, pero que son aplicables a cualquier género para crear rupturas.

Dicho de esta forma parecería que sigo la escuela de Eisenstein de una planificación excesiva, algo que Tarkovski detestaba. Pero analicemos algo: la secuencia de la persecución policial en Stalker (1979) contiene fotogramas hermosos, aunque su resolución cinética falla en generar no solo tensión, sino también verosimilitud en varios momentos. Como el resto de la película, resulta descomunal en la creación de atmósferas que complementan sus planteamientos filosóficos, este momento superfluo inicial queda olvidado. Mas no puedo evitar pensar si esto no tendría que ver con la sensibilidad de Tarkovski, opuesta al cinetismo de Eisenstein o al propio Hollywood. De hecho, si despojas a Alejandro Nevksy (1938) de su andamiaje formal, argumentalmente es una película de peso tan ligero como The Charge of the Light Brigade (1936) de Michael Curtiz.

Tarkovski detestaba la planificación en storyboards. Para mí es esencial en un inicio, pero también soy capaz de descartar esa planificación, si por accidente descubro algo nuevo cuando paso suficiente tiempo estudiando una locación. Los accidentes pueden ser útiles no solo para añadir detalles, a veces pueden ser determinantes en la trama de una película. La escena final de Corazón azul ni siquiera estaba escrita en el guion. El 5 de enero de 2020, había un frente frío y le dije a Lynn: “Vámonos a filmar una escena en la costa de Habana del Este”, escribí la escena y la grabamos. El viento arropó nuestro abrazo de tal forma, tan sugerente, que descarté las dos escenas posteriores del guion con certeza absoluta, ni siquiera llegué a filmarlas.

De igual manera son pocos los críticos que advierten las interioridades del lenguaje visual, se centran en analizar la historia-diálogos-actuaciones, la fotografía merece distinción solo si hay claroscuros marcados, o manifestaciones cromáticas primarias saturadas, y el montaje muchas veces solo es mencionable si es trepidante. Pienso en Oppenheimer (2023) donde casi no hay un plano que dure más de dos o tres segundos, independientemente de lo que esté sucediendo, de lo que pida cada escena. En su larga duración hay apenas dos escenas que son realmente cinematográficas, el resto son personas hablando sin cesar, como si el director temiera aburrir a los espectadores.

No abundan análisis donde se profundice y se interrelacionen las disciplinas cinematográficas. Incluso uno de los críticos estadounidenses recientes más reconocidos, Roger Ebert, funcionaba la mayor parte de las veces bajo estos parámetros. Muchos argumentarán que hay que lograr comunicar a un gran público, y por ello hay que simplificar el lenguaje, pero aquí en Cuba pienso en Enrique Colina, gran comunicador que también era capaz de deconstruir una secuencia desde el punto de vista audiovisual. Y más recientemente Dean Luis Reyes ha expandido un profundo entendimiento de las particularidades del lenguaje audiovisual fuera ya del mainstream.

Pero son pocos, la mayoría de los críticos de cine escribe reseñas, no críticas. Tomemos cuántos críticos y cineastas de Hollywood admiran la fotografía en Lawrence de Arabia (1962). Bajo un prisma académico, sus imágenes del desierto están perfectamente compuestas e iluminadas (en demasía), pero son tarjetas postales vacías, y es que detrás de la belleza siempre tiene que existir un drama, como decía el poeta Rafael Alcides. En el cine cubano reciente pienso en Alejandro Alonso como alguien que tiene una profunda sensibilidad para la concepción de la imagen. Es de los pocos realizadores cubanos que ha sabido encontrar la oscuridad en una isla normalmente arrasada por el sol, algo que también había logrado Fernando Pérez en Madagascar (1994). Para mí formación esa fue una película determinante en su capacidad de permitirme ver La Habana de otro modo.

Pero esa visualidad es inseparable del movimiento. Desde que estoy encuadrando y grabando, detrás del visor, me mantengo alerta al movimiento de los actores y la cámara, prefigurando el momento ideal para el corte. En sentido general, mi montaje de atracciones podría consistir en hibridar estilos y conceptos aparentemente incompatibles: Eisenstein con Tarkovski, Antonioni con Godard, romanticismo y cinismo, son solo ejemplos… Mientras más improbable parezca la mezcla, más atractivo el desafío.

Has hablado en Matar el realismo sobre la decadencia del ser humano como un interés para tu obra creativa. ¿Cuál es tu noción, por así decirlo, ontológica de esa decadencia? ¿Cuál es su sentido último, su esencia? ¿Se ha convertido en un proceso inherente a nuestra vida? ¿Es un estado circunstancial y transitorio? ¿Es un problema ético, una cuestión de impulso vital?

Son grandes preguntas. Trato de evitar las certezas, aunque no siempre tengo éxito. Me ha marcado el existencialismo, el nihilismo, a través de Dostoievski, Nietzsche, Camus, también Edmundo Desnoes y Rafael Alcides (otro dúo de influencias improbables). Creo que somos una especie vencida, que repite los mismos errores generación tras generación. La experiencia acumulada se pierde en un mundo que cada vez tiene más información disponible, no tenemos tiempo para estudiar la historia con profundidad. Podemos leerla, pero no está inscrita de forma cognitiva en el ADN de nuestros cuerpos, no existe como memoria sensorial.

Recuerdo que hace muchos años me obsesioné con el caso de los asesinatos de la familia Manson. Me leí los reportes policiales, los testimonios, vi todas las fotos. Me afectaron tanto los detalles, que casi pude sentir que estuve allí. Pero nunca será lo mismo que haberlo vivido. Hasta la fecha la tecnología no ha encontrado la forma de incorporar a nuestro cerebro la experiencia de generaciones pasadas. Pienso en Ghost in the Shell (1995), cuando Batou dice a Kusanagi: “Toda la información que la gente acumula durante su vida, es solo una gota en un balde”. Y la completo con la célebre frase de Rutger Hauer en Blade Runner (1982): “Y todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la Lluvia”.

Hay algo que nace en tu configuración genética. ¿Por qué me gustan los días nublados? No puedo explicarlo. Eso va más allá de una crianza o geografía. Es algo cognitivo, la sensorialidad que emana de un día nublado se comunica con tu cuerpo de tal forma que genera felicidad, ¿y por qué a otros los deprime? Es un misterio. De igual forma me sucedió, como he dicho otras veces, con el desierto del sur de Utah cuando filmaba Memorias del desarrollo. El paisaje era brutalmente bello, su dureza era la mayor carga poética que había sentido en mi vida. ¿Y por qué me identificaba tanto con algo tan distante de mi experiencia en una isla tropical? ¿Por qué el paisaje del campo cubano apenas me llama la atención? No hay explicación. Mi identificación con esta isla mayormente está representada por el mar, y el paisaje urbano, también las cuevas.

Por alguna razón me atraen las zonas más oscuras del ser humano, a pesar de que mi infancia fue feliz. No es el mejor ejemplo, pero ahora pienso en la película 8mm (1999) con un guion nihilista de Andrew Kevin Walker bastante malogrado por Joel Schumacher. Aun así, cuando el protagonista descubre la identidad del asesino, queda perturbado frente a un hombre de apariencia inofensiva, y este lo desconcierta aún más con el parlamento siguiente: “¿Qué esperabas ver, a un monstruo? Tuve una infancia feliz, mis padres no me violaron, ni me golpearon. Hago lo que hago simplemente porque me gusta”. La película plantea que el mal existe sin razón aparente.

Hace poco vi un documental donde William Friedkin decía que casi toda su vida cinematográfica había sido una lucha por representar el realismo de la forma más auténtica, pero que realmente admiraba a directores como Antonioni por la capacidad de transcenderlo. Una vez escuché al crítico Antonio Enrique Gonzáles Rojas decir (estoy parafraseando) que el cine de género, la ciencia ficción, la fantasía, el horror sobrenatural… eran más honestos porque no pretendían engañarte con la ilusión de realidad. Por otro lado, una vez que representas el realismo de forma convincente, algo que puede ser difícil, llegas luego a un punto donde quedas estancado creativamente.

En 2005, estaba en el Festival de Edimburgo con mi primera película Cucarachas rojas (2003), cuando terminó la proyección se me acercó una muchacha pelirroja, conversó conmigo, y dijo que quería mostrarme unas fotos. Cuando abrió el álbum se trataba de una serie de sadomasoquismo, donde ella era la modelo, atada a una cama, en una habitación oscura y rojiza con la espalda rota a latigazos. Me lo mostraba con naturalidad y me miró sonriente, esperando mi reacción. Fui pasando las páginas. Pasado el impacto de la violencia, eran fotografías mediocres. Quizás eso me ayudó a disimular mi perturbación y gradualmente observé el resto de las fotos con frialdad. El álbum era una ventana a la oscuridad, yo no era parte de ese mundo, pero algo en mi película la hizo sincerarse. ¿Qué fue? Nunca me lo dijo. Tampoco la volví a ver. Quizás definitivamente soy un voyeur. No sé de dónde viene esa fascinación-repulsión, por suerte no han escapado los márgenes de una pantalla, o las páginas de un libro.

Recuerdo que cuando escribí mi primera novela Mar rojo, mal azul,en 1999, los protagonistas estaban inspirados en casi todos mis amigos contextualizados en una trama de ciencia ficción que termina en el cataclismo que da lugar al escenario de mi segunda novela, La isla vertical.

También es cierto que tengo una pulsión de muerte, un elemento autodestructivo que no tiene su origen en los clichés habituales: familias disfuncionales, traumas, drogas, tatuajes, la transformación-destrucción del estado natural del cuerpo… No me interesan para la vida. Pero esa oscuridad siempre sale en mis creaciones. Es una fricción esencial, sin ella, creo que perdería el impulso creativo. El título Matar el realismo también se refiere a eso, pero es quizá una provocación para aquellos que insisten en crear con los pies en la tierra.

En Memorias del desarrollo hay elementos de suspense. ¿El suspense es para ti un recurso expresivo? ¿Un factor dramatúrgico general? ¿Una condición inherente a la vida humana contemporánea?

Es algo que puede aplicarse a cualquier género cinematográfico. Soy una persona muy curiosa, la incertidumbre me provoca placer como espectador. Y desde niño me ha marcado el cine de género, sobre todo cuando no hay respuestas definitivas. El viaje es lo importante, no la meta. Sé que a muchas personas esa desestabilización no les interesa en el arte, porque no les interesa para la vida. También vivimos en un mundo donde en gran medida las redes sociales han destruido el misterio. Quizás por eso hay una parte de mi personalidad que es inherentemente analógica, me resistí bastante a tener un teléfono celular, y lo he hecho solo para usar WhatsApp. Resulta difícil de creer a muchas personas que me ven trabajar los efectos visuales de mis películas en una computadora, pero eso es una necesidad, no un placer. De hecho, si analizas en detalle no realizo ninguna animación en 3D, mis métodos son bastante antiguos, utilizo el collage para combinar imágenes, técnicas que ya se utilizaban desde Metrópolis (1927). El teléfono celular me parece un artefacto antinatural, que refleja aún más la naturaleza efímera de estos tiempos, su aparente practicidad es su propia destrucción como herramienta de trabajo. Es imposible que puedas pasar mucho tiempo mirando una pantalla tan pequeña. Mucho menos teclear. Mis primeros cuentos los escribí en una máquina de escribir, por ello jamás me adaptaré a teclear con tecnología táctil.

Tu percepción del cine como condenado a desaparecer me parece una idea más esperanzadora que apocalíptica, visión de un posible umbral tal vez para una nueva humanidad. Por favor, háblame de este tema deslumbrante.

Alguna vez dije que en un momento de mi adolescencia quise diseñar videojuegos, pero no sé nada de programación. Hoy pienso que ahí está un futuro posible para nuevos lenguajes, decisiones narrativas y morales en una trama que puede ramificarse, solo que estas herramientas están generalmente dominadas por el mercado y el entretenimiento, siendo extremadamente escasos los videojuegos que pueden considerarse obras de arte. Pudiera decir que el cine es un arte relativamente joven si lo comparamos en años con la historia del arte universal. Pero por el ritmo vertiginoso de avances tecnológicos durante los últimos cien años, si lo comparamos con siglos de pintura, literatura, o teatro, quizás ha envejecido prematuramente. Hace un par de años en Toulouse, conversaba con Paulo Paranagua, y me decía que este no era un buen momento para el cine latinoamericano, imagino que tal vez rememoraba la explosión de los míticos años sesenta. En mi opinión la otra gran explosión fue en el cine silente de los años veinte. Fue una época tremendamente fértil. Eisenstein y el expresionismo alemán avanzaron con creces el saber contar con imágenes en movimiento. Como figura aislada, Orson Welles combinaría muchas de estas técnicas en el Ciudadano Kane (1941), y luego Godard las desintegraría en los años sesenta. Visto desde esta perspectiva, muchos dirían: ¿qué nos queda por innovar? Pero pensemos en la literatura, hay formas infinitas de combinar el abecedario. Se trata de seguir buscando.

En algún momento te has referido a Tarkovski, que te confieso es una obsesión para mí. En Cuba, alguno que otro ha expresado que fue “un falso mártir”, una pequeña bajeza que es también una revelación de posturas. ¿Qué aprecias más en su estilo y su concepción de lo humano? ¿Qué habría de Tarkovski en su modo de amar el cine?

El documental The Reverse Side of Stalker (2008) está contado desde el punto de vista de Rerberg, fotógrafo de Tarkovski en El Espejo (1975), y trata sobre las contradicciones en sus relaciones de trabajo que llevaron a su despido como fotógrafo de Stalker (1979). El documentalista toma el punto de vista de Rerberg, y la balanza del conflicto deja a Tarkovski en la peor posición. Si tomamos este documental al pie de la letra, muchos pensarían que es mejor no mirar a tus héroes de cerca. Pero incluso si todo fuera verdad, eso no cambia para nada la obra. Tarkovski era un hombre complejo, con un gran poder de concentración, limitarlo a héroe o a mártir sería simplificar su propia obra. Recuerdo que durante una entrevista aconsejaba a los jóvenes cineastas que aprendieran a estar consigo mismos, solos. Eso me parece esencial en estos tiempos donde hay tanta dispersión y gregarismos virtuales. Cada vez más pienso que hay que juzgar a la obra, más que a la persona. Pienso en casos tan difíciles como Elia Kazan después de denunciar a sus colegas durante el macartismo, o Heberto Padilla en su mea culpa, donde renegó incluso de su propia obra (si fue una farsa intencional, implicó jugar un juego con sus opresores). Pero creo que debemos juzgar siempre la honestidad y la transparencia de la obra, y si esta muestra sin filtros los demonios y las contradicciones de su autor.

La corrección política que vivimos hoy día, hace que se adopten posturas maniqueas que no tienen lugar en el subconsciente de la creación. Pero tampoco creo en un martirologio, el victimismo no me interesa. Está bien hacer denuncias de lo que te sucede, pero tienes que seguir creando, si no te vuelves un reaccionario, en el sentido más abierto de la palabra. En Cuba he visto a muchos artistas que terminan convertidos en activistas, y ahí sí los ha vencido el sistema, porque ha transformado la esencia de su naturaleza, o en otros casos quizás sacó su verdadera naturaleza. Yo parto de la concientización de que mi vida no es importante, si no puedo crear con libertad. Si en algún momento debo dejar de existir por ello, lo acepto sin mayor trauma, pues se trataría de fuerzas que están más allá de mi control. De todas formas, no somos inmortales. Pienso que debo apostar todo a la obra pues esa es mi razón de ser. Así de sencillo. Durante el rodaje de Corazón azul,en un momento estuve enfermo después de filmar en una cueva en el medio del monte en San José de las Lajas, agarré una infección por una herida en la mano, que incluí como detalle para mi personaje, además desarrollé una protrusión en la columna, y me forcé hasta terminar la escena. Eso derivó en tres semanas en cama con mareos. En esa ocasión fui víctima de la naturaleza, no de la Seguridad del Estado, pero lo asumí con la misma tranquilidad. Era fundamental para la película y no había otra forma de hacerlo. Cuando llegas a ese convencimiento, alcanzas una pureza dialéctica increíblemente eficaz para seguir adelante.

Mi primer encuentro con Tarkovski fue Solaris (1972) en la cinemateca. La copia estaba bastante deteriorada, amarillenta, pero eso no importaba. Estaba frente a un océano. No pude apreciarla del todo y la repetí varias veces cuando pude hacerme de un VHS. Ni siquiera la considero una película perfecta, el propio Tarkovski no había quedado conforme. ¿Pero por qué debería interesarnos lo que significa la perfección? Creo que el dominio de su visualidad alcanzaría el cenit con Stalker (1979). Pero aun así prefiero Solaris. Los personajes de Stalker son arquetipos: escritor, científico, y un hombre de fe. En Solaris la tesis se hace menos evidente al centrar toda la angustia personal en Kelvin (Donatas Banionis), que lucha contra su naturaleza escéptica frente a lo desconocido, anteponiendo una coraza a sus sentimientos, como si intuyera que ceder al romanticismo sería su final. Solaris termina siendo esencialmente sobre el individuo, con toda la amplitud de su mundo interior, en medio de una tormenta existencialista: es una película sobre la imposibilidad de olvidar como salvación y perdición. Su trágica historia de amor logra que la ciencia ficción paralela adquiera una dimensión cósmica. Ahora pienso que su imagen final quizás inconscientemente me ha influido para diseñar la portada de mi novela La isla vertical.

Una vez conversando con Alejandro Alonso recuerdo que dijo frente a una copia increíble de Stalker (1979): “¿Para qué hacemos cine cuando existe algo así?”. Tarkovski tenía tal poder de concentración que, quizás, lo llevó a una muerte prematura. Tal vez sea el cineasta que ha logrado transmitir una espiritualidad mayor en toda su complejidad, tanto que me da fuerzas para seguir intentando.

Has dicho que apuestas por el cine enigmático, por generar más preguntas que respuestas. ¿Tales preguntas serían las que promueves en el espectador, las que surgen en ti mismo como artista, o ambas?

Ambas. Es una combinación de misterio con incomodidad. La incomodidad parecería antagonista de un misterio sin respuestas, pues una incomodidad puede implicar una revelación importante a nivel dramatúrgico. Volvemos al tema de las tensiones creativas. Primero, el cine debe ser incómodo para mí como espectador, como realizador. En Corazón azul varios espectadores ven a mi personaje Caso Número #1 con un sentido autobiográfico. Esto no es cierto, puesto que ese personaje es líder de una organización terrorista responsable por volar un hotel donde mueren decenas de personas inocentes. Este es un hecho que me causaría repulsión y, sin embargo, sentí que los personajes serían mucho más interesantes si no los modelaba como “héroes impolutos frente a la dictadura”. Por supuesto, el personaje y yo tendríamos en común el hecho de estar opuestos al régimen actual. Como siempre, me atraen los aspectos más oscuros del corazón humano. Es una pulsión por lo desconocido, por lo que no puedo apreciar en la mayor parte de las películas, por los temas que la prensa evita, por eso hago de alguna forma el cine que me gustaría ir a ver. La predilección por el misterio parecería también una contradicción con mi persona, ya que, siendo ateo, uno podría sentir que me identificaría más con el realismo. Pero realmente lo onírico, lo sobrenatural se desarrollan en un espacio más cercano a mis sueños, donde puede suceder cualquier cosa, aunque sean pesadillas. Hacer un arte incómodo y aun así buscar la belleza, es la meta más difícil, y por eso la más atractiva.

Recuerdo ahora Saló (1975) de Pasolini. Es una película sumamente desagradable, pero tampoco tiene misterio, por consiguiente, no quisiera verla de nuevo. Anticristo (2008), de Lars von Trier, tiene algunas imágenes con una plasticidad increíble, pero la mente de su director es demasiado científica en su elaboración del horror y la violencia, nada queda a la imaginación, ni a otras interpretaciones posteriores. David Cronenberg es un cineasta que ha mantenido una visión consistente en prefigurar la unión del hombre con la máquina, enfatizando la visceralidad del maridaje. Muchas veces no ofrece resolución, y eso contribuye a que sus agudos conceptos permanezcan en tu mente.

Entonces se trata de buscar contradicciones paralelas que crezcan en una narrativa con un balance de tensiones entre la visceralidad, aunque lo más difícil es lograr la belleza a través de la frialdad. Antonioni era insuperable en ese aspecto. Creo que quien más se ha acercado a reinterpretarlo para lo que se avecina en este nuevo mileno tecnológico, ha sido Mamoru Oshii en Ghost in the Shell (1995) y su continuación, Innocence (2004). Ni siquiera por la naturalidad en el tratamiento de los implantes electrónicos a nuestros cuerpos, sino con la posibilidad de la creación y reproducción de una conciencia virtual hibridada con la humana.

En enero de 2020, filmábamos la última escena de Corazón azul. Nuestro amigo Javier Caso sacó fotos del rodaje, y por ello la Seguridad del Estado lo llamó a un interrogatorio cuyo audio grabó con un celular oculto. Después edité un video. Cuando se hizo viral, la gente empezó a reconocernos en la calle y nos felicitaba, nos llenaba de halagos desmedidos, relacionados con la valentía, heroísmo… Atributos que no me interesan ni para la vida, ni para el arte. Fue una época de celebridad incómoda, pero afortunadamente efímera, como todo lo relacionado con la política. Sin embargo, hay un tipo humano que ansía una fama perenne y hace todo lo posible para ser amado a cualquier precio. Rechazo también la noción tan frecuente y pedestre de que el arte cubano solo tiene valor si sirve para liberar a Cuba. Si he tocado el tema de la política ha sido porque su oscura complejidad escasea en las pantallas de la isla. Defiendo mi libertad individual, no me considero un libertador, porque no soy un político. Y no siento que la libertad individual sea una conquista. Naces con ella, forma parte inseparable de tu mundo interior. Trato de estar en diálogo constante con mi subconsciente, resulta la mejor forma de matar el realismo.

LUIS ÁLVAREZ ÁLVAREZ
LUIS ÁLVAREZ ÁLVAREZ
Luis Álvarez Álvarez (Camagüey, Cuba, 1950). Poeta y ensayista cubano que reside en Brasil. Doctor en Ciencias Filológicas (1989) y licenciado en Lenguas y Literaturas Clásicas (1975) por la Universidad de La Habana. Ha sido investigador y profesor titular emérito por la Universidad de las Artes de Cuba. Ha impartido cursos y conferencias en México, Canadá, España, Corea del Sur. Textos suyos han aparecido en publicaciones periódicas de Cuba, Alemania, Estados Unidos, Corea del Sur, Argentina y Brasil. Ha publicado 52 libros, entre los que destacan Alejo Carpentier, cronista teatral (Verbum, Madrid, 2023); Isla en mi cuerpo (poesía, 2017); Alejo Carpentier, la facultad mayor de la cultura (La Habana, 2017); El pensamiento cultural en el siglo XIX cubano (en colaboración con Olga García Yero; La Habana, 2014) o El Caribe en su discurso literario. (en colaboración con Margarita Mateo Palmer; Siglo XXI Editores, 2004).

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Tres partes se disputaron durante al menos una década el testamento traicionado de Kafka, fallecido hace cien años, y quien pidió como último deseo la destrucción por fuego de todo su legado escrito.

Emiliano Monge, autor de ‘Los vivos’: “Dedicarse a la literatura es narrar con un lenguaje diferente”

'Los vivos' (Random House, 2024), la última novela del escritor mexicano Emiliano Monge, es quizás la metáfora más exacta de la realidad más terrible de México, la de los desaparecidos.
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Rialta, la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM-Cuajimalpa) y El Estornudo invitan a la primera edición del Festival En Zona, que tendrá lugar en la Ciudad de México entre los días 26 y 29 de noviembre de 2024.

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