Gracias a una reseña de Jorge Luis Arcos aparecida en el número anterior de esta revista, releo La familia de Orígenes de Fina García Marruz. Uno de los riesgos de escribir crítica negadora es que puede regresarnos a libros que ya pensábamos abandonados.
¿Para qué sirve la crítica negadora?, pregunta Jorge Luis Arcos en su reseña. “Derribar una cosa, sobre todo si se yergue en un ángulo arrogante, supone un profundo deleite para la sangre”, escribió Santayana. Como el último libro de ensayos de Fina García Marruz contiene, casi siempre encubierta, una alta cuota de crítica negadora, trataré de responder a Jorge Luis Arcos con ejemplos de allí.
Hace años, como su misma autora reconoce, llamó ininteresante al modernismo hispanoamericano. Lo negó. Ahora no lo niega, lo aprovecha. Es decir, lo niega parcialmente a conveniencia: con tal de colocar a Orígenes en Hispanoamérica, y convertir la relación modernismo-Orígenes en una comunidad, descarta “cierta línea desviada del modernismo”.
Niega a los vanguardismos, al surrealismo especialmente, definido por la crueldad de un episodio de tertulia que despierta cierto humor en la autora. Humor con lo enemigo y patetismo y sublimidad con lo afín, pudiera ser su fórmula sentimental.
Con tal de colocar a la tertulia de El Turco Sentado lo más al centro posible de Orígenes, lo más próximo a Lezama, Fina García Marruz cree utilizar “algún humor” al negar a Virgilio Piñera y a Lorenzo García Vega. Recuerda, por ejemplo, una mañana en que Piñera le comunicó su asombro de lector ante una novela de Zola. “Lo que no ayudaba mucho”, dictamina ella enseguida, “ya que Naná es el punto geográficamente más distante de la «infinita posibilidad»”.
Uno entonces se pregunta a quiénes no ayudaba que Piñera leyera a Zola. Uno se pregunta si Piñera tenía que leer para un acuerdo origenista de búsqueda de la infinita posibilidad. O si no le estaba permitido hacerlo tan sólo para su gusto, su vocación, su obra, su legítimo egoísmo.
La crítica negadora en La familia de Orígenes sacrifica diferencias hasta conseguir un aglomerado. De unas cuantas dudosas tangencialidades, Fina García Marruz es capaz de hacer un puente. Va de un autor a otro para obligar a una familia y ofrece, como premio de tanta gruesa manipulación, salvar a ese aglomerado en la “infinita posibilidad”.
Nos habla del esfuerzo que le da considerar a Ramón Meza contemporáneo de Martí. “Parece que hablaran dos Cubas distintas”, asusta. Y el peligro está en que empiecen a hablar islas plurales, en que Martí o Lezama Lima no ocupen toda Cuba, en que no “ayuden mucho” Meza o Piñera con sus individualidades. El peligro, para Fina García Marruz, radica en la pluralidad de la literatura.
Aplaca toda diferencia, borra, confunde, tergiversa “con algún humor”, hasta obtener un discurso que posee la calidad estrecha, acerada, de desfiladero, de las ideologías. (Niega por ello el “aplanamiento” postulado por el neobarroco de Severo Sarduy, donde todo coincide para que nada resalte por razones religiosas, filosóficas o políticas.)
Divide el mundo en dos ecuaciones contrapuestas –de un lado modernismo y catolicismo y liberación, y del otro modernism, protestantismo y dominación– para negar una mitad, la segunda. Simplifica soberanamente, confunde la obra de muchos escritores con las peores políticas de sus países. Tal vez su fundamentalismo latinoamericano pueda sostenerse como programa político. Pero lo que en política quizás sea nacionalismo necesario, deviene en provincianismo en el arte. Y conformarse con sólo la mitad de la riqueza espiritual del mundo resulta, por continental que sea esa mitad, provincianismo.
A la muerte de Camus, Jean Paul Sartre escribió en carta pública: “Él y yo habíamos reñido. Una riña no es nada, es simplemente otra manera de vivir juntos y sin perderse de vista en el pequeño mundo estrecho que se nos ofrece”. Para recordarse en familia, Fina García Marruz debió encontrar otra manera de vivir juntos, debió entregarse a una pelea descubierta, como la de Lorenzo García Vega en Los años de Orígenes o las de Virgilio Piñera.
Su crítica negadora pudo ser menos disimulada. Pues lo que más molesta en este libro no es nuestro desacuerdo con sus negaciones, sino las muecas de profundo humanismo con que su autora las oculta. “Estamos rodeados de demasiada real amenaza destructora”, escribe, “queriendo que desaparezcamos de la Tierra, y desaparecer también a la Tierra, para permitirnos el lujo de seguir jugando a las destrucciones letradas.”
Después de hacernos más estrecho el mundo de lo que ya el mundo es, después de perder de vista a algunos de sus contemporáneos condenándolos al “punto geográficamente más distante de la “infinita posibilidad”, Fina García Marruz viene a recordarnos que estamos abocados al fin y pretende cerrar la discusión con determinación de ideólogo.
Uno se enfrenta a palabras de un absolutismo tal y tiene la convicción entonces de que la crítica, negadora o no (si negación de negación, da igual ya el signo matemático), vale para que continuemos hablando, con la pluralidad de la literatura, aún después de La familia de Orígenes y de otros apocalipsis parecidos.