Hay un capítulo, “Octubre”, que es particularmente notable en el libro de Daniel Mansuy, académico, columnista de prensa, panelista estable de programas de debate en la televisión y una de las figuras intelectuales más relevantes de la derecha liberal en el Chile actual que en noviembre despedirá los cuatro años del gobierno de Gabriel Boric. El balance es magro, por decir lo menos, y Mansuy se encarga de decirnos por qué de un modo que difícilmente podría pasar desapercibido. Mansuy es un hombre de derechas, el libro lleva un título sospechoso, Los inocentes al poder. Crónica de una generación, y se abre con un doble epígrafe aún más urticante: el primero cita a Carolina Tohá, la derrotada candidata de la centroizquierda en las primarias oficialistas, y el segundo reproduce palabras del ultraderrotado Gonzalo Winter (9%), candidato del Frente Amplio y del propio Boric en las mismas primarias de fines de junio.
Una astucia predictiva le ahorró a Mansuy agregar una tercera cita tomada de algún personero del Partido Comunista, sector que se llevó la mejor tajada del pastel y puso a su candidata Jeannette Jara al frente de todo el progresismo chileno, hazaña que ni el más entusiasta eurocomunista de los setenta hubiera siquiera soñado merecer para su tienda. Pero así están las cosas: Boric iba a enterrar el neoliberalismo en el país que había sido su cuna, pero terminó resucitando al comunismo en su versión más ortodoxa en términos doctrinarios, y más amorosa en performances electorales. Ortodoxa porque el Partido Comunista chileno es un firme defensor del régimen cubano, de la autocracia de Ortega en Nicaragua, del neochavismo de Maduro en Venezuela, y de quién sabe cuántos otros autoritarismos redentores esparcidos por el planeta. Y amorosa porque Jeannette es empática, popular, chistosa y baila magníficamente bien todo tipo de música mientras hayan cámaras alrededor. Pero ella no necesita ganar las elecciones generales (sería una incomodidad en caso de que esto ocurriera, ya que la institucionalidad la obligaría a cumplir con las normas y estructuras políticas vigentes que no pudieron ser abolidas en el plebiscito constitucional de 2022). De algún modo, para el Partido Comunista la tarea ya parece estar cumplida. Así se explica la reiterada desautorización que el partido deja caer sobre su candidata en la actual campaña: es bueno el cilantro, pero no tanto. Hay que desconfiar de las elecciones. Con la cabeza más fría que nunca y el corazón siempre ardiente, la directiva del Partido Comunista comprende mejor que nadie que lo relevante en esta etapa es ganar la primera línea de la futura oposición al gobierno ultraconservador de José Antonio Kast, quien llegará a La Moneda a fines de este año en un resultado más que previsible. Y es que el verdadero motor de los cambios para el Partido Comunista no reside en los ciclos electorales de una democracia gastada y polvorienta, la de los treinta años de gobiernos de transición y transacciones políticas, sino en la remoción de las bases del antiguo régimen bajo la firme conducción del partido como aglutinador de las demandas populares. Desde el estallido social de 2019, y la posterior Convención Constitucional que le siguió en 2022, para el Partido Comunista es claro que la revolución es un proceso histórico que recién ha comenzado.
De todo esto versa de manera indirecta el libro de Mansuy. Indirecta porque su punto es otro: un examen quirúrgico, directo y sin anestesia, a la generación dorada de estudiantes universitarios que debutaron políticamente en 2011 exigiendo gratuidad en la enseñanza y llevaron a Gabriel Boric, un joven de 35 años, a la presidencia en 2021. El hombre venía con el estallido en las espaldas y la refundación del país como horizonte. Mencioné el capítulo “Octubre” en particular, porque en él Mansuy deja ver de manera clara lo que estaba en juego –entonces y ahora– para el Partido Comunista y los sectores más radicalizados, por una parte, para la centroizquierda y los moderados, por otra, y finalmente para la propia institucionalidad democrática, que se veía rebasada por el acontecimiento de las masas en las calles. “La sociedad quedó desnuda frente a sí misma, pues ya no disponíamos de normas capaces de orientar la conducta –escribe Mansuy en el capítulo de marras–. Nunca estuvimos más cerca del estado de naturaleza dibujado por Hobbes. El abanico de lo posible se abrió al infinito: allí donde reina la contingencia, cualquier cosa puede ocurrir y –sobre todo– nadie controla el curso de los acontecimientos. Quienes mejor y más rápido comprendieron la situación fueron los comunistas: el sábado 19 de octubre, pocas horas después de la quema del Metro, pidieron la renuncia del mandatario [Sebastián Piñera]”.
Lo notable del análisis es que, desde un pensamiento de derecha, Mansuy transmite con total nitidez y sin dobleces la emocionalidad del pensamiento de izquierda, con toda su subjetividad alimentada durante años y el deseo irrecusable de justicia como algo digno de consideración. Esta conexión analítica desde el otro lado de la cancha le permite a Mansuy anotar las contradicciones internas de la revuelta, que harían de la supuesta superioridad moral de la nueva generación en el poder una tumba abierta, y desdibujarían por completo la posterior propuesta constitucional hasta llevarla al fracaso: “Si se estaba refundando la sociedad por completo, entonces la violencia no solo había sido necesaria, sino que estaba en el origen de la refundación. Es por esto que merecía ser ensalzada. Los franceses no lamentan la toma de La Bastilla: la celebran. Sin embargo, esto implica asumir la ruptura total con el sistema, y abrazar también la idea de que será la fuerza desnuda la encargada de resolver el conflicto. Pocos estaban dispuestos a llevar esa lectura hasta el final”, concluye Masuy en uno de los pasajes que mejor y más profundamente explican por qué, hasta hoy mismo, el estallido de octubre de 2019 califica bajo el rango de un tabú político y social, tan dañino y peligroso como el tabú que durante veinte años de dictadura y otros veinte de transición cubrieron los mil días de la Unidad Popular en 1970 (período que, por lo demás, Mansuy también abordó en su libro anterior, Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular).
No toques, no hables, no eches a perder la velada, dice el tabú. En Chile, si no es para insultar a uno u otro bando, apuntar con el dedo y realizar funas simbólicas por haber buscado la destrucción del país o haber protegido las cargas policiales, Octubre de 2019 es eso; lo imposible, lo inabordable, la grieta que sangra a una distancia inenarrable. Qué fue lo que ocurrió exactamente es algo que todavía mancha la memoria de los días, y acercarse demasiado al acontecimiento quema de inmediato la representación. El tabú no distingue banderas ni colores, sino que actúa como un espantoso espejo de lo que arrastramos y escondemos por incapacidad: incapaces de acordar un universo común en la esfera pública, de comprender la política como un trabajo de constante persuasión y negociación, de dejar atrás la performance narcisista frente a una necesidad que compromete la supervivencia de una comunidad; incapaces también de habitar un cargo público sin aguantarse el pedo en medio de la ceremonia o llevarse la plata para la casa. Pero ante todo, y antes de todo lo anterior –y esta es la tesis central de Mansuy respecto a la generación de los inocentes en el poder–, creer a pie firma en la transparencia adánica de la sociedad y de ellos mismos como mediación e identidad moral superior a los que vinieron antes y llegarán después.
De hecho fue un tabú, reforzado por la incapacidad para desanudarlo y despojarlo de su mito original, el golpe de Estado de 1973, lo que hizo del gobierno de Boric una farra juvenil: no solo no ganó la elección en la que se jugó al todo o nada la refundación del país; también comprometió la memoria de la propia izquierda con pésimos manejos de recursos públicos, deshonró a la familia Allende con la compra trucha de una casa-museo, festinó la memoria de los cincuenta años del Golpe con una conmemoración desastrosa, y habló y habló hasta el cansancio en primera persona para explicar los innumerables actos fallidos de su administración. Pero seguimos, como dice el autor, parodiando la impostura.
Desde la derecha, parecía poco probable abordar el 18-O con auténtico interés en los hechos y su impacto en el espacio público más que en la ideología del miedo. Masuy corrige esa presunción con largueza, al punto de incluir en su texto las entradas más sustanciosas del pensamiento de izquierda, como las del sociólogo Manuel Canales, quien en su libro La pregunta de octubre describe el fervor y sentimiento cuasi religioso que trasuntó a quienes se reunían con su grey en la protesta callejera como quien vuelve a casa tras un largo período de soledades y nomadismos. El episodio cúlmine vendrá la noche del 12 de noviembre, instante en que el frenesí de las masas y la violencia se combinan para desencadenar el “momento leninista” del estallido: hay saqueos al por mayor, ataques a cuarteles policiales, veinte incendios declarados en un solo día y protestas ante recintos militares, mientras las fuerzas políticas de la oposición exigen el llamado a una asamblea constituyente. “El mensaje era claro: si no se accede al cambio constitucional, dejaremos caer al gobierno electo en las urnas”, escribe Mansuy al repasar esa jornada. Y recuerda al entonces ministro del Interior, Gonzalo Blumel, quien, al reunir esa noche a los senadores de la oposición para negociar los términos del acuerdo, inició el encuentro con palabras de hierro que erizan el espinazo: “Hoy, para todos los efectos prácticos, es 10 de septiembre de 1973. De nosotros depende que mañana no sea 11”.
Dos días después se firmaba el acuerdo de convocatoria para una Asamblea Constituyente, pero la instancia fracasó de manera rotunda cuando sometió sus proposiciones al voto popular. En el análisis de Masuy, “la Convención asumió de modo acrítico el peor diagnóstico sobre los treinta años, actitud que la llevó a cometer un error garrafal: despreciar de manera sistemática el progreso de las tres décadas anteriores, que los chilenos valoraban más allá de sus dificultades objetivas. En efecto, se hizo evidente que la protesta social no expresaba necesariamente un anhelo por abolirlo todo y empezar de nuevo, sino un reclamo por mejorar las condiciones desde la realidad y no contra ella. La rabia no era fundacional”.
Estas son palabras al cierre. El gobierno de Gabriel Boric termina sus cuatro años en La Moneda y se va para la casa en la irrelevancia de un legado político que deja un amargo balance en las filas del progresismo. Es triste admitirlo, pero la puerta ha quedado abierta para que la ultraderecha chilena de José Antonio Kast, o en el mejor de los escenarios la centroderecha de Evelyn Matthei, tome la urgencia de un relevo que no admite dudas ni siquiera en las filas del Partido Comunista. El partido de Recabarren liderará la futura oposición. Es de esperar que no termine en el suicidio como su entrañable fundador.
Progresismo? Qué clase de progresista puede ser uno que no denuncia la barbaridad del castrismo? Si eso es el progreso mi abuela es una bicicleta. Bolsonaro es más progresista que Boric, si lo medimos por esa vara y posiblemente por eso esté preso hoy.
Ya esta afirmación del autor, de hace 4 años, era uno de sus más brillantes disparates: «Boric es a la política chilena lo que el movimiento San Isidro y la protesta del 11 de julio es a la Revolución cubana: madurez para crecer en condiciones desiguales y capacidad para trasmitir un futuro posible.» !!!!!!!