No sé si sabías, pero tener el corazón roto
es como montar un caballo enfermo bajo la lluvia.
Mónica R. Licea
¿Verdad que es cliché, pero no por eso menos verdadero, aquello que dijo Georgie: “Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas”?
Y es que toda gran obra literaria lo es porque entraña la singularidad de asociarse, casi sin esfuerzo, con el resto de la urdimbre textual. A partir de cualquier alusión, de cualquier párrafo, hay conexiones inéditas que remiten hacia atrás y hacia adelante, pa’ los lados, a momentos que cristalizan un sentido superior y, por lo mismo, nos empequeñecen como lectores.
A propósito de un curso que ahora imparto sobre William Faulkner, la insuperable Luz de agosto pasa de nuevo por estas pupilas y por mi conciencia alterada y mis asociaciones raras y lo de siempre: en cada ocasión, parece un libro distinto. En esta relectura ya no es la forma en la que Jefferson y Alabama observan, cual proyección fantasmática de sus propios tabúes, la panza de Lena Grove o las prédicas alucinadas de Hightower que profetizan su hundimiento como pastor y como cornudo, a la vez, lo que me hace vibrar. En esta ocasión lo que me deja la cabeza dada vuelta es una escena, de las muchas, muchísimas escenas, que tiene a Joe Christmas como protagonista, y que puede alterar vivamente cualquier buena conciencia.
Christmas, que se asume como negro, pero que no puede explicar por qué, ha reaccionado contra su padre adoptivo, McEachern. Este le ha intentado educar la beatitud a punta de azotes y mediante la memorización de parágrafos de la sagrada escritura inescrutables para un niño. Finalmente, lo que ha logrado en Christmas es resentimiento e ímpetu de descarga, y así roba a su madre adoptiva para comprarse un traje con el fin de causarle buena impresión a Bobbie, una barragana que quiere reclamar como propia. Cuando McEachern sabe de esto, sale en pijama y toma a mitad de la noche su caballo, va al pueblo y entra furiosamente en el lupanar, como Cristo en el templo, para rescatar a Joe. Por defender a la mujer, Joe destroza sobre su padrastro una silla. La inconsciencia de este parece el augurio de una huida de Jefferson, dejando tras de sí un halo de leyenda. Pero Christmas lo que hace es volver a casa, en el caballo del padre, terminar de sacar el dinero escondido de su madrastra y pedirle a Bobbie que huyan juntos.
Es entonces que Faulkner toma una pausa, como el director de una orquesta que golpea la batuta sobre el atrio pidiendo atención, y se manda este golazo de media cancha:
Cogió al caballo por las riendas y comenzó a tirar de él, como si, con su solo esfuerzo, pretendiera ponerlo de nuevo en movimiento antes de montar otra vez en la silla. El caballo no se movió. Joe desistió y pareció inclinarse levemente hacia el animal. Estaban otra vez inmóviles, como esculpidos, el extenuado caballo y el muchacho, cara a cara, cabeza contra cabeza, como con el oído al acecho o en una actitud de oración o de consulta. Luego, Joe levantó el palo y comenzó a golpear al animal en todo el contorno de su cabeza inmóvil. Lo golpeó sin cesar hasta que el palo se rompió. Y continuó golpeándolo con un trozo no más largo que la mano. Quizás se dio cuenta entonces de que no le causaba ningún dolor, o tal vez fue que se cansó su brazo, porque tiró el palo muy lejos, se volvió, giró bruscamente sobre sí mismo y echó a andar a toda velocidad. Ni siquiera miró hacia atrás. Su silueta se empequeñecía, su camisa blanca palpitaba, se desvanecía entre las sombras de la luna. Huía lejos de la vida del caballo como si este no hubiese existido nunca.
Joe se enfrascará en múltiples peleas por bravuconería, amenazará con firmeza a sus socios, como Joe Brown, será algo despiadado con algunas mujeres al creer ver en ellas una proyección de Bobbie. Todo ello responde, hasta cierto punto, a la constitución coherente de este personaje: pendenciero, iracundo y desagradable. Pero, si se mira con atención, la escena del caballo, la descarga de golpes sobre ese animal hasta que del palo queda solo un chongo y el brazo se le cansa, es desajustada.
¿Por qué Faulkner planteará esa discordancia al interior de su prosa? Páginas antes, incluso, Christmas parece sentirse equilibrado, en su sitio, solamente entre equinos: “Estaba medio en ruinas y no había visto caballos desde hacía treinta años. Sin embargo, Christmas se dirigió al establo. Andaba bastante rápido. Ahora pensaba, pensaba en voz alta: «¿Por qué diablos tengo ganas de oler a caballo?»”. Bien, y volviendo a Borges, una posible respuesta es que Faulkner, en ese pasaje que no tiene mucho ton, pero, como siempre, sí mucho son, esté ensayando la contraparte de una metáfora extraordinaria en la cultura contemporáneas. Una suerte de reverso a una escena que ha cruzado por la literatura y el pensamiento actuales, y que tiene su origen en un sueño de Dostoievski.
En Crimen y castigo, Fiódor Mijáilovich cuenta a detalle una pesadilla de Raskolnikov que lo remonta al pueblito en el que pasó su infancia. Con su visión de niño, Rodia observa cómo una turba de borrachos se desquita con un caballo, golpeándolo cada vez con más saña, con látigos, hachas y una barra de hierro en los ojos y en el hocico, castigándolo porque no se mueve… hasta que finalmente se deja mover. Lo que no comprende es por qué le siguen pegando si ya está muerto:
El pobre niño está fuera de sí. Lanzando un grito, se abre paso entre la gente y se acerca al caballo muerto. Coge el hocico inmóvil y ensangrentado y lo besa; besa sus labios, sus ojos […]. Papá, ¿por qué han matado a ese pobre caballito? gime Rodia. Alteradas por su entrecortada respiración, sus palabras salen como gritos roncos de su contraída garganta. Están borrachos responde el padre. Así se divierten […]. Siente una opresión horrible en el pecho. Hace un esfuerzo por recobrar la respiración, intenta gritar… Se despierta…
Más de veinte años después, en enero de 1889, Friedrich Nietzsche ve en Turín una escena que lo horroriza: un cochero golpeando, con furia desmedida, a su caballo porque tampoco quiere moverse. Hasta que la golpiza cesa cuando el agresor comprueba el mismo argumento falaz: no se movía, pero ahora ya no se mueve más. Según narra la leyenda (cuántas leyendas tiene Friedrich, vaya; con ese bigote cómo no), Nietzsche también abrazó al caballo, musitó palabras en su oído y, a partir de ahí, su mente se resquebrajó hasta dejar de hablar en los siguientes diez años.
Y aquí la variación de la metáfora: mientras Raskolnikov y este Nietzsche mitologizado de finales de siglo ocupan la posición de aquel que, con desesperación, con sentido común, desea proteger al caballo, Faulkner instala a Joe Christmas del lado de los agresores, asunto que bien podría entrar en diálogo con el Freud de “Pegan a un niño”. Para Rodia y Friedrich, ver que golpean a un caballo es verse fantasiosamente golpeados, otra vez, ya sea en la realidad física como en la imaginaria (que, sabemos, es más real que lo real). Es decir, detener la paliza implica autoempoderarse. Eso es entendible desde el lado más humanista, pero no es completamente humano debido a que falta el componente de sombra. Por eso lo de Faulkner es, de menos, curioso, ya que se estaría elaborando no solo una escena, sino otra filosofía a partir de ese desajuste narrativo: Christmas cristalizando a los borrachos de Crimen y castigo y al cochero de Turín implicando la posibilidad de golpearse a sí mismo, de provocarse el daño que cree merecer, aunque jamás reconociéndolo frente a quienes lo desprecian en el aserradero, en el ayuntamiento, en los tribunales y también en la casa de citas más desdeñable de Jefferson.
(Coda: este complejo intercambio de una misma metáfora, parida de un sueño de Raskolnikov, creo que tiene actualmente su corolario en ese verso insuperable de Mónica R. Licea: “No sé si sabías, pero tener el corazón roto / es como montar un caballo enfermo bajo la lluvia”. Licea, una de las más formidables poetas mexicanas de la actualidad, parece resucitar al caballo de Dostoievski y de Nietzsche, pero sobre todo al de Christmas para montarlo como un arcano XIX o como una Lady Godiva con poderes curativos. Y esos poderes no son otros que la conciencia de las variaciones de una metáfora que solo puede abordarse poéticamente).
A José Lezama Lima le hubiera gustado la sugerencia final, según la cual sólo poéticamente puede disfrutarse esa metáfora lexicalizada hasta el delirio.