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Cumplir 40 años entre la hamburguesera y el mar

Yo solo pensaba en que dentro de unos minutos cumpliría 40 años y en que realmente cumplí 40 años hace tiempo, de tanto pasar trabajo.

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Para Marcela y Rogelio, gracias

Usualmente comíamos riñones en fin de año. Comíamos las vísceras calientes unas horas después de haber sido apuñalado. Lo apuñalaba un hombre directo al corazón y lo vaciaban de vísceras entre todos, para ponerlo limpio en la púa. El cuchillo afilado brillaba entre la hierba como un diamante sucio. Una mujer preparaba las vísceras con cebollas y pimientos. También preparaba los intestinos después de limpiarlos con un chorro a presión. Los intestinos se rellenaban con sangre. A la sangre se le echaba mucho ajo. Tal vez orégano, tal vez toda clase de condimentos. Sazón Completo. Esta noche cumpliré 40. No me acuerdo cuál víscera prefería, si el hígado, los pulmones o los riñones.

El animal se criaba durante el año. En mi casa había patio pero en algunas casas no había y lo criaban igual. A veces se criaba durante más de un año. Tenía que crecer y ponerse gordo. Tenía que dar carne y grasa, para después. Aunque si decidían asarlo no tenía que crecer tanto, con que fuera mediano bastaba. Darle la puñalada era un arte que los hombres aprendían de sus padres. Se suponía que los hombres jóvenes carecían de la experiencia. Porque no era una cuestión de fuerza, aunque hubiera que tenerla. Era una cuestión de técnica. Había que tratar de que el animal muriera casi instantáneamente. Vi muchas veces al animal levantarse dando chillidos con el cuchillo clavado como una vela en el cuerpo. Y así, con el mango del cuchillo afuera y la hoja completamente adentro, correr en círculos sin que los hombres pudieran derribarlo.

El hombre preguntó si tenía un plan y yo no tenía un plan. Dijo que llegaba en la noche y que se iba al otro día muy temprano. Yo podía pasar a recogerlo y llevarlo al aeropuerto al otro día. Se podía quedar conmigo en la casa y dormir tranquilo en la cama de arriba. Podíamos esperar a las doce con ella, que también tenía ganas de verlo. Ella preguntó cuándo llegaba el hombre y dijo que tan tarde se le quitarían las ganas. Que si seguía maquillándose así lo que iba a parecer era un payaso. Le dije que viniera para acá y así lo recogíamos juntas. Que viniera hasta la casa aunque el Uber fuera caro. Le mandé seis dólares por Zelle para que completara el viaje como si fuera solo hasta el aeropuerto. Lo que se traducía en algo así como “ven y ya, muchacha”. Ella compró velas y algo donde encajarlas. Algo que no era un pastel.

Ella vino en un taxi hasta la casa y lo fuimos a recoger juntas. De pasada entré al liquor de la 42 y compré un Valzola Añejo. La vendedora del liquor era joven y me miró con curiosidad desde la altura del mostrador, doblemente alto. ¿Intuyó que cumplía más años de los deseados y menos de los vividos? No lo creo. Cuando se es así joven solo se intuyen amores (falsos), promesas (rotas) y viajes (al futuro). Imagino que los hacen así para mantener distancia y evitar asaltos. Caminé en cámara lenta por el pasillo de tequilas y vodkas hasta llegar a los rones y agarré el que quería sin pensarlo. Un litro baratísimo de ron puertorriqueño que tomábamos siempre en el 2016, en aquella pocilga de Little Havana donde solo vivía gente mayor, sin familia. Nunca me dio resaca, ese ron.

Nos pusimos al día en el carro, los tres inquietos y contentos de vernos: “ahora sí te caben todas las cajas”. Ella quería ir al mar directo pero él necesitaba comer algo: “necesito comerme una hamburguesa”. Pedimos unos vasos y tomamos alcohol mientras él esperaba la hamburguesa. Saqué la cámara y empecé a retratarlos y ella dijo que esa cámara podía ser muy buena, muy cara y muy loquesea, pero que no servía, que todas las fotos quedaban negras. El fondo de pantalla del teléfono era una foto de Lezama joven, como la vendedora del liquor. Lezama Lima y otro hombre que nunca dijo quién era. No importaba el otro. Solo importaba Lezama.

Él quería hablar de eso y mencionó el hecho de que tanto Paradiso como Oppiano Licario podían adaptarse y convertirse en películas. Que las novelas no iban a desaparecer y que esas películas también podían existir, y que otro tipo de gente podía acercarse a Lezama, a través de la pantalla. Yo solo pensaba en que dentro de unos minutos cumpliría 40 años y en que realmente cumplí 40 años hace tiempo, de tanto pasar trabajo. Con la hamburguesa llegó un indigente pidiendo algo muy específico: dos dólares. Hablaba escupiendo y era molesto. Las comisuras llenas de sudor y agua. Marcela le dio un vaso y el indigente bebió. Como era alcohol tosió enseguida y me salpicó saliva. Pude oler su vaho y sentir su saliva en la manga de mi vestido. Era obvio también me había salpicado el pelo. Contuve la náusea. Ahora tenemos un vaso menos.

Él le sacó los pepinos a la hamburguesa y yo me comí los pepinos. También me comí casi todas las french fries que venían de acompañantes. El alcohol estaba haciendo efecto y debíamos regresar pronto al sur, para dormir unas horas antes de volver al aeropuerto. Ella trajo a colación la historia de un asesino que se ha convertido en héroe después de matar a un hombre. Parece que tenía buenas razones para hacerlo. Razones en las que entra la moral. Sentí que podía bromear con eso y mencioné la posibilidad de querer matar a alguien. La gente debe querer matar a alguien alguna vez, sin tener que matar en realidad. Sobre el hecho de matar sin matar, Richard Brautigan tiene un poema que es un disparo poético o una dosis inyectable de hamburguesa cuando tienes mucha hambre:

¿Acaso eres el cordero de tu propio perdón?

Quiero decir: ¿te puedes perdonar / todos
esos crímenes sin víctimas?

Mientras escribo, veo la botella de ron Valzola en el estante de las botellas. No es exactamente un estante sino una división de varillas en forma de olas donde caben cuatro botellas. Hay una de vino que me regaló mi hermana y una de ron. La de ron, la que bebimos esperando que el catorce se convirtiera en quince para celebrar mis 40 años, está por la mitad. ¿Entonces toda esa alegría no era ebriedad? ¿Era solo emoción y euforia? ¿Qué glándulas estábamos segregando, ahí, en la media noche vacía de la orilla de la playa? Para hablar en plata, él nunca me había abrazado tanto, tantos segundos seguidos. Ella tampoco, creo. Me dijo felicidades abrazada a mi cuello. Sentíamos amor.

Había tanto viento, tanta llovizna, que no hubiéramos podido soplar las velas frente al mar. Ella sacó del bolso lo que había comprado, sobre la mesa de la hamburguesera. Algo que no era un pastel y que parecía un riñón moviéndose: “eso parece un riñón moviéndose”. Decidimos tirarlo al mar, es decir “entregarlo”. El riñón iba perdiendo pedazos por el camino. Cada vela era una puñalada. Había una bandera cubana pintada en una pared antes de llegar al mar. Traté de pedir un deseo antes de entregarlo. Deseé que los análisis dieran negativo. Seguro dan negativo. Y enseguida deseé no separarme nunca de mi pequeño hijo de seis años (y por último deseé encontrarme un bolso Freitag en una tienda de uso, porque ese es el único modo de que yo pueda llegar a tener un bolso Freitag). Me dio asma, como siempre. Demasiada humedad y estrés. Demasiada presión a chorros. El horario de ingerir las vísceras era temprano, para que no fueran a caer mal.

LEGNA RODRÍGUEZ IGLESIAS
LEGNA RODRÍGUEZ IGLESIAS
Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984) Vive en Miami. Autora de las novelas Mayonesa bien brillante (Ediciones Matanzas, 2012), Las analfabetas (Bokeh Press, 2015) y Mi novia preferida fue un bulldog francés (Editorial Alfaguara, 2017). La antología poética I Don’t Believe in Poetry (Alliteration Publishing, 2024) ha sido traducida al inglés por Robin Myers. Crítica madre. Lenguajes de la diáspora en Estados Unidos desde Miami (Rialta Ediciones, 2023) y Princesa Miami (atlas político y de población), (Premio Franz Kafka de Ensayo / Testimonio; Praga, 2024) son sus primeros libros de ensayo y crónica. Ha publicado varios más de cuentos y otros de poesía.

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