Creo que si alguna actriz llevó la locura de Lalaland en la cara, fue Karen Black. Me refiero al Hollywood anterior al código de moralidad socialista, el que todavía no había pactado con el Partido, el que creó la máquina deseante de la mujer liberada.
¿Quién duda que Karen fue una artista más importante que Marilyn? Solo hay que verla en Five Easy Pieces (1970), de Bob Rafelson, o en el papel del transexual Joe/Joanne en Come Back to the 5 & Dime, Jimmy Dean, Jimmy Dean (1982), o escucharla cantar su “Rolling Stone”, una de las baladas originales escritas para el personaje de Connie White, en esa otra maravilla de Robert Altman que es Nashville (1975).
Sobre el trabajo del actor, Karen Black tuvo a bien dejarnos esta perla del librepensamiento: “Una amiga me dijo una vez que cuando alguien se cría en un espacio congestionado puede volverse un intelectualoide. Un poquito libresca, una pequeña ensayista. Eso no es bueno para un actor. Los actores no piensan. Pensar nunca es bueno para un actor”.
Lo cual nos trae al problema de Blonde, la película de Andrew Dominik de estreno en Netflix, la obra que pone a Norma Jeane a pensar. Lo peor que podía pasarle a Marilyn es que alguien la pusiera a hablar de Freud creyendo que le hacía un favor, o a discutir una escena de Chéjov con Arthur Miller. El feminismo ha venido a salvarla, a reeducarla y relanzarla como persona sensible, y esa condescendencia es más obscena que una felación en la oficina de un productor de 20th Century Fox.
No fue con ánimo de denigrarla que aquellos sátiros de los grandes estudios le preguntaban quién le había metido esas ideas en la cabeza. Su tercer marido, el dramaturgo Arthur Miller, oyéndola desglosar al personaje de Magda, de After the Show, la amonesta: “¿Has estado hablando con Kazan?”. Tampoco es gratuito que Billy Wilder, que no tenía pelos en la lengua, dijera que Marilyn era la encarnación de la “elegancia vulgar”.
Pues hay que entender que cuando Billy Wilder habla de vulgaridad elegante se refiere a su propia estética, y por extensión, a la de Andy Warhol, la de Truman Capote y la de casi todo lo que brilla y vale en el arte americano moderno y posmoderno, de Mae West a Jeff Koons. Es el valor artístico que Ezra Pound definió, en Hugh Selwyn Mauberley, como “tawdry cheapness”.
Norma Jeane es uno de ellos, una de ellas, otra creadora de íconos. Norma creó a Marilyn como mismo Wilder creó a la Norma esquizofrénica de Sunset Boulevard. Esa pequeña ensayista que atraviesa los espacios congestionados de nueve orfanatos y otros tantos hogares de adopción para ir a caer al insufrible texto de Joyce Carol Oates, está fuera de su elemento en el potaje de la literatura.
Norma Jeane fue Ofelia y también Gertrudis, la hermana de Hamlet y la hija ilegítima de Hollywood. Su fantasmagórico padre fue un cortador de celuloide en los laboratorios Consolidated Film Industries, donde fue concebida. Ella sola, sin ayuda de Freud, creó a la Dora de la psicopatología de la vida cotidiana en Los Angeles. Su Marilyn es, en último análisis, un personaje mucho más complejo que cualquiera de las creaciones de Miller, y aun de Tennessee Williams: Norma Jeane hizo de la dumb blonde una Venus de Milo, una entelequia que resultó ser la medida todas de las cosas americanas.
Claro que podía darle lecciones de vida y arte a Wilder, quien, después de sufrirla en el set de Algunos prefieren quemarse, la acusó de tener los pechos de granito y el cerebro como un queso suizo. Pasaron años para que Wilder pudiera entender a Norma Jeane: “Solo una verdadera artista puede llegar al foro sin saberse las líneas y, aun así, actuar como ella lo hizo”. Lo cual no impidió que el director se preguntara, justamente, si “Marilyn es una persona real o el más grande de todos los productos inventados por la DuPont”.
Marilyn Monroe fue ambas cosas. El personaje de su creación era un ready-made construido con los materiales que tenía a mano en la fábrica de sueños, una muñeca rabiosa hecha con basura de pesadillas. Marilyn es la obra de arte para la época de la reproducción mecánica, y tal vez el Warhol drag de las Polaroids fuera el único capaz de entenderla.
Karen Black pudo haber traído el angst del Mid-Century a la pantalla, pero únicamente Marilyn puede pasearse en pijama por los pasillos de un tren litera, cortejada por dos travestistas, y desglosar a Lacan. Fue ella la episteme que pasó por detrás de Bette Davis (“¡Quítenme a esa criatura de ahí, que me roba la escena!”) en All About Eve (1950), y es la sinrazón cinematográfica que ni los directores, ni el público, ni los existencialistas anticiparon.
En una entrevista guardada en esa reliquia del Ancien Régime que es el programa de Dick Cavett, el director John Houston responde a la pregunta de si ya “la cosa” estaba ahí en el momento seminal en que la traen ante su presencia para que la pruebe en The Asphalt Jungle (1950). Sí, por supuesto, “definitivamente, la cosa ya estaba ahí”. Entonces, ¿cómo es posible que la gran incomprendida, la rebelde sin causa, haya sido convertida en el figurón de una causa? ¿Cómo pueden Oates & Dominik rebajarla al papel de víctima, en el sentido de #metoo, ese “yo también” que se ha vuelto un tostenemos?
¿Por qué hacer de ella un aborto de la naturaleza? ¿Por qué filmar sus abortos como si se tratara de un episodio de National Geographic? El útero abierto y la cámara introducida donde Zanuck nunca llegó. ¿Por qué hay espermatozoides en su cielo, y no diamantes?
A nuestra Ana de Armas le fue encomendada la ingrata tarea de encarnar a un ser miserable, y no es culpa suya que la rubita lacrimosa llegue a hartarnos a la altura del segundo acto. En vano buscamos un momento de redención, alguna sutileza, la alegría de vivir de la femme fatale. Pues, si Norma Jeane se enredó con Cass Chaplin y Edward G. Robinson Jr., divinos tarambanas, y no con un cortador de celuloide de la Consolidated Film Industries fue porque, como hembra alpha, había aprendido de los errores de su progenitora.
Una serie de hombres trofeo pasan por su lecho: el pelotero más grande del mundo, el dramaturgo más célebre del universo, el procurador general de la nación más poderosa del planeta y, finalmente, el mismísimo César del Imperio occidental. ¿Es posible que una mujer así solo pueda inspirar lástima?

Norma on the hyphen
Si Marilyn hubiera podido escapar a Cuba con Louis Calhern, como planeaba hacer en The Asphalt Jungle, tal vez hubiera vivido feliz en algún caney de Varadero, hasta la noche fatídica del 31 de diciembre de 1958. (Calhern: “Uh, Cuba, that’s not a bad idea!”. Marilyn: “Imagine me on this beach in my green bathing suit, yipes!”). ¿Quién quita? Aplatanada en Matanzas, su inglés de Van Nuys adquiriría las asperezas del cubanoamericano de Opa-locka. Ese idioma modal, resultado de bifurcaciones probabilísticas, es el que Ana habla en Blonde: un inglés, parafraseando a Gustavo Pérez Firmat, on the hyphen.
Aunque sus desnudos sean espléndidos y su personificación merecedora de 14 minutos de aplauso en Venecia, el retrato de Marilyn por Ana de Armas está demasiado apegado al archivo, a la arqueología de Hollywood, como otro de los film stills de Cindy Sherman: Ana en Blonde es una impersonator, no un personaje (compárese con la Mommie Dearest de Faye Dunaway, o con Close-up, de Kiarostami).
Para Joyce Carol Oates, Marilyn viene a ser la doble de Reinaldo Arenas, y es revelador que su terrible libraco abra con una escena de la Muerte en bicicleta, levantada directamente de El palacio de las blanquísimas mofetas. Lo que la muerte mensajera transporta es la caja que Cass Chaplin le deja a Norma como regalo envenenado: el padre ficticio que le escribía cartas resulta ser el hijo de Charlot, un poco como el padre fantasma de Reinaldo es la sinécdoque de Fidel Castro.
La película tiene otras connotaciones cubanas no tan evidentes: el biopic de Andrew Dominik exhibe el fatalismo barato y el tono patético de los culebrones de Fernando Pérez: Blonde es, si se me permite la exageración, otra película cubana producida en Hollywood (como Che, de Soderbergh, y La red avispa, de Assayas), impulsada por estrategias martirológicas de tipo ICAIC.
El canon cultural “hambre, miseria y explotación” parece haber emigrado a Lalaland, justo en el momento en que uno de los más emblemáticos monumentos marilynescos es arrancado del shopping center de Hollywood y Highland. Se trata de The Road to Hollywood, un sendero de mosaico tachonado de citas picarescas que conducían a un lecho dorado en la terraza del famoso centro comercial.
La obra de la artista contestataria Erika Rothenberg resultó demasiado ofensiva para una época de filisteísmo terminal. Algunos de los microrrelatos (“I was a Welfare mother who got herself together and wrote a one woman show…”) que llevaban al lecho donde los turistas se tomaban selfis, sobreviven únicamente en los celulares de quienes solíamos invitar a nuestros amigos a reclinarse en el colchón dorado.

La pieza es de 2001, fecha de la inauguración del mall, y es asombroso que en el transcurso de apenas dos décadas la moralina californiana, y con ella el balance de poder del universo, haya involucionado de una manera tan antihollywoodense. Que Erika Rothenberg cancele toda referencia a la escultura en su propia página de artista, confirma que el futuro pertenece por entero al fidelismo. Mas, ¿qué espectador, y qué cinéfilo, entenderá que la presencia de Ana de Armas en Hollywood es otro síntoma de lo mismo? Que los “liberales” tengan el poder de exigir la desaparición de una obra de arte (Balthus, Manet, Chuck Close, The Dukes of Hazzard), y conseguirlo, es la respuesta escatológica a la pancarta que pregona “The End is Near” en la esquina de Highland.
La última escena de Blonde tiene lugar en la habitación donde estuvo originalmente el lecho maldito. La mañana y la noche caen, sucesivamente, sobre unos pies que sobresalen de la cama, y la luz que agoniza se encarga de anunciar el Fin: la muerte en pantalla funciona como cancelación de la historia, de la parte inaceptable que relataba el catre del mall.
Presumimos que los barbitúricos y el bourbon se acoplaron en su cerebro como una pareja de actores porno, y que fue en ese espacio congestionado donde la Pelona sorprendió a la ensayista. “Pensaba mucho”, hubiera dicho Karen Black; mientras que los otros (los visionarios, los desencantados, los cínicos) creerían que la rubita habría sido la primera víctima de una revolución a punto de ocurrir.
Colabora con nuestro trabajo Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro. ¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí. ¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected]. |