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Las cartas de Severo Sarduy a Roberto González Echevarría

El gesto de González Echevarría, al publicar estas cartas treinta años después de la muerte de Sarduy, es también un acto de lectura: no una lectura que busca cerrar sentidos, sino exponer el proceso mismo de la voz que se forma.

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La carta es un cuerpo que habla en diferido. Es escritura diferida, envío destinado al otro y, al mismo tiempo, forma de supervivencia. En tiempos en que las redes sociales transforman el lenguaje en impulso, leer un epistolario como el de Son de la loma: Cartas de Severo Sarduy (Rialta Ediciones, 2023) es reencontrarse con el remanso de la voz, con la pulsación del cuerpo distante que espera respuesta. La carta aquí, más que un documento, es escena estética, lúcida, y no menos espontánea: cada epístola revive un tono, una relación, una inscripción en el tiempo que el signo retiene sin fijar.

El volumen compila más de cien cartas y postales enviadas por Severo Sarduy, entre 1969 y 1993, a su amigo, el crítico Roberto González Echevarría. Cabe señalar que ese periodo fue el tiempo que duró la amistad entre los dos, ya que Sarduy murió en París el ocho de junio de 1993. Al epistolario se suma una entrevista, las décimas señeras que conforman el libro Corona de las frutas (colaboración de Sarduy con el pintor Ramón Alejandro), una pieza de teatro (Tanka) y una sección epilogar que resguarda el último aliento de una voz que supo reírse de la muerte, del poder, y de sí misma. En conjunto, este libro se convierte en archivo afectivo y literario de uno de los escritores más singulares del siglo XX: un archivo que no se limita a conservar, sino que trasmuta su contenido en acto de lectura donde el remitente –Sarduy– no se entrega, sino que se interpreta a sí mismo con humor, gravedad, máscara y exceso.

Desde las primeras cartas escritas desde París, la voz de Sarduy aparece desplegada en registros múltiples: el cuidado por la forma, la teatralidad, el juego paródico y la constante autorreflexión sobre su escritura. Las cartas no son notas circunstanciales, aunque en algunas se encuentre el itinerario de un viaje o el desplazamiento fugaz por el espacio limítrofe de un aeropuerto –como diría el mismo Sarduy en una misiva del 25 de abril de 1985: “Te escribo a toda velocidad, con un pie ya en el avión”–;[1] por el contrario, están escritas, me atrevo a decir, con ese rigor, divertimento y soltura que aflora en muchos de sus ensayos o novelas. Pero también hay en ellas, insoslayablemente, un tono confesional, un humor cáustico, y una conciencia de estar componiendo otra escena –trazo, huella o tatuaje– sobre el cuerpo escrito de toda su obra desde el exilio. Comenta González Echevarría en el preámbulo: “En términos más generales, toda la vida de Severo como exiliado se apoya sobre una cubanidad que se hace cada vez más remota y más rescatable solo a través de la literatura, de los textos, del lenguaje. Estos simulan su frágil ser cubano. Por eso predomina en esos textos el exceso y la hipérbole, a veces histéricos, como para compensar. El ser –aquí está la base existencialista– es algo creado de la nada y sobre la nada, que se inventa a sí mismo. Creo que esa fue la simulación que compartíamos en nuestra correspondencia, correspondencia entre exiliados que lo eran en el sentido más profundo de la palabra. Nos reinventábamos cubanos al escribirnos”.[2]

Escribir a un amigo no es solo continuar el vínculo: es hacer del vínculo una forma de conocimiento. Por tanto, uno de los ejes centrales del libro es la relación de amistad entre Sarduy y Roberto González Echevarría, como se detalla en sus páginas preliminares: “el ejercicio de la escritura epistolar es como la amistad, se parece a la amistad, se confunde con la amistad”.[3] Aunque no contamos con las respuestas del segundo –como bien se indica en el preámbulo, se trata únicamente de las cartas enviadas por Sarduy–, el lector puede reconstruir, entre líneas, una amistad de lectura, un diálogo entre escritor y crítico que excede lo profesional. El autor camagüeyano le confía manuscritos –de la novela de Colibrí, entre otros–, espera sus observaciones, solicita correcciones y lo incita –no sin insistencia– a escribir sobre su obra. La amistad deviene así lectura compartida: Sarduy sabía que su estilo, su voz, necesitaba de otro gesto hermenéutico. No bastan los lectores devotos: hace falta un lector riguroso que sepa armar un mapa en medio del exceso. En una carta fechada el 25 de mayo de 1971, donde Sarduy registra copiosamente la bibliografia de su obra publicada hasta el momento –la publicación y traducción de Gestos (1963), de De donde son los cantantes (1967), artículos y poemas suyos en Tel Quel entre 1965 y 1970, además de ensayos sobre su obra en revistas literarias de Madrid y Francia–, aparece hacia el final, como ofrenda sincera de agradecimiento, las siguientes palabras, que me permito citar in extenso: “Sin palabras con que agradecerte –esto lo dice una reina de belleza del carnaval de Camagüey, con su variante: «Estoy tan emocionada que no encuentro palabras [para] expresarme»– lo que haces por mí, chico, porque me das una imagen mía que me desaliena, que me libera, por ti sé ahora, y no es una boutade, que he hecho cosas, lo cual ignoraba. Te prometo seguir haciéndolas, aunque mejores. No me dices si has leído Cobra, de cuyo subteráneo paso por Yale no tengo noticias. He terminad el «Diario indio» final y en esto sí que puse el Oso a trabajar: no te decepcionará”.[4]

El gesto de González Echevarría, al publicar estas cartas treinta años después de la muerte de Sarduy, es también un acto de lectura: no una lectura que busca cerrar sentidos, sino exponer el proceso mismo de la voz que se forma. En sus palabras, anida una consideración sugerente que vale la pena traer a colación: “¿es el epistolario de Sarduy parte de su obra? Yo pienso que sí, que sus cartas pertenecen a esta, no solo como suplemento en el sentido subordinado de elucidación de sus novelas, sino que estos textos son literatura ellos mismos, y que él así los consideraba”.[5] De allí que La ruta de Severo Sarduy (Ediciones del Norte, 1987), libro que González Echevarría publicó como homenaje crítico, se pueda leer también como una respuesta, diferida, a este largo epistolario. –Hay que subrayar que la novela Maitreya es un homenaje tácito a González Echevarría (y también a Wifredo Lam), dado que ocurre en su natal Sagua la Grande–. No hay aquí una subordinación entre autor y crítico, sino una complicidad de archivo: ambos leen, corrigen, se interpretan.

Entre las cartas más reveladoras está aquella escrita en los años ochenta en la que Sarduy describe la visita de sus padres a París: “pasé, aquí en casa y en París, 40 días con mis padres; pude enseñarles lo poco que hice y justificar, de cierto modo, la vida que me dieron”.[6] En otra, desde París, comenta sin dramatismo la acogida por la publicación de Colibrí y el resguardo que ofrece la literatura ante la vida y la muerte: “lo de Foucault fue como una reiteración de Roland, mismo hospital, misma sorpresa brutal, misma ceremonia siniestra en una morgue suburbana […] en fin después de tanta presencia de negatividad, puedo concluir, tal y como quería hacerlo, es decir línea por línea, tu Isla a su vuelo fugitiva”.[7]

Otro momento que hay que destacar –entre un sinnúmero de momentos textuales a lo largo del libro de suma importancia– es la inclusión de las postales, su intercalado en medio de las páginas, acompañadas por líneas breves de Sarduy, la mayoría frugales, ingeniosas, plásticas o eruditas, siempre recortando con la letra el paisaje sensible que se desenvuelve en la imagen. Como aquella que fue enviada desde Chandigarh, en la India, el 17 de octubre de 1978, cuyas palabras semejan gotas de pintura: “Rojo, / oro / violeta: / verano indio. / Abrazos de Severo”.[8] Las postales no son simples añadidos. Son fragmentos visuales del deseo estético de Sarduy. Otra muestra es una enviada desde Taroudant, Marruecos, el 25 de febrero de 1972, cuando el autor camagüeyano cumplió 35 años, la cual sobresale no solo por la imagen que la ilustra, sino por la forma en que el escritor la vuelve superficie de escritura. Se trata del retrato de una mujer marroquí, enmarcada por un textil denso, geométrico, ornamentado, que parece envolverla como si emergiera de un tapiz andalusí. Sarduy destaca en su breve inscripción: “¡Mira qué amor el color de los labios!”,[9] un detalle cromático que él percibe como fulgor y signo, casi como si fuera un trazo de su propia paleta verbal. El cuerpo de la mujer no se expone, sino que se reviste de pliegues y colores zurcidos por la tela que la envuelve, igual que los personajes sarduyanos que se deslizan bajo capas de máscaras, afeites, plumas. La postal –con su raíz árabe, su textura, su geometría ornamental– parece salida de una escena de Cobra, como si el mundo real se recubriera de artificio barroco. En estas piezas breves se condensa también la transfiguración de lo íntimo en símbolo.

Además de esto, el volumen incluye una entrevista extensa, realizada por González Echevarría en París en 1969 y publicada posteriormente en la revista venezolana Papeles en 1972. Titulada “Guapachá barroco: conversación con Severo Sarduy”, despliega reflexiones esenciales sobre Góngora, Lezama Lima, el erotismo, el cuerpo, la elipsis como figura central en la modernidad del barroco, la escritura como derroche del significante y el acto de renovar la crítica literaria, entre otros. González Echevarría no se limita a preguntar, sino que formula hipótesis, propone lecturas, entra en el juego verbal con agudeza y afecto. Sarduy se muestra lúcido y provocador. Reivindica la herencia barroca no como estética decorativa, sino como forma de resistencia ante la transparencia, la percepción y el vacío. Habla de la circularidad, del injerto, del gasto sin utilidad. Declara: “yo parto siempre de la noción del barroco como un fenómeno de intertextualidad, precisamente porque la intertextualidad me permite también hacer funcionar otro elemento, a mi juicio esencial: lo paródico”.[10] En ese gesto, el barroco sarduyano se revela como una poética de la proliferación crítica, un aparato formal que subvierte la clausura del sentido, y donde la parodia, lejos de ser simple ironía, actúa como principio generativo: una forma de inscribir el mundo desde la exuberancia del lenguaje y contra la linealidad de las ideologías.

Por otro lado, una de las sorpresas del libro es la inclusión de una pieza de teatro breve titulada Tanka. Sarduy la escribió para una lectura pública, en un contexto académico, un simposio en Colorado donde se esperaba una conferencia formal. En lugar de ello, presentó un texto dramatizado, lleno de humor y guiños literarios. El desvío fue deliberado: en vez de exponer ideas, dramatizó su propia poética. Tanka es una modalidad de libertad genérica. En su brevedad, condensa una serie de tópicos sarduyanos: la máscara, el deseo, el juego verbal, la disolución de identidades. Lo teatral no es aquí un ornamento, sino una forma de escritura crítica: lo que la página no permite decir, Sarduy lo hacía aparecer en escena. Cito una frase emblemática de la obra: “H1. -En mis propias frases, en el reverso visual de mis oraciones, en la reverberación de mi cuerpo: en lo que la nada simula me hundo”.[11] La estructura abierta, el humor intercalado, la ausencia de cierre, todo ello configura un texto que desafía las convenciones del género académico. Y al incluirla en este volumen, González Echevarría señala su importancia como parte del archivo: Sarduy no solo fue novelista, poeta o ensayista, sino un dramaturgo que supo hacer del teatro una exploración del lenguaje: la forma estética llevada a otros límites de la representación literaria.

Las cartas que cierran el volumen son particularmente conmovedoras. Se agrupan en el apartado “Epílogos”. Dirigidas a François Wahl y a Mercedes Sarduy, hermana del autor, revelan otro tono, casi crepuscular. Sarduy ha muerto, pero el archivo continúa escribiéndose. Las cartas de François Wahl a González Echevarría y, a su vez, de él hacia Mercedes Sarduy, bosquejan un testimonio de los trámites, desacuerdos y desplazamientos del legado. Sarduy había expresado su deseo de que sus papeles fueran entregados a la biblioteca de Yale, pero finalmente terminan en Princeton. Como aclara Roberto González Echevarría en una nota al pie, hacia el final: “François Wahl se negó a reconocer el valor legal de la donación de Severo y los materiales nunca me fueron entregados, es decir: nunca llegaron a Yale. A la larga, años después, fueron a Princeton, en cuya biblioteca, por separado, se encuentran las cartas contenidas en este volumen”.[12] Esta nota final no es un dato logístico. Es un acto de archivo. Sarduy no buscaba una tumba, sino lectores. Donar sus papeles fue su forma más lúcida de persistencia: no para fijarse, sino para ser interpretado, una y otra vez, en el azar del porvenir.

Leer este epistolario es oír una voz vigente. Que ríe, se duele, seduce, teoriza, emerge con estilo. Sarduy no dejó un solo género intacto. Tampoco dejó intacto el género de la carta. La suya es performativa, encarnada. No escribe para dejar testimonio, sino para corporizarse de nuevo en el lenguaje. Como aduce el mismo González Echevarría: “creo que llegó un momento, que todavía no he podido situar, en que Severo se dio cuenta de que al escribirme a mí le escribía a la posteridad, que como crítico, historiador y bibliógrafo suyo no iba yo a permitir que los textos que me enviaba se extraviaran o no llegaran a ser conocidos por el público lector”.[13] Por eso, al cerrar Son de la loma: Cartas de Severo Sarduy, queda la sensación de haber escuchado algo más que correspondencia: se ha asistido a una lectura en voz alta del cuerpo escrito. La carta aquí no es solo recuerdo. Es forma de la voz que persiste. Y este libro, cuidadosamente editado, no es un archivo deslucido, sino un oleaje continuo. Sarduy sigue escribiendo en él. Y nosotros, al leerlo, seguimos escuchándolo.


Notas:

[1] Roberto González Echevarría: Son de la loma: Cartas de Severo Sarduy, Rialta Ediciones, 2023, p. 242.

[2] Ibídem, p. 25.

[3] Ibídem, p. 21.

[4] Ibídem, pp. 53-54.

[5] Ibídem, p. 36.

[6] Ibídem, p. 205.

[7] Ibídem, p. 228.

[8] Ibídem, p. 178.

[9] Ibídem, p. 109.

[10] Ibídem, p. 88.

[11] Ibídem, p. 283.

[12] Ibídem, p. 311.

[13] Ibídem, p. 21.

EDINSON ALADINO
EDINSON ALADINO
Edinson Aladino (Palmira, 1985). Investigador, escritor y crítico literario colombiano. Es doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Artículos académicos de su autoría han sido publicados en revistas especializadas de América Latina y África y ha colaborado en capítulos de libros para diferentes universidades. Estuvo en una estancia de investigación doctoral en La Habana (2018), en el Archivo de José Lezama Lima que resguarda la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. Actualmente, cursa una estancia posdoctoral en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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