Para Manuel Marzel, que amaba a Molina
Mientras la protagonista de Cleo de 5 a 7, el clásico de Agnès Varda de 1962, se desplaza por un paréntesis temporal cuyo cierre implicaría un desenlace tan definitorio para su existencia como la predicción precisa de la llegada de la muerte misma; el protagonista, director y guionista del cortometraje La flor de prángana (2025, 23 minutos), el cineasta cubano Jorge Molina, desanda otro “tiempo muerto”, el que media entre su llegada a Gibara para el festival de cine que acoge esta ciudad holguinera y su acomodamiento como invitado oficial en la inauguración nocturna.
A diferencia de la película francesa, al final de la espera –y de la escapada– apenas le aguarda una formalidad intrascendente, una pantomima oficial que para nada definirá la vida futura de Molina. El “tiempo muerto” lo es todo aquí. No hay sorpresas fuera de campo. El paréntesis diurno que le toca sortear se convierte en un camino, en parte introspectivo, quizás onírico, ambivalente, en el que la realidad se licúa ante sus ojos. A la par, entran en gozosa crisis extradiegética los presupuestos arbitrarios de la representación fílmica realista.

En tanto el lapso temporal que vive Cléo le permite repasarse, acomodar sentimientos y reformular sus perspectivas, el de Molina lo lleva a sumergirse en un purgatorio personal en cuyo final quizás se agazapa la Esfinge edípica con su plétora de acertijos irresolutos. Es una dimensión liminal, un universo de bolsillo en que colisionan posibilidades, angustias y pesadillas. Un acelerador de partículas endemoniadas.
La flor de prángana se revela así, muy cercana a uno de sus mejores cortometrajes: Molina´s Mofo (2008), que también delata una realidad porosa, poliédrica, impredecible. Y sobre todo inesperada. Mofo resulta aquí más que una sensación referencial, pues termina trenzándose en el relato como un elemento disruptivo, bizarro y definitorio. Casi climático. Enrarece y salva al unísono.
La historia tiende a dialogar con otros títulos oníricos y surreales como el corto animado, Un sueño en el parque (Luis Rogelio Nogueras, 1965), también cubano, y con otras propuestas más extravagantes y pasmosas como el dantesco Gozu (2004) de Takashi Miike o la colombiana Los reyes del mundo (Laura Mora, 2022) –aunque esta última tiene un sesgo fantasmagórico más inspirado en la imaginería y presupuestos expresivos de Juan Rulfo.
En todas estas obras, los protagonistas emprenden viajes allende las dimensiones convencionales de la realidad percibida por los sentidos físicos activados durante la vigilia. Se sumen en el territorio de lo inopinado, en la zona del crepúsculo. Los respectivos periplos les permiten expiar culpabilidades. Repasar historias de vidas. Elucubrar futuros ideales. Especular posibilidades simultáneas. Perciben la vida y el mundo como un entramado infinitamente más complejo que lo apreciado con el ojo desnudo –y la mente desnudada de imaginación. Casi parece un capítulo apócrifo de la descomunal The Twilight Zone, concebido y dirigido por (con y para) Molina.
Durante las peripecias que Molina-personaje sufre en esta walking movie –así la define en los créditos–, a través de una Gibara enrarecida, quizás de otra dimensión, parece experimentar una apertura breve pero reveladora de su tercer ojo. Sus demonios más recónditos se corporeizan. Es una suerte de observador trascendental que va colisionando con la realidad mientras el sopor y el aburrimiento provincianos de una urbe en decadencia ineluctable aturden sus sentidos físicos, activan nuevas sensibilidades.
De ser un (pseudo)pasmado testigo al estilo del Monsieur Hulot del francés Jaques Tati, y su epigonal reinterpretación en manos del israelí Elia Suleiman, que revelan con sus altisonantes silencios los absurdos de la cotidianidad, Molina va transmutando a lo largo del metraje en un explorador de los recovecos más turbios de su mente, repleta como está de multitudes de esperpentos. Su andar sin rumbo fijo va convirtiéndose en un sendero totalmente nuevo, como los caminos del cuentero Juan Candela. No llega a México a pie, sino a regiones más ignotas aun.
El realizador, que escribió el guion en una noche, y lo filmó en los dos días subsiguientes, mientras se celebrara la edición 2025 del Festival de Cine Pobre de Gibara, expresa este estado de azoro y desasosiego a través de las rupturas fluidas, casi como una explosión en cadena, de los códigos y convenciones cinematográficos más consensuados. Ningún suceso, volatín en el montaje o efecto colocado en posproducción, alertan ni anuncian las transiciones entre dimensiones.
La flor de prángana es al unísono un caleidoscopio de códigos de géneros fílmicos que acusa hibridaciones tan desafiantes como las de El gato negro (The Black Cat, Edgar G. Ulmer, 1934) y Muñecas infernales (The Devil Doll, Tod Browning, 1936). Siempre desde la artesanía precaria de alguien como el filipino Kidlat Tahimik (Pesadilla perfumada, 1977), o de un más culturalmente cercano Juan Orol. Para indagar en referentes más inmediatos, valga mencionar los rejuegos narrativos y de puesta en escena que emprende Mariano Llinás en sus ficciones Historias extraordinarias (2008) y La flor (2018).
Molina, durante la referida edición del certamen gibareño, recrea en la diégesis de la película un Doppelgänger de Molina; también un Doppelgänger de Gibara; y un tercer doble del propio festival. Convierte a La flor de prángana en autorretrato audiovisual maldito: su personaje, posible émulo de Dorian Gray, parece segregar en tal lienzo fílmico todas las cicatrices, queloides y demás impresiones dolorosas de su existencia. Asimismo resulta un espejo a través del que una personal interpretación de la Alicia de Lewis Carroll avizora una imagen demasiado similar a su entorno, pero a la vez demasiado divergente.
Rodada con un iPhone 16 Pro Max, operado por Tito Urrutia, la película es un clon que asimila de lleno las angustias y vivencias de Molina. Quizás no precisamente en el mismo sentido que su previa La última pelea (2024), que canaliza estados de ánimo (confesos) provocados por acritudes sociopolíticas que resuenan con fuerza de cataclismo sobre su alma y la del país que habita. Es una película desesperanzada, casi un martirologio. La flor de prángana, por su parte, insinúa una suerte de recuperación, regreso o hasta contrataque temerario de Molina desde las honduras pesimistas que lo habían deglutido. Un nuevo capítulo de sus aventuras audiovisuales. Otro gesto de su espíritu resiliente.
El contexto de Cuba no ha mejorado, solo tiende al empeoramiento, al colapso total y el apocalipsis. La oscuridad es más absoluta a cada hora. No hay luz al final del túnel. Pero Molina ha conseguido tomar un “segundo aire”, que encarna en esta cinta y en un segundo título, en pleno proceso de montaje final y posproducción, conocido hasta ahora como Molina’s Untitle Film, según refirió a Rialta Magazine.
Adelantó asimismo que Untitle… es un relato de corte paranormal tan preciso como misterioso. Aunque no deja de dialogar en este sentido con La flor…, propone estéticas, registros histriónicos y maneras narrativas muy diferentes. Mixtura otras corrientes de la ciencia ficción y lo fantástico en una historia de amor y pérdida eternos, lejos de la autorreferencialidad que emana lo gestado en Gibara.
Ya finaliza la escritura de una tercera película que volverá a protagonizar casi de manera absoluta, sin título precisado aún. Un cuarto guion, del que sería su segundo largometraje, titulado Molina´s Redemption, aguarda por la producción mínima para comenzar el rodaje.
Regresando a La flor…, vale notar que, en sus más recientes obras, Molina ha ido dejando de enmascararse tras nombres ficticios, para terminar autointerpretándose sin ambages. Molina by/as himself. Es el hombre que dejó de hablar con Marte y platica consigo mismo. Nos habla desde el amplificador en que se ha transformado. Avatar de sí mismo. Derivación propia. Vástago de sí mismo. Se (re)presenta como un ser urobórico. Partida y destino. Alfa y Omega. Eje y periferia. Camino y destino. Medio y fin. Rizoma.
Jorge Molina gana en sinceridad y confesionalidad, sin perder coherencia ni consecuencia. Admite las aristas punzantes de la realidad que lo afectan, lo decepcionan, y cuando se visionan películas como La flor de prángana no puede evitarse la sensación de que el autor te las restriega en las narices con la potencia de mil sales de amoniaco, hasta hacerte salir del sopor cotidiano. El despertar del sueño de la realidad abrirá las entendederas a un mundo más amplio y ambivalente, poblado por sirenas, bufones, amores imposibles, fantasmas del pasado y del presente.