Desde que el famoso luchador mexicano Santo, el Enmascarado de Plata, filmara sus primeras películas en La Habana, a finales de 1958 —Santo contra los hombres infernales y Santo contra el cerebro del mal, ambas dirigidas por Joselito Ramírez–, ningún otro luchador encapuchado había marcado el cine cubano con sus venturas y desventuras. Hasta que 66 años después, el director Jorge Molina concibiera su propio campeón para La última pelea (2024), la más reciente película de este autor de culto, si los hay en el cine nacional.
¿Molina’s Valley of Tears?
Con este nuevo cortometraje, aun inédito en espera de un inminente preestreno en este mes de junio, Molina propone el relato más triste y pesimista de toda su filmografía. La última pelea está protagonizada por un veterano y olvidado luchador nombrado El Camelia (Roberto Perdomo) y se antoja la fugaz crónica de un estertor, el registro del final gemido sordo de un moribundo olvidado. Es la historia de una caída definitiva, la definitiva quebradura de una existencia que se intuye trágica, triste y desdichada. Es una película-clímax, que se propone como el colofón de una existencia frustrada, azarosa, gloriosa, que sufre la última zancadilla, la última fustigación cósmica.
La última pelea es más bien un epílogo, un epitafio dedicado a alguien que fue tanto destruido como derrotado; a contrapelo de cualquier optimismo triunfalista que pueda extraerse de la máxima con que, a modo de moraleja, Hemingway “suavizó” el trágico sino que agobia al pescador Santiago en su noveleta El viejo y el mar.
De hecho, la cinta de marras discute también, y más encarnizadamente, con el apotegma que precede al más conocido segmento de la célebre cita –vulgarizada como frase motivacional–: “el hombre no está hecho para la derrota”. Con esta peripecia de El Camelia se defiende todo lo contrario, y más aún: el enmascarado criollo se convierte en una lúgubre alegoría de la derrota. Incluso, cuando la propia carrera cinematográfica de Molina da cierta razón al escritor, pletórica como ha estado de obstáculos para consumar cada uno de los filmes que la integran.
Quizás en el reino de la derrota el ser humano encuentre su verdadera medida. La tanatofilia inherente a la cultura de Occidente apunta a una celebración de los héroes que sellan las crónicas épicas de sus existencias y gestas con sus muertes gloriosas, validando la entrega del hálito vital –voluntario o no– como apoteosis. La inmolación de Cristo no deja de replicarse en miles de relatos de personajes que caen y se extinguen poco antes del punto final. O antes de los créditos de cierre. O ya sean sus cadáveres motivos y ejes de textos pictóricos.

Desde esta perspectiva, la profesión escogida por Molina para su protagonista se revela lejos de lo fortuito y lo puramente bizarro que caracteriza su estética fílmica. El luchador mexicano apela directamente a la intensa, profunda y agridulce relación que la cultura mexicana tiene con la muerte y el mundo más allá de la carne viva. Pero a la vez, el director “cubaniza” esta postura con un manto de lágrimas que aboca a la película, sin cortapisas, hacia las honduras más patéticas.
La última pelea es plañidera de su propio funeral y resulta más inconsolable que la mítica Llorona. El cine de Molina siempre se ha deslizado por una poética del exceso que aquí varía un poco su compás: se desplaza de la carne excitada e insaciable hacia la lágrima desbordada, hacia la tristeza riesgosamente exaltada hasta la mueca.
Así, el atuendo de El Camelia puede ser intercambiado con los holgados ropajes de Pierrot, que siempre me ha parecido que lo arropan como mortaja. Aunque por un momento los colores brillantes de las ropas del veterano deportista parezcan remitir a los multicolores y ceñidos indumentos del pícaro Arlequín, el personaje resulta un consciente amasijo de contradicciones.
La vida del luchador tiende a la desesperanza, experimenta un corrimiento inexorable hacia el sad ending, sin que aparezcan las oportunidades de redención con que proveen al Randy Robinson (Mickey Rourke) de El luchador (The Westler, Darren Aronofsky, 2008) de segundas, terceras y hasta cuartas oportunidades para seguir viviendo su vocación. El Camelia parece revolcarse entre las cenizas de su existencia, sin posibilidad de renacer de entre estas como el fénix, figura que tanto gusta y tranquiliza a los seres humanos, con su simbolismo tan edificante como la sentencia de Hemingway.
El Camelia no puede renacer, no puede evitar ser destruido, la derrota se ceba en sus carnes como el águila que torturaba a Prometeo. El suyo es un martirologio sin alternativas, dedicado a purgar los pecados de no se sabe quién, si los propios, si los de Cuba, si los del mundo, si los de Molina; quien parece haber construido aquí un relato-catarsis, centrado en un personaje que es alarido vuelto carne, con el que termina identificándose como en ninguna otra película. Notar que el título de la película no incluye el conocido “Molina’s…” con el cual el director demarca la irredenta autoría de cada una de sus obras, sino que se titula La última pelea, a secas, e inmediatamente se describe como “una experiencia audiovisual de Molina”, en posible referencia a un involucramiento emotivo y filosófico más íntimo.

¿Molina’s Impotencia?
En esta película, el director vuelve a colocar a su protagonista en una situación de impotencia sexual, algo que ya ocurre en su previa Molina’s Margarita (2018), cuando el muy postergado encuentro sexual entre el profesor (Molina) y su antigua alumna (Katerine Arias) no logra consumarse; en este caso a favor de una reconnotación nostálgica del deseo sexual prístino que sintieron en los años noventa, y de una alegoría de la frustración personal e histórica en que ambos zozobraron como representantes de generaciones hijas de la esterilidad de los hombres nuevos.
En La última pelea, la imposibilidad de excitación del luchador pudiera leerse como otra señal o advertencia fijada por el autor, de que este nuevo título implica un detour en su obra audiovisual más drástico de lo que pudiera suponerse.
Jorge Molina, para muchos es, sobre todo, un sinónimo de lubricidad segura, de relajo decameroniano, un paraíso-infierno onanista, un territorio en el que la pacatería cubana, enmascarada tras el mito del erotismo desenfrenado, puede descansar un poco su moralismo entre los mullidos placeres culposos. Pero Molina es mucho más. Su abordaje de lo sexual y lo sensual no es mero soft porn. Su camino es el de Sade, Pasolini, Borowczyk o LaBruce. Es un camino de provocaciones y ataques al constructo de valores de Occidente, una rotura de máscaras y mascaradas, una invitación a mirarse en espejos sinceros, a descubrirse y revelarse como sujetos sensuales, hijos de la libido.
La impotencia puede leerse en Molina’s Margarita y La última pelea como un síntoma de pesimismo irrevocable, de la pérdida de una esperanza, del derrumbe como último acto de rebelión defraudada de quien encarna el espíritu de lo irredento y la resiliencia artística. El fin, pero no es el fin. Estamos ante un posible cine posMolina del propio Molina, en que la lubricidad explícita cede espacio a un sosiego melancólico, a un ocaso que con suerte demorará aún mucho en sucumbir bajo la noche definitiva.
Este período coincide con el derrumbe nacional que experimenta Cuba, con la caída en picada, con la impotencia y la falta de vigor que padece toda la nación. La falta de vigor sexual de los personajes se equipara entonces con el agotamiento patrio, con la propia extinción de esta noción bajo el peso arrollador de la estampida desesperada que no cesa en esparcir a Cuba a los cuatro vientos, como polvo aterrorizado. Como El Camelia, la patria parece pasearse, anacrónica, descolocada, ridícula, desolada, entre hileras de ruinas indiferentes, dedicadas a morir en medio del tedio y el calor tropinfernal.
Así, el relato se desplaza hacia una zona de “distopías realistas” que se perfila en el audiovisual contemporáneo cubano, en la que puede ubicarse también una cinta como El hormiguero (Alán González, 2017). Estos títulos trascienden el enfoque pornomisérico a favor de una mirada más compleja, entre alegórica y social, de su contemporaneidad sociopolítica.

¿Molina’s Ucronía?
Ahora, amén de los fuertes nexos y oposiciones simbólicas que puedaen establecerse entre el luchador mexicano y la cultura tanatológica de esa nación con la agonía cubana –y la mirada trágica que los isleños tienen sobre el ocaso de la sexualidad–, es también subrayable que un luchador mexicano de nacionalidad cubana resulta un elemento extraño. Enrarece y desafía el propio tono realista de la película, pues implica una posible Cuba ucrónica, en la que esta modalidad deportiva habría sido incorporada al corpus del “deporte revolucionario”, pues previo a 1959 en el país no eran raros estos espectáculos.
La historia del cortometraje implicaría que el régimen de Fidel Castro habría nacionalizado esta práctica, que habría atravesado, antes de la decadencia que el cortometraje sugiere, una época de oro, a la manera del boxeo y otras disciplinas insignias de ese “deporte revolucionario”. El Camelia pudo ser otro Stevenson, otro Balado, otro Savón, otro Mijaín López, pero sin el mismo apadrinamiento estatal de estos gladiadores pseudoamateurs. Tras una posible temporada de gloria, el luchador habría recibido la medalla más pesada: la del olvido y la indiferencia burocráticos. Cuba ha sido también olvidada por los burócratas, solo preocupados por hacer prosperar su mediocridad.
El Camelia es un texto abierto que invita a completar el gran paréntesis que se abre antes de que suceda la historia contada por la película, con las más fértiles y bizarras elucubraciones sobre las peripecias de un luchador mexicano del INDER, participante en presuntos eventos internacionales que hayan trascendido las fronteras mexicanas. Quizás habría que imaginar una época de esta lucha como deporte centroamericano, panamericano, olímpico, donde los atletas cubanos habrían cantado el Himno de Bayamo parados en los máximos lugares de los podios de premiación, o bien hayan caído ante rivales superiores, pero siempre ganándose las “medallas de dignidad”.
Luego, vendrían la decadencia, las fugas de las delegaciones, las “traiciones”, el exilio de atletas en su mejor momento en busca de prósperos contratos profesionales, y los deportistas que no se fueron y quedaron abandonados en el camino como El Camelia. La historia borrada, anulada, preterida. El olvido como gran deporte nacional. La ruina como ruedo y liza. La tristeza crónica y la decepción como grandes contrincantes. La nulidad como reconocimiento a la veteranía deportiva.
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