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Gabriel Josipovici: Los ‘Cuadernos’ de Paul Valéry

Los admiradores de Valéry no le hacen ningún favor al enfatizar su extrema lucidez. Lo que los Cahiers muestran es que este hombre, que tanto tiempo pasó pensando sobre sí mismo, apenas se conocía.

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Presentación

Valéry ha tenido detractores ilustres. Cioran que, tras asediar las editoriales parisinas durante tres años, consiguió publicar en 1974 el mejor ensayo jamás escrito[1] sobre el elusivo poeta de Montpellier, es solo el más conocido, pero no, ciertamente, el único. Borges, sin ir más lejos, lo aborrecía cordialmente, y parodiar “El cementerio marino” se convirtió en uno de sus pasatiempos favoritos. Pocos, sin embargo, han negado la excelencia de su poesía (con la notoria excepción de Cioran en el ya mencionado ensayo) o, en última instancia, la perfección de su prosa (Cioran, una vez más). Es uno de esos casos en los que siempre queda algo que se puede elogiar. O al menos eso puede parecerle a cualquiera que no haya escrutado con atención la devastadora reseña que el portentoso polígrafo británico Gabriel Josipovici ha dedicado a la traducción al inglés –necesariamente parcial– de los monumentales Cahiers (1894-1945). He traducido aquí algunos fragmentos de “A Napoleon of Thought: Paul Valéry and his Notebooks”, un extenso, excesivo y corrosivo texto, incluido en el libro The Teller and the Tale. Essays on Literature & Culture (1995-2015), acaso algo injusto con Valéry, pero provisto de innegable lucidez, mordacidad y cortesanía.  

Los Cuadernos de Paul Valéry

Paul Valéry parece haber entrado en el panteón de los Modernistas Europeos por la puerta trasera, casi subrepticiamente. Pocos lo han leído en el mundo de habla inglesa; muchos menos han entendido o disfrutado lo que han leído, pero quizá es precisamente por eso que su estatus nunca ha sido cuestionado: si todos dicen que es un gran poeta y pensador entonces eso es lo que debe ser. Y no es muy diferente en Francia, donde su reputación jamás ha decaído (como sí le ha sucedido a Claudel). De cierta forma, es como si, curiosamente, él estuviese por encima de la crítica, contemplando el mundo a sus pies con frío desdén.

La publicación tras su muerte de las notas que pergeñó cada día durante cincuenta años entre las tres y las siete de la mañana solo ha servido para reforzar esa imagen. Porque lo que tenemos aquí no es un diario íntimo como el de Kafka sino una descomunal masa de notas, esbozos, diagramas y pensamientos sueltos sobre cualquier tema imaginable: hay consideraciones sobre matemática y sobre prosodia, transcripciones de conversaciones con Mallarmé y con Gide, pequeños poemas en prosa, delicadas acuarelas, intentos de convertir la ley de conservación de la energía en un principio general que gobierne la actividad mental. No sorprende, entonces, que la publicación, primero, de un facsímil del vasto manuscrito (260 cuadernos) en veintinueve volúmenes poco después de su muerte, a la que siguió una selección en dos gruesos tomos de la Pléiade y, finalmente, la publicación de las dos primeras décadas de los cuadernos (1894-1914) en su totalidad, sencillamente hayan reforzado la concepción de Valéry como una suerte de divinidad literaria, más allá de la crítica, alguien que uno nunca leería pero cuya existencia en un nebuloso pasado resulta reconfortante.

[…]

Valéry comenzó a escribir los Cahiers en 1894, dos años después de la gran crisis de su juventud cuando, tras haber publicado algunos poemas precoces en su adolescencia, dejó de escribir poesía súbitamente y se retiró durante veinte años de la vida literaria. Incluso tras su triunfal regreso al mundo de las letras con la publicación de La Joven Parca en 1917, que culminó con su elección a la Academia Francesa en 1925, él continuó con sus anotaciones diarias: eran, dijo, “su labor de Penélope”, “el momento en que se sentía más cercano a su verdadero yo”. Así mismo, en varias ocasiones consideró preparar los Cahiers para su publicación y hacia el final de su vida llegó a considerarlos “su más importante contribución a la literatura”. Ya en 1908 había comenzado a extraer lo que le parecía el material más valioso y contrató una secretaria para mecanografiarlo. A partir de ese momento y hasta el final de su vida, Valéry –al tiempo que experimentaba con diversos sistemas de clasificación– contrató numerosas secretarias de forma más o menos permanente para transcribir sus notas en duplicado y organizó el material mecanografiado para su eventual anotación y revisión. En una situación digna de una pieza de Ionesco, los descomunales Cuadernos comenzaron a ocupar tanto espacio en el apartamento de Valéry que amenazaban con expulsar a los residentes

[…]

Y ahora podemos acceder finalmente a la traducción inglesa de los Cahiers:[2] no, por supuesto, la edición facsimilar sino la selección en dos volúmenes publicada por la Pléiade en 1974 bajo la supervisión de Judith Robinson-Valéry. Sin embargo, esta edición adolece de ciertos problemas que nos conducen directamente al núcleo de la propia ambivalencia de Valéry respecto a sus Cahiers y, a decir verdad, la totalidad de su obra.

La edición en dos volúmenes de la Pléiadeconsistía en, aproximadamente, una décima parte de los 260 cuadernos, organizados temáticamente según el sistema de 31 secciones que Valéry esbozó entre 1935 y 1945. Ya el erudito británico Richard Sieburth, que reseñó la edición francesa en el Times Literary Supplement,reconocía que “pese a haber sido  editada y anotada con el mayor rigor posible, no puede negarse que se le ha impuesto un orden sincrónico artificial a un manuscrito que durante cincuenta años se había mantenido en un flujo incesante”. Y los editores ingleses, por algún motivo incomprensible han introducido otros cambios que distorsionan el sentido del texto. Por ejemplo, han desplazado los pensamientos de Valéry sobre la escritura y sobre su propia escritura en particular (“Ego Scriptor”) del que parecía ser su lugar natural –a continuación de “Ego”, al inicio del primer volumen– hacia el final del segundo volumen. Sin duda tienen sus razones y uno podría seguir discutiendo sobre cuestiones de orden hasta el fin de los tiempos, sobre todo cuando consideramos que todo el proyecto se basa en divisiones tan arbitrarias. Por otra parte, también han anotado profusamente el texto, incluso de manera más minuciosa que la edición de la Pléiadey ciertamente algunas notas resultan útiles; otras, desafortunadamente, son más bien extrañas, como la tentativa de explicar la estética de Valéry en cinco líneas. También encontramos, inexplicablemente, afirmaciones engañosas o sencillamente absurdas, como sostener que Valéry fue el primero en usar el término biológico “tropismo” con una connotación literaria: según estos “eruditos” la escritora Natalie Sarraute habría utilizado el término mucho después, en la novela homónima de 1957 […] pero una indagación superficial habría revelado que lo que se publicó en 1957 era solo la primera traducción inglesa y que la edición francesa original es de 1939.

Pero esos son solo detalles: mucho peor es que la edición de la Pléiade distorsiona por completo nuestra manera de leer estas notas: separadas en compartimentos estancos, con títulos como “Poesía”, “Literatura”, “Sicología”, etc., lo que debió haber sido asimilado como un puñado de pensamientos sueltos, más o menos azarosos, adquieren el lustre de un sistema aforístico. Y no se trata solo de que esto vaya contra la idea misma de los cuadernos como anotaciones diarias, sino que, lamentablemente, a menudo no son gran cosa. “No puedo evitarlo, todo me interesa” es aceptable como una anotación privada, pero se vuelve insoportablemente pomposo cuando alguien se toma el trabajo de seleccionarlo para su publicación. “La tarea de la poesía es producir un puñado de ejemplos perfectos del lenguaje de un país” no es una afirmación particularmente profunda y “La arquitectura es una oda al espacio mismo”[3] tampoco lo es, aunque, como ya se ha dicho, son perfectamente aceptables si se consideran como anotaciones preliminares, fragmentos de un borrador. Lo que complica las cosas es que el propio Valéry, a lo largo de su vida, no solo dedicó mucho tiempo a pensar en cómo publicar las notas, sino que extrajo de los Cahiers numerosos pasajes que luego reprodujo en colecciones como Tel Qel y Mélange. Debemos asumir que estaba orgulloso de estos fragmentos. Sin embargo, pese al entusiasmo de sus devotos lectores resulta difícil entender por qué Leer a Paul Valéry, un volumen de ensayos que sirve de introducción a los Cuadernos es un verdadero compendio de tales alabanzas: “Aquí escribir significa la ética de una vocación investigativa, entrelazada con radical integridad y puesta en práctica con tersa persistencia”, sostiene Paul Gifford. Y Régina Pietra se entusiasma, “Ahora Valéry es considerado uno de los grandes pensadores del siglo”[4] […] pero nada en su ensayo consigue fundamentar en lo más mínimo semejante afirmación. “La prosa de alto voltaje de un gran poeta, asombrosamente original”,[5] escribe Stephen Romer sobre los textos incluidos en la sección “Poemas” y “PPA” (“pequeños poemas abstractos”) y ya que él mismo ha traducido la sección es posible evaluar sus juicios estéticos. “Los embarcaderospasaban raudos, como flechas”, leemos en una entrada de 1894 y si bien esto sería aceptable en un diario (aunque la anotación de Kafka en la primera página de su Diario –“Los espectadores se ponen rígidos cuando pasa el tren”– es infinitamente superior porque captura la reacción de quienes están en la plataforma con algunas palabras precisas: uno siente que Kafka está completamente inmerso en la situación mientras que Valéry se limita a garrapatear una frase con la arrogante complacencia de un esteta), no justifica las extravagantes palabras de Romer.

[…]

Por otra parte, en todo lo relacionado con cuestiones estéticas (comentarios sobre literatura, artistas e historia del arte) Valéry era extremadamente limitado:[6] estaba en contra de los románticos y a favor de Racine y Mallarmé,[7] pero jamás se desplaza fuera del canon de la literatura francesa y, cuando se ocupa de las artes visuales, solo cubre el estrecho territorio canónico que va del Renacimiento a Degas.[8] Uno podría pensar que su temprana pasión por Leonardo Da Vinci lo convertiría en un crítico particularmente sutil de este pintor pero Valéry, una vez más, decepciona: “La sonrisa de la Mona Lisa está vacía de todo pensamiento. Su sonrisa significa: Yo no pienso en nada, Leonardo está pensando por mí”. Valéry despreciaba a Proust (aunque uno se pregunta si alguna vez lo leyó)[9] pero Proust, en un ensayo sobre el mismo tema, aproximadamente en la misma época (1906-1907) nos deslumbra con la certeza de que su escritura transmite algo de la mayor importancia. En el prefacio a su traducción de La Biblia de Amiens, de Ruskin, Proust contrasta su experiencia de una estatua de la Virgen en la Catedral de Amiens con su contemplación de la Mona Lisa en el Louvre. “La Mona Lisa, aunque fue pintada, como es obvio, por una persona específica en un momento específico, está ahora desarraigada”, dice Proust, “como una maravillosa mujer sin país. En el extremo opuesto, su hermana, la Virgen de Amiens, es una muchacha local, esculpida con piedra local. Para verla tenemos que viajar en tren, penetrar en una ciudad desconocida,[10] caminar. Estos dos factores, su inextricable pertenencia a una ciudad de provincias específica y el esfuerzo que debemos hacer para verla, no pueden separarse de nuestra respuesta a la obra”. Y Proust concluye esta comparación con una de esas sencillas pero devastadoras observaciones que tan a menudo inscriben sus textos en el territorio de la grandeza: “una fotografía de la Mona Lisa colgada en mi cuarto conserva toda la belleza de una obra maestra. Junto a ella, una fotografía de la Virgen de Amiens asume la melancólica belleza de un souvenir”. Aquí Proust dilucida cuestiones relacionadas con la pintura al óleo sobre lienzos que se pueden transportar fácilmente, sobre cuál es precisamente nuestra posición en todo lo que concierne a la Edad Media y el Renacimiento, sobre los museos, sobre el poder de las fotografías y sobre la naturaleza misma de la grandeza estética y su lugar en nuestras vidas. En comparación, Valéry se limita a esbozar una dudosa frasecita sobre Leonardo, en la que nunca volveremos a pensar.

Proust fue probablemente el único escritor francés importante de la primera mitad del siglo XX que se sumergió en la literatura inglesa del siglo XIX (aunque su interés se limitó a un selecto grupo de autores). Se interesó por Ruskin porque la pasión de Ruskin por la Edad Media correspondía a la suya y porque esa estética les proporcionaba a los dos una norma con la que podían confrontar su propia época. Eliot había encontrado en Laforgue y Donne la inspiración para escapar a la asfixiante atmósfera de la poesía de finales del siglo XIX. Valéry, por su parte, se aferró a una estrecha visión de la historia literaria, viendo en sí mismo la culminación de una genealogía que iba desde Poe a Mallarmé y cuya única arma era su desdén por el romanticismo. Ese no era un buen fundamento para lanzar una carrera como poeta o crítico cultural.

Sin embargo, Mallarmé ejerció una influencia tan poderosa sobre el joven Valéry (Sieburth ha sugerido que todo el material producido en los primeros años de los Cahiers no es sino un intento de asimilar y evitar ser aplastado por la abrumadora personalidad del Maestro) que lo forzó a dedicar gran parte de su vida a reflexionar sobre las posibilidades y la naturaleza del arte. Si no aceptamos su propia explicación e intentamos comprender por qué necesitaba crear cierto mito sobre sí mismo, entonces encontraremos desperdigados a lo largo de los Cahiers algunos fragmentos que articulan una fascinante percepción no solo sobre la obra de Valéry sino también sobre los peculiares problemas del modernismo y sus notables triunfos. La crisis de 1892, “la noche de Guennes”, como la llamó Valéry, fue provocada por haber comprendido súbitamente, mientras visitaba esa ciudad, todas las implicaciones de existir en un mundo sin Dios. “Noche horrible… me siento Otro esta mañana. Pero sentirse Otro, eso no puede durar’’. Como Mallarmé treinta años antes que él, como el Lord Chandos de Hoffmansthal y el Adrien Leverkhun de Thomas Mann,[11] Valéry comprende que no puede continuar con la farsa de “ser un artista” como si nada pasara: la sociedad no lo necesita y en verdad no existe algo que pueda llamarse una “vocación” desde el momento mismo en que no existe nadie que la convoque.[12] La única respuesta parece ser retirarse hacia el silencio. “Yo no soy ya un poeta sino un señor que se aburre”, le escribe a Gide, exagerando su situación como si fuese una especie de Bartleby finisecular.

Sin embargo, el aburrimiento puede asumir muchas formas. Es cierto que Valéry dejo de escribir poesía a los 21 años, pero eso no significa, ni mucho menos, que dejara de escribir y de pensar. Muy pronto, tras una intensa lectura de los Diarios de Leonardo y una inmersión total –aunque breve– en el estudio de la matemática, la física y la historia de la ciencia, comenzó a desarrollar la idea del poeta silencioso: el poeta demasiado lúcido para dejarse seducir por los falsos mitos de su época pero que pese a todo creía en lo que la mente y el espíritu humano podían alcanzar. Según esta teoría, cada uno de nosotros posee un enorme potencial pero la mayoría solo desarrolla una décima parte, alguien como Leonardo desarrolla el noventa por ciento… o incluso más, se rehúsa a limitarse a un solo tipo de actividad precisamente porque reconoce que todas las actividades naturales y humanas provienen de la misma fuente y poseen, en el fondo, la misma estructura. Introducción al método de Leonardo Da Vinci, como lo sugiere el título, reunió a Leonardo con Descartes. Armado con el método de Descartes –comenzar desde cero, ignorar toda la historia anterior de la filosofía y pensarlo todo por sí mismo– y con la visión morfológica de Leonardo, Valéry comenzó a sentir que era capaz de lograr cualquier cosa. Otros modelos –acaso más sorprendentes– fueron Napoleón y Cecil Rhodes. En su nuevo silencio autoimpuesto, Valéry meditó sobre las fuentes del poder humano y se imaginó a sí mismo como un nuevo Leonardo, un Napoleón del pensamiento. Otros modelos son el ajedrecista, el esgrimista, el atleta y el experto en equitación, porque todos han aprendido a utilizar su potencial al máximo, no para ningún uso práctico sino por el puro placer del ejercicio.

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[…]

Mis sentimientos, pensó Valéry, son la parte menos interesante de mí. Son lo que comparto con el resto de la humanidad. A lo largo de toda su vida siempre se contrapuso a Gide, el gran moralista, el gran explorador de las emociones, el gran expositor del yo. Todo eso, pensaba Valéry, era tedioso y banal. La única manera de vivir con plenitud era explorar incesantemente nuestros límites y no, ciertamente, a través de la cháchara sentimental, la habilidosa expresión de lugares comunes en la que se especializaba Gide. En Monsieur Teste creó un álter ego y con el tiempo fue capaz de insertar fragmentos de los Cahiers en el “ciclo” de Teste: “Soy rápido o no soy nada”, asevera Monsieur Teste, y se describe a sí mismo como “el hombre encaramado en la montaña del pensamiento, forzando la vista para alcanzar los límites de las cosas o del pensamiento”.[13]

Valéry siempre se enorgulleció de su inaccesibilidad. A diferencia de Gide, era necesario leer sus obras muchas veces para entenderlas.[14] Y eso era porque él se había dedicado a entrenar al lector de la misma manera que se había entrenado a sí mismo. Es natural entonces que quienes han hecho el esfuerzo se sientan agradecidos e intenten proteger a Valéry. Para ellos el hombre es infalible. Pero habría que dilucidar si no se había intoxicado con un delirio peculiarmente postromántico de conquista y totalidad. Porque, a decir verdad, el pensamiento y la literatura no son como la danza y la equitación..[15] Podemos admirar la intensidad de la mirada de Leonardo, pero es intensa solo porque está dirigida a algo. Trabajar por alcanzar esa intensidad como un fin en sí mismo es como esforzarse por ser humilde.

La imagen de Valéry como el gran pensador solitario, como el experto gimnasta del pensamiento […] es una imagen que el mismo promovió –no por cinismo,[16] sino porque desesperadamente deseaba creerlo– y es una imagen que durante un siglo ha sido popularizada con lealtad por sus admiradores. Sin embargo, de ese magistral pensamiento, de esa grandiosa escritura […] no existe el más mínimo rastro en los Cahiers: lo único que encontramos es la fantasía de tales logros. Y quizás fue porque poco a poco comprendió cuán falso era verse a sí mismo como “el Napoleón del pensamiento” que regresó gradualmente a la poesía a partir de 1913.

Pero sería una poesía muy diferente de aquella escrita por sus predecesores y contemporáneos (con la gloriosa excepción de Mallarmé, naturalmente). […] Antes de 1913, Valéry, obsesionado con la idea de su poderosa mente, había perdido la capacidad de escribir poemas; a partir de ese año, sin embargo, consiguió aceptar que podía ser un poeta además de un gimnasta del intelecto. Como resultado (aunque eso, por supuesto, solo podemos comprenderlo ahora porque conocemos toda su trayectoria) escribió varios poemas cortos perfectos que están entre las obras maestras menores de la poesía del siglo XX y también dos extraordinarios poemas largos: “El cementerio marino” y “La joven parca”. Pero como Valéry nunca descubrió (como sí lo hicieron Eliot, Kafka y Brecht) una estética que fuese más allá del posromanticismo –eso lo habría ayudado a moverse más allá de Poe y Mallarmé– su poesía recurre constantemente a esos énfasis, esas exclamaciones, esas ah y oh típicas de la poesía francesa del siglo XIX, y nunca escapa del vocabulario extremadamente limitado del periodo.

[…]

Leyendo a Valéry uno anhela el realismo y el ingenio de Donne y Laforgue, que Eliot aprendería a utilizar; también nos gustaría encontrar el habla parisina, tan sabiamente modulada por Proust, pero es inútil buscar tales rasgos en su obra porque no existen.

No obstante, mucho de lo que Valéry escribió sobre poesía y el arte de la novela sigue siendo de gran interés, tan relevante hoy como lo fue en los primeros años del siglo XX. Pero no es suficiente para considerarlo un escritor comparable a Proust o Kafka. En su ensayo sobre Flaubert, Natalie Sarraute (autora uno de los poquísimos textos verdaderamente corrosivos sobre Valéry) escribió: “No es posible que una obra maestra (enteramente basada, como todo el arte auténtico, en la sensación pura y con sus raíces  en el subconsciente, de donde extrae gran parte de su vitalidad) se sitúe, con todas sus resonancias y profundas significaciones, en la clara conciencia del autor. No es posible ni deseable”.

Los admiradores de Valéry no le hacen ningún favor al enfatizar su extrema lucidez. Lo que los Cahiers muestran es que este hombre, que tanto tiempo pasó pensando sobre sí mismo, apenas se conocía; también que, lejos de ser el Napoleón del pensamiento, estaba tan confundido sobre sus talentos, objetivos y deseos como cualquiera de nosotros. Acaso eso fue lo que lo salvó


Notas:

[1] “Valéry frente a sus ídolos”, incluido en Ejercicios de Admiración (1987).

[2] Notebooks, edición de Brian Stimpson, Paul Gifford y Robert Pickering. Dos volúmenes, New York: Peter Lang, 2011.

[3] A juzgar por esta última frase –y otras citadas por Josipovici– el bueno de Valéry no era completamente inmune a la insidiosa seducción del kitsch.

[4] ¿En serio? ¿Por quién, exactamente? He hojeado alguna que otra Enciclopedia de filosofía del siglo XX: puedo confirmar que Husserl, Heidegger y Wittgenstein son considerados, de manera unánime, grandes pensadores. Pero ¿Valéry? El tipo ni siquiera aparece en las notas al pie.

[5] En general estos ensayistas, enfermos de entusiasmo, nos recuerdan el acerbo comentario de Borges sobre un mediocre escritor argentino: “Con naturalidad echa mano a palabras como estupendo, tremendo, que revelan la desesperación de quien ha perdido toda esperanza de expresarse precisamente”.

[6] Esto me parece excesivo: algunas tradiciones (verbigracia: la rusa, la china, la japonesa, la inglesa y, cómo negarlo, también la francesa) son tan ricas que los escritores apenas experimentan la necesidad de explorar otras literaturas y se limitan a hundirse en las sacras arcas de su lengua materna. Hay, quizá, muchos motivos para criticar a Valéry: este, sin embargo, no es uno de ellos.

[7] También admiraba a Baudelaire y, curiosamente, detestaba a Flaubert.

[8] Bueno, tampoco exageremos: no es tan estrecho un período que comienza, digamos, con Piero de la Francesca (1387-1463) y termina con Degas (1834-1917). Me parece bastante amplio (cronológicamente y en todos los sentidos).

[9] A juzgar por el ensayo que publicó tras la muerte de Proust, la respuesta es negativa. En ese asombroso texto, Valéry, viejo zorro especialista en rizar el rizo de la retórica, conseguía lo que en principio parece imposible: declarar su admiración por Proust y… reconocer que apenas lo había leído.

[10] Proust, naturalmente, era parisino hasta la médula.

[11] En Doctor Faustus.

[12] Aquí Josipovici juega hábilmente con el sentido etimológico de vocación (latín: vocare: llamar) y la antigua noción del arte como don otorgado por Dios (o los dioses en el paganismo clásico).

[13] Y esto sí que resulta kitsch e involuntariamente cómico, por mucho respeto que, en general, nos inspire Valéry: los Cahiers no dan para tanto. Habría que decirle: ¡Cálmese Mastronardi! (la expresión favorita de Gombrowicz en la década del 40 en Buenos Aires cuando su amigo argentino se entusiasmaba).

[14] Aunque me temo que Cioran no estaría de acuerdo.

[15] Muy cierto: ¡ Y menos mal!

[16] Bueno, yo no estaría tan seguro de eso.

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