‘El placer es mío’, de Sacha Amaral, o el peligroso encanto de un rebelde sin causa

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Fotograma de ‘El placer es mío‘; Sacha Amaral
Fotograma de ‘El placer es mío‘; Sacha Amaral (IMAGEN gentilcine.com)

Sobre fondo negro se escucha la voz de un hombre: “Antonio, confía en nosotros, en nuestra paciencia, porque es fuerte y real. Tu presencia me mata todo otro pensamiento. Me es imposible pensar en otra cosa en tu ausencia que no sea en esa ausencia”. Es un mensaje de audio. Después de unas pocas palabras más, interrumpen el clip y se hace la imagen: Antonio, un chico de veinte años apenas, con apariencia adolescente (y el perfil de un twink de película porno) toca a la puerta de un hombre bastante mayor que él. El anfitrión abre, recorren juntos un pequeño pasillo, invita a pasar al muchacho a su estrecho apartamento; de inmediato un corte nos deja con el anfitrión desnudo y dormido sobre su cama. Acaban de tener sexo, inferimos. Pasamos nuevamente al chico, que recorre cauteloso el espacio mientras echa en su mochila cualquier cosa que despierte su atención. Luego, otro segmento de créditos, y al volver la imagen vemos a Antonio enredado en una colchoneta, esta vez, con una mujer, también, evidentemente, mayor que él.

¿Quién es el muchacho? ¿Quién es Antonio? ¿Se dedica acaso a la prostitución? ¿O no más va rompiendo corazones de hombres y mujeres adultos, fascinados todos con su encantadora sonrisa y su cuerpo delgado, con su mirada de fierecilla indomable? Ópera prima del director brasileño Sacha Amaral –residente en Argentina desde hace varios años, donde estudió y trabaja–, El placer es mío trata exclusivamente sobre Antonio: su deambular por las periferias de Buenos Aires, su conflictuada identidad, sus erráticos sentimientos. Cuando El placer es mío termina, con un plano de Antonio sobre una moto, en fuga hacia no se sabe dónde –en realidad, una desesperada e imposible huida de su propio ser–, uno queda con la extraña sensación de que este muchacho, tan fascinante como repulsivo, es alguien perdido en sí mismo; un joven que se sirve de su condición de criatura seductora mientras avanza eróticamente hacia la perdición. Pero estas no son más que sospechas.

Una primera mirada haría pensar que El placer es mío –ganadora del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI)– cuenta la historia mil veces vistas de una juventud librada a su suerte en los ambientes marginales de cualquier ciudad de este hemisferio. En los últimos años, sobre todo, el interés del cine latinoamericano por la juventud ha pasado de sintomático a patológico. Aunque ciertamente la película vuelve sobre este tópico, reducir su lectura a semejante asunto es una superfluidad. Una de las virtudes indiscutibles del filme es su cauteloso distanciamiento de la agenda social, si bien siempre es posible una lectura alegórica a la situación de cierta juventud/adolescencia argentina a partir de los modos de existencia y la incómoda moralidad del protagonista.

La impresión de estar frente a una excelente película resulta de cómo El placer es mío retrata la personalidad y la vida de Antonio, cómo condensa en imágenes su cuerpo en libertad y la prisión existencial que supone para él mismo, de algún modo, ese desafuero con que explota a su favor el afecto de los otros. Resulta de cómo las situaciones presentadas –la narración es, durante un buen tramo del filme, una colección de estampas del protagonista sin evidente relación causal entre ellas– consiguen describir, no explicar, el misterio del joven, su tórrida plenitud erótica y su andar sin ley, su espíritu destructivo y su egoísmo, los términos de las relaciones efímeras que entabla con quienes se cruzan en su camino, su caer en picada y su entrada en un sombrío callejón sin salida, su vacío existencial y su orfandad…   

El título no se refiere a un cumplido. Es una afirmación egoísta. Antonio mantiene un negocio de venta de marihuana con un señor (¿es también su amante?) y, además, presta servicios sexuales. Pero, en buena lid, Antonio no se prostituye; se va a la cama con sus amantes ocasionales, hombres o mujeres, no se sabe muy bien por qué… Hay cierta irracionalidad en su conducta, una indiferencia que hace sospechar que actúa más por rutina que motivado por algún fin específico. Antonio es un cleptómano y roba compulsivamente a las personas con quien se va a la cama. Antonio seduce, miente, engaña y manipula a todos a su alrededor. Sin embargo…

Alguna noche conoce a un joven en una discoteca que, tras un par de encuentros, le ofrece ser su novio. Antonio responde a su proposición con un “por ahora quiero un poco de afecto nada más”. Más adelante pregunta al chico si quiere hacerlo sufrir. Y este responde: “No puedo hacerte sufrir a vos […], ya estás sufrido, ya tenés algo sufrido”. Efectivamente, en la errancia de Antonio, se vislumbra una intrincada soledad; la fijeza de su erótica picardía es otro índice de su descolocación.

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Antonio se enreda con una mujer a quien pide una buena suma de dinero que quizás no devuelva nunca. El chico intenta trabajar en un negocio de envíos, pero es incapaz de cumplir a pie juntillas con sus responsabilidades; visita, una y otra vez, a su medio hermana –la hija de un antiguo amante de su madre– para explotar al máximo su bondad y el evidente cariño que ella le confesa… En el último encuentro que tienen, durante una violenta discusión, entre lágrimas, presa de la desesperación, la muchacha echa en cara al protagonista que no hace más que generar problemas. “Eres un egoísta”, grita. Pero Antonio, medio indiferente, se limita a insistir en que, por favor, lo ayude a cambiar dinero por marihuana. 

El motivo de los mensajes de audio sobre fondo negro se repite varias veces durante la trama. Continuamente sus viejos amantes reclaman un nuevo encuentro. Todos son arrastrados por el chico a tóxicos parajes emocionales, donde Antonio deviene una versión contemporánea de Lolita que, a favor de su propio placer, tiraniza afectivamente a los otros. Pero con él no hay contrato posible, mucho menos emocional. El protagonista de El placer es mío es por momentos un ser mordaz intocado por los sentimientos, y es también un individuo frágil a cuyo alrededor no pueden sino brotar vínculos morbosos e interesados.

Pero ese inquietante perfil de drogas, sexo y paisajes urbanos no compone todo el mundo de El placer es mío. El guion se cuida de mostrar, si bien muy brevemente, un ámbito determinante para explorar la existencia de Antonio: su vida familiar. Aunque la película nunca es demasiado explícita, cuando él se encuentra en casa se dibuja un mapa de mutilaciones afectivas y contactos turbios. Antonio vive con su madre y su padrastro. Con la primera sostiene una relación que pendula entre el amor y el odio, entre la dependencia y el rechazo. Una de las escenas más elocuentes de la película muestra a la madre y el hijo en la cama mientras retozan y comparten un momento de intimidad, como dos niños. Una de las escenas más violenta también los involucra: madre e hijo discuten, se agreden físicamente cuando Antonio descubre que ella cogió el dinero que guardaba, con celo, en su cuarto.

Todavía es más inquietante la relación con su padrastro, con quien no existe vínculo de autoridad alguno. Este hombre manifiesta un mórbido deseo sexual por el chico: observa su cuerpo desnudo mientras se afeita en el baño… Por un instante parece no resistir el torrente de sensualidad de Antonio, quien, al advertir sus deseos, aviva el fuego… Su hogar –si para él es un hogar– le genera una extraña ansiedad que la película subraya sin esquematismos.

En el linaje de Rebeldes del dios neón (Tsai Ming-Liang, 1992), incluso de Kids (Larry Clark, 1995), y deudora de Rainer Werner Fassbinder en el manejo de los sentimientos –algún guiño al director alemán hay en la trama, por demás muy cinéfila–, El placer es mío encuentra su autenticidad en el sensual manejo de la cámara y en el criterio de articulación del argumento, que garantizan visceralidad y cautela al referir la vida de Antonio. El criterio visual, sutilmente naturalista, casi documental –y digo sutil vista la cuidada planificación del encuadre y su composición dramáticamente intencionada–, favorece una continua sensación de proximidad a los cuerpos, como si pudiéramos palpar el sudor de esos seres desgarbados sobre la cama.

Más visceral y matemático en su articulación no puede ser aquel momento em que Antonio se afeita y se lava para (suponemos) salir al encuentro de algún amante. Allí la cámara se posa en primer plano sobre el agua sucia que corre ensangrentada por la bañadera; después de un corte seco (al mejor estilo de Godard), muestra, tras el primerísimo plano del chico, al fondo, desenfocado, mirando a través de la puerta entreabierta, al padrastro, un voyeur a punto de perder los estribos. Según se advierte en esta descripción, la fotografía llega escoltada de un extraordinario trabajo de montaje tributario de la composición visual. 

Y destaco la narración puesto que su diseño, a la manera de un puzzle, evita ofrecer más información de la imprescindible; queda incluso la sensación de que se han suprimido situaciones intencionadamente, para escapar de los determinismos o para azuzar la reflexión en los espectadores. Según avanza, el metraje va concentrándose en circunstancias muy específicas, se enhebra con coherencia una cadena de acciones que desemboca en esas últimas (e intensas) escenas de Antonio con el “joven delincuente” a quien tendió su mano en la calle y quien ahora no quiere dejar el apartamento. Como dos perdidos en la noche, entre la delincuencia, la droga y el sexo, caen juntos en un torbellino de exaltación erótica y de olvido de sí mismos. Hace muy bien la película en concentrar la narración en ese punto de la historia, después del cual ya no hay retorno para Antonio. Pareciera que se confirman las palabras de su media hermana: “¿Qué querés, joder a todos los que te aman? […] Te hundís, te das cuenta, te estás hundiendo cada vez más”.

Sacha Amaral encontró el aliento exacto para aprehender ese temperamento límite, el ritmo preciso para seguir los pasos de este joven incorregible. Nadie espere encontrar en El placer es mío forma alguna de radicalidad, pero sí una espléndida experiencia fílmica que certifica, como decía Guillermo Cabrera Infante, que el cine es un auténtico afrodisíaco, o como el acto sexual.

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ÁNGEL PÉREZ
Ángel Pérez (Holguín, Cuba, 1991). Crítico y ensayista. Compiló y prologó, en coautoría con Javier L. Mora y Jamila Media Ríos, las antologías Long Playing Poetry. Cuba: Generación Años Cero (Casa Vacía, 2017) y Pasaporte. Cuba: poesía de los Años Cero (Editorial Catafixia, 2019). Tiene publicado el libro de ensayos Las malas palabras. Acercamientos a la poesía cubana de los Años Cero (Casa Vacía, 2020). En 2019 fue ganador del Premio Internacional de Ensayo de la revista Temas, en el apartado de Estudios de Arte y Literatura. Textos suyos aparecen en diversas publicaciones de Cuba y el extranjero. Vive en La Habana.

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