Estaba por hacerme una tirada necesaria, a propósito de otro asunto que me mortifica, pero recordé la sección “Cut-up: Corte y recomposición de diarios” que se instaló desde junio aquí en La Broma y ha sido, para mi estupefacción, un tapiz que se disparó en inverosímiles direcciones.
(Gracias a los compañeros del taller de diarios literarios por la retro. Y también, gracias a esos amigos que han descreído siempre de dejar sus comentarios en los rectángulos inferiores de canales de YouTube o magazines como este, optando, en cambio, por extravagantes y larguísimas notas de audio en mi Whats).
Démosle, pues, sin mucho preámbulo, a este segundo juego burroughsiano, porque me ayudará, también a mí, a no seguir rumiando cosillas y a pensarme como el sujeto y el escritor en transición que pretendo. Pongo de nuevo sobre la mesa, eso sí –adicional a las tijeras y los diarios de escritores– que esto funciona siempre y cuando se considere cada página de esos cuadernos privados como una gnosis clausa.
- Esta vez, mientras mezclaba las cartas, brincó el cinco de copas y el cinco de pentáculos, ambos invertidos. Así que, en lugar de llevar a cabo el procedimiento numerológico lineal (5 + 5), abro los diarios que el Tarot indique en sus respectivas páginas 55.
- En la tirada básica de tres cartas, aparecieron el X de bastos, el VIII de copas y el VII de bastos (en ese orden; todos invertidos, pero no importa, me habría preocupado en caso de que fuera este el resultado a mi pregunta íntima). Por lo tanto, y ahora contando de arriba abajo en el mueble donde tengo los diarios, los volúmenes X, VIII y VII corresponden a El libro del desasosiego, del ínclito tenedor de libros Bernardo Soares (¡nada más!); la versión ampliada de los Diarios de nuestra Flora, Bluma, Blímele (Alejandrita mía, Alejandrita tuya, ¿casualidad, ahora que preparamos un grupo de laureadas poetas y yo algo muy pizarnikiano para el 2026? No lo creo); y Mundo soplado por el viento, los diarios de Jack Kerouac de 1947 a 1954 (¡nada menos!).
- Como la vez anterior, corto en tiras simbólicas lo aparecido en la página indicada (p. 55), para examinar creativa, intuitiva, místicamente, los resultados.
“9. ¡Ahora entiendo! El patrón Vasques es la Vida. La vida, monótona y necesaria, demandante e ignorada. Este hombre banal representa la banalidad de la vida. Él es todo para mí porque es lo de afuera y porque la vida para mí es solamente lo de afuera. Y si la oficina de la Rua dos Douradores representa para mí la vida, este segundo piso donde resido también en la Rua dos Douradores, representa para mí el Arte. Sí, el Arte habita en la misma calle que la Vida, pero en un lugar diferente, el Arte que alivia de la vida sin aliviar del vivir, que es tan monótono como la vida misma, pero que lo es en otro lugar. Sí, esta Rua dos Douradores abarca para mí todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas, salvo el hecho de que existan enigmas, que es lo que no puede tener solución” (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, p. 55).
“4 de julio. Extraño. Estaba sentada en el colectivo. Ensimismada en no recuerdo qué ensueño. De pronto algo hizo sombra. Fue como en el cine, cuando un espectador rezagado se acerca y su imagen nos obstruye momentáneamente la visión. Sí. Era Raúl que me saludaba desde la acera. Maquinalmente mi mano le hizo un gesto y mis labios recordaron una sonrisa. Debo decir que reconocí que era Raúl al mismo tiempo que lo saludaba… Repito lo de extraño: ¿cómo es posible haberlo visto si yo no miraba? ¡Si mi mente estaba tan lejos…! Me asusta. Es como perder las posibilidades de apresar mi yo. ¡Al diablo! Es decir que mientras yo soñaba con XX, ¡una parte de mí husmeaba indiscreta lo que ocurría en la calle!” (Diarios, Alejandra Pizarnik, p. 55).
“Domingo 22. Otro pensamiento que ayuda al escritor mientras trabaja –déjenle escribir su novela «de la manera que le gustaría escribir una novela». Esto ayuda muchísimo para liberarse de los grilletes de las dudas personales y esa especie de desconfianza que conduce a la revisión continua, al cálculo en demasía, a la preocupación por el «qué dirán los demás». Mira tu propio trabajo y di: «¡Es obra de mi propio corazón!». Porque después de todo eso es, y ese es el punto –es una pena que esto acabe siendo eliminado por el bien de una fuerza individual. A pesar de todos estos despreocupados consejos, hoy avancé lentamente, pero nada mal, trabajando en la versión final del capítulo. No me siento muy en forma. Oh y qué montón de disparates podría escribir esta mañana sobre mi miedo a no poder escribir, soy un ignorante, y lo que es peor, soy un idiota que trata de acabar algo que posiblemente nunca acabe” (Mundo soplado por el viento. Diarios 1947-1954, Jack Kerouac, p. 55).
Transcribo aquí lo que, a mano, redacté en mi nuevo diario (un cuaderno que tiene como portada un bulldog francés con una corona, y la leyenda: “Just call me… the King”: no se burlen, la puerilidad es una gran terapia de electroshock para subir la autoestima]):
Quizás no lo parezca, más aún al lado de Pessoa y Pizarnik, pero Kerouac resulta el alma más atormentada de las tres. Y esto solo es posible descubrirlo por la forma en que el procedimiento de cut-up puso delante las evidencias textuales.
Nótese: los tres, de manera sincrónica y maravillosa, mencionan una entidad que creen ver; pertenece, aseguran, a la vida cotidiana, comprobable, pero en realidad no existe más que como proyección del deseo porque exista algo distinto a sus tormentos internos. Pessoa, siendo Soares, presiente a un tal “patrón Vasques”, su jefe en la oficina Rua dos Douradores. Pizarnik, a través del vidrio de un colectivo –que imagino con rayaduras, que imagino engrasado por los dedos de un niño– piensa que ve a un tal “Raúl”, saludándola desde la acera de enfrente e interrumpiendo, así, su ensueño. En cambio, Kerouac no ve a nadie, pero necesita imperiosamente verlo. De eso depende no solo su cordura, sino su capacidad de seguir siendo escritor (al menos, por esa tarde).
Para ello, y de un solo golpe, Jack fuerza el temperamento y la percepción con el fin de desdoblarse y versecomo “un escritor que trabaja”. Y lo más comprometedor: de manera optimista. De ahí que hable en tercera persona, con un imperativo categórico más cándido aún que el propio Kant (y ante eso, uy, dan ganas de ser infrarealista y apostarlo todo otra vez por la literatura). Pero luego el desdoblamiento se diluye. Confiesa que, a pesar de la templanza interna, la jornada no ha ido bien. Y entonces suelta eso que, sin problema alguno, podría estar en cualquier página de El libro del desasosiego o en la última inocencia, en los trabajos y los días, en ese árbol de diana que es el Diario de Pizarnik: “Una penaque esto acabe siendo eliminado por el bien de una fuerza individual”.
Kerouac, probablemente, sea el menos imaginativo de los tres y, por lo mismo, el más peligroso. Al no poder proyectar, en tanto alucinación visual personificada, un patrón Vasques o un Raúl (entidades que suponen la vida “monótona y necesaria”, misma de la que los tres poetas carecen) desea observar a este particular ideal de escritor. “¡Deja fluir la novela de la manera en que te gustaría!”, piensa que le dice; “¡no te preocupes por qué dirán los demás!”, piensa que le dice. Aunque, claro, se lo dice a sí mismo. Al fin y al cabo “¡es obra de tu propio corazón!”. Y con eso retorna a trabajar algo aliviado, pero con la amarga convicción de que elaborar un texto literario siguiendo el dictado del propio corazón termina produciendo, por lo general, páginas de pura mierda.
Bienaventurado Pessoa, que en la misma calle en la que habita la vida, habita también el arte, ese “que alivia de la vida sin aliviar del vivir, que es tan monótono como la vida misma, pero que lo es en otro lugar”. Bienaventurada Alejandra, que acepta “perder las posibilidades de apresar mi yo”, al ser capaz de mirar a Raúl, pero seguir, simultáneamente, en su ensoñación de XX. Kerouac sabe que puede mentirse a sí mismo, y escribir toda “esta mañana sobre mi miedo a no poder escribir”. Pero prefiere autenticarse: “soy un ignorante, y lo que es peor, soy un idiota que trata de acabar algo que posiblemente nunca acabe”.
En síntesis, claro que la vida y el arte viven en la misma calle. Y por momentos, una u otra nos saludan con la mano en alto, desde el otro lado de la acera. Lo que sale sobrando, aquí, es el optimismo, en tanto autoengaño de que con la pura expresión de las emociones pueda surgir una obra verdadera.