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“Da lo mismo, Tito”: Camila Gutiérrez en la playa de “Amorfoda”

Si antes Camila Gutiérrez se alistaba para salir los domingos por la mañana a un templo protestante, cerrando su libro sentí que ahora se alistaba para asistir a otros templos, donde la posibilidad de sentirse liberada a través de la algarabía, la sensualidad y el perreo implicaban algo así como una liturgia.

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Hace algunos años, y por estos mismos parajes rialtescos, comenté, como ponderación, que la literatura de Camila Gutiérrez (Santiago de Chile, 1985) no parecía literatura. O, al menos, lo que en Chile se enaltece como literatura.

Sus novelas proyectan una vibración, un argot y un reclamo entre lo desenfadado y lo tierno: la perspectiva de alguien que se ha abierto a la experiencia en un mundo considerado, por su antigua formación evangélica, como pecaminoso y tentador. De ahí que asuntos como la bisexualidad, el embarazo (y su interrupción), los excesos etílicos, la depresión y la estimulación incluso erótica que provoca la música resultan no solo episodios formativos, sino rupturas fundamentales en una mujer que no deja de volver, y hablar, como la niña que fue.

Hacer eso es muy difícil. A mí mismo, y a otros escritores de su generación, como Diego Zúñiga, Pablo Toro o Paulina Flores, no nos sale. Ante el habla impostada, artificiosa, de nuestros personajes, los de Camila proporcionan inmediata posibilidad de identificación, de divertimento y de desgarro.

¿Quién le enseñó a ser así?

Sorry, mejoro la pregunta (porque, en realidad, esta es la única que vale para un/a autor/a): ¿quién le enseñó a escribir así?

Aventuro una respuesta: esa retórica antiliteraria la saca más de la poesía que de la narrativa. Y, además, de un tipo de poesía específica: la de Nicanor Parra y la de Claudio Bertoni. De Parra asimila eso que, para todos nosotros, es extremadamente pelúo: anteponer lo conversacional a lo impostado. De Bertoni, aprende a usar el lenguaje coloquial para atraer a las páginas todo aquello que puede encender el bajovientre, pero devastando el espíritu.

Es por eso que –creo, no estoy seguro, especulo apenas: escribo esto en mis notas del celular mientras espero un vuelo Santiago-México que, la verdad, quisiera perder– emplea canales que no suelen asociarse a vehículos literarios. El más reconocible es el Fotolog, germen de su reconocido debut Joven y alocada: la hermosa y desconocida historia de una evangelais (2013), en la que narraba su apostasía; pero también los formatos privados, los tonos confesionales que se usan, por ejemplo, para hablar con los contactos archivados del WhatsApp, y que definen tanto No te ama (2015) como Ni la música me consuela (2022).

Anduve por aquí, por tierras australes, en plan congreso-literario y en plan relax-familiar-amigos-cumpleaños-prescripcióndelpsiquiatra, pero fue un viaje muy raro. En algunos instantes, la inmensidad del congreso y de los reencuentros me hizo sentir aún abotargado y solo. No me quejo. Quizás debía ser así. Hice la “cimarra” algunas jornadas del congreso para reunirme con algunos personajes siempre clave. Hablé con Mario Valdovinos, en una pizzería, y con Álvaro Bisama, en las inmediaciones del Portal Lyon, quienes metieron en mi mochila a Luis Cornejo y René Vergara (para un proyecto acerca de la pulp fiction chilena que tengo en mente), pero también al mismo Pablo Toro y algo de Edmundo Paz Soldán. Le escuché, como en ráfaga de metralla, a Claire Mercier una conferencia sobre Sabina Urraca y Luis Carlos Barragán (absolutos descubrimientos, más ahora que escribo mis cosas de forma más rara y más libre). Y, en una de esas vueltas que abren el camino del diamante vi, en la librería Catalonia del Drugstore, lo nuevo de Camila: Reggaetón, religión (Planeta, 2024), un libro que, según comenta la contraportada, “se embarca en un viaje que comienza en Santiago de Chile, pero que pasa por varios lugares de América, desde Puerto Rico a Colombia, entre tantos otros polos del perreo, que alojaron recitales, encuentros y partys del género urbano más importante del siglo XXI. Los personajes que desfilan por las páginas de Reggaetón religión van desde la primera generación de reggaetoneros que agrupó, entre otros, a Daddy Yankee, Tego Calderón, Don Omar, Ivy Queen y Wisin y Yandel, hasta las últimas generaciones, entre las que podemos encontrar a J Balvin, Rauw Alejandro o Bad Bunny, pasando por Karol G, Anitta, Rosalía y otras exponentes de talla internacional”.

* * *

“Chucha, no”, pensé. “Cómo reggaetón”.

La misma Camila confiesa que, como “buena rencorosa, tengo excelente memoria y jamás perdonaré”. Yo, peor: soy rencoroso y prejuicioso. Pero una amiga española, que sabe qué asuntos me llevaron a Chile y que atiende esa librería, me lo enjaretó al final con argumentos insoslayables: “si quieres hacer las paces con el que fuiste y con el mundo que ahora habitas, entonces debes trabajar contra tu propio ego”.

(Entre la parte que se acaba de leer y esto que escribo ahora, median alrededor de once horas. Terminé Reggaeton religión justo antes de aterrizar en la Ciudad de México, y me provocó el efecto de un campo de fuerza: la inmensidad de ese aeropuerto y lo que representa para mí siempre me disparan una ansiedad atávica. Así que bien).

En una entrevista, Camila Gutiérrez habló del título de su libro y dijo: “El concepto de «nueva religión» es de Bad Bunny. Era el nombre de su gira, pero también de una especie de misión, vinculada a otro concepto: el de latino gang. Todo esto se trataba de que los latinos, sin renunciar a cantar en español, iban a poder tener un lugar relevante en el mercado y en el mapa musical”.

Pero, claro, con ella nada es negocio y todo es personal, y quienes venimos siguiéndola desde Joven y alocada, No te ama y Ni la música me consuela sabíamos que este libro debía ser, a fuerzas, otra cosa.

Vuelvo a especular, ahora que espero mi maleta en la banda de Moebius de la terminal 2. Si bien, se trata de un género que le fascina (el reggaetón), me parece que escribir este libro significó trastocar dicho concepto badbunnyano de religión.

Hay un cuento increíble de Edmundo Paz Soldán en el que una chica le dice a su amiga, que ha sido captada por una secta que adora a una inteligencia artificial: “Mientras nos alistábamos para salir, Carmen dijo que todas las religiones eran iguales”, y la que estaban por seguir “sería una religión inverosímil hasta que la adoptáramos”.

Si antes Camila Gutiérrez se alistaba para salir los domingos por la mañana a un templo donde se ungía a los hijos de Israel, considerando que todo el resto del mundo era un Egipto inmundo y pecaminoso, cerrando su libro sentí que ahora se alistaba para asistir a otros templos, donde la posibilidad de sentirse liberada a través de, por ejemplo, la algarabía, la sensualidad y el perreo implicaban algo así como una liturgia. En ambos casos, la sensación de pertenecer, sin embargo, era fluctuante.

Mientras iba a la altura de las Islas Galápagos, o por ahí, dije bueno, OK: hice epojé con mis prejuicios y me expuse a una playlist random del género. Que se echara verbo y hubiera flow e incluso se perreara hasta el suelo no me disgustó. Es más, retengo sin esfuerzo una que otra estrofa de “Perra”, de J Balvin y Tokischa, “Enfermo”, de Mala Rodríguez, “200 copas”, de Karol G, “Linda”, de Rosalía y Tokischa y, por supuesto, todo lo que alcancé a oír del Residente (pero a ese ya lo topaba [minihipótesis, aquí: “Mis disculpas” y “Quiero que lloren” intenta, aunque sin éxito, sabotear por dentro el género]). Pero no, nada que hacer: musicalmente hablando no hay, para mí, ningún aporte en ese punchis-punchis machacón de taquicardia carnal y trasnoche.

Por eso, más que el objeto de estudio del libro, en realidad lo que me interesa y conmueve es cómo está armado, y, sobre todo, quién estaba proyectándose ahí mientras se escribió.

El libro se construye, en sus cimientos críticos, con Martín Caparrós (quien habló del reggaetón como el cumplimiento del sueño bolivariano); con el Foster Wallace de Signifying Rappers y con uno que otro paper de esos que se mencionan y olvidan. Así que, en realidad, lo que realmente brilla es la mano que sostiene la cruceta del títere que se mueve, a lo largo de las páginas, al compás de Rauw Alejandro y Wisin & Yandel.

Y es aquí a donde quiero llegar. Pues hay un momento, un instante muy poderoso, que funciona casi como relato fundacional para la propia autora.

Camila se encuentra en Puerto Rico, la meca del género. Se ha bebido sendas piñas coladas. Ha hecho buenas migas con un tal Tito, que le sirve de Virgilio por centros nocturnos y sitios representativos de la isla. Y entonces, en medio del estudio, se incrusta esta escena: “Tito estacionó en Playa Vacía Talega. Yo me bajé corriendo, me detuve para sacarme zapatillas-short-polera y, en traje de baño, volví a correr hacia el mar. Descrito así no es inusual, pero yo nunca corro y me da más vergüenza estar en traje de baño que sin ropa –asunto largo e irrelevante de explicar–; entonces lo último que haría es correr en traje de baño. No me movió solo la piña colada doble shot. Antes de estacionar, Tito dijo: Esta es la playa donde grabaron «Amorfoda», así, como si nada. No pensaba parar. Andaba empecinado en mostrarme más piñas coladas verdaderas. ¡PAREMOS!, chillo. Y ahí estaba. Nadando en el mar mientras Tito ponía «Amorfoda» en un parlante chiquito”.

El flow parece recorrer las venas de la narradora/investigadora/compiladora que, en ese instante, solo es Camila, pero (y esto es esencial para su artificio literario) queriendo ser otra.

Se trataba de la oportunidad, además espontánea debido al dulce envalentonamiento del alcohol, de sentirse ya parte integral de esa religión; el instante de, al fin, consumar los ritos, comulgar, creer con fe ciega y fusionarse con quien, se decía, era el mesías de esa nueva religión. Pero, a cambio, ocurre lo siguiente: “—Ponte ahí, mira hacia adelante, me dijo Tito. Apuntó con el celular. El cielo, la arena, el mar y yo tenemos que salir igual de bien, así que se demoró –realmente se demoró– y yo empecé a olvidar a Bad Bunny porque me puse a pensar que tenía que arquear la espalda para que mi culo saliera más o menos bien. No pretendía competir con el cielo. Era solo algo de decencia en un país que ha producido una música que les canta como ninguna otra a los culos. La foto más bonita no coincidió con la del mejor culo. No fue posible estar a la altura del mundo que Tito quería producir para mí. —Da lo mismo, Tito. Nadé un poco”.

Eso, intentar el posicionamiento del fan y no lograrlo, es la escena más deliciosa, más literaria y más tierna no solo del libro, sino de la más reciente literatura chilena.

Los que no logramos que nos admiraran o nos quisieran por nuestras habilidades en el baile, la belleza o el deporte, tuvimos que ir a saludar, tras bambalinas, al mago de Oz. Es decir, sentir que controlábamos y diseñábamos situaciones donde otros sí podían perrear con el cuerpo sudado y la playa de cerveza Medalla, perfecta allá atrás.

Termino de escribir esto antes de enfrentar, también envalentonado por el libro, la apertura de las puertas del aeropuerto. La playlist sigue de largo. Lo sé, me conozco, no me quedará resonando eso de que “las amigas que se besan son la mejor compañía” o “yo vivo feliz inflao como levadura” o “tú me puedes provocar, eso no quiere decir que pa la cama voy”. Pero sí la escena de algarabía y arrebato de Camila que pronto, y de un rato para otro, se desintegra en el viento con un melancólico: “Da lo mismo, Tito”.

Da lo mismo, Cami.

Según una estadística, Chile es el país que más escucha reggaetón. Pero no es un país donde se viva en clave reggaetón.

Al final, el libro recupera unas declaraciones de Lizz Love, reggaetonera chilena: “Es un salvavidas contra la tristeza. Es una esperanza para nuestra identidad, dice, refiriéndose a lo que vino luego de la dictadura”. Seguramente, le daré una segunda, y ya última vuelta, a la playlist antes de borrarla (son otras las canciones que me han hecho a mí feliz, la verdad). Pero sonrío. Porque eso que dice Lizz Love es lo mismo que pasa con la literatura de Camila: aunque en cada chileno está la sensación de que la felicidad nos canceló otra cita, leerla siempre da buena vibra, por si alguien la necesita.

FELIPE RÍOS BAEZA
FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (2021). Ha publicado, además, La letra ensimismada. Nuevos ensayos de literatura hispanoamericana (2023); El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Es fundador y director de Notas al Margen. Espacio de Cultura, que ofrece talleres culturales cada mes. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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