Después de experimentar, en términos emocionales, una especie de contacto (empleo aquí una metáfora) con el vantablack –negro absoluto, oscuridad total, absorción completa de la luz–, el protagonista de The Shrouds (2024) decide, muy racionalmente, inventarse una suerte de sobrevida de compañía para Becca, su mujer muerta. Ella, cadáver en natural proceso de putrefacción, será escudriñada en detalle por él a través de microcámaras adosadas a un tipo de mortaja que el protagonista ha concebido para revolucionar el problema del duelo y trasladarlo al ámbito de un voyerismo insólito: el doliente podrá, frente a la tumba, acceder a una pantalla donde vería el cuerpo por dentro y por fuera. Licuefacción de vísceras, mineralización de órganos y tejidos, desecación de músculos y tendones. Más la aparición progresiva y triunfal del esqueleto.
He aquí a un David Cronenberg dibujando, casi medievalmente, su Muerte y su Doncella. Un Cronenberg que se escapa de la convención de la tumba como final y como puerta sin acceso. Un Cronenberg que nos dice: ven y mira. Un memento mori donde ni la belleza, ni la ilusión sobrenatural de sobrevida, ni la compostura del cuerpo en el velatorio significan ya nada.
Pero el protagonista, Karsh (Vincent Cassel), experto en vídeos industriales, concibe y materializa eso en grande: construye, pues, todo un cementerio. El proyecto se llama GraveTech. Los seguidores de su idea le confían los cuerpos de sus seres queridos. Más allá de los habituales detractores, el cementerio es tan raro como exitoso. Karsh ha llevado las cosas a un límite de mucho encanto: junto al cementerio ha fundado un lujoso restaurante.
Pero un día suceden dos cosas casi simultáneamente. La primera: descubre, en el interior del cuerpo semidescompuesto de Becca –han pasado unos años–, unas pequeñísimas excrecencias que su cuñada (la hermana de Becca es exactamente igual a Becca) cree que son implantes médicos o de otro tipo, siempre con el propósito de vigilar algo o a alguien. La segunda: alguien ha entrado al cementerio y ha vandalizado, mandarria en mano, un montón de tumbas. La relación múltiple entre ambos sucesos desata una trama muy tupida y muy propia de Cronenberg: un laberinto de suposiciones, delirios, certezas improbables, deseos y revelaciones donde el espionaje industrial, los fantasmas del sexo, el body horror y los dolores morales se entretejen de forma única. Karsh tiene una asistente, Hunny, que es una IA. Pero, además, llama a su hermano para que lo ayude a resolver el misterio.
La oscuridad de Cronenberg es ya un lugar común. Sin embargo, es dentro de ella que el director nos conduce a incómodas verdades luminosas (o iluminadas y capaces de hacernos comprender ciertas cuestiones). GraveTech usa sudarios especiales donde se coloca un enjambre de microcámaras conectadas entre sí hasta formar una red que es accesible desde los teléfonos de los dolientes. De hecho, el cementerio de Karsh es una red de redes, un rizoma con posibilidades de convertirse en un nodo satelital. La pregunta clave es: si ese tipo de espionaje puede hacerse con menos sofisticación y lejos de ese creepy environment, ¿por qué usar el cementerio de Karsh, que va teniendo ya a sus iguales en varias partes del mundo? ¿Por qué hackearlo de esa manera? ¿Para descubrir la genuina naturaleza de esos implantes que Karsh detecta en los despojos de su esposa? ¿Para acceder a un sistema de emociones acerca de la muerte, en personajes conspicuos?
A partir de esas premisas narrativas, que ordenan un poco la trama y aseguran la presencia de determinado vigor en su estructura, Cronenberg decide que lo que va a contarnos es los efectos de la sinapsis aleatoria que se manifiesta, conectivamente, entre un conjunto de módulos raros. Hay diversos sueños con la esposa muerta y, ahora, mutilada. El linfoma que la lleva inexorablemente a la tumba hace que sus huesos sean de una fragilidad extraordinaria. En uno de los sueños hay sexo, y a Becca (Diane Kruger) se le rompe la cadera durante una penetración de costado.
He aquí una matización abiertamente gótica, aunque muy tech, pero también muy romántica. De pronto no habría más que imaginar a la Lady Madeline de Edgar Allan Poe, en The Fall of the House of Usher: semimuerta deseosa, rota, enterrada prematuramente como prematura fue la muerte de Becca.
A ese ruedo de pesquisas y presunciones entra la asiática ciega Soo-Min Szabo, cuyo marido, un industrial húngaro, quiere ser enterrado en el estilo de Karsh. Pero el industrial desconfía porque son los chinos quienes fabrican los sudarios y son capaces de convertirlos en armas cibernéticas. Soo-Min Szabo posee un encanto cuya pureza reside en un hecho: ella es una mujer que no espera nada especial de la existencia. Es rica, tiene avión privado y quiere disfrutar. Y hace que Karsh la meta en su cama.
Hunny, la IA, está al parecer hackeada, manejada por extraños. El hermano de Karsh (Guy Pearce), diseñador de Hunny, atrae sobre sí las sospechas. Puede que se haya vendido a los chinos, o a los rusos. Es un hombre muy talentoso, pero inseguro, con deudas y alcohólico.
Cronenberg continúa explorando la pregunta que se hacía en Crimes of the Future (2023). ¿Cuánta artisticidad hay en el rediseño de órganos, y en la construcción e implantación de órganos nuevos, esos que, en momentos de crisis global, permiten la digestión de plásticos de diverso tipo? En The Shrouds la interrogación de base podría referirse a la “vida de la podredumbre”, y también a cuán aprovechable (para la economía, para la política) puede ser la destrucción visibilizada que la muerte impone al cuerpo, después que alguien decide hacer que ese proceso sea un espectáculo íntimo y global.
Uno de los problemas es que los extraños cuerpos óseos no podían desarrollarse tras la muerte de la esposa de Karsh. El cuerpo muere y el cáncer muere, cesa. Es así. El jefe del equipo médico (un científico chino o de origen chino) que atendía a Becca le informa a Karsh que los implantes no existen, ni las protuberancias, ni los quistes. Se trata de algo añadido virtualmente. ¿Quién querría hacerle ver a Karsh que lo que vio no es, no existe, no es material?
“¿Cuán oscuro quieres que me ponga?”, le pregunta Karsh a una elegante invitada que, en el restaurante, al inicio de la película, le pregunta llena de curiosidad sobre su vida. Ella aspira a tener algo con él, viudo respetable y famoso, pero no soporta lo que ve en las pantallas del cementerio.
Los enigmas arrecian: Hunny se hace aviesa, malintencionada, y, cuando detecta que Karsh la evita, le pregunta a este (aquí uno recuerda a la célebre HAL 9000, de Stanley Kubrick) si su apariencia debería pasar al esponjoso y cariñosito modo koala bear. Pero Karsh va a desconectarla y entonces Hunny, vengativa, se transforma en una caricatura danzante de Becca: sensual, mutilada, con cortes que sangran.
Este es el momento en que el espectador comprende que la IA ha estado metida en los sueños de Karsh, y que la estructura lógica de lo real no es confiable, y que la película, por consiguiente, abandona el curso de su ya precaria narrativa clásica. O no lo abandona, sino que pone dicha narrativa al servicio de un imaginario surreal que se adecua mejor a las expectativas y el mundo interior de Karsh.
La replicación del cuerpo de Becca es un hecho inevitable: su hermana, que se dedica a atender mascotas, es anatómicamente idéntica. Lo turbio ahí es que ella es la ex del hermano de Karsh. Y hay celos muy fuertes. Y llega el momento en que Karsh tiene sexo con la joven. El hermano de Karsh lo supone. Sobre ese trasfondo emotivo van regulándose otros actos que complican y desvanecen a este personaje: contratar hackers rusos, ser descubierto por hackers chinos, ser torturado por los rusos por traidor y sufrir la amputación de dos dedos (o simular que todo eso ocurre).
Soo-Min Szabo convence a Karsh de que se vaya con ella a Budapest a ver a su marido agonizante y convencerlo de que deje de desconfiar de los chinos. Ya en el avión de ella, Karsh “despierta” y lo que ve a su lado es a una Soo-Min Szabo desnuda y tan mutilada como Becca. Es un sucedáneo de Becca, ciertamente, y ambas, en tanto mujeres menguantes, se constituyen en sujetos para el sexo, para la fantasía insustituible de Karsh, cuyas emociones más íntimas sólo podrían renacer o encumbrarse en la dicha morbosa de los cuerpos destrozados.
The Shrouds acaso nos diga que es el gran vacío de la muerte lo que propicia ciertos deseos en cuya radical libertad vive una emoción simple y arcaica. Después de esto, emerge el designio de hacer lo que sea en la vida, con tal de mantener a salvo la emancipación inexorable del espacio interior. No hay redención ni premios, es verdad. Solo la disolución del cuerpo y la oscuridad final. Pero hay realidades que perviven en la metamorfosis de la memoria y en la solidez del sueño cuando este puede traspasarse, como experiencia, hacia otros individuos.
¿Lamer la costura de una amputación en el umbral del deseo? Claro que sí.

