Quería empezar mi comentario sobre el libro de Saúl Sosnowski, El país que ahora llamaban suyo (Paradiso, Buenos Aires, 2021 / Iluminuras, São Paulo, 2024), con una cita de Dispersas. Viaje hacia los papeles del gueto de Varsovia de Didi-Huberman, porque me parece que, en buena medida, ayuda a pensar el modo en que Saúl trabajó con los materiales de esa historia familiar, ya sea o no una memoria propia o una mezcla entre lo propio y lo ficcional. Voy a leer, entonces, una suerte de epígrafe extenso: “Un texto funcionaría, pues, como un archivero: recoge –reensambla– lo escaso […]. Recoge, sí. Incansablemente. Pero sin reparaciones, sin parches, sin arreglos. Dejando a la vista las grietas. Dejando algo del juego en el montaje, en la frontera entre los textos y las imágenes, para dejar cada fragmento en su singularidad, en su soledad acompañada. Escaso, por tanto. Pero también semillas”.[1]
El país que ahora llamaban suyo de Saúl Sosnowski, que Iluminuras publica ahora en portugués en traducción de Maria Paula Gurgel Ribeiro,[2] anuncia desde el título que vamos a leer la historia de unos inmigrantes, algo reafirmado por la foto de la portada que reproduce la cubierta de un barco apiñada de gente a la que otra multitud ansiosa despide. También la ropa de quienes están en tierra firme nos ubica en algún momento de la primera mitad del siglo XX, ya que abundan los sombreros en las cabezas de los hombres y el largo de las faldas de las mujeres sobrepasa las rodillas.
Por su parte, el título sugiere que se trata de la historia de otros, de aquellos que en un vaivén temporal entre el “ahora” y el “llamaban” se apropiaron de un nuevo país, una apropiación que el devenir del relato si no niega, al menos, pone en entredicho, así como también en su transcurso las posibilidades y sentidos de pertenencia se multiplican y muestran su inestabilidad.
Partiendo, entonces, de las singularidades que marcan toda vida, la “novela” de Sosnowski retoma un tema presente en la literatura latinoamericana de las últimas décadas, o incluso, para delimitar más el campo, podríamos hablar de un tema recurrente en la literatura judeolatinoamericana de ese período. Me refiero a la rememoración del viaje parental desde Europa a América, en este caso, el del padre del narrador, de Polonia a Argentina, no como inmigrante sino como turista, y al relato de la construcción de una nueva vida en el país de acogida, mientras en Europa queda la familia de origen o una parte de ella.
Pero si la historia es común, en el sentido de compartida, por lo menos para los que descendemos de inmigrantes, sabemos que la literatura se hace no solo en los destellos de singularidad de las vidas narradas, sino en el modo en que el relato organiza los materiales para dar cuenta de estas. De forma fragmentaria y a través capítulos breves que no apuntan a la precisión de fechas, aunque hay algunas, ni a la exactitud de los lugares en los que esas vidas transcurrieron y transcurren, una opción narrativa con la que el texto remeda no solo las intermitencias de la memoria sino también las lagunas de información (el no saber exactamente cómo fueron los últimos años de la familia que quedó en Polonia, ni tampoco las fechas de sus muertes), un narrador discreto, reticente, incluso callado, un rasgo que, por su parte, le atribuye insistentemente al padre, inscribe en su relato la pérdida de contacto con los familiares que quedaron en Europa y fueron asesinados en los campos de exterminio o brutalmente en el pueblo en el que vivían. Da cuenta también de la dispersión familiar, ya que hay un par de hermanas del padre que emigraron a Cuba; unas informaciones que se intercalan entre los fragmentos que reconstruyen momentos o episodios de la vida familiar en Buenos Aires: la del narrador, su padre y su madre.
Por otra parte, en el ir y venir temporal de los fragmentos, el libro construye una especie de relato de formación, en el que el hijo hace una opción diferente a la del padre, dado que, si uno de ellos se define como trabajador, y esa es la ética en torno de la cual su vida se articula, el hijo, nacido en la Argentina opta, en cambio, por el estudio. Una opción que el texto evoca en un breve fragmento que condensa dos temporalidades: la juventud del narrador y la de su padre: “Es muy simple, le había dicho su padre: «Estudiás o te venís conmigo al taller». Después de mucho tiempo, se le ocurrió pensar en esas palabras, dichas en yidis, claro. Entonces entendió que eso mismo habría oído su padre cuando él se había asomado a la adolescencia: «Yeshive o curtiembre»: talmud o cueros.”. Una escena mínima, que el narrador remata con contundencia: “Ambos supieron qué responder”.[3]
Pero si ese recuerdo relata claramente la entrada a la adultez del hijo, la novela narra otro aprendizaje más confuso y conflictivo que adquiere o hace suyo cuando ya es un adulto y es el que le permite reapropiarse de la historia parental, es decir, un aprendizaje que está en el origen de este libro. Me refiero a la aceptación del yidis, la lengua que los padres traen de Europa, la primera que el narrador aprende pero que, como les sucede a los hijos de inmigrantes de primera generación, lo avergüenza por su marca de extranjería hasta entender que “hablarlo era sostener el origen y homenajear a quienes fueron enmudecidos”.[4] O como escribe más adelante frente a la molestia que le causaba pertenecer a una familia en la que había divergencias acerca de cómo nombrar las cosas, –algo que Sergio Chejfec resume con ironía, cuando escribe que “para un judío no hay nada más fácil que aceptar nombres distintos para las mismas cosas”–,[5] concluye que esa molestia desaparece “cuando adoptó al maltratado yidis como el único nexo con los desperdigados por el mundo”.[6] O, más adelante, cuando afirma: “Envuelto en más de un idioma, el hijo crecería con varios nombres. En todos se reconocería y de ninguno abjuraría. Era su ley, la que había oído del padre que nunca renegó del suyo. Ni de quien fue ni de quien siempre sería”.[7]
Si lo que comenté son hitos compartidos por muchas familias judías que emigraron a América: el viaje, los que quedaron del otro lado del mar, la vida en el nuevo país, el centro de la novela o uno de uno de los ejes que la atraviesa se desvía de esos itinerarios comunes para indagar en la historia de un tío, hermano mayor del padre que, a diferencia de los que emigraron y permanecieron en América, sabiendo que ese viaje era definitivo, porque no había a dónde volver, decide retornar a Polonia, a la que consideraba su país, la tierra de sus abuelos y bisabuelos, la tierra originaria. Una decisión que, en varios sentidos, es fundamental para el andamiaje de la novela. Por una parte, está en el origen de otro viaje, ahora, el del narrador que va a Polonia, con la ilusión de que el encuentro con su tío le aclare los motivos de esa decisión que produjo la ruptura entre los hermanos, así como también complete los vacíos de la historia familiar que el padre callaba. Un viaje que dará lugar a un vínculo tenue que reaparece con intermitencias en varios fragmentos del texto; pero fundamentalmente pienso que la importancia de ese hecho en particular, el retorno del tío y el viaje del sobrino, son constitutivos en lo que concierne a la posición del narrador quien, desde el comienzo del relato asume simultáneamente la posición del hijo y del sobrino. Es decir, a diferencia de otras memorias familiares, e insisto ficcionales o no, quien escribe ocupa un lugar de enunciación doble.
Estamos, por lo tanto, ante una pregunta y un retorno que están en el origen del relato, atraviesan la trama impulsándola hacia adelante y hacia atrás y, como señalé, dan lugar a un viaje en busca de respuestas. El hijo-sobrino busca entender, sin lograrlo, las causas de una decisión insoportable para su padre, el retorno al lugar de las ofensas, las humillaciones, los despojos, los asesinatos. Decisión esta que, una vez en Polonia, también lo deja perplejo, al comprobar en una pequeña serie de acontecimientos mínimos y desagradables que el antisemitismo continúa a flor de piel entre los polacos con los que tienen algún contacto durante su estadía. Es decir, el retorno del tío al país de nacimiento, después de haber andado por lugares variados debido a militancias políticas también variadas, no sólo es un aspecto importante de la trama, no sólo condiciona la posición del narrador, sino que se transforma en una de las indagaciones éticas más importantes de la novela. Mientras que para el padre los que perpetraron los asesinatos deben sufrir la maldición de que sus nombres sean borrados, para el tío Polonia es un lugar que puede llamar suyo, porque lo remite a una genealogía que habitó ese territorio, a punto tal que cuando viajan con el sobrino al pueblo natal, el narrador comenta: “Excepto por la casa ancestral, todo estaba igual –le dijo su tío. Tan igual que el antisemitismo brotó de un policía cuando, refiriéndose a su tío, dijo que éste pretendía ser polaco”,[8] agrega con ironía el narrador.
Pero volvamos a Argentina, a los que llegaron y ahí permanecieron, a los que como promete el título estaban en un país al que ahora podían llamar suyo, es decir, un espacio de pertenencia, que en el texto aparece connotado por la adopción del mate, que se reitera muchas veces y por una costumbre que en algún sentido sitúa a padre e hijo como espectadores de un universo en que lo criollo se exhibe y se habla, ya que cada agosto visitaban la Exposición Rural de Palermo. Un paseo a un país que desconocían y que a esos sujetos urbanos les permite atisbar una Argentina distinta que exhibe en la capital del país las riquezas del campo y que adquiere para ellos un carácter de espectáculo, para el cual se visten con traje y corbata. Como si se tratase de una obra de teatro aquello que ven en la Rural no suscita reflexiones acerca de lo que, durante décadas, significó la explotación del ganado para Argentina, ni tampoco los vínculos de esa exposición con la oligarquía del país, pero sí, en cambio, dispara la memoria paterna sobre la vida en el campo polaco.
El resto de la vida familiar se hace en otros hábitos y, sobre todo, en otra lengua, en yidis, un idioma en cuya música se amparan, más allá de que aquello que se trae por herencia sea descrito como “jirones centenarios de fe, de contestataria supervivencia”.[9] Quiero decir que si lo que traen consigo es nada o casi nada a nivel material, si la historia es una historia de fe centenaria pero en jirones, con las grietas visibles, para retomar a Didi-Huberman, el texto construye, por el contrario, una imagen del yidis como un patrimonio en el que la vida de los padres está inmersa y que el narrador hijo descubre ya adulto, como señalé antes, un bien al que le rinde repetido tributo en muchas zonas del texto. Leemos: “El yidis era el ser, el sentimiento y la práctica de una cultura con ramas que se irían deshilachando en diásporas y generaciones. En yidis había madurado una de las grandes literaturas europeas; en yidis se teclearon de derecha a izquierda manuales para el diario vivir y periódicos que traían las noticias del mundo, avisos y anuncios; en variantes del yidis se alteraba la pronunciación del sacro hebreo, se vivía y respiraba, se trabajaba y se hacía el amor”.[10] Frente a la indigencia del pasado europeo porque fue arrasado y solo quedan silencios, frente a la modesta vida en el país de inmigración, en el que el padre no cumple con el ideal de hacer la América, el yidis se presenta como un tesoro incuestionable que el texto celebra, como si se tratara de una herencia sin dolor. Bien familiar y comunitario a esa lengua le cabe una función práctica, ya que le posibilita al narrador comunicarse con los miembros de la familia esparcidos por el mundo, pero también el texto la concibe como el fiel de la balanza que distingue entre propios y ajenos, en cuyas bocas se escucha como falsa. Es así como la representación de una obra de teatro en Varsovia le genera el siguiente comentario: “puesto en boca ajena rezumaba la falsedad que había percibido en el teatro de Varsovia”.[11]
Lengua de la intimidad, lengua de los afectos, lengua obligatoria para hablar con el padre, lengua transnacional, como transnacionales son o eran los judíos en la perspectiva familiar, las lenguas de los países por los que transitaron en los diferentes exilios eran lenguas de uso, para pasar “de una estación a otra en un largo exilio”, para comunicarse con el afuera, ya tuvieran el estigma del polaco o provocaran cierta indiferencia como la que sentían frente al castellano de Argentina.
Esa posición que describí en relación con el yidis me remite nuevamente al título del libro, en el sentido en que pienso en una paradoja que se instala entre lo que el título promete, augura, “un país que ahora llamaban suyo”, y los relatos familiares como las reflexiones del narrador en los cuales esa lengua parece haber sido el único país al que pertenecían y les pertenecía. ¿En qué medida, entonces, un país puede llamarse de suyo, mientras no se siente la lengua nacional como propia? Mientras lo suyo, lo propio, lo íntimo, el humor, los insultos, los afectos se dicen en otra lengua, esa que, sabemos nunca tuvo Estado. Una posición que, en su transcurso, el texto reitera de diversas maneras y remitiéndola a múltiples aspectos, como cuando afirma, de modo literal pero también simbólico: “Lo propio se escribía de derecha a izquierda y carecía de límites y nacionalidades”.[12]
Al comienzo de esta breve presentación mencioné que la literatura judeolatinoamericana de las últimas décadas había evocado las memorias de la inmigración, por lo que encontramos historias, en general en primera persona, en general escritas por la primera o segunda generación de autores nacidos en América, en general, de cuño autobiográfico, en general pero no siempre, en prosa. Me resulta difícil leer el libro de Saúl Sosnowski y no pensar en algunos de esos textos, con los que comparte, entre otros aspectos, el tema de la existencia de una lengua que se trae de Europa, ya se trate del yidis o, en algunas ocasiones, del judeoespañol, el ladino. Pero si ese es un dato de la trama, en esas historias, escritas, como dije, por escritores de primera o segunda generación nacidos en América, son recurrentes las observaciones de los y las narradoras acerca de su relación con esa lengua traída de Europa con respecto a la cual tienen grados de identificación y de cercanía diversas, incluso de rechazo. También diversa es la solución encontrada para incorporarla a los textos, pensados en un primer momento para un lector de habla castellana. Es así como encontramos, desde la inscripción de múltiples palabras y expresiones, vertidas al castellano en una especie de traducción inmediata o entre paréntesis, como en Las genealogías de Margo Glantz, o la incorporación de glosarios al final del texto, como en Árbol que tiembla, de Denise León, o la opción por dejarlas en el espejeo opaco de su extranjeridad, como sucede en Letargo de Perla Suez, para nombrar algunos textos de ese corpus amplio.
Como intenté decir más arriba, el yidis es uno de los aprendizajes que el narrador lleva a cabo en el transcurso de la vida que relata y pareciera no haber ningún dejo de distancia o de ajenidad frente a esa lengua que aprendió en la infancia y eligió de adulto; es más, diría que una de las formas posibles de entender El país que ahora llamaban suyo es leerlo como un homenaje a ese idioma. Pero creo que es importante tener en cuenta que lo que preside el homenaje es simultáneamente la nostalgia por lo que podríamos llamar un “léxico familiar”, como también una especie de reivindicación de esa lengua inseparable del pasado devastado en Europa y de su carácter transnacional, una condición que el libro no cuestiona. Familiar y comunitaria, la reivindicación del yidis y su memoria apuestan a salvar del olvido ese pasado argentino que quedó junto con la infancia y la juventud del narrador, alguien que al comienzo del libro se sitúa también como un extranjero, ya no en Argentina como sus padres, sino en un país repleto de cosas artificiales, entre ellas un lago que bordea en sus caminatas, acerca del que, como una llave de lectura, declara: “ese lago artificial y ajeno ahora era suyo”.[13]
No creo que sea casual, por lo tanto, que el yidis insista en el fragmento final del libro cuando el narrador visita la lápida de sus padres y le comenta algo a la madre en esa lengua, pero tampoco creo casual que la novela se cierre con un “Chau, viejo” muy argentino.
Ahora, si el yidis nos rodea por todas partes, paradójicamente su presencia es discreta, quiero decir, que son pocas las veces en que el texto incorpora algunas palabras o expresiones; la decisión del escritor fue traducir al castellano esas historias vividas o escuchadas en otra lengua, como de alguna manera lo señala Jorge Aguilar Mora en la contratapa de la edición en español y como comentario al final de la novela en su versión en portugués. Lo cito: “Es un doble placer: el leer la historia de cómo se enseña y de cómo se aprende a ocupar el mundo, y el saber de pronto que esta historia es la traducción […] de una narración que se contó desde hace mucho, desde hace poco, en una lengua que es un reto a toda identidad y que es la identidad de la espera y la esperanza”.
Me pregunto entonces si esa elección por la traducción no reafirmaría de modo oblicuo el carácter transnacional del yidis, en el sentido de darlo a conocer en otra lengua, de contarlo en una versión en castellano, de divulgar su significado, al mismo tiempo en que el texto construye un duelo. Porque si bien es cierto que hacia el final la novela cuenta la posibilidad de la ampliación del linaje a partir del encuentro con otros probables parientes en Europa, la misma, no solo termina con el kadish que el narrador recita frente a la tumba de sus padres, sino que en el transcurrir de los fragmentos va narrando múltiples pérdidas a las que el libro les rinde homenaje al mismo tiempo en que despliega un ejercicio no sé si de reconciliación, pero sí en el que afirma su pertenencia a ese linaje familiar y cultural, un linaje y una cultura que el libro recupera, y cabe tenerlo presente, en una lengua diferente.
Notas:
[1] Georges Didi-Huberman: Esparsas. Viagem aos Papéis do Gueto de Varsóvia, São Paulo, n-edições, 2023, 128. Traducción del portugués: “Um texto funcionaria, portanto, como um arquivista: ele reúne –remonta- o esparso […]. Coletar, sim. Incansavelmente. Mas sem consertos, sem remendos, sem consolos. Deixando as rachaduras visíveis. Deixando algo do jogo na montagem, na fronteira entre os textos e as imagens, de maneira a deixar cada fragmento em sua singularidade, em sua solidão acompanhada. Esparsas, portanto. Mas também sementes”
[2] Saúl Sosnowski: O País que agora chamavan de seu, Iluminuras, São Paulo, 2024; El país que ahora llamaban suyo, Paradiso, Buenos Aires, 2021.
[3] Ibídem, 2021, p. 29.
[4] Ibídem, p. 31.
[5] Sergio Chejfec: “Lengua simple, nombre”, El punto vacilante. Literatura, ideas y mundo privado, Norma, Buenos Aires, 2005, p. 200.
[6] Saúl Sosnowski: ob. cit., p. 44.
[7] Ibídem, p. 100.
[8] Ibídem, p. 8.
[9] Ibídem, p. 22.
[10] Ibídem, p. 30.
[11] Ibídem, p. 44.
[12] Ibídem, p. 45.
[13] Ibídem, p. 5.