Hago estas preguntas porque soy tributario de un río dirigido, desviado…
J. B.
Desde que comencé a vislumbrar aquella cenefa en todos los edificios de la ciudad –una cenefa azul que era un límite en la parte inferior de los mosaicos hasta el suelo, delimitando luego al techo: “con su raya a la altura de los ojos que conocía indefectiblemente a través del país entero, como la raya de un común denominador infinito en ayuntamientos, hospitales, fábricas, cárceles y corredores de todos los apartamentos comunitarios”–, podría decir que esa franja, descrita por Joseph Brodsky, me llevó también, a través de su libro Menos que uno, por toda la ciudad de San Petersburgo que hace muchos años pude conocer.
Sus cúpulas de oro y piedras preciosas sobresaliendo de las ciento una islas, “en la luz septentrional, pálida y difusa”; más allá el Neva congelado, ramificándose por sus veinte kilómetros donde toman el sol las empleadas y los estudiantes; los veinte y cinco canales “serpenteantes” hasta la gran cascada junto al golfo de Finlandia donde la literatura rusa nació con los poemas de Anna Ajmátova y Ósip Mandelstam.
Y está, en uno de los ensayos de Menos que uno, ese momento cumbre de reunir todos los recuerdos en la figura de Nadiezhda Mandelstam, que a los sesenta y cinco años –viuda por cuarenta y dos: “la viuda de la cultura” como la llamaron– escribe sus memorias que fueron por entonces repudiadas por muchos intelectuales que no soportaron ser juzgados en ellas.
Me emociona ese párrafo final del texto de Brodsky, cuando ve por última vez a Nadiezhda Mandelstam, recostada contra la oscuridad del apartamentico, fumando, y solo detecta los ojos de la figura reducida por el prominente armario a sus espaldas: una sombra ensimismada que es lo que queda de ella en su recuerdo, y que ahora condiciona el mío.
Cuando creí haber llegado al clímax de estos ensayos, que transcurren en una conversación casi al oído, entre frases de intimidad y momentos de genialidad que quisiéramos aprehender –por ejemplo, cuando Brodsky nos habla de su admiración por W. H. Auden y su encuentro con él dos años antes de su muerte, obligándolo a llamarlo Wiston, y su humildad ante la traducción que Auden hace de sus poemas–, pensé en aquella vez que me preguntaron sobre qué cosa era para mí lo actual en la poesía.
Ahí, obtuve la respuesta: un conocimiento tan profundo de ella que prevalezca a través del tiempo, incluso a través de las malas traducciones que tuvo Ósip Mandelstam y que Brodsky critica, porque la traducción es: “la búsqueda de un equivalente, no un sustituto”.
Que mantengan al poema vivito y coleando, durante un sonido reproducido desde entonces hasta aquí como en una escala. Para Brodsky: “un poema comienza con un sonido […] y es el resultado de cierta necesidad: es inevitable, al igual que lo es su forma […] y convendría tener presente que los metros de versificación son en sí magnitudes espirituales que no pueden ser sustituidas por nada”.
Pero, el colofón de Menos que uno lo encuentro cuando nos dice que “el lirismo es la ética del lenguaje” –su magnitud espiritual–. Y me pregunto, después de las degradaciones sufridas a través de la poesía experimental, conversacional, la antipoesía, como factores de riesgo: ¿dónde podría colocar esa frase? ¿Durante el mismo recorrido de aquella línea fronteriza que divide una altura de lo que podemos o no podemos alcanzar, el corazón de aquellas poéticas que nos trajeron hasta aquí? ¿Cómo respondería ante el fracaso de la lírica? ¿Es que puede el lenguaje haber perdido su ética?
Todo eso me lo pregunto ante una posible respuesta que estos ensayos de Brodsky nos dan a través de Cavafis, de W. H. Auden, de Constantino, el emperador, pero, sobre todo, de lo que el propio Brodsky afirma cuando nos coloca en ese estado “conocido como melancolía”, y logra que entremos en esa sensación de pérdida irremediable cuando estamos conquistando también algo –ya sea territorio, lenguaje, o magnitud espiritual–, a “expensas de la muda impotencia de las víctimas de la historia”, que “es un eco de la impotencia de millones”
¿Pues, qué es lo que va quedando de aquellos seres y objetos? ¿De aquellas versificaciones prácticamente imposibles de traducir y sus palabras extraviadas? La ceja arqueada de Auden en la pequeña foto que ilustra una antología –parecida a las líneas de sus poemas–. La cruz de Bizancio –una versión de la cruz que vio Constantino–, cuando esa misma franja azul llega a la llamada, por entonces, Tercera Roma, y un color amarillo hecho polvo ya le entra por la nariz al observador que asevera cómo el paso del tiempo impide que el Oriente comprenda el individualismo occidental, mientras que esa cruz va mutando cada vez más hacia su desacralización.
Así, también Joseph Brodsky muta hacia otra lengua: “qué buena es la lengua de nuestra alegría”, dice de los detalles que pasan bajo su mirada y sus nuevas palabras, recorriendo desde aquel horror vivido en Rusia al humor y al escepticismo en el momento de contarlo: “Me parece que la memoria viene a ser un sustituto del rabo que perdimos durante el feliz proceso de la evolución”.
Y, de esa forma desenfadada, rescata una lengua de su alegría perdida. Esa lengua que ya no sabemos si fue la rusa, o la inglesa, o ambas entrelazadas, porque los dos tiempos del antes y el después se han fundido cuando el recuerdo se convierte en presente como predestinación más que como consecuencia.
O cuando describe en inglés la historia del lugar donde vivió con sus padres, porque: “otras gramáticas pueden ser unas mejores vías de escape a las inclemencias del crematorio estatal que el ruso”. Y remata: “pues que el inglés sea la lengua que cobije a mis muertos”.
Describiendo en inglés aquella media habitación donde vivió, oyendo del otro lado, sobre el teclear de sus dedos, las conversaciones en ruso de sus padres, separando su pequeño espacio con cajas de libros que nunca llegaron a separarlo completamente de ellos, aunque no volvió a verlos durante su exilio, los últimos doce años que vivieron esperando por un permiso que nunca llegó.
“Hijo –me decía mi madre por teléfono– la única cosa que le he pedido a la vida es volver a verte. Es lo único que me mantiene”. Por eso “aquellos diez metros cuadrados eran míos y fueron los mejores metros cuadrados que he conocido en mi vida”, dice Brodsky, porque fueron los metros cuadrados de esos detalles que mantuvo vivos para permanecer fiel a ellos. Y, en estos ensayos-memorias, él supo responder su pregunta: “¿en cuántos detalles debe estar uno preparado para acomodarse?”
Menos que uno es la respuesta a los detalles de su acomodo, a la crueldad por las separaciones y las pérdidas que la realidad le otorgó: entrecruzamientos de historias donde la vida no se diferencia por géneros, tiempos ni locaciones, sino por la suma de pormenores que completan una forma que envuelve todo lo que un hombre desposeído de su lengua materna fue: padres, casa, país y compañeros literarios.
Donde no se diferencia la vida que se tuvo de la que se tiene, más que por un cambio de lengua sobre la que se acentúan las pérdidas de las alegrías que se reciben. Porque, pasado y presente se comunican injertándose, no solo dentro del mundo literario que hallamos durante aquel recorrido a través de esa franja azul que lo delimita entre dos tiempos y que, a la vez, lo abarca todo durante los próximos segundos de recordar que se convierten en años transcurridos entre la vida-vivida de una lengua que se entrelaza a otra para revelar: los rostros, los muebles, las palabras y su caligrafía, pero, sobre todo, esa caligrafía de un lugar que ya le pertenece para siempre en la literatura.
Un hombre sacado de su cauce por un poder político ignominioso, no pierde, durante el transcurso de un tiempo que todo lo malogra, sino que gana lo que produce después, durante el exilio: esa cenefa que es otro cauce para recorrer una ruta más allá del destino dirigido por otros.
Un destino sobre los maleconcitos del Neva a menos diez grados, congelados entre la literatura y la realidad –único aliciente estético y, a la vez, ético–, para que las palabras formen bloques de hielo necesarios para su fijeza.
Miami, 4 de noviembre 2024