Aunque superiores en la escala biológica, según la ciencia, los seres humanos tenemos, a diferencia de las bestias y alimañas supuestamente inferiores, características, sentimientos, furias, que esos animales no quisieran por un momento tener que tener. En ello se consideran superiores, me imagino, a nosotros. Por ejemplo, tomemos el caso del odio: jamás una babosa llegará a sentir sus estragos. Y aunque es verdad que tampoco sentirá amor, consideración o lástima (y quién sabe si sí lo siente), se me hace difícil concebir que una de estas criaturas pueda llegar a detestar a otra. Ganan siendo bestias en este aspecto. No sienten ni padecen. Y hasta parece que la pasan muy bien devorando todo lo que encuentren a su paso. No les incomoda el calor, se adaptan, no les importa que un terremoto pueda destruir sus casas, ni siquiera les interesa vivir mejor que sus semejantes. No sienten envidia, ni deseos de suicidarse, ni temen al qué dirán, ni andan buscando trapos para cubrirse, ni sienten vergüenza de andar desnudas, ni se endeudan comprando a crédito, ni temen quedarse desempleadas pues son vagas habituales, ni tienen que depender de automóviles para moverse (pues no les interesa viajar ni sencillamente moverse); no tienen que hacer dietas, ni ejercicios, no les salen caries, no hacen el ridículo pues tampoco tienen pretensiones, no participan en congresos, seminarios, charlas empinadas donde generalmente no se dice nada de valor, no dicen mentiras, ni verdades pues nadie les va a cuestionar, no tienen que arrepentirse de “haberlo dicho”, no se retractan, no se estremecen, no pasan malas noches, no se desvelan, no les temen a la muerte pues tampoco se toman la vida muy en serio, no dan un centavo por un cuadro de Van Gogh, no ríen, no lloran, no sufren, no entienden, no esperan nada que no sea ese presente congelado, pero seguro, en que viven. Por todo ello considero que con nuestra aplaudida “superioridad”, la pasamos mucho peor que esos bichos callados, húmedos y hermosos. Una babosa puede vivir lo mismo en Mozambique que en Kenya: jamás echará de menos el sitio que la vio nacer. Adondequiera que vaya se sentirá del mismo modo. Es que si la transportáramos al Polo, lo más que haría era morir de frío, no de la nostalgia, ni del desarraigo que sentimos los hombres cuando perdemos nuestra patria.
Desarraigo: he ahí una palabra que verdaderamente domino. Aunque imposible de definir sino con ejemplos que lo enmarquen, el desarraigo, la desesperación y el desamparo han sido constantes en la Historia de nuestro pueblo y muy en particular de nuestros intelectuales, tanto en el siglo pasado como en el presente. Esa fatalidad nos llega ya como una tradición, como una inevitable y monstruosa herencia que parece tener su momento álgido en el momento del exilio.
El exilio es parte de nuestra cultura, de nuestras vidas y, por supuesto, de nuestra identidad. Los escritores cubanos más descollantes, los más universales y, por lo mismo, los más cubanos, han tenido que largarse de esa isla en algún momento de sus vidas. Han tenido que enfrentar el exilio, o sea el horror, como si se tratara de un ingrediente indispensable y siniestro que exige esa estatura. A tal punto el exilio nos ha marcado que podemos hasta subdividir los tipos de exilios padecidos por esos hombres que configuran y esbozan nuestra identidad como pueblo.
Se puede hablar de un exilio político, el más común, largo y doloroso que han tenido que sufrir desde nuestros obreros, niños y ancianos hasta nuestras mentes más lúcidas. Como que nuestro país segrega un rechazo espontáneo hacia sus hijos más preclaros. Basta mencionar a José Martí, José María Heredia, Cirilo Villaverde y hasta a la misma Avellaneda para ilustrar este tipo de exilio que nos legó una extraordinaria literatura exiliada. Se puede hablar de un exilio interior, padecido por los que no han podido abandonar esa isla, pero que viven en ella como si deambularan por Venus, arrancados y alienados del mapa cultural del país que es el único que justifica a un escritor. Mencionemos aquí, por ser breves, a Julián del Casal, Virgilio Piñera y a José Lezama Lima. De nuestra patria se tienen que marchar los escritores de derecha y los de izquierda, los comunistas y los no comunistas, los anarquistas, los epicúreos, los existencialistas, todos, porque de lo contrario caerían en el exilio interior que no tiene ni el consuelo del viaje hacia otras tierras. La intolerancia, la corrupción, el horror, la alevosía, la falta de memoria histórica, la intrascendencia, las características que nos; definen como pueblo son las que constituyen a la vez nuestra lamentable Historia, premiada como era de esperar con la alucinación comunista.
Pero ese desarraigo, ese no ser parte de este contexto, ese sentir que no somos de aquí, ese saber que este espacio no nos reconoce porque no comparte nuestros valores, o la falta de ellos, esa tragedia, es la que ha ubicado nuestra literatura en una dimensión superior, es la que ha producido escritores de la talla de Lydia Cabrera, Enrique Labrador Ruiz o Guillermo Cabrera Infante. Sólo una gran desolación pudo producir una novela como Tres tristes tigres, acaso nuestra mejor pieza en el siglo XX. Un dolor entrañable, una tristeza como “caída de las nubes”, un desequilibrio impreciso, pero desquiciante es el que ha producido nuestras obras maestras. Al precio de nuestras vidas como seres humanos, al precio de ese dolor de ser desterrados, al precio de haber dejado nuestras vidas en un espacio irreconocible, extraño y ajeno, donde nuestras costumbres (y hasta nosotros mismos) sólo tienen sentido en el aspecto folclórico de esa otra nación. Para la literatura cubana ha sido muy provechoso todo ese estupor, ese tormento del cual se ha nutrido ya por dos siglos. La creación ha brotado de la desesperación y de nuestras nostalgias más genuinas.
Cuando nos pregunten cómo ha sido posible que una isla tan pequeña haya dado escritores tan desmesurados, aquí tenemos la respuesta: han surgido del dolor de ser exiliados, como floraciones que crecen en medio de aguas putrefactas.