Escribe Cioran en sus Cuadernos: “Correspondencia de Hegel. ¡Qué decepción! Por lo visto, mi ruptura con la filosofía se agrava. Además, ¡menuda idea, leer las cartas de un profesor!” No resulta una sorpresa para cualquiera que conozca –al menos parcialmente– la obra del escritor rumano, su vehemente encono hacia Hegel y todo lo relacionado con este: alguien que pudo concebir el tajante aforismo “los filósofos escriben para los profesores; los pensadores, para los escritores”, no podía sino abominar de “la gigantesca cabeza prusiana y porcina”,[1] epítome del pensamiento sistemático y academicista. Afortunadamente, no todos los personajes en la historia de la metafísica occidental son tan soporíferos: basta con abrir al azar cualquier antología de la correspondencia nietzscheana para experimentar una fascinación más o menos inmediata. No es sin embargo este último quien me interesa aquí, sino el más grande de sus predecesores: me refiero a Schopenhauer y el volumen Cartas desde la obstinación (Los libros de Homero, Ciudad de México, 2008, traducción, prólogo y notas de Eduardo Charpenel Elorduy), una espléndida selección de su epistolario cuya naturaleza intentaré dilucidar en este artículo.
Como es conocido, la trayectoria filosófica de Schopenhauer –por llamarla de algún modo– tuvo un comienzo excepcional[2] (aunque, ciertamente, no puede decirse lo mismo de su carrera académica)[3] y, en cierto sentido, incluso podríamos postular que no hay en él –como en tantos otros– diferentes etapas o una evolución –siquiera mínima– de su pensamiento: en el primer párrafo de Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1814)[4] pueden apreciarse ya todos los rasgos que confieren a la Obra su extremada rareza:[5] esa claridad incluso en la discusión de los temas más abstrusos que lo separa para siempre de la confusa retórica hegeliana… y de casi todos los filósofos que han existido, con la posible excepción de Séneca, Epicteto y Marco Aurelio; pesimismo radical derivado tanto de la observación empírica como de su profundo ateísmo y su asimilación del pensamiento hindú;[6] en definitiva, la brillantez estilística que aún hoy nos deslumbra y lo convirtió, qué duda cabe, en el filósofo predilecto de innúmeros artistas verbales en Alemania, Austria y Francia hasta, como mínimo, Thomas Bernhard (quizás su último gran discípulo). Todo esto lo encontramos, afortunadamente, en la correspondencia, pero también otros elementos que –latentes en su obra filosófica– brotan aquí con inaudita potencia: una espléndida intolerancia, una incomparable y vehemente retórica, “un arte de injuriar” que muy pocos consiguieron igualar en aquella época o en cualquier otra.
Ya he observado que el pesimismo y el vitriólico temperamento de Schopenhauer se manifestaron muy pronto en sus textos destinados a la publicación. Sin embargo, en esta selección de las cartas (comienza en 1806: solo tenía dieciocho años) comprendemos que mucho antes de hacer carrera en la filosofía su implacable visión del mundo, los hombres y el sentido de la existencia[7] estaba ya completamente formada: “Todo se diluye en el torrente del tiempo. Los minutos, los incontables átomos en que se descomponen todas las acciones son los gusanos que roen y destruyen toda grandeza y valentía […] no hay nada serio en la vida, pues lo que es polvo carece de valor. ¿Qué son, entonces, las pasiones eternas ante esta miseria?, escribió el joven nihilista a su azorada madre en 1806… y podemos imaginar el desconcierto experimentado por esa señora entusiasta que escribía novelas románticas[8] ante las sombrías elucubraciones de su primogénito.
Lo más notable, sin embargo, es que –a diferencia de tantos otros “maestros de la repulsión”–[9] esta perspectiva nihilista no se fundamente –al menos en el inicio– en la experiencia personal de la desdicha: Schopenhauer era rico, culto, vigoroso[10] y, sin embargo: “A los diecisiete años, sin ningún tipo de formación escolar de alto nivel,[11] fui sacudido por la miseria de la vida de igual forma que le ocurrió a Buda en su juventud […] la verdad, la cual brotaba de una forma clara y manifiesta del mundo, superó muy pronto los dogmas judíos, de los cuales también yo me hallaba impregnado, dando como resultado lo siguiente: que este mundo no podía ser la obra de un ser infinitamente bueno”: texto capital que reúne en inmejorable síntesis todos los temas de la correspondencia[12] y demuestra la inutilidad de cualquier enfoque economicista o psicoanalítico: en el pensador de Frankfurt la concepción fundamental de su discurso filosófico se presenta como epifanía o intuición súbita que nada debe a penurias personales, sino a una lucidez hipertrofiada que rehúsa ignorar “el sentimiento trágico de la vida”. Pero no es solo su pesimismo –por lo demás, de una rara calidad–[13] lo que nos sorprende en ese fragmento sino también esa desenfrenada megalomanía que atraviesa toda su correspondencia: la comparación con Buda es, probablemente, la apoteosis de su desfachatada autopromoción, pero ciertamente no el único ejemplo, como ya veremos: el hombre tenía la opinión más exaltada de su talento que cabe imaginar y no dudaba en infligírsela a cualquiera dispuesto a escucharlo.
Por otra parte, quizás no deberíamos ser demasiado severos: después de todo el talento, para variar, resultaba auténtico y ser ignorado por casi todos sus contemporáneos mientras Hegel –ese verboso prestidigitador– era colmado de honores y se convertía en el modelo del “gran filósofo alemán” no podía predisponer a Schopenhauer a la serena indiferencia de los bonzos budistas. De hecho, este admirador de la renuncia, este diligente predicador de la futilidad esencial de la existencia tenía –¡qué sorpresa!– un deseo inagotable de fama, premios y adulación que sólo conseguiría satisfacer hacia el final de su vida. Semejante paradoja (que, como señala agudamente Cioran, hubiera impedido que se le tomase en serio en la India, donde la coherencia entre la doctrina y los actos de un filósofo era la piedra de toque de toda sabiduría) no puede sorprender a nadie;[14] tampoco que, al eludirlo durante tanto tiempo la fama que creía merecer, desarrollara, en todo cuanto escribía, esa exuberante y belicosa retórica que aún hoy asombra, zahiere y divierte a sus numerosos lectores: si hay algo cierto sobre este tipo es que se les arregló para ofender más o menos todo el mundo y no dejar indiferente a nadie. Las cartas, mucho más que los textos de orden metafísico, eran el medio perfecto para que su escarnecedora vehemencia perdiese todo freno:[15] “Este tratado no es nada semejante ni a la verborrea rimbombante, vacía y absurda de la nueva escuela filosófica ni al parloteo prolijo y trivial de la época anterior a Kant” (sobre El mundo como voluntad y representación); “Este desafortunado producto mercantil parece haber sido escrito por algún criado. De ninguna manera se trata de una traducción del español” (sobre una pobre versión alemana de Oráculo manual y arte de prudencia: inútil añadir que, naturalmente, afirmaba poder hacerlo mucho mejor); “El evidente deterioro de nuestra época ha llegado a tal extremo que las estupideces de Hegel son reeditadas una y otra vez, y las huecas sandeces filosóficas escritas por la gente más ordinaria son adquiridas por el público y se agotan en todas las ferias de libros” (al parecer, sólo sus propios textos, la obra de Kant y los Upanishads eran dignos de aprecio: ni siquiera Platón había sido suficientemente radical para este desaforado apologista pro domo sua).
Estas son algunas de las invectivas[16] que “el Buda de Frankfurt” prodiga, generosamente, a lo largo de toda la correspondencia: al igual que en Lutero,[17] se trata de un caso muy poco común donde se combinan el rigor especulativo más extremo con el fulgor de la brillantez estilística y una ferocidad verbal, un temperamento incesantemente agresivo que transmuta su intolerancia en un incomparable sistema retórico donde se despliegan toda la pompa y los fastos del lenguaje. Por eso sus cartas son también –más allá de cualquier opinión académica sobre el pensamiento que exponen– una experiencia estética de primer orden: el hombre que –como Nagarjuna– anheló degustar “el delicado néctar de la vacuidad” fracasó quizá en esa empresa imposible, pero se ha convertido para nosotros en algo mucho más importante que cualquier asceta: un gran artista literario, un creador de sublimes artefactos verbales: más perennes que el bronce y que toda filosofía.
Notas:
[1] Thomas Bernhard, en una de sus frecuentes y delirantes embestidas contra los filósofos (aunque, naturalmente, era a Heidegger a quien aborrecía por encima de todos)
[2] A los treinta años publicó El mundo como voluntad y representación, su libro más importante: la única comparación posible es con Wittgenstein, quien a los 29 ya había terminado el Tractatus.
[3] Duró menos de un año: apenas había estudiantes en sus conferencias (preferían asistir a las de Hegel… y eso explica, como pronto veremos, la implacable hostilidad que Schopenhauer siempre profesó por el autor de la Fenomenología del Espíritu: no se trataba solamente de que sus sistemas fuesen antitéticos, aunque, naturalmente, eso también influyó).
[4] Su primer texto importante.
[5]Y que no cambiarían un ápice hasta el postrero Parega y paralipomena (1851).
[6] Sobre los Upanishads el pensador escribió en sus años finales: “En él, todo respira el aire de la India y de una existencia originaria próxima a la naturaleza. Y, ¡cómo se limpia el espíritu de todos los prejuicios judaicos inculcados desde la infancia y de toda esa filosofía esclavizada por ellos! Es la lectura más remunerativa y edificante (excluyendo el texto original) que uno puede hacer en el mundo: fue el consuelo de mi vida y lo será de mi muerte”.
[7] O, en este caso, la inexistencia de tal cosa: pocos habrán sido tan refractarios como Schopenhauer a la noción de un fundamento último.
[8] Una especie de George Sand alemana.
[9] Pascal, Leopardi, Kierkegaard, Céline, Bernhard.
[10] Una característica común de los pensadores mencionados en la nota anterior es haber hecho carrera en la enfermedad.
[11] Bueno, eso no hay que tomárselo muy en serio: sólo significa que no había asistido aún a la universidad. Por otra parte, dominaba perfectamente varias lenguas modernas (inglés, francés, italiano) y leía en el original los clásicos grecolatinos.
[12] Por supuesto, desarrollados con una profundidad mucho mayor en la obra filosófica.
[13] “Es inconcebible pensar cómo la sublime apatía de la que antes gozaba el alma eterna se vio desecha con su destierro a los cuerpos”: esta sorprendente afirmación (donde las enseñanzas del Vedanta y el Budismo Mahayana se mezclan con un horror casi gnóstico por la mera materia), epitomiza su desolada perspectiva y prefigura ciertas intuiciones de Thomas Ligotti en The Conspiracy Against the Human Race, acaso el libro más pesimista escrito jamás en Occidente.
[14] En Occidente nadie espera que el pensador encarne aquello que predica. Como dice cínicamente el propio Schopenhauer: “A mí sólo me concierne descubrir la verdad, no vivir de acuerdo con ella”.
[15] Su gran predecesor alemán (en el plano retórico) es sin duda alguna Lutero, cuyas Cartas y Conversaciones de sobremesa rebosan ingenio, paradojas y un infinito desprecio por todo lo que se aparte, siquiera mínimamente, de sus ideas.
[16] Y ni siquiera las peores: lo que verdaderamente le enfurecía era cualquier tufo de cristianismo soterrado en la escritura filosófica.
[17] Con las diferencias de rigor, obviamente.
Ya a Ubaldo no hay que leerlo para divertirnos, basta con ojear los encabezamientos de sus mamotretos> «El rigor especulativo más extremo con el fulgor de la brillantez estilística y una ferocidad verbal, un temperamento incesantemente agresivo», esta exquisita sarta de barbaridades y despropósitos, de alguien que se atreve a despotricar sobre «el rigor especulativo más extremo» al hablar de Shopenhauer (duh!), o la «ferocidad verbal» y qué decir de ese «fulgor de la brillantez», que debía ser un título de Juan Jacinto Perogrullo. Qué dios bendiga a nuestro niño prodigio de Guamuta.
En las notas, dos joyitas: «Su gran predecesor alemán (en el plano retórico) es sin duda alguna Lutero» y «Con las diferencias de rigor, obviamente». Ejem, ejem!
Traducciones y ensayos de Ubaldo merecen compilarse en un libro. Prestigian a Rialta.