Una madre que nace el día que murió Stalin; una hija que recibe el primer corte del nacimiento el año que explota la central nuclear de Chernóbil (y es la narradora); una abuela que pasó secuestrada tres años en Duisburgo; un texto que narra el desgarro y la ternura a partir de una pluma que sabe escuchar y reproducir los movimientos del agua y el aire como si fuesen sonidos acompasados por la misma madera.
Natalia Litvinova compone en Luciérnaga, Premio Lumen de Novela 2024, un coro de sonidos provenientes de las voces de la memoria, la patria, el exilio, el crujir de la palabra y la poesía. Natalia recoge fragmentos autobiográficos y ficcionales para conformar las historias que aletean en su primera novela y que tienen los rostros de una familia que vivió en la Bielorrusia soviética y que respiró muy cerca el viento radiactivo del 26 de abril de 1986. Y así abre el primer capítulo –de forma metafórica y literal– con el momento anterior al nacimiento (el corte, el desgarro, el pregrito) que describe su llegada con un no: “no quería nacer en otoño en un país radioactivo” para tocar después con sus pies la tragedia. Y se hace otro corte, esta vez en la/su historia: “Mientras en la tele mostraban a un hombre rompiendo a martillazos el Muro de Berlín, mi madre y sus amigas sacaban de los baúles las cortinas de seda, las sábanas y los manteles de encaje que les habían dado sus madres para que pasaran de generación en generación. Y con esa tela nos cosían ropa a nosotros, sus hijos todavía sin memoria”. ¿De qué se compone esa memoria? ¿Cómo le vemos nacer?
La literatura y poesía de Natalia Litvinova orbitan alrededor de lo que sucede cuando se recuerda y de la posibilidad de traducción de la memoria y los afectos. Jugamos con el lenguaje cuando escribimos. Ese juego que es propio de la mirada de asombro infantil que observa todo, parafraseando a Nietzsche, al nivel de las flores, nos muestra la literatura como camino. Litvinova lo sabe y ese acercamiento con las cosas lo extrae, en parte, de la traducción. En una entrevista que le hace Valeria Tentoni le responde que, para traducir, ella debe leer mucho a sus autores, leer incluso sus fotografías, sus devenires, sus formas, para concluir que “cada poema es un viaje” del que volvemos sabiendo lo que debemos llevar cuando regresemos a él. Por ejemplo, tanto en Luciérnaga como en una anécdota que cuenta la poeta, nos revela cómo aprendió la poesía de su madre. Ella le cantaba poemas de Marina Tsvietáieva cuando tenía cinco años como si fuesen palabras que provenían de otro mundo que ella quería volver cercano. Y ese mismo camino que traza la madre para que llegue a la hija se traduce en la novela como motas de polvo adheridas a las fotografías que deben empacar para salir de Bielorrusia con destino a Buenos Aires. Litvinova traduce el lenguaje memorial por fragmentos que van de la mudanza a la niñez y de esta a la consulta de un pasado al que tiene todavía preguntas por hacerle.
Para adentrarnos en la literatura de Natalia debemos saber primero, citándola, que “hay un idioma para atar los cordones”. Y este pequeño texto-homenaje-claves de acceso a Litvinova es eso: un pequeño instructivo sobre cómo atarse los cordones.
Vamos por partes.
1) Para atar los cordones de un zapato primero debemos estirar sus cintas. Estas van a corresponder al presente y el pasado como líneas paralelas que terminarán por unirse. Luciérnaga se divide en dos partes que suceden en lugares distintos: la primera en Bielorrusia, la segunda en Argentina. Ambas suceden en tiempos diferentes, lo cual no significa que en algún momento no habrán de cruzarse. Porque, siguiendo con este instructivo, una vez que estiremos los cordones tendremos que cruzarlos. En el capítulo “Qué podría nacer de mí” hay una pregunta que permite este entrecruzamiento: “Mamá, ¿qué contenía la placenta que me nutrió? ¿Qué comiste en 1986? […] ¿Cuánta radiación absorbiste? ¿Cuánta absorbí yo?”. La narradora interpela a su madre y el secreto y temor de toda una generación concebida por la explosión nuclear.
2) Debemos pasar una cinta debajo de la otra. Eso nos lo permitirá la memoria y el lenguaje.“La lengua me lleva / por los ríos turbulentos / de la infancia. / La infancia no me vio crecer, / me construí con las sobras / de la marea alta”. Esos versos del poema “Fugas” de Litvinova es la cinta que pasa debajo de la otra. La infancia, que pertenece al terreno de la memoria, es lo que irá debajo del lenguaje. Sin lenguaje no hay memoria que pueda ser contada. Y Natalia evoca en la presentación de su novela, moderada por Luna Miguel, las palabras del Svetlana Aleksiévich: “no teníamos idioma para la radiación”. Luciérnaga, como la poesía de nuestra autora, tiene la necesidad de hacer vivir una lengua en sus páginas, de crearla. Cuando la narradora llega a Buenos Aires no puede comunicarse, no puede saber a qué le dice que no, y ese tener o no tener el lenguaje tiene que ver con poseer algo o no poseer nada. Le arrebatan la comunicación parcial con los otros y desde ahí ella debe crear uno primero para sí misma y después para con su presente y pasado. Todos los personajes en Luciérnaga se crean un lenguaje. Darina, por ejemplo, la de las trenzas largas, conoció la Unión Soviética a partir de sus pantanos: su lenguaje es el del agua. El de su madre es el de las luciérnagas (así llamaban a las mujeres que vivían en Prípiat o cerca de Chernóbil por la radiación, porque parecía que brillaban si las observabas a lo lejos mientras caía la noche).
3) Después de cruzar los cordones, debemos formar un nudo. A la madre en Luciérnaga le gustaba tejer porque significaba “unir” puntos en el espacio de la tela. Esa unión de puntos, ese nudo, va a ser el pensar poético. Toda la obra de Litvinova es un enorme poema palpitante, un cuerpo que se mueve y estira para tocar nuestras manos. Cuando los cordones del presente y pasado se cruzan, estalla la palabra poética y Natalia nos regala capítulos como “A mover los huesos”:
Todas las tardes íbamos a pasear ahí con mi papá y mi hermano. Papá hacía pequeños agujeros en los troncos de los robles con la navaja. Al día siguiente, juntábamos la savia que se escurría en la corteza. “¡Lágrimas de oro!”, gritábamos con mi hermano, y nos apurábamos a quitarnos los guantes para sentirla con los dedos. Creía que esa era la manera en que los árboles lloraban, y con tal de poder apreciarlo no consideraba malo que mi padre agujereara los troncos. También creía que los árboles no se ofendían con nosotros porque los visitábamos seguido, los abrazábamos y lanzábamos sus lágrimas al fuego eterno. Así llamaban al fuego que flameaba día y noche en honor a la memoria de los caídos en la Segunda Guerra Mundial.
4) “Escribo porque no puedo tejer piernas más fuertes para mi madre. Escribo porque yo sí puedo caminar hacia atrás por ella. Narrar es alargar la lengua, elongar el presente para que se toque con la leyenda. Narrar es también tirar del hilo y deshacer un tejido”, escribe Litvinova en una novela que nos enseña, una vez atadas nuestras cintas, a caminar. El nudo que permite que los cordones no se desaten es la poesía. Las piernas que nos mueven se construyeron debajo del texto, en el pensar poético. Y así abre y cierra Natalia pequeños amuletos corporales en su escritura. Porque para generar ese andar, para escribir/traducir/hablar/, es necesario construirse un lenguaje, inventar un idioma para atarnos los cordones.