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Un espejo contra el cielo convierte al cielo en abismo

Una antología poética también es una acción y una construcción. Katherine Bisquet también está lejos de Cuba, aislada en el tiempo, alejada en el sueño.

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Entonces cayó la esperanza de vivir de la energía,
cayó la esperanza de vivir con energía,
en una ciudad inconclusa,
en una generación inconclusa,
joven e ingeniosa aún.
Katherine Bisquet, Uranio empobrecido

Ahora que tengo un hijo, puedo hacer experimentos para divertirme. Y ahora que estoy lejos de Cuba, aislada en el tiempo, alejada en el sueño, puedo leer poesía cubana para divertirme. Tomar, por ejemplo, un poema de Leyla Leyva o un poema de Ismael González Castañer, y divertirme. Divertirme con esa diversión que a través de mi hijo he recordado, la diversión del momento inesperado y del lugar inesperado, ofrecido a mí, revelador, inquieto. La diversión de la cacofonía. Leer poesía para divertirme fue siempre a lo que aspiré. Pensar para divertirme.

Leo cielo raso y voy corriendo a una gaveta a buscar un espejito. Si ponemos un espejo contra el techo, inmediatamente se convierte en abismo. Lo que tiene fin arriba ha dejado de tenerlo abajo. Lo profundo está debajo y hemos caído. La caída duele, pero divierte. Se siente una cosquilla. Una incalculable cosquilla relativa, un aviso de peligro. El espejo vanidoso ¿qué nos dice? Que ha pasado lo contrario. Por eso creo intuir lo que Katherine Bisquet y Camila Lobón hicieron: ellas también fueron corriendo a una gaveta a buscar un espejito. Ellas también se cayeron en el cielo raso, perpetuo, de la poesía cubana.

Mi casa verdadera, la de Cuba, perdió el techo en 2017. Los pedazos de techo se fueron volando. Mi mamá se quedó desamparada, se puso a construir. Sin darse cuenta, empezó a hacer poesía. Construyó un techo. Se guareció. Si algo en común tienen estos poetas, veintiséis (y más que faltan), es la desproporción entre el techo que se les va volando y el techo que se apresuran en construir. La forma en que se guarecen.

Una antología poética también es una acción y una construcción. Katherine Bisquet también está lejos de Cuba, aislada en el tiempo, alejada en el sueño. Perdió el techo, las paredes, las ventanas, la cama y las almohadas, la hornilla eléctrica, el refrigerador. Camila Lobón también: perdida y lejos. Si algo en común tienen Katherine Bisquet y Camila Lobón es la desproporción entre el techo que perdieron y el que se apresuran en construir. No se guarecen. Un techo fuera de órbita no ofrece seguridad.

Los dibujos de Camila (trazados, rayados, subrayados) traducen esos poemas reunidos tal vez a toda costa, repítase poetas cubanos en Cuba, como única manera de no estar ya alejada, expresan el desastre. Lobón coge el lenguaje nutrido en los poemas y lo hace un espejo de desastre. Coge el desamparo y lo desparrama; coge el olor a viejo y lo vomita; coge la incoherencia y la satura; coge el hambre y la despliega. El desierto y el hambre del poema de Javier. Un hombre.

No sé si Camila Lobón se ha divertido, tengo que preguntarle cuando la vea si se ha divertido. Creo que se ha divertido por dos razones: una, porque desparramar es lo que se hace en un estado mental activo; y dos, porque embadurnar es lo que hace mi hijo. Y creo que me he divertido al recordar figuraciones, hermosas posibilidades de Fidelio Ponce. Ah, la hermosura. Y creo que sus dibujos han sido proporcionales a estos poemas cubanos en Cuba, construidos y desparramados desde una categoría finita, incluso del desastre. Incluso eso, en Cuba, no llega nunca a verdaderamente estallar. El cielo está demasiado raso.

El ejercicio de pensar Cuba que hace Katherine Bisquet al compilar, reunir, ordenar una poesía cubana en Cuba, lo hace a pesar de su defecto. El defecto no está en los poemas, ni siquiera en los poetas, el defecto está en Katherine Bisquet. La necesidad es el defecto. Cuando la vi (habían pasado diez años, doce años, San Isidro y el 27N) nos abrazamos como dos prófugas, como dos novias que separáronse por razones ajenas a su voluntad, como gente que dejó de conocerse pero que un día se conoció, gente que un día tuvo afinidad.

Katherine Bisquet me preguntó por el niño al tiempo que yo le preguntaba por los poetas. Quise saber quiénes estaban, porque si yo iba a leer, quería saber a quién iba a leer. No hay tiempo para leer sin leer, hay que leer queriendo leer. Su respuesta “los que quedan” abrió una brecha de trueno sobre mí, una herida que no se vio. Así que estoy leyendo, más o menos, a los que quedan. La antología comienza por donde debe: Soleida Ríos. Aparece lo primero como lo primero. Soleida Ríos, descalabro. Soleida Ríos, pies de palma. Hace poco, en una conversación, jugábamos a mencionar a los mejores poetas cubanos vivos, los mejores entre los mejores, y Soleida Ríos aparecía volando, colocándose delgada como una caña de pescar profesional, tensa pero flexible, como un paraguas: “El varillaje de un paraguas tiende hacia abajo / pero esa, no otra es su normalidad”. Empezar con Soleida Ríos es empezar diciendo: la poesía cubana en Cuba existe. Claro que existe, pero a qué precio.

¿A qué precio se construyen los poemas de un poeta como Rafael Almanza? Nací y viví en Camagüey rodeada por una expresión sagrada, coloquial desenfrenada, martiana, que rechacé en su momento. Yo quería para mí misma algo que fuera como comerse las uñas, como inflar un globo con goma de mascar, y eso hice. Y nunca conocí en persona a Rafael Almanza, lo escuchaba hablar en el Cine Club, pero había una barrera, probablemente de la palabra, que nunca logré cruzar. A Rafael Almanza le atañe la Palabra, esa con mayúscula.

¿A qué precio los poemas de Ismael González Castañer? ¡Qué fuerte, qué ambientes, qué animal preferido, Ismael! Cómo dice en el poema aquello que nadie dice, así, facilito: “porque me discrimino yo, que me hago zanjas, / porque soy un hombre negro… / y ya saben que los hombres negros / siempre andamos algo tensos / muy cansados”.

¿A qué precio los poemas de Carlos Augusto Alfonso? Lectura divertida, desproporción, asimilación de lo que me estoy perdiendo, catástrofe, locura: “Tongolele y Procuna, bailan un extremis de encarnación. / Ambos con cabellos con mechones en blanco, / lupus de macanas, vasos de baccarat / rotos por galillo de Procuna, timbre, ávido limbo”. Recibí a Carlos Augusto, un día, en mi alquiler de San Miguel. Comió algo que cociné sin esfuerzo y con poesía. Bebió. Le pedí que leyera y lo hizo. Recuerdo a Javier L. Mora diciendo que Carlos Augusto era el mejor poeta cubano vivo.

¿A qué precio los poemas de Ricardo Alberto Pérez? Poemas cadavéricos: orgía, escatología, patología. Poemas de una línea en sílaba-saliva. Poemas de un centímetro. Semen. Miedo a las ranas. Ensayo del poema contenido. Richard, Ricardo, corazón de rana: “Las cabezas que intenté levantar / prosiguen / amontonadas en el suelo, / intenté pero viene la mugre / te paraliza la mano, el antebrazo”.

¿A qué precio los poemas del dolor, es decir, de Leyla Leyva? ¿Por qué se escribe eso? ¿Hasta dónde va a llegar el poema infinito de Omar Pérez, el poema del razonamiento, el poema-garza acuclillado? ¿Y Norge Espinosa, de provincia, colocando el poema clásico-trágico en una conciencia cuir que todavía no existe? ¿Y José Luis Serrano, de dónde saca el verso? ¿Y Ramón Hondal, distinto? Construye un edificio que también he construido, construye un cielo raso. ¿Todos son distintos? Youre Merino, que casi no he leído, que no conozco, promete: so what? Las páginas avanzan y yo sigo pensando en el jarrito de Ramón. A Ramón le cociné un corazón de carnero que todavía latía. La novia que tenía se puso muy celosa de Ramón.

De algún modo me divierto, pero estoy sufriendo. No estaba preparada para entrar aquí, el cielo raso sobre mi cabeza ha empezado a presionar. Conozco el cielo raso. Lo vi venir. Puse un pie en Marcelo Morales y se me vino encima: “Hoy vi que el agua en la ducha eran rayas blancas que bajaban, soles delgados. En el patio las luces caían entre las matas, soles redondos en el suelo, manchas. La experiencia mental que es dios, la experiencia mental que es. La vida. Gotas de agua sobre una hoja, joyas”. Puse otro pie en Jamila y bueno, ya no hay nada que hacer, ya me he hecho agua. Estas reacciones son insoportables, la prosa de Jamila, siguaraya: “La línea de dos puntos Guanajay-Tulipán… se interrumpe de improviso en un vértice ciego. Antes de Ciénaga, mi padre se baja con el tren en marcha. Lo veo insecto en el estrecho callejón. Me bajo y desando entre las casas inclinadas (como arcada de árboles sobre la línea misma); destejo buscando el empate, el cruce, donde quedó mi padre como un saco de carbón, un lastre suelto sin aviso”.

Una pared sin repello detrás de Jamila Medina me deja descansar en apariencia. No tiene descanso esta poesía construida a pesar del cielo raso. No tiene descanso la poesía. Marien Fernández, terciopelo: “no vengas a redundar / en la belleza que es amarte, / para hacerme perder / todo el oro del tiempo”. Zulema Gutiérrez, teoría: “utilizar al enemigo para derrotar / al enemigo / y sonreír / principio de las cosas útiles / o principio de las cosas corruptibles”. Javier L. Mora, digestión: “salir / y / ver / qué hacer saltar / en algún / punto / cuando todo / lo demás / todo lo demás / (todo/ lo/ de / más) / no / haya / funcionado”. Y de nuevo, por supuesto, el jarrito de Ramón.

Hasta aquí las cosas, con excepción de Yanarys Valdivia (mira que cantamos juntas en aquellas guaguas llamadas Girón, viéndola practicar el poema del tatuaje), Martha Luisa Hernández (a la que debí besar o atraer el día que presenté aquel libro de Rogelio en la librería de Infanta y San Lázaro, para terminar anotando sobre ella: La masturbación como fuente inagotable del recuerdo) y Katherine Perzant (que intenta construcciones con lo lírico en una isla perdida, lográndolo) la lectura me ha sido familiar, porque la conocía, de un modo u otro.

Nunca he leído lo suficiente a Hugo Fabel: sus libros de Casa Vacía estuvieron en mi carrito de Amazon junto a los de José Ramón Sánchez durante meses, porque leí en Diario de Cuba algo que quería tener para mí; nunca he leído lo suficiente a Daniel Duarte de la Vega: suposiciones todas, las de sus poemas, en detrimento propio, influencias de Kozer; nunca tanto a René Díaz: pero lo oigo en Instagram y la voz del poema coge impulso, cuánto más si comienza estructura no ensaya dispersión; no sabía nada de Ismaray Pozo: una mezcla de la tierra con elementos del campo, que no es lo mismo aunque se parezcan; nunca he leído a Jessica Pérez: creo que Jessica cree en el amor; nunca he leído a África Reina: le pica la mano porque hace magia; y nunca antes a Mario Ramírez, camagüeyano en la tierra de las estrofas pareadas y de los endecasílabos. Los leeré como un ciego en la puerta de una casa que no sabe si se abre o no se abre, porque está frente a otra puerta, sin saberlo.

Quien compila ya se ha ido. Quien ilustra ya se fue. Quien prologa está más lejos que cien metros bajo tierra. El cielo raso de la poesía (cubana, cubana, cubana) es apenas una plancha de bagazo comprimido. Es lo que es. Se ha comprimido un paisaje maravilloso, poético. Y como si fuera poco, se ha suprimido el faltante, lo sacado, lo ido, lo desecho. Desde ahí se ha construido, desde un lugar desprovisto, desde arenas movedizas.

¿Cómo encaja una en esta divertida, importante construcción? Una no encaja. Saco mi espejito y reflexo. Entiendo, como Blanchot, que soy responsable de algo, que me han dado una responsabilidad y que yo la he aceptado, y entonces tengo que hacerme responsable de leer, con cierta distancia, con cierta alegría, a unos poetas cubanos techados, rasantes, expropiados por su propia construcción. Pero no soy responsable de eso. Desde 2017 yo solo soy responsable de una cosa, y esa cosa es perfecta.

Así que me niego, como Blanchot, a apartarme de mí. Empiezo a leer y echo en falta dos nombres: Oscar Cruz y José Ramón Sánchez. Supongo que esos dos se habrán quedado, como mínimo, construyendo cielos rasos parecidos a dos cúpulas. Extraño sus poemas en esta antología porque sé que, al construir un cielo raso poético, Katherine Bisquet necesitaba lo mismo que hay en los poemas de Oscar Cruz: una canción, un poco de rabia y un poco de placer.

Miami, 6 de septiembre de 2024
10:14 a. m.


* Este texto es el prólogo a Cielo raso: Antología de poetas cubanos en Cuba, que publicamos este 2025 en Rialta Ediciones, compilada por Katherine Bisquet e ilustrada por Camila Lobón.

LEGNA RODRÍGUEZ IGLESIAS
LEGNA RODRÍGUEZ IGLESIAS
Legna Rodríguez Iglesias (Camagüey, 1984) Vive en Miami. Autora de las novelas Mayonesa bien brillante (Ediciones Matanzas, 2012), Las analfabetas (Bokeh Press, 2015) y Mi novia preferida fue un bulldog francés (Editorial Alfaguara, 2017). La antología poética I Don’t Believe in Poetry (Alliteration Publishing, 2024) ha sido traducida al inglés por Robin Myers. Crítica madre. Lenguajes de la diáspora en Estados Unidos desde Miami (Rialta Ediciones, 2023) y Princesa Miami (atlas político y de población), (Premio Franz Kafka de Ensayo / Testimonio; Praga, 2024) son sus primeros libros de ensayo y crónica. Ha publicado varios más de cuentos y otros de poesía.

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