
“Animalia Paradoxa” fue el término escogido por Carl Linnaeus para catalogar en sus Systema Naturae a criaturas fantásticas o difícilmente clasificables. Esa lista, se dice, incluía seres mencionados en bestiarios medievales o referidos por exploradores y viajeros. Animalia Paradoxa es también el título de la más reciente película del realizador, animador y artista visual chileno Niles Atallah. Atallah es un carácter excéntrico en el cine latinoamericano; sus producciones tienen la virtud de intensificar el placer de los espectadores no solo a través de sus historias, sino también gracias a la riqueza imaginal, expositiva con que explora las posibilidades del medio cinematográfico a través de su materialidad, trascendiendo así la tiranía del realismo.
Estrenada este año en el Festival Internacional de Cine de Rotterdam, Animalia Paradoxa no solo evoca la singular nomenclatura del científico sueco en la figura de su protagonista: un espécimen ciertamente paradójico, entre humano y anfibio, un ser mutante… Lo hace también desde la especificidad del filme como objeto cinematográfico, un cuerpo alquímico, igualmente inclasificable dentro de las denominaciones corrientes, con muchas virtudes propias del quehacer de un maestro artesano, intocado por los tráficos contemporáneos del mercado audiovisual. Como se advierte en entregas anteriores del autor –suficiente recordar las extraordinarias Vitanova (2023) y Rey (2017)–, esta obra es un organismo que transmuta su anatomía, y deviene, en definitiva, una experiencia plástica y sensorial, un despliegue imponente de composición cinematográfica. Vale mencionar que si un gesto revela esa visión artística de Atallah es justamente el asentamiento de Diluvio, su productora (“laboratorio audiovisual”, se hace llamar), que lleva adelante junto a Joaquín Cociña y Cristóbal León, autores de La casa lobo, esa obra maestra de animación stop motion.
Por supuesto, esto no quiere decir que no haya anécdota en Animalia Paradoxa. Sí que hay historia. Pero esa historia, tal vez por singular, resulta un aspecto más, y no el fin, del denso tejido que es la forma de la película. Un abrevadero donde comulgan, como en el espacio de un cuadro o en una instalación vanguardista, la danza contemporánea, el registro fílmico analógico, la animación stop motion, el teatro de marionetas, la performance, así como códigos de la distopía y el cine fantástico; todo amalgamado, integrado orgánicamente… Para comprender el ejercicio de Atallah, habría que frecuentar el quehacer biologicista y surreal de Jean Painlevé o, en la animación, el trabajo con marionetas y las atmósferas de los Hermanos Quay y de Jan Švankmajer.
Animalia Paradoxa sumerge al espectador –y la experiencia es decididamente inmersiva– en los desafíos cotidianos de un personaje medio humano, anfibio, que rutinariamente recolecta agua en el ambiente postapocalíptico donde habita –y escasea el preciado líquido. El agua es depositada en una precaria tina de baño –como precario es todo el entorno– donde Animalia reposa y sobrevive; ahí experimenta una mística metamorfosis. Apenas comenzada su aventura, la criatura descubre entre los escombros, entre los vestigios de un pasado tecnológico, un reproductor de cinta en el que escucha hablar del mar. Y el mar se convierte en su destino anhelado, un paraíso soñado. La protagonista emprende el ciclo inverso de los anfibios. Ella está en la tierra y va hacia el océano; ya no solo necesita el agua, ahora sueña con el océano, como en La sirenitade Hans Christian Andersen. Ha escuchado algunas líneas del cuento en el antiguo reproductor, y se han sembrado en su mente esas ansias de fuga, de libertad.
Decía que la experiencia es inmersiva no solo porque la imagen y la puesta en escena propician un universo sensorialmente envolvente, sino porque el mundo de esta criatura anfibia es propiciado por un ente ignoto que, cuando arranca la trama, abre unas cortinas rojas y presenta un artilugio televisivo que da acceso a su aventura. En esa misma pantalla se advierte, antes del pase vertiginoso de unos fotogramas en emulsión de estallidos nucleares e incendios, que el mundo ha sido devastado por una “extinción masiva producida sin que nadie se percatara”. Ese detalle no puede pasar inadvertido, en tanto otorga autoconciencia al filme: ¿la imagen analógica es, en puridad, engendrada por unas marionetas animadas?
Ciertamente se respira en Animalia Paradoxa una conciencia ecológica; es inevitable no ver en la escasez del agua y en la devastación del mundo una referencia a los discursos naturalistas de la contemporaneidad. Pero Atallah parece ir, todo el tiempo, más allá de la agenda cívica, de la mímesis social apreciable incluso en Rey,donde es patente el anclaje en la Historia y el pasado colonial. Animalia Paradoxa integra la escasez del agua como otro artilugio para cultivar mejor su fantasía distópica, un cosmos mágico, suspendido en el tiempo, donde se tensan el mundo orgánico y el mundo artificial (o sea, una vieja cultura humana arruinada). La protagonista se desplaza coreográficamente por el desmantelado y laberíntico edificio para recolectar enseres que intercambia por alimentos con una extraña criatura de la que solo vemos un brazo color rosa. Esos alimentos son servidos a una cabeza colgante que rumia palabras, de larga cabellera, de la cual nuestro personaje toma gotas de agua para nutrir su bañera.
En esos recorridos el personaje es observado furtivamente, desde esquinas y ventanas, por otras criaturas igual de enigmáticas, cuerpos humanoides con máscaras de animales, seres extrañamente antropomórficos que también parecieran extraídos del catálogo de Linnaeus. En esta onírica realidad esculpida por Atallah –en la que tales apariciones salen al paso en los callejones de una atribulada ensoñación– también se muestran cuerpos larvarios, envueltos en sábanas, retorciéndose al ritmo de una extraña danza; son capullos a punto de romper y dejar salir un insecto. Semejantes elementos sostienen el clima surreal de Animalia Paradoxa, esa irrealidad fantasmagórica, a ratos lírica –en el propio perfil expresionista de la puesta en escena–, a ratos tenebrista, donde parece imposible la vida gregaria. A propósito, por aquí o por allá, la cámara registra a los predicadores de cierta secta que profieren segmentos del Apocalipsis; quizás un énfasis en el oscurantismo como obstáculo a la libertad del pensamiento y los deseos de la protagonista. Alguno grita, cuando la descubre a ella en una ventana: “El océano no existe”. Otro violenta la tina donde sueña con paisajes marinos –que irrumpen en la diégesis, en blanco y negro, como revelados de celuloides; disonancias visuales que armonizan en el corpus del filme justo por la prestancia de su cualidad física.
De no ser anotados esos aspectos argumentales, escasamente se advertiría la estirpe vanguardista de Atallah en el manejo de la forma. Es un autor desinteresado en colocar analógicamente la realidad en las imágenes.
Mas, creo, no se comprende todavía el linaje del filme si no se repara en su interés por el cuerpo, su relación con la cámara y con el espacio densamente simbólico diseñado para la puesta en escena. Es en ese triunvirato donde mejor se revela la voluntad de superación del realismo cinematográfico, donde se fragua esta original variación de la distopía.
No errarán quienes califiquen Animalia Paradoxa como una suerte de performance. Si bien es muchísimo más que eso, claro está. Sin dudas, uno de sus aspectos más interesantes es el trabajo de cámara que mantiene la mirada, todo el tiempo, próxima al cuerpo de la protagonista o al espacio en ruinas, no solo para describir (casi palpar) las condiciones físicas, sino también las relaciones/tensiones entre todos esos elementos. Ello favorece la atmósfera de environment, de espacio instalado, que se despliega durante el metraje: un hábitat donde los movimientos de la criatura anfibia, diligentemente coreografiados, no se contemplan con el interés de inducir una identificación en el espectador; por el contrario, son mostrados para propiciar un extrañamiento. El edificio derruido es un lugar alienado/alienante donde, en efecto, los movimientos danzarios del personaje son expresión de libertad, de independencia. Sus volteretas, sus escorzos, sus sensuales desplazamientos por las paredes y entre los escombros, sus estilizadas poses, son modos de escapar a las limitaciones del entorno, gestos contrastantes de vitalidad.
Hacia el final, cuando aparece un cuerpo místico voluminoso que es o encarnación de un mago o de la Úrsula de esta historia, el filme alcanza sus mayores dotes de lirismo. Este hechicero, instalado allí como rey de ese espacio misterioso, trasporta a la protagonista, gracias a un golpe de magia fílmica, a otra dimensión convertida en marioneta, con la promesa de que conocerá finalmente el mar. En este segmento animado en stop motion, donde la cámara vuelve a subrayar la textura de los objetos y el montaje produce plasticidad, la película se presenta en toda la dimensión de su enigmática belleza. Una belleza que, por otro lado, nunca es más física que en este instante, cuando, por ejemplo, el tenebrismo de la puesta y el espesor casi palpable de las marionetas acogen/inducen la dimensión mayúscula de la facultad imaginal de Niles Atallah.
No estoy seguro de que este comentario consiga prolongar en los potenciales espectadores –como exigía Truffaut de la crítica– la impresión estética, el placer fértil que produce esta obra. Queda, en todo caso, como un llamado de atención sobre un creador que, entre la avalancha de productos audiovisuales de nuestra cotidianidad, tiene una visión singular del cine como soporte artístico. Su vibrante trabajo con las imágenes en movimiento puede abrir un camino fecundo en el paisaje latinoamericano. Y Animalia Paradoxa –salpicada con una hechizante melodía que (escurridiza en la trama) introduce los matices propios de un cuento de hadas– es, ahora mismo, un testimonio de la inexorabilidad de sus ideas creativas.
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Hace mucho no leo un artículo tan completo (dígase en términos ensayísticos y en la bien ejecutada operación del lenguaje) y provocador. Se echa de menos en la mayoría de los medios. Enhorabuena al autor. Habrá que ver “Animalia Paradoxa”.