Conocí a Alfredo Villanueva Collado (1944-2020) a fines de los años ochenta cuando yo llevaba todavía pocos viviendo en Nueva York, si bien había leído sus poemas y ensayos en revistas literarias y académicas. Además de compartir una estética común, nos unía la memoria de Caracas, mi ciudad natal, donde Alfredo había vivido parte de la infancia. Y si bien sus recuerdos de entonces eran los de la dictadura perezjimenista y los míos los de la democracia primera, existía un conjunto de sabores y saberes afines que nos unían, enmarcados por la energía de Manhattan y los afectos comunes.
Porque si algo le encantaba a Alfredo, era el placer de reunir en su apartamento de Chelsea a los amigos para ofrecer y ofrecerse desde las delicias culinarias y literarias, sobre un fondo de música clásica, en almuerzos estirándose hasta el final de la tarde o en cenas igualmente elásticas e intensas. Un apartamento-museo donde convivían armónicamente cuadros, libros, tinteros antiguos y su amplia colección de jarrones de cristal de Bohemia exhibidos en mesas y estanterías múltiples, para iluminar con su iridiscencia conversaciones y lecturas, en tanto Abersio Núñez planeaba sobre los invitados atendiendo a Alfredo y atendiéndonos con idéntica generosidad.
“Hemos acabado el Chardonnay y el filet mignon y ha bajado la tensión. No quiero que la noche termine, pero no sé qué hacer. Oye, pregunta ruborizado, ¿a dónde uno va para conocer gente? Me río. Salgamos. Sígueme”, rememora la voz poética de otras cenas, otros encuentros, con la sensualidad propia de un lenguaje deseante, apetente y apetitoso. La cocina, el sexo, la religión, los mitos, la academia, el paso de los años, la política, el deterioro del entorno y el cuerpo, las cosas que atesoran memorias de lo vivido y perdido son temas que no escapan a esta poesía que enuncia y denuncia, con un lenguaje que no esconde ni eufemiza, sino se muestra descarnado e implacable.
Sensualista de la piel, sátiro de la carne y los vocablos, al igual que Reinaldo Arenas y Severo Sarduy, Villanueva Collado cultivó con pasión ambos cuerpos: el del lenguaje y el de la carne. Desde ellos se escribió, consignando en sus superficies el dolor, la enfermedad, la ausencia del otro y los otros, para hacer de los poemas instantes puntuales donde desaparece el espejismo del orden y las reglas, y lo apremiante del rigor formal. Surge entonces el texto puesto a desplazarse de uno a otro deseo, contando solo para ello con la duda y el recuerdo de lo vivido y perdido, pues su única certeza es la incertidumbre y su única arma la memoria. El cuerpo traicionado, la elasticidad de una piel que se le hurta, la posibilidad de entrar y salir de seres que pasan y dejan como único rastro un sabor o un tatuaje, adquieren con el lenguaje poético consistencia, empinándose desde un goce nunca olvidado, sino recuperado por el verso puntual, cuya función es la de retener la esencia de lo que desgasta y fragiliza.
Emplazado en la cima, errando de una a otra geografía, Alfredo Villanueva Collado osciló entre paisajes urbanos y afectivos, y reflexionó sobre el crisol de lenguas y culturas que configuran un imaginario de gran riqueza léxica. Aquí familiares, amantes, amigos siguen poblando su reino particular, es decir, la obra dable de conformar un corpus literario, eternamente vital aun cuando el artífice ya no esté con nosotros para paladear un buen vino y achispar la conversación. Y es que la ausencia, recordando a Lezama Lima, es “lo errante, la flecha de lo desconocido” y es ahí donde la escritura de Alfredo Villanueva Collado se instala para permanecer pues, volviendo a Lezama Lima, “frente a lo errante, el ocultamiento de la imagen es símbolo de su perennidad”.
En el lugar de las desapariciones, la imagen se abre espacio, precisando a quienes ya no están y preparando el camino para la ausencia definitiva. “Se cumple el ciclo, y amanece el día / que deseo olvidar, porque revivo / muerte propia, y ahuyento algo que surge / repitiéndome: nunca”, apunta en “Umbral”, poema incluido en su colección inédita Mito. Interior (1965-1966). Esto, aun antes de que haya habido ausencia alguna, porque lo premonitorio de la escritura prepara el terreno para lo que vendrá después, es decir, la lucha por consignar no solo su historia sino la del país de origen. Puerto Rico y su larga permanencia como país ocupado permea igualmente los textos, pues fiel a la conciencia del mestizaje del doble cuerpo que con los modernistas empieza a funcionar entre nosotros, la obra de Alfredo Villanueva Collado habla de una doble lucha. Lucha contra la adversidad personal y lucha contra la alienación impuesta por los imperialismos territoriales e ideológicos; lo que Guillermo Sucre definió a propósito de Rubén Darío y José Martí como “una manera de enfrentarse a la fatalidad y de rescatarse de la enajenación histórica”. Esto, no obstante, sin sacrificar la sutileza y la ironía, ni entregarse a un pesimismo estéril.
Porque sobrevivir en la escritura también significa existir por encima de nuestras miserias, de nuestra pobreza, a pesar de que ellas deban estar ahí, pues la literatura debe ser un proyecto de permanencia y resistencia, para que una paciencia activa y solitaria transforme, a través de la memoria, tal estrechez en canto. Ya lo dijo Rainer Maria Rilke: “Solo cuando los recuerdos se hacen sangre, mirada y gesto en nosotros; cuando ya no tienen nombre y no se distinguen de nosotros mismos, solo entonces puede suceder que, en el centro de ellos, en una hora extraña, se origine y desde allí se eleve, la primera palabra de un poema”.
Un poema que, en el imaginario de Alfredo, estará envuelto por la presencia de la historia propia y la de las geografías que marcaron su itinerario vital, ya fueran estas Caracas, Puerto Rico o Nueva York. Ciudades que, como las de Italo Calvino, “multiplican su repertorio de imágenes” para ofrecerle al lector un espectro amplio de temas, anécdotas y experiencias dables de reflejar, no solo las coordenadas internas del autor, sino su posicionamiento al interior de las políticas identitarias e ideológicas desde la frontera. Ello implica “confrontar la desvergüenza de la situación colonial que ya no se refiere a la isla de origen sino a todo un continente”; y escribir “no para el erudito o el hipócrita lector sino para el amante cómplice o el chiquillo que busca en el espejo los marcadores de su diferencia”, tal cual consignó en la introducción a Pan errante (2005).
Errando por los espacios del saber y del deseo, Alfredo Villanueva Collado nos dejó como herencia una vida plena, una obra sólida, un recuerdo indeleble en el imaginario de quienes lo conocimos y compartimos, tanto al poeta en el auditorio como al amigo en su casa abierta a los placeres del diálogo y la buena mesa. En todos perdurará desde el cuerpo del texto siempre alerta, siempre presente. “Entre la inocencia y la / manzana, el amor y la / guerra, los otros y el / vacío, extiendo el puente / de mi cuerpo vivo”.