LA HABANA.- En medio de un apagón nocturno de seis horas, que vino a complementar otro corte de igual extensión durante el día, con apenas tres horas de fluido eléctrico intercaladas, bajé a botar la basura. El único foco de la cuadra estaba encendido. En las aceras se alineaban los banquitos, sillas y hasta sillones de los vecinos que viven en solares o viviendas poco ventiladas. Demasiado calor. Al doblar la esquina, envueltos en una oscuridad alterada únicamente por las pantallas de los teléfonos móviles, un grupo de personas, reunidas en torno a una bocina portátil, pasaba el apagón como mismo pasan cada minuto de sus vidas. Junto a sus pies, sobre la acera, se amontonaban latas de cerveza.
Crucé la avenida Belascoain, que era una boca de lobo, y caminé por el soportal hasta la cotidianamente inmunda y maloliente intersección con la calle Jesús Peregrino, que estaba como para ganar el gran premio a la cochiná urbana, al riesgo epidemiológico, a la ineficiencia gubernamental y a la desidia ciudadana, todo junto. La basura casi bloqueaba el tránsito por ambas calles. Era tanta que me fue imposible acercarme para echar mi bultico en el depósito, encima de otros cientos de bulticos que la empresa de Servicios Comunales había dejado acumular durante días. Tuve que lanzarlo desde una distancia de aproximadamente cinco metros, aguantando la respiración porque la peste a animal muerto era como para vomitar allí mismo.
Junto al basurero, el largo quicio del soportal se ha convertido en un malecón sin agua donde, a cualquier hora del día y hasta bien entrada la madrugada, hay personas tomando cerveza, que compran en la mipyme ubicada justo detrás. Al lado hay otra mipyme y le sigue una tercera, todas listas para vender cerveza durante el apagón y amenizar las tertulias que transcurren entre orines envejecidos y la putrefacción de la esquina, como si de una terraza frente al mar se tratara. En la más poderosa de las tres apenas quedaba cerveza. El dependiente miraba distraído su celular, sin mayor preocupación por vender lo que se vende solo, porque si algo consume el cubano, desde el trabajador más pobre hasta el más próspero, en cantidades y calidades variables, es cerveza.
Doy la vuelta a la manzana. Oscuridad y tranquilidad. La monotonía de una existencia circunscrita a la espera solo se rompe cuando pasa una motorina con reparto a todo volumen, para no dejar dormir a quienes lo intentan, desafiando al calor y los mosquitos. La gente vive esperando el apagón, y luego esperando a que llegue la corriente. En la cuadra contigua cuatro hombres, bajo el foco Led comunitario, le dan agua a un dominó. A su alrededor se agrupan otros en una doble espera: que pongan la luz, o que pierda una pareja para reemplazarla.
En medio de la calle juegan unos niños. El apagón para ellos es una circunstancia, no un drama. Los niños aprovechan siempre. Yo también aprovechaba los apagones en el Período Especial para jugar a las escondidas, hacer cuentos de terror, cantar canciones. Esa cuadra está tan rota como aquella en la que jugué yo, y esos niños son tan pobres como yo lo fui, hijos de solares igual que yo, aunque en mi época éramos más y también había más jóvenes, y había esperanza. Los niños de mi infancia alborotaban mucho. Estos de ahora apenas hacen ruido, tienen más sueño y hambre que ganas de retozar, solo que allá adentro, en sus cuevas, no hay quien esté.
Sentí que retrocedía hasta el año 1993, pero con la voz de Díaz-Canel amenazando a las mipymes, hablando de la experiencia de Cuba en la soberanía alimentaria, de resistir con creatividad y de que el bloqueo hay que saltarlo como sea. Lo mismo dijo Marrero hace tres años, pero saltar siempre ha sido muy difícil para los gordos, así que han tenido que ponerse una meta más realista: que el pueblo aguante como sea, y eso sí parece estar dando resultado, por muy decepcionante que sea admitirlo.
Es irritante la contradicción entre lo que se percibe en el ambiente y lo que se muestra. Algo grande parece estar a punto de suceder, tiene que suceder, pero todo lo que ves son banquitos, sillitas y sillones para acomodar la espera. Lo que pudiera ocurrir en Cuba en los próximos meses parece depender más de factores externos que del producto interno bruto. La resignación ya está por encima del alza del dólar, del cartón de huevo a más de tres mil pesos, de las arbovirosis que no matan, pero te dejan hecho un traste, imposibilitado de meter fuerza y presión al nivel que demanda la luchita cotidiana.
Una vuelta a la manzana es suficiente para comprobar que los cubanos han decidido dejar que esto se caiga solo, sin importar cuánto demore. Bañados y comidos (los que pueden) ocupan sitio tranquilamente en la acera para derrochar cuatro, cinco, seis horas de sus vidas cada noche, y todavía les queda ánimo para aplaudir cuando vuelve la corriente.