David Markson

Fue en 2018, previo a la imposición del nuevo orden mundial, pero no recuerdo bien-bien el mes (mayo… junio… mi memoria ha perdido el don de la ubicuidad). Tampoco sé, ciertamente, si llegué a ese libro por una nota de un escritor en El País o por un bloguero, de los tantos que seguía, cuando yo mismo era bloguero y aún confiaba en la dispersión cultural a través de la red (mi juicio ha perdido el don de la candidez). Lo que recuerdo con cierto regocijo es que se trató de uno de los primeros libros que alimentaron un Kindle recién estrenado y que, esa misma madrugada, deslicé sus páginas sin entender muy bien qué tipo de texto tenía delante.

“El Escritor está bastante tentado de dejar de escribir”, decía el primer renglón. Y luego: “el Escritor está mortalmente aburrido de inventar historias”.

Fue un remezón, de madrugada y sin poder dormir.

El libro se llamaba, muy magritteanamente, Esto no es una novela y el Escritor aludido, David Markson.

Es la primera vez que escribo sobre un libro que se ha convertido, por razones específicas y sin buscarlo, en uno de mis fundamentales. Y me cuesta hacerlo. Es difícil que entre uno y las cosas que más afecto le suscitan en el mundo se entrometa la escritura, pues el acto mismo pone a distancia, promueve la contemplación, arrebata la experiencia inmersiva. Escribir sobre algo tan íntimo es salir a tomar aire a la superficie de la alberca, sabiendo que, uy sí, podríamos haber aguantado un poco más ahí abajo para romper el récord personal. ¿Cómo escribir sobre un abrazo en una escalera, o sobre los besos que se dan alrededor de un ombligo, en el preciso instante de estar viviéndolo? ¿Cómo hacerlo sobre las propiedades del chocolate o la cerveza belgas cuando esos manjares nos están llenando la boca ahora mismo?

“Una novela sin ningún tipo de indicio de argumento, le gustaría idear al Escritor. Y sin personajes. Ninguno”, señala Markson al inicio. En efecto: no hay narración, no hay personajes moviendo narración alguna, ni descripciones sobre esos personajes que podrían estar moviendo una sosa narración. Lo que aparecen son datos; datos de escritores, místicos, cineastas, pintores, filósofos, escultores, músicos, personajes de la cultura… Datos, como que a W. H. Auden lo arrestaron por orinar en una plaza pública de Barcelona o que San Lucas era pintor y realizó un retrato de la Virgen María. Datos como las causas de muerte de André Gide (enfermedad pulmonar, mientras leía La Eneida), Gustav Malher (endocartitis), Pope (hidroplesía) y Wittgenstein (cáncer de próstata), entre muchísimos otros (ya que, en esto de las necrológicas, Markson es profusísimo). Datos como que las caras de Gluck y Haydn estaban picadas por la viruela o que Descartes tuvo una hija ilegítima o que los padres de Giuseppe Verdi eran analfabetos. Información que, salvo en contados círculos del mundo fenoménico, uno podría soltar y quedar, acaso, como un extravagante malicioso.

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Algunos datos de ese que da los datos: David Markson (1927-2010) fue un escritor neoyorquino contemporáneo a John Updike y Philip Roth, pero que, como no podía ser de otro modo, se vio eclipsado por ellos. Trabajó como corrector de novelas policiales y de westerns, probándose a sí mismo, luego, que podía escribir una antinovela policial y un antiwestern (La balada de Dingus Mageem, que fue adaptada luego al cine). Sin embargo, su reconocimiento vino por la obstinación: durante medio siglo estuvo recopilando con fervor la causa de muerte de celebridades de la cultura (de hecho, es común oír a libreros de Manhattan contar que Markson se detenía por horas en la sección de biografías, solo para leer las últimas hojas y averiguar así cómo había fallecido tal o cual personaje). Esos apuntes de curiosidad de un viejo cascarrabias rebasaron su libreta personal y, a modo de collage laberíntico, armaron una tetralogía: La soledad del lector (1996), Esto no es una novela (2001), Punto de fuga (2004) y The Last Novel (2007). La consagración definitiva vino en 1988, con La amante de Wittgestein, su novela más ambiciosa y recientemente editada en castellano por Sexto Piso, en la que Kate, última sobreviviente de este mundo, repasa momentos librescos y eruditos, a modo de aforismos, para dar cuenta que toda cultura, al final, se fragmenta.

Bueno, eso y ya: un autor raro, de culto, que se obsesionó tanto con Bajo el volcán de Lowry que creyó, por delirios cósmicos del desdoblamiento, que la había escrito él, y que frecuentó los mismos bares que Jack Kerouac, acompañándolo más de una vez en sus excesos. Todo esto lo supe después (de hecho, lo supe ahora mismo, al ponerme a investigar para esta nota; antes de hoy, me complacía la nebulosa que rodeaba la biografía del tal Markson; era una nebulosa hasta necesaria para mí).

Porque también (lo confieso), Esto no es una novela es un libro que en seis años me he negado a terminar. La razón es sencilla (al menos, bajo mi lógica, siempre la del sinsentido): es el libro al que acudo durante los insomnios más feroces. Ha estado conmigo en viajes donde el jet-lag se me ha pegado como pátina o cuando las ratas negras de la paranoia y la ansiedad construyen en mi cabeza el peor escenario posible sobre el amor o el trabajo.

He leído en Markson que Puccini le derramó a Lucrecia Bori café en su vestido porque le parecía demasiado pulcro para el último acto de Manon Lescaut, una noche en Ciudad de México que pasé enteramente en vela pensando que la iba a cagar en una presentación. He leído que Auden llamó a Rilke “la más grande poeta lésbica desde Safo”, en París, cuando a las 2 a. m. no había forma de bajarme una calentura. He leído en Markson que Thomas Otway (¿quién chuchas era Thomas Otway? Y sí, Markson me lo presentó, así como a Tobias Smollet, a Fulke Greville y a un largo etcétera) murió indigente, durante una esporádica visita a casa de mis padres en Chile, con la cara bañada en lágrimas porque la casa de mis padres se estaba cayendo a pedazos. He leído en Markson que la fuente más exacta de inspiración poética para A. E. Housman era una pinta de cerveza al almuerzo, mientras el reloj del celular, aquí en mi madriguera de Querétaro, se esmeraba en cantar el estribillo más famoso de Sabina y yo añoraba que alguien me escribiera.

El problema del insomnio es que hipersensibiliza. Porque a mí, que inexorablemente he dormido solo, y aún más solo cuando las proyecciones del propio deseo son más reales que la misma realidad, no me funciona agarrar un libro “que me interese”, “que me entretenga”, “que me distraiga”. Lo único que me funciona es asomarse, vía Markson, a los pormenores lúgubres y desencantadores de todos estos individuos a los que admiré alguna vez en mi veintena y treintena por su legado y obra, y ahora admiro por cómo estiraron la pata.

Por eso me niego a terminar Esto no es una novela. Cuando avanzo diez páginas, retrocedo veinte; lo he recomenzado cientos de veces; leo despacio sus aforismos, los datos personalísimos, la autoflagelación que se hace Markson al negarse como escritor de primera línea, cuando lo es. Para él, Esto no es una novela se trata de “una novela sin escenario. Sin el así llamado mobiliario”. Y eso ha sido: una novela que despoja a todos de todo, y que me ha permitido descansar sin que necesariamente pueda dormir.

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FELIPE RÍOS BAEZA
Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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