El índice Voces de Venezuela. Ensayos literarios (Ediciones La Castalia, Mérida, Venezuela, 2025, 261 pp.), de Gregory Zambrano, nos pone otra vez en las totalizaciones del ensayo que insiste en la unidad de la literatura venezolana. Que ella exista en su proceso de flujo y constitución no afirma una visibilidad, esta debe construirse, atando continuidades y acercando el correlato, sin incurrir en la sumisión de la escritura a este. Antologías y compilaciones ponen en evidencia un ritmo de escenarios de escritura y fases cumplidas; luego tenemos el desarrollo de los géneros y su individualidad ocupándose de fecundar el formato.
El primer apartado del libro remonta los orígenes civiles, ideas absolutas y pensadores que son hacedores; se está todavía en el horizonte de lo social y su imperativo es un objeto natural, diríamos. La guerra de emancipación de alguna manera destruye lo acumulado –desde documentación hasta la negación de símbolos–, queda ella misma como objeto de reflexión y contemplación. Los 300 años señalados por Bolívar son herencia más que residual, ella impregna y sostiene un imaginario. Héroes y una patria figurada se abren paso en la representación de un país necesitado de llenar los vacíos, lo negado. Civilismo y pensamiento dan el tono de una literatura decidida a ser utilitaria, requerida de dar testimonio de lo incipiente, en alguna medida se trata de hacer la biografía de lo invisible, nombrarlo suponía darle existencia. El primer ensayo, “La épica venezolana: entre carencia y desengaño”, concluye identificando un estilo y presintiendo desenfados que vendrán con el petróleo; lo primero será una constante, el personalismo de Guzmán Blanco, que llegará para quedarse. El petróleo está presente como pálpito, tardará en impregnar arte y pensamiento, pero reforma desde el primer momento los negocios públicos –al final del libro aparece individualizado, visto desde un género (el cuento), y ya instalado en la literatura de ficción como monitor de unos procesos.
El segundo ensayo resulta puntual, es el prólogo de un libro de Mariano Nava, cuyo subtitulo es significativo: Humanismo clásico y literatura de la Independencia en Venezuela. Desbroza un asunto central, en su momento distinguido y hoy reducido a curiosidad; une identidad y modelo político en un haz orgánico. La tradición civilista de la colonia, debate saldado con limpieza por autores tan distintos, y a rato encontrados, como Vallenilla Lanz, Briceño Iragorry y Augusto Mijares, es examinada aquí por mediación: a la influencia de la Ilustración francesa opusieron aquellos un desarrollo del nacionalismo mantuano. Menos inmediata pero tal vez más estable es la presencia del pensamiento clásico –cómo su articulación en nuestros pensadores alimentó gustos estéticos y nociones de república romana–; los ideólogos pertenecían a una clase social definida, también representaban un prospecto escolar, de escolástica y latinidad, y, sin duda, están influenciados por el Siglo de Oro. Zambrano señala lo que resultan rasgos de un humanismo documental en esa formación: “no solo las obras literarias clásicas de la cultura grecolatina, sino el estatuto lingüístico y el poder de la institutio oratoria, sustentan los proyectos del republicanismo romano cuya adaptación a la nueva realidad hispanoamericana supo darle cauce a un nuevo orden sociopolítico”.[1] Se exhuma una tradición mediata, pero más cercana, para iluminar la sedimentación mental de unos grupos en cuyas instituciones existía continuidad con la metrópoli: Andrés Bello sería una expresión cabal de aquella asimilación funcional de esa cultura clásica, que se extiende a lo largo de filología, derecho, juridicidad.
Un siguiente ensayo parece cerrar el balance de lo visto como insumo y organizado en el siglo XIX. “La literatura, el paisaje y la ciudadanía: principios identitarios en la modernización de Venezuela (1870-1900)” muestra el desplazamiento del interés del escritor hacia una obra menos ligada a los deberes públicos, y, en cambio, en busca de un universo más reconocible desde cierta intimidad sensorial. La literatura quiere deshacerse de civismos y tareas de aleccionamiento e intenta dejar atrás la épica de la patria y los manuales de buenas costumbres. Esto ocurre en un tiempo casi asimilado, el último cuarto del siglo XIX, cuando “en Venezuela se estructuró una vigorosa institucionalización de orden político, social y económico”.[2] Es la aparición de lo nacional como tapete y emblema para entenderse con la identidad en términos distintos a los orígenes heroicos. El intelectual beligerante, de tribuna, va descubriendo otros énfasis para su ilustración, uno de ellos es la valoración del paisaje. El cuadro de costumbres queda confinado en el testimonio de unos perfiles advenidos con las primeras imágenes de lo popular pintoresco, y tras los hábitos de la república en escorzo.
Este reenfoque de la literatura trae novedades y, quizás en atención a su propia constitución, su autonomía; más que instrumento se la intuye como objeto, un mundo en sí mismo. Es así como “el sentido de pueblo tiene diversas implicaciones que están en otra esfera, no necesariamente vinculadas a la élite, sino dirigidas a las masas anónimas y marginadas […] se profundizan así los contrastes entre la alabanza de la vida retirada en el campo, registrada como nostalgia, y las ingentes responsabilidades del intelectual frente al nuevo orden urbano”.[3] El último trabajo de este apartado se ocupa de un autor quizás paradigmático de aquella formalización del país y sus coordenadas de pueblo histórico: Arístides Rojas. Es parte del prólogo general del tomo dedicado a este autor en la serie mayor de Biblioteca Ayacucho. Explorador, arqueólogo, curioso, Rojas funde varios escenarios de observación; datos e información fluyen en él desde una erudición casi inercial. Es un poco el monitor de una transición, lo consagrado reciente y las tensiones míticas del poblamiento, como bien señala Zambrano. Y para fijar el lugar de enunciación del cronista “los años de su formación intelectual coinciden con los de la construcción de la nación venezolana”.[4]
Los primeros tres ensayos de la siguiente sección permanecen en la continuidad de una descripción, y son fieles no tanto a unos temas como a unas maneras: las de una literatura concatenada en la observación de su entorno. Una literatura de lo nacional y sus formas y cuyos autores son obligados herederos de las responsabilidades cívicas, aunque ahora se alejen de la “candente arena política”, y encaren sus propios textos como origen y proceso. Tres autores tan públicos como la exigencia requiere: Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri y –en el centro– ese inexorable recensionista, Rafael Angarita Arvelo. Gallegos es el creador de prospectos y de una gestión de la novela realista, el retrato de lo regional era imposible en la segunda mitad del siglo XIX, el país buscaba el rumbo, y apenas la geografía aportaba unos límites. Luego el paisaje se nutre de gente y puede entenderse como insumo de la identidad. Tarea donde Gallegos ubica su retorta: símbolos, pedagogía, proyecto cívico, todo mezclado y en trance de darnos una imagen donde lo histórico de una biografía ya no está solo. Uslar Pietri es un retratista-actor y parece ir del intimismo de la ficción a la representación figurada y que va cediendo ante el prestigio del correlato: cuesta tanto resistirse a las noticias del día. Zambrano recuerda cómo Uslar ocupa todo el siglo XX en una posición de monitor, desde su longevidad y pasión por lo público. Uslar es el autor que se encuentra con la vanguardia en Barrabás y otros relatos, parece convencerse de la otra hermenéutica de la literatura y dedicará sus mayores esfuerzos narrativos a biografiar lo real social: guerras de liberación, mitos de conquista, los énfasis de la Venezuela petrolera, su Estado y los hábitos del “mal de la viveza criolla”. De alguna manera, allí continúa el hilo que quiere ser consecuente con una compilación: si Zambrano hubiera detenido en el comienzo de este apartado la suma de sus elecciones, el libro quizás tendría otro título; fuera de la varia lección no serían “voces” sino proceso de un cuerpo.

La perspectiva de Angarita Arvelo permite ajustar un balance desde la crítica estilística y estética, pero esa novela que “casi no tiene pasado” sigue siendo un imperativo testimonial. Las obras examinadas están teñidas de pasado, exotismo o realismo, la valoración no puede desentenderse de su contexto, aunque el mérito del libro de Angarita Arvelo, Historia y critica de la novela en Venezuela, sea situar una escritura en el horizonte de otras exigencias (autonomía de la escritura, intimidad, actualización técnica). Su reacción contra el paisaje decorativo quizás viene de aquella “palidez de lo humano” que Oscar Rodríguez Ortiz denunciaba en el costumbrismo. Pero Angarita Arvelo irá más allá, es el primero en darse cuenta de la omisión de la ciudad como urdimbre, tanto espacio como escenario de socialización, de la necesidad de entenderse con política y tipos humanos; aquellos “libros de jardinería”, donde el paisaje es un puro adorno, ya poco aportan. La novela urbana es una exigencia del crítico que ve con escándalo un rezago en el examen de lo nacional, ya no desde la literatura de ideas, sino desde la imaginación proposicional.
El resto de trabajos pertenecen a otra continuidad, una actualización o muestra de todo cuanto ocurre fuera de una clasicidad. Sin embargo, todo parece destilar petróleo, no es necesario nombrarlo, él está allí “tenso en la sombra”, desde el modelo gamonal y sus doctores hasta los escritores dubitativos, cómo entenderse con un agente hecho ontología, que resulta invisible solo cuando no sabemos hacer las adecuadas atribuciones.
La importancia de la totalización es evidente en una literatura como la venezolana. Permite hacer ajustes y llenar vacíos, situar los nombres distintos también requiere de una ecología. Insistir en Gallegos, por ejemplo, siempre será útil, pues si como indica Zambrano, “el paisaje es un personaje”, allí hay un gran marco, y más allá de los géneros del ruralismo. Ausencia de paisaje en la aspiración y mirada del venezolano, se queja Mario Briceño Iragorry. Ese personaje, el paisaje de fondo, no el decorativo, debe hacerse ontología, a partir de esa integración, del habitante en una percepción cósmica.
En todo caso, la crítica requiere de un contexto, no puede ocuparse de un autor como si fuera el actor de una película de aventuras, debe buscar las fuentes de un discurso en el horizonte solapado, en aquello que da estructura a una explicación, un relato, una hipótesis. El cuerpo escritural de un país como Venezuela, de angustiosa continuidad, requiere una mirada habituada a lo penumbroso. Los autores vanguardistas deben ser situados en un proceso que siempre será endógeno (José Antonio Ramos Sucre, Julio Garmendia, Salustio González Rincones, la Generación del 18, Enrique Bernardo Núñez, Guillermo Meneses, a ratos parecen estar en el aire, y es porque sus referentes están fuera del prestigio de lo público); arraigan siempre en una disidencia que suele desbordar estéticas y estilos intelectuales. Signarlos como rarezas no permitirá identificar la extensión de esas raíces (vale también para un proceso político-social como el estudiado en un libro como Las luces del gomecismo de Yolanda Segnini). Conocemos su genealogía y es posible explicarlos desde la mecánica del poder y lo gregario, pero no podemos entender que haya florecido una generación capaz de encabezar la refundación del país en 1936.
Otros saldos deja esta compilación: recuperar para un presente noticioso unos momentos de reflexión y trabajo eficiente, verificar la ruta de un prospecto intelectual. También mostrar la eficacia de una gestión académica, y cómo la universidad venezolana ha sabido amparar lo justo y proyectar el pensamiento que nos interroga. No es poca cosa. En el caso de Gregory Zambrano, una larga gestión muestra la rutina triunfante de los organizados en torno a organismos de representación. Ese ya famoso Instituto Gonzalo Picón Febres ha cobijado a varias generaciones, brazo ejecutor de la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes, ha sido tiempo y mundo de una parte importante de la vida literaria e intelectual de Venezuela.
La distancia prudente con los legalismos y protocolos metodológicos tiene su saldo en el libro: no hay apretados academicismos ni culto universitario del tratadismo pretencioso, el ensayo de ideas respira por su cuenta. Y, dentro de la variedad, la dispersión parece atenuarse en el ritmo; la escritura personal del autor adquiere un tono de biografía persuasiva. Asuntos y autores se pueden ver en el mismo horizonte quizás por cierta formalidad propia de la investigación orientada. Una larga pasantía mexicana, otra, la actual japonesa, pueden darles una perspectiva distinta a unos textos cuya lectura tiene el tamiz de la distancia. Como un catálogo ordenado desde la vitalidad de una historia global, pero, sobre todo, desde los intereses mentales de quien elige lo representativo para mostrar sus opiniones, sobre el gusto prevalece una apreciación del país genética, que está en la formación académica, en el sentido de adscripción y la vivencia de una identidad.
El último trabajo (“Las patrias circundantes”) es todo un testimonio de esa vida en lejanía, de quien trabaja y ve a Venezuela desde el exterior y en un tiempo muy particular, que llamaríamos de la infamia. Casi intimistas, las confesiones de Zambrano pueden verse en clave de elogio y gratitud para sus anfitriones y un orden funcional que en Venezuela cesó.
Crónica de su errancia fructuosa, ya se ha dicho, de ninguna manera se asume como exiliado, menos migrante salvado. Como pocos, él ha dispuesto una potencialidad frente a un horizonte, y desde un destino diseñado, lo mejor del país generoso, cuyo prospecto en algún momento se nutrió del aliento de la educación: arte, pensamiento, vida profesoral, allí unas rutinas verificables. El texto memorialista es un encargo, para uno de esos panoramas del exilio, todo un género muy de moda en estos días, antes se decía del destierro, y sin embargo no había una “literatura del destierro”, solo eran huidas sentimentales. Hoy se hizo literatura porque la diáspora requiere un origen, un estatuto político, Venezuela es parte del concierto de naciones, y tras el envilecimiento de una sociedad esta debe ser recordada (porque existió), o retratada (porque tuvo un rostro). El texto parece tener allí su lugar justo, cabal, evoca de espaldas el asunto de los primeros ensayos del libro, allá hubo desterrados en vísperas del fracaso (Simón Rodríguez, Andrés Bello, Rafael María Baralt), pero no había nada que destruir, y sí todo por crear. El exilio de hoy deberá relatar una destrucción sin parangón. El texto, pues, luce un aura de trágico colofón. Puede leerse como un desgarro callado; si nos informa de las andanzas académico-profesorales de quien vio lo previo, es menos un trozo de biografía de quien escribe que el relato oblicuo de una destrucción.
Notas:
[1] Gregory Zambrano: Voces de Venezuela. Ensayos literarios, Ediciones La Castalia, Mérida, Venezuela, 2025, p. 39.
[2] Ibídem, p. 41.
[3] Ibídem, p. 44.
[4] Ibídem, p. 58.