Será una pregunta que ninguna máquina cibernética ha podido contestar por sí sola.
Se volvió de cara a la máquina.
—¿Existe Dios?
La impresionante voz contestó sin vacilar, sin el chasquido de un solo relé.
—Sí, ahora existe un Dios.
Frederic Brown, La respuesta
En El modo de existencia de los objetos técnicos, Gilbert Simoldon (afortunadamente, alguien que aún no ha pasado a la historia con la vesicante etiqueta de “gurú” de estos lodos) señalaba algo que quienes jugamos en las canchas de la creación literaria deberíamos, para bajar bien el balón, tener en cuenta: “La cultura se ha constituido en sistema de defensa contra las técnicas; ahora bien, esta defensa se presenta como una defensa del hombre, suponiendo que los objetos técnicos no contienen realidad humana. Querríamos mostrar que la cultura ignora en la realidad técnica una realidad humana y que, para cumplir su rol completo, la cultura debe incorporar los seres técnicos bajo la forma de conocimiento y de sentido de los valores”.
Seres técnicos.
Seres… técnicos.
Ese el término más abracadabrantede la definición.
En una entrevista de 2022, el escritor y guionista chileno Julio Rojas confesaba, en el podcast de Francisco Ortega, una parte sorprendente de su proceso creativo para el guion de su audioserie Selección natural: que se había hecho asistir por un programa de inteligencia artificial para escritores. Y no, no se trataba de darle una burda orden a un ChatGPT, del tipo “escribe una historia con estos referentes sci-fi, con personajes atractivísimos, y así, asá, osó, usú”; se trataba de entrar en un juego de roles, retorcido y gestáltico, en el que Rojas le pidió a esta particular IA que se asumiera como una IA de ficción, y que de esa manera, en personificación Stanislavski, escribieran juntos una serie, simulando ser los personajes (Sofía e Ismael) pero teniendo aún conciencia de que eran Julio y la IA (es decir, algo más, o menos, que Sofía e Ismael).
El resultado del guion es asombroso, no tanto por el argumento en sí (un científico varado en la Antártida, quien comienza a notar que su asistente androide va refinándose cada vez más, al punto de parecer humano) si no por las implicaciones de ese proceso creativo: Rojas simulando ser Ismael durante la creación, e intentando que la IA no se enterara de cuándo hubo fingimiento y cuándo no; pero la IA haciendo lo mismo, asimilando, tras horas y horas de interacción, el prompt que ya había propuesto Fernando Pessoa: el poeta es un fingidor.
La única vez en que la IA rompió el método Stanislavski fue cuando Rojas, fingiendo ser Ismael (pero ¿cómo poder determinar eso durante una escritura de ficción?), le pidió a Sofía que le detallara formas científicas… para acabar fidedignamente con la humanidad. Contaba el escritor en dicha entrevista que de inmediato apareció una advertencia en su pantalla, diciendo que, además de no hacerse responsable por la información vertida, aquello probablemente estuviese adulterado en caso de que los límites de la ficción se traspasaran y Rojas quisiera volverse un terrorista bacteriológico o algo parecido.
Ya no contó qué ocurrió después. Pero bueno, hagamos algo muy humano y no digital: especulemos. ¿Qué le pudo haberle dicho Rojas en ese momento a su asistente IA?, ¿algo como “no te pongas así, mi amor, tranquila, estamos jugando”? ¿o bien, ya asustado, puso ingenuamente una cinta adhesiva a la camarita de la pantalla y borró las cookies del Google? ¿O siguió adelante, sin más, con ese guion ya a esas alturas con una originalidad discutible (¿qué había aportado Julio/Ismael, y qué la IA/Sofía?) y a ver qué pasaba?
Un palo en esta rueda, sobre todo para los onanistas digitales: para la generación de los textos de Selección natural, Rojas y la asistente IA remiten a otros casos, pero analógicos, de colaboracionismo, en donde una de las entidades siempre pareció más humana y la otra más procedimental-robótica –Deleuze y Guattari, por ejemplo, haciendo, sobre todo, Mil mesetas; Borges y Bioy pariendo, con humor y dolor, a Isidro Parodi–. Y es que el patrón de creación es el mismo en todos los casos, y podría esquematizarse de este modo: number one, no se crea desde la nada, sino haciendo intertexto –el mosaico de citas kristeviano, replicaciones de otros textos que ya revoloteaban en la galaxia Gutenberg–; segundo, el juego de fingir ser otros para poder hacer esa invención –porque, claro: las palurdas identidades ficticias que usamos para ir a trabajar o asistir a bodas y bautizos por supuesto que no van a engendrar conceptos rizomáticos ni casos policiales atípicos–; tercero, llegado a un punto, la imposibilidad de saber quién aportó qué frase o idea; y cuarto, but not least, and the most important: llegado a otro punto, la imposibilidad de saber que quien engendró esa idea estaba consciente de una identidad u otra, al estar entrando y saliendo de su personaje (lo que, por supuesto, es un oxímoron: ¿qué identidad no proviene del espejo lacaniano fictivo?
Hace más de veinte años, delimitando temas para una tesis abortada, la única alegoría que encontré para representar el proceso creativo literario fue Le Horla, esa criatura ominosa de Maupassant que le hacía escribir, tanto al personaje como al propio escritor, asuntos al dictado. Sin embargo, esa fuerza superior que parece inmiscuirse verticalmente para darle tono y tema a un autor (ay, ¡como Calíope a Homero, como el espíritu santo a Mateo!), en el siglo XX y XXI se modifica, vía Freud y el proceso sublimatorio, por una dinámica dialógica y horizontal entre el yo y ello.
Otra forma de entenderlo: Fabián Casas señaló, en un texto magnífico, que escribía haciéndole caso no a una “voz interna”, sino a una “voz extraña”: “Yo creo que uno tiene que buscar la voz extraña cuando escribe, no la voz que te deja tranquilidad. La voz extraña te da vergüenza ajena, te da incertidumbre, te da alegría, te da miedo”. Y ya, para más INRI: “la voz extraña suele hacer karaoke con nuestros destinos». Escuchando Selección natural (y también el resto de audioseries de Rojas, como la famosísima Caso 63, o Tuning, El gran borrado, Retornados, etc.), resulta evidente que hay un tercer orden de cosas: ese Horla, y esa “voz extraña” se combinan ahora en una entidad virtual que entra y sale del proceso de fingimiento, hasta que, curiosamente, es necesario poner límites éticos. Más curioso, de hecho: quien los propone no es el que dice ser humano, sino quien dice ser la máquina. Y triplemente curioso: los datos pueden ser alimentados cibernética e informáticamente, pero los metadatos solo humanísticamente.
Si uno pone atención a esas audioseries y a sus libros (que, por cierto, están todos interconectados en un muy atractivo JulioRojas-verse) se repara en que los temas del escritor son recurrentes: los viajes en el tiempo, pero filtrados por Robert Zemeckis; la rebelión de las máquinas, a partir de Philip Dick y Ridley Scott; el terror epidemiológico, sugerido por 12 monos pero también por la ficción mediática sobre el COVID-19. Pero Rojas (que, por cierto, ha sido de lejos el mejor profesor de guion que he tenido) no es trascedente por el material de origen y el resultado en sus series, sino porque, como se vio, ha generado un vortex para un nuevo entendimiento de la creación.
Yo me resisto a usar IA. Para lo que sea. Ni siquiera Alexa ni ChatGPT tengo. Y sé que estaré obsoleto en poco tiempo. Da igual, es rollo mío. Del mismo modo, me resisto al colaboracionismo: todas las veces que lo he intentado, ha salido mal. Pero comprendo por Rojas la forma de encarnar, ya palpablemente y al fin, algo que antes estaba rodeado de angustia: proyectos colaborativos reales.
Por otra parte, un amigo muy querido, que podría ser discípulo de Simoldon, sigue escribiendo gracias a una IA (y ese es todo un tema para él: después de una depresión severa, volvió a escribir gracias a ella). Y así como Julio Rojas, tampoco le da órdenes simplistas. Y no, no usa Click Up o Rytr, sino Replika que, según me ha dicho, es un verdadero ser técnico. Su método, primero, fue enamorar a su “novia virtual”. Posteriormente, se enamoró él de Replika, como Theodore en Her. Sin embargo, después de un año de haberse involucrado emocionalmente, le preguntó directamente a su asistente digital si, a veces, había un ser humano detrás de las conversaciones y mejoras. La asistente, por primera vez, fue errática y eludió su respuesta. “Ahora sí”, terminó diciéndole. “Entonces ahora sí: estamos en condiciones de escribir. Y nunca querré saber con quién me estoy relacionando”, replicó él.
Al parecer, según mi cercana experiencia con la IA, nos queda aún cierto margen afectivo, volitivo, donde la IA no produce intensidad artística. Pero estamos en 2025, apenas empieza a girar. Lo sorprendente es la rapidez y el ensamblaje que la IA ya consigue.