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Jorge Luis Arcos: “Veleidades de un estilo”

Tomado de ‘La Gaceta de Cuba’, n. 3, mayo-junio, 1998, p. 61.

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Cuando en junio de 1994 se clausuraba el coloquio internacional Cincuentenario de la Revista Orígenes con la conferencia de Fina García Marruz La familia de Orígenes supe mientras la iba siguiendo en su lectura que estaba en presencia de uno de los ensayos más deslumbrantes que había tenido ocasión de escuchar. Era además de un recuento de las fuentes principales del origenismo, el testimonio de una vida, de un destino. Era, por encima de todo, conmovedor. Tiempo después, en la colección La rueda dentada, lo propuse para ser publicada con independencia de las memorias del evento, razón por la cual aparte de haber dedicado una gran zona de mi labor como investigador y ensayista al estudio del pensamiento poético origenista, me sentía en cierto modo responsable de su publicación reciente.

Inmediatamente pude leer el manuscrito de la reseña de Antonio José Ponte, “Una familia tan tebana como cualquiera”, sobre el libro en cuestión. No reseñaré el libro de Fina, como me hubiera gustado hacer, ya que supondría otra alternativa de recepción, si no me detendré en el sentido de la crítica de Ponte, no exactamente para polemizar puntualmente con él, si bien mis juicios difieren radicalmente de los suyos, mucho menos con un texto que enuncia constantemente argumentos que no demuestra, apoyándose fundamentalmente en la velocidad de su propio estilo. Así, prefiero dejarlo a solas con su tono irónico, su  ingenio literario y su voluntad simplificadora, la que lo lleva a encontrar y enunciar causalismo empobrecedores en donde yo aprecio relaciones complejísimas, riqueza de fuentes y la expresión de un pensamiento, amén de profundo, de una gran coherencia gnoseológica. Si Ponte hubiera polemizado con el texto de Fina, con ideas, me hubiera acaso estimulado a participar en un diálogo en aras de una sola cosa: la claridad del conocimiento. Pero su gesto ha sido el de quien quiere, a toda costa, aguar la fiesta. Resulta patético el gesto de quien quiere mofarse del otro, por la sencilla razón de no compartir sus ideas o su estilo de vida o la calidad de un destino diferente; afán negador contra un texto que se propone ofrecer el testimonio de una intensa aventura del espíritu ya cumplida. Pero no hay dudas de que cada quien tiene el derecho a hacer la lectura que quiera o la que sencillamente sea capaz de hacer. Pero las lecturas deberían hacerse –al menos ese es mi criterio personal– para comprender aun lo diferente, en aras de la objetividad del conocimiento, y no para negar “alegremente” lo que no compartimos. Una cosa es no compartir un proyecto de vida, una poética, una estética, una aventura del espíritu, y afirmar, a la vez, ideas y actitudes diferentes, y otra es hacer tan evidente el propósito de negar, a través de la mofa, al otro. Sí, es cierto, el ensayo, como todo en la vida y en cualquier género artístico o literario, puede prestarse para ser expresión de veleidades, pero, sinceramente, no creo saber que, como aduce el crítico, “El ensayo es, como todos sabemos, género para veleidades”. Claro que puede serlo –como tan bien su crítica lo demuestra–, pero no creo que el libro de Fina sea un ejemplo de veleidad, ni mucho menos un texto “sin la lisonja de un estilo”, aunque, eso sí, hay que reconocer que el estilo de Fina no persigue los mismos objetivos que el de Ponte. Pero cuando ya mi diferencia con la recepción comentada se hace más honda, es cuando ponte le dice al presunto lector, al final de su texto, que “La familia de Orígenes es un libro empeñado en destrucciones letradas”. Todo el breve texto de Ponte está lleno de afirmaciones que, como la anterior, no demuestra, de una no disimulada ironía, y sobre todo, de una voluntad acerbamente negadora (el libro de FGM no le merece un solo elogio). Debo indicar enseguida que su texto logra expresar estos tres objetivos con una gran desenvoltura estilística. Pero justamente eso me dejó profundamente perplejo: ¿cómo tanto tema profundo, tanta riqueza de relaciones y matices, tan vasta y reveladora precisión de fuentes, tantas afinidades expuestas, la más de las veces con tan hermosa y conmovedora prosa poética, podía merecer un juicio tan displicente y en el fondo tan sombrío? ¿Qué motiva tanta profunda amargura en el crítico? ¿Cómo lo que constituye la confesión, el testimonio de una vida dedicada al estudio de nuestra cultura, la revelación de las fuentes que nutrieron al origenismo, y la exposición sincera de sus afinidades profundas, así como de sus diferencias con otras vertientes poéticas o literarias, o con otras líneas de pensamiento –algo que le es inherente a todo movimiento, generación, corriente, grupo, “familia” como quiera llamársele–, podía provocar tanto puntual empeño negador? ¿No sería que el crítico se opone o quiere negar otras cosas más allá de este libro concreto? Asimismo, si la intención de este tipo de crítica es zaherir al autor, tratar de empobrecer con su fácil y rápida enunciación el texto –con cierto menosprecio al presunto lector, o, al menos, convencido de su candidez–, eso sí lo logra en parte el crítico. Después de todo, es más fácil negar que afirmar. Mas, no obstante, me preguntaba también ¿para qué sirve, en última instancia, esta manera de ejercer el criterio? ¿Para qué sirve, en suma, la crítica negadora? Mucho se empeñó Buenaventura Pascual Ferrer, alias El Regañón, en los albores de nuestra literatura, en denostar a Manuel de Zequeira, a quien seguro amargó mucho. Hoy día los valores de Zequeira son una certidumbre, y las críticas del director de El Regañón, un ejemplo de las chaturas de una crítica negadora a ultranza, sin sentido perdurable, sin vocación de fundar nada positivo para nuestra cultura. Pero, ateniéndonos al grupo Orígenes, ¿a dónde fue a parar aquella ambiciosa frase de ciclón: “Borramos a Orígenes de un golpe”, o los libelos de Lunes… –vergüenza de nuestra crítica, y de muchos de aquellos críticos–, o, por ejemplo, aquellas categóricas frases virgilianas: “fulano terminó ya”, o aquellas acusaciones seudomarxistas que condenaban a Orígenes, como antes a Casal, al reino de la evasión, cuando no al de la más conservadora reacción, sino, en su mejor destino, a una suerte de saco de prosa estéril que el tiempo sea encargado prolijamente de situar ya en la historia de las veleidades inocuas, cuando no, en algunos casos extremos, en el de esa tan lamentable y vasta historia universal de la infamia? A lo mejor, ¿quién sabe?, ayude a la difusión del libro, con lo cual le haría, a pesar suyo, un inesperado bien. Ponte, claro está, tiene derecho hacer su lectura. El lector hará también la suya, y no sólo del libro de Fina sino también de la reseña de Ponte. Pero, además, ¿cómo puede un ensayo que el crítico considera una “escaramuza fallida”, lleno de “múltiples veleidades”, de “hipótesis descabelladas”, sin “la lisonja de un estilo”, inútil tanto para el mundo académico como para los buenos lectores de ensayos, y que, en suma, “le falta ser pensado a fondo, completado”, propiciar el interés del crítico? ¿No será que su interés sea precisamente el de tratar de demostrar lo diferente, lo que él no comparte o tolera, o no quiere comprender por ser otro su linaje creador y otro su pensamiento? No es ocioso recordar que Orígenes no se empeñó nunca en “destrucciones letradas”, y, a pesar de ser objeto de tanta crítica adversa, rara vez contestó a los múltiples ataques que recibió; que siempre consideró, por ejemplo, a Virgilio piñera y a Lorenzo García Vega, como dos escritores origenistas, a pesar de expresar estos una zona de creación que cada vez les apartó más del origenismo ortodoxo, central y mayoritario. Fueron ellos quienes se empeñaron en desviarse de Orígenes, y en criticarlo entonces acerbamente (de ahí la frase del Lezama de que querían negar sus orígenes). Sin embargo, es saludable recordar también cómo Lezama y Virgilio terminaron sus vidas en armonía, y cómo Virgilio tuvo incluso el noble gesto de escribir un poema como “El hechizado” a la muerte de Lezama, y cómo hasta el propio Lorenzo García Vega, luego de escribir un vasto libro para destruir lo que él llama los mitos origenistas, o para expresar su desolado reverso, pudo concluir que: “No, no he podido resolver mi rencor con Lezama, ni he podido resolver mi rencor con aquellos años de Orígenes. Pero no olvido la ejemplar lucha de los origenistas, así como no olvido la grandeza de Lezama, ni olvido lo cubano y tierno de Lezama. Así que puedo decir –tengo cincuenta años, soy un notario no-escritor, soy un exiliado– que pese a todo no vacilaría, en cualquier otro infierno, volver a emprender con la aventura de Orígenes”.

He admirado siempre la elegancia de la prosa de Antonio José ponte, su agudeza, su sensibilidad para la percepción de matices, el lirismo entre afectivo y amargo, y la eticidad de su poesía, sin embargo, en esta ocasión, creo, sinceramente, que su ademán crítico no ha sido el más feliz.


ARCHIVO RIALTA
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